Sobre el Atlántico
C'etaient les eaux, et les eaux, et les eaux.
James
Las aguas parecen sin fin, como si no hubiese ya tierras, y nuestro mundo fuera una inmensa gota, una sola y redonda lágrima azul, cayendo en el éter. ¡Oh, este azul! Es un azul oscuro, denso, traslúcido, un azul de zafiro, en cuyo seno, bajo las alas de la noche, despiertan fulgores de fósforo. ¿Dónde la espuma sería más blanca que sobre el azul, a veces laminado y bruñido como un metal, a veces laqueado de negro, el azul atlántico que me llena la vista y el alma? Espuma rodante, sonora, cabellera de nieve salvaje, penacho que se alza y se anega y se levanta nuevamente y se encabrita en cada cresta del innumerable y paralelo ejército de olas. Espuma -surtidor, torrente, cascada-, que en lo cóncavo de la onda teje anchos exágonos irregulares cuyas cintas tiemblan como sobre una piel, o que adelgaza sus filamentos lívidos en un encaje de sutileza infinitesimal, o se desvanece en verde bruma submarina, o se curva en gasa que se deshace al viento, o se retuerce en largas volutas de humo líquido, o finge, a los oblicuos rayos del sol, la red de púrpura que inyectara el ojo enorme de un monstruo... Espuma blanca sobre el mar azul, emulsión hirviente de agua y aire... Sí; aire, agua, nada más: lo que cede y se desliza y huye y, por lo mismo, rodea y devora y disuelve. Agua y aire, lo que carece de cohesión y de forma... y por lo mismo, revela su inflexible geometría en el arco fatal del horizonte...
¡Aguas del mar, estremecidas y desnudas, sangre purísima del Universo, linfa madre, plasma sagrado del cual llevamos todos, para poder vivir, una provisión en las venas! Tu sal se seca en mis labios, y saboreo tu sublime amargura. Acaso a una legua bajo la quilla del buque yacen las ruinas de un continente que recuerdan los hombres -y acaso cien otras bajo ellas-, pero en tus entrañas surgen continuamente las Venus primordiales: seres blandos y errabundos, tentáculos ciegos, larvas glaucas, pulpa ancestral que se ha vuelto transparente y flota invisible, bosques sumergidos, infinitas lianas de un ámbar sin flor, y también el semillero de la fauna microscópica, polen oceánico que en vastas estelas arde bajo el firmamento de los trópicos. Y quizás, en una hora tibia, ¡oh mar venerable!, engendras aún, como en las épocas geológicas, el misterio de los misterios, las células matrices de la vida virgen...
¿Aún?... Nada hay ilimitado ni eterno. El mar envejece. Su aliento se pierde en los espacios siderales. Su agua, cristalina limpieza entregada a los cielos, le es devuelta avaramente por los ríos, turbia y sucia, cargada de todos los despojos y secreciones y deyecciones de la tierra. Y con el transcurso de los tiempos, el mar se torna más acre, más espeso, más bajo, más árido. Nosotros, los cada vez más ágiles, los usurpadores del destino, corremos hoy sobre las aguas, cortándolas al doble tajar de nuestras hélices, porque supimos aprisionar el fuego, y el fuego, como nos anunció Esquilo, es el maestro que nos lo ha enseñado todo, ¡todo!, hasta fabricar lo álgido y helar el aire. ¿Qué importa que se apaguen los astros, si se encienden otros en nuestros cerebros? Y todavía mañana, cuando el mar haya cuajado en un témpano único sus sueños estériles, volarán nuestras máquinas sobre él, dejando en las tinieblas un rastro de chispas.