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Sotileza/I

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Sotileza (1888)
de José María de Pereda
I - Crisálidas
II

I

Crisálidas


El cuarto era angosto, bajo de techo y triste de luz; negreaban a partes las paredes, que habían sido blancas, y un espeso tapiz de roña, empedernida casi, cubría las carcomidas tablas del suelo. Contenía una mesa de pino, un derrengado sillón de vaqueta y tres sillas desvencijadas; un crucifijo con un ramo de laurel seco, dos estampas de la Pasión y un rosario de Jerusalén, en las paredes; un tintero de cuerno con pluma de ave, un viejo breviario muy recosido, una carpetilla de badana negra, un calendario y una palmatoria de hoja de lata, encima de la mesa; y, por último, un paraguas de mahón azul con corva empuñadura de asta, en uno de los rincones más oscuros. El cuarto tenía también una alcoba, en cuyo fondo, y por los resquicios que dejaba abiertos una cortinilla de indiana, que no alcanzaba a tapar la menguada puerta, se entreveía una pobre cama, y sobre ella un manteo y un sombrero de teja.

Entre la mesa, las sillas y el paraguas, que llenaban lo mejor de la estancia, y media docena de criaturas haraposas que, arrimadas a la pared, aplastando las narices contra la vidriera, o descoyuntadas entre dos sillas y la mesa, ocupaban casi el resto, trataba de pasearse, con grandísimas dificultades, un cura de sotana remendada, zapatillas de cintos negros y gorro de terciopelo raído. Era alto, algo encorvado, con los ojos demasiado tiernos, de lo cual, por horror a la luz, era obra la encorvadura del cuello; y tenía un poco abultada y rubicunda la nariz, gruesos los labios, áspero y moreno el cutis y negra la dentadura.

Entre todos aquellos granujas no había señal de zapato ni una camisa completa; los seis iban descalzos, y la mitad de ellos no tenían camisa. Alguno envolvía todo su pellejo en un macizo y remendado chaquetón de su padre; pocos llevaban las perneras cabales; el que tenía calzones no tenía chaqueta, y lo único en que iban todos acordes era en la cara sucia, el pelo hecho un bardal y las pantorrillas roñosas y con cabras. El mayor de ellos tendría diez años. Apestaban a perrera.

-Vamos a ver -dijo el cura, dando un coquetazo al del chaquetón, que se entretenía en resobar las narices contra los vidrios del balcón, el cual muchacho era morrudo, cobrizo, bizco y de cabeza descomunal-, ¿quién dijo el Credo?

Se volvió el rapaz después de largar un hilo sutil de saliva a la vidriera por entre dos de sus incisivos, y respondió, encogiéndose de hombros:

-¡Qué sé yo!

-Y ¿por qué no lo sabes, animalejo? ¿Para qué vienes aquí? ¿Cuántas veces te he repetido que los Apóstoles? Pero ab asino, lanam... ¿Cuántos dioses hay?...

-¿Dioses? -repitió el interpelado cruzando los brazos atrás, con lo que vino a quedar en cueros vivos por delante; porque el chaquetón no tenía botones, ni ojales en que prenderlos aunque los hubiera tenido. Reparó el cura en ello y dijo, echando mano a las solapas y cruzando la una sobre la otra:

-¡Tapa esas inmundicias, puerco!... ¿Y los botones?

-No los tengo.

-Los habrás jugado al bote.

-Tenía una escota y la perdí esta mañana.

El cura fue a la mesa y sacó del cajón un bramante, con el que a duras penas logró sujetar las dos remendadas delanteras del chaquetón, de modo que taparan las carnes del muchacho. En seguida le repitió la pregunta:

-¿Cuántos dioses hay?

-Pues habrá -respondió el interpelado, volviendo a cruzar los brazos atrás-, a todo tirar, ocho o nueve.

-¡Resurge de profundis!... ¡Ánimas benditas, qué pedazo de animal... Y personas, ¿cuántas?

Miró el bizco, a su manera, de hito en hito al cura, que también le miraba a él como podía, y respondió con todas las señales de estar poseído de la mayor curiosidad:

-¡Personas!... ¿Qué son personas, usté?

-¡San Apolinar bendito! -exclamó el sencillo clérigo haciéndose cruces-, ¿conque no sabes qué son personas..., lo que es una persona?... Pues ¿qué eres tú?

-¿Yo?... Yo soy Muergo.

-Ni tanto siquiera, porque los hay en la playa con más entendimiento que tú... ¿Qué son personas? -repitió el cura, encarándose con el muchacho que seguía a Muergo por la derecha, también descamisado, pero con calzones, aunque escasos y malos, menos feo que Muergo y no tan bronco de voz.

Este muchacho, no sabiendo qué responder, miró al más inmediato, el cual miró al que le seguía; y todos fueron mirándose unos a otros, con las mismas dudas pintadas en la cara.

-¿De modo -exclamó entonces el cura volviendo a encararse con el que seguía a Muergo-, que tampoco sabes qué eres tú?

-¡Eso sí, corflis! -respondió el muchacho, creyendo ver una salida franca para sus apuros.

-¿Pues qué eres?

-Surbia.

-¡Eso te diera yo para que reventaras, animal!

-Y tú, ¿qué eres? -añadió el cura, dirigiéndose a otro, de media camisa, pero sin chaqueta y muy poco pantalón.

-Yo soy Sula -respondió el interpelado, que era rubio, y delgadito, por lo cual descollaba en él, más que en el fondo tostado de sus camaradas, la roña de las carnes.

De esta manera, y tratando de responder a la misma pregunta, fueron diciendo sus motes los otros tres muchachos que había en el cuarto, o séanse Cole, Guarín y Toletes. Acaso ninguno de ellos conocía su propio nombre de pila.

El cura, que los tenía bien estudiados, no acabó de perder la paciencia por eso. Les descerrajó cuatro improperios y media docena de latines, y después les dijo en santa calma:

-Pero la culpa me tengo yo, que me empeño en varear el árbol, sabiendo que no puede soltar más que bellotas. El que menos de vosotros lleva dos meses asistiendo a esta casa... ¿A qué, santo nombre de Dios?... Y ¿por qué, Virgen María de las Misericordias? Pues porque el padre Apolinar es un bragazas que se cae de bueno.

«Pae Polinar, que este hijo está, fuera del alma, hecho una bestia; pae Polinar, que este otro es una cabra montuna...; pae Polinar, que esta condenada criatura me quita la vida a disgustos; que yo no puedo cuidar de él; que en la escuela de balde no le hacen maldito el caso...; que éste, que el otro, que arriba, que abajo; que usté que lo entiende y para eso fue nacido... que enséñele, que dómele, que desásnele...» Y tres que me ofrecen y cuatro que yo busco, cata la casa llena de muchachos; y aguanta su peste, y explica y machaca... y cébalos para que vuelvan al día siguiente, porque yo sé lo que sucediera de otro modo...; y házlo todo de buena gana, porque eso es tu obligación, pues eres lo que eres, sacerdos Domini nostri Jesuchristi, por lo cual digo con Él, sinite pueros venire ad me: dejad que los niños se acerquen a mí...; y ríase usted de la vecina de abajo y del padre de éste y de la madre del de más allá, que murmuran y corren y propalan que si salís de mis manos más burros de lo que vinisteis a ellas, como salieron otros muchachos que vinieron a mí antes que vosotros... ¡Lingua corrupta, carne mísera y concupiscente!... Ríase usted de eso, como yo me río, porque debo reírme... Pero vosotros, alcornoques, más que alcornoques, ¿qué hacéis para corresponder a los esfuerzos del padre Apolinar? ¿Cómo estamos de silabario al cabo de dos meses?... ¡Ni la O, cuerno, ni la O se conoce en estas aulas si os la pinto en la pared! Pues de doctrina cristiana, a la vista está... Y como no quiero enfadarme, aunque motivos había para echaros uno a uno por el balcón abajo... vamos a otra cosa, y alabado sea Dios per omnia saecula saeculorum, que lo demás es chanfaina.

Tras este desahogo, pasó fray Apolinar, sin dejar de pasearse, casi en redondo, con las manos cruzadas atrás, a lo que él llamaba lo llano y de todos los días; a preguntar a los granujas las oraciones más usuales y sencillas, para que no las olvidaran, lo único que había logrado meterles en la cabeza, aunque no bien ni del todo. Muergo no necesitó remolque más que tres veces en el Avemaría; Cole dijo tal cual el Padrenuestro, y el que mejor sabía el Credo, entre todos ellos, no pasó, sin apuntador, del «su único Hijo».

En vista de lo cual, fray Apolinar no le dio a Sula más que media galleta dulce; un botón del provincial de Laredo a Toletes y un higo paso a Guarín.

-Del lobo un pelo, hijos -les dijo en seguida el pobre exclaustrado-; otra vez será menos... y peor. Y ahora... ¡hospa, canalla!... Pero aguárdate un poco, Muergo.

Los muchachos, que ya se disponían a salir, se detuvieron. Y dijo el fraile a Muergo, alzándole las haldillas del chaquetón:

-Esto no puede continuar así. Sin camisa, cuando hay chaqueta, vaya con Dios; pero sin calzones... ¿Adónde han ido a parar los tuyos?

-Los puso antier mi madre a secar en las Higueras -respondió Muergo a tropezones.

-¿Y no han secado todavía, hombre de Dios?

-Los royó una vaca mientras mi madre destripaba una merluza que agolía mal.

-¡Castigo de Dios, Muergo; castigo de Dios! -dijo fray Apolinar rascándose el cogote-. Las merluzas que huelen mal, porque están podridas, se tiran a la mar, y no se limpian lejos de las gentes para vendérselas después, a medio precio, a los pobres como yo, que tienen buenas tragaderas. Pero ¿no quedó nada de los calzones, hombre?

-La culera -respondió Muergo-, y ésa, en banda.

-Poco es -repuso el exclaustrado, revolviéndose dentro de su ropa, movimiento que era muy habitual en él-. ¿Y no hay otros en casa?

-No, señor.

-¿Ni barruntas de dónde pueden venir?

-No, señor.

-¡Cuerno con el hinojo!... Pues así no puedes continuar, porque aun cuando te sobra paño para envolverte, a lo mejor se rompe la driza; tú no reparas en ello, y si reparas, lo mismo te da... De modo que lo de siempre, hijo, lo de siempre: tú que no puedes, llévame a cuestas, padre Apolinar. ¿No es eso? ¿No es la purísima verdad? ¡Cuerno si lo es!

Muergo se encogió de hombros, y fray Apolinar se metió en la alcoba. Oyésele pujar allá dentro y murmurar entre dientes algunos latinajos; y no tardó en aparecer, alzando la cortina, con un envoltorio negro entre manos, el cual puso en seguida en las de Muergo.

-No son cosa mayor -le dijo-; pero, al fin, son calzones. Dile a tu madre que te los arregle como pueda, y que no los ponga a secar en las Higueras cuando tenga que lavarlos; y si le parece poco todavía, que se consuele con saber que a la hora presente no los tiene mejores, ni tantos como tú, el padre Apolinar... Conque ¡vira, canalla, por avante!

Otra vez se revolvió el concurso, gruñendo y respingando como piaras de cerdos que huelen el cocino al salir de la pocilga, y se pintaba en todos los roñosos semblantes el ansia de llegar a la escalera para examinar la dádiva de fray Apolinar, la cual conservaba aún el calorcillo que le había chocado a Muergo en ella al entregársela el pobre exclaustrado, cuando se abrió la puerta y se presentaron en el cuarto dos nuevos personajes. El uno era un muchacho frescote, rollizo, de ojos negros, pelo abundante, lustroso y revuelto; boca risueña, redonda barbilla, y dientes y color de una salud de bronce: representaba doce años de edad, y vestía como los hijos de «los señores».

Traía de la mano a una muchachuela pobre, mucho más baja que él, delgadita, pálida, algo aguileña, el pelo tirando a rubio, dura de entrecejo y valiente de mirada. Iba descalza de pie y pierna, y no llevaba sobre sus carnes, blancas y limpias, en cuanto de ellas iba al descubierto, más que un corto refajo de estameña, ya viejo, ceñido a la flexible cintura sobre una camiseta demasiado trabajada por el uso, pero no desgarrada ni pringosa, cualidades que se echaban de ver también en el refajo. Hay criaturas que son limpias necesariamente y sin darse cuenta de ello, lo mismo que les sucede a los gatos. Y no se tache de inadecuada la comparación, pues había algo de este animalejo en lo gracioso de las líneas, en el pisar blando y seguro, y en el continente receloso y arisco de la muchachuela.

En cuanto la vio Muergo se echó a reír como un estúpido; Cole soltó un taco de los gordos, y Sula otro de los medianos. La recién llegada remedó a Muergo con una risotada falsa, poniendo la cara muy fea, sin hacer caso maldito de los otros dos granujas, ni del mismo padre Apolinar, que alumbró un coquetazo a cada uno de los tres.

-¿A qué vienen esas risotadas, bestia, y esas palabrotas sucias, puercos? -dijo el fraile mientras largaba los coscorrones.

-Es la callealtera..., ¡ju, ju, ju! -respondió Muergo, rascándose el cogote, machacado por los nudillos de fray Apolinar.

-La conocemos nusotros -expuso Cole, palpándose la greña.

-Que de poco se ajuega, si no es por Muergo -añadió Sula.

Muergo volvió a reírse estúpidamente, y la muchacha tornó a hacerle burla.

-¿Y por eso te ríes, ganso? -dijo el fraile, largándose otro coquetazo-. ¡Pues el lance es de reír!

-Es callealtera... -repitió Cole-, y estaba haciendo barquín-barcón en una percha que anadaba en la Maruca... Yo y Sula estábamos allí tirándola piedras desde la orilla. Dimpués, allegó Muergo... la acertó con un troncho, y se fue al agua de cabeza.

-¿Quién? -preguntó el fraile.

-Ella -respondió Cole-. Yo pensé que se ajuegaba, porque se iba diendo a pique... Y Muergo se reía.

-Y yo -saltó Sula-, le dije, «¡Chapla, Muergo, tú que anadas bien, sácala, porque se está ajuegando!» Y entonces se echó al agua y la sacó. Dimpués, la ponimos quilla arriba, y a golpes en la espalda, largó por la boca el agua que había embarcao.

-Y eso ¿es verdad, muchacha? -preguntó a ésta el exclaustrado.

-Sí, señor -respondió la interpelada, sin dejar de remedar a Muergo, que volvió a reír como un idiota.

-Corriente-dijo el exclaustrado-. Pero ¿a qué vienes aquí, y a qué vienes tú, Andresillo, y por qué la traes de la mano? ¿En qué bodegón habéis comido juntos, y qué pito voy a tocar yo en estas aventuras?

-Es callealtera -respondió muy serio el llamado Andresillo.

-Ya me voy enterando, ¡cuerno! Tres veces con ésta me lo han dicho ya. ¿Y qué hay con eso?

-La conozco del Muelle-Anaos -continuó Andrés-. Baja casi todos los días allá. Yo no sabía lo de la Maruca... ¡que si lo sé! (y enderezó a Muergo un gestecillo avinagrado), porque también conozco a éstos.

-¿Del Muelle-Anaos? -preguntó fray Apolinar, sin pizca de asombro.

-Sí, señor -respondió Andrés-. Van muy a menudo.

-Y él a la Maruca -añadió Guarín.

-¡Cuerno con el rapaz, y qué veta saca!... Pero vamos al caso. Resulta, hasta ahora, que esta niña es callealtera, y que tú y esta granujería, a pesar de las respectivas vitolas, sois... tal para cual... ¿Y qué más?

-Que esta mañana avisó a mi madre el talayero que quedaba a la vista la Montañesa... y yo salí de casa para ir a San Martín a verla entrar... y llegué al Muelle-Anaos.

-¡Al Muelle-Anaos!... ¿No vivís ya en la calle de San Francisco?

-Sí, señor.

-¡Pues buen camino llevabas para ir a San Martín!

-Iba a ver si estaba allí Cuco y me quería acompañar.

-¡Cuco! ¿También eres amigo de Cuco, de ese raquerazo descortés y grosero, que me canta coplas indecentes en cuanto me columbra de lejos?... ¡Cuerno con la cría!

-Yo nunca le oigo esas cosas... Malo, algo malo, es; pero no hace daño a nadie. Anda en el bote del Castrejo, y me enseña a remar, y a echar coles y tapas, y a descansar de espaldas y de pie...

-Sí, y a birlar los puros a tu padre para regalárselos a él; y a correr la escuela, y a andar en las guerras... y a muchas cosas más que me callo... ¡Pues buenas tripas se le pondrían a tu padre si al entrar hoy con la corbeta te veía en las peñas de San Martín en compañía de tan ilustre camarada! ¡Cuerno, recuerno del hinojo!

Andrés se puso muy colorado, y dijo, con la cabeza algo gacha:

-No, señor... Yo no hago nada de eso, pae Polinar.

-¡Como que te vas a confesar conmigo ahora! -repuso el fraile con mucha sorna-. Pero, ¡a mí de esas cosas, Andresillo!... En fin, ya hablaremos de esto en mejor ocasión. Ahora, sigue con el cuento. ¿Qué te dijo Cuco en el Muelle-Anaos?

-A Cuco no le vi, porque andaba de flete con unos señores. Pero estaba ésta comiendo un zoquete de pan que le habían dado, de pura lástima, unos calafates, y me dijo que había dormido anoche en una barquía, porque la habían echado de casa.

-Y, ¿por qué?

-Porque le gusta mucho la bribia, y la pegaron.

-¡Guapamente, cuerno!... ¡Eso es lo que se llama una escuela de órdago para una mujer! ¿Cómo te llamas, hija?

-Silda me llamo -respondió secamente la interpelada.

-Es callealtera -añadió Andrés.

-¡Dale, y van cuatro! -exclamó el presbítero.

-No tié padre... ¡ju, ju, ju! -graznó el salvaje Muergo.

La niña le remedó, según costumbre.

-Se ajuegó en San Pedro del Mar en la última costera del besugo -dijo Cole.

-Ni madre tampoco tiene -añadió Sula.

-La recogió de lástima un callealtero que se llama tío Mocejón -expuso Andrés.

-¡Ta, ta, ta, ta!... -exclamó el padre Apolinar al oírlo-. Luego esta muchacha es hija del difunto Mules, viudo hacía dos años cuando pereció este invierno, con aquellos otros infelices... ¡Pues pocos pasos di yo, en gracia de la Virgen, para que te recogieran en esa casa!... Hija, no te conocía ya. Verdad que no recuerdo haberte visto más de dos veces, y ésas mal, como lo veo yo todo con estos pícaros ojos que no quieren ser buenos... Corriente; pero, ¿de qué se trata ahora, caballero Andrés?

-Pues yo -respondió éste, dando vueltas a la gorra entre sus manos- la dije, al oír lo que me contó: «Vuélvete a casa.» Y ella me dijo: «Si vuelvo, me desloman; y no quiero volver por eso.» Y dije yo: «¿Qué vas a hacer por aquí sola?» Y dijo ella: «Lo que hagan otros.» Y yo le dije: «Puede que no te peguen.» Y dijo ella: «Me han pegado muchas veces...; todos son malos allí, y por eso me he escapado para no volver.» Y yo, entonces, me acordé de usté, y la dije: «Yo te llevaré a un señor que lo arreglará todo, si quieres venir conmigo.» Y ella dijo: «Pues vamos.» Y por eso la traje aquí.

A todo esto, la niña, cuando no hacía gesto a Muergo, recorría con los ojos suelo, muebles y paredes, tan serena y tranquila como si nada tuviera que ver con lo que se trataba allí entre el padre Apolinar y el hijo del capitán de la Montañesa.

-Es decir -exclamó el bendito fraile, cruzándose de brazos delante del protector y de la protegida-, que éramos pocos, y parió mi abuela. ¡Cuerno con las gangas que le caen al padre Apolinar! Desavénganse las familias; descuérnense los matrimonios; escápense los hijos de sus casas; aráñense los dos Cabildos; enamórese Juan sin bragas de Petra con mucha guinda...; húndase el pico de Cabarga y ciérrese la boca del puerto..., aquí está el padre Apolinar, que lo arregla todo; como si el padre Apolinar no tuviera otra cosa que hacer que enderezar lo que otros tuercen, y desasnar bestias como las que me escuchan. Y, ¿quién te ha dicho a ti, Andresillo, que basta con querer yo que se recoja a esta muchacha en una casa honrada, para darla por recogida ya? Y, ¿qué sabes tú si, aunque eso fuera posible, querría yo hacerlo? ¿No lo hice ya una vez? ¿Ha servido de algo? ¿Me lo han agradecido siquiera? Pues sábete que negocios ajenos matan al alma; y de negocios ajenos estoy yo hasta la corona, ¡hasta la corona, hijo... y más arriba también!... ¡Cuerno con el hinojo de mis pecados!...

Aquí se dio dos vueltas el fraile por el cuarto, mientras las ocho criaturas se miraban unas a otras, o se desperezaban algunas de ellas, o se aburrían las más; y, después de retorcerse dos veces seguidas dentro del vestido, detúvose delante de Silda y de Andresillo, y les dijo:

-De modo que lo que vosotros queréis es que ahora mismo os acompañe a casa de Mocejón, y le hable al alma y le diga: aquí está el hijo pródigo, que vuelve arrepentido al hogar paterno...

-A mí, no -interrumpió Andrés con viveza-; a ésta es a quién ha de acompañar usté. Yo me voy ahora mismo a San Martín a ver entrar a mi padre, que debe estar ya si toca o llega.

-Y yo me voy contigo -dijo Silda con la mayor frescura-. Me gusta mucho ver entrar esos barcos grandes...

-Entonces, cabra de los demonios -repuso fray Apolinar, cuadrándose delante de ella-, ¿para quién voy a trabajar yo? ¿Qué voy a meterme en el bolsillo con ese mal rato? Si a ti no te importa lo que resulte del paso que me obligáis a dar, ¿qué cuerno me ha de importar a mí?... ¡Pues no voy, ea!

-A que sí, pae Polinar -le dijo Andrés, mirándole muy risueño.

-¡A que no! -respondió el fraile, queriendo ser inexorable.

-A que sí -insistió Andrés.

-¡Cuerno! -replicó el otro, casi enfurecido-; ¡pongo las dos orejas a que no, y a retequenó!

Entonces, como si se hubieran puesto instantáneamente de acuerdo los ocho personajes que le rodeaban, gritaron unísonos y con cuanta voz les cabía en la garganta:

-¡A que sí!

Y como vieron al fraile rascarse nervioso la cabeza y alumbrar un testarazo a Muergo, lanzáronse en tropel a la escalera, que, angosta y carcomida, retemblaba y crujía, y no pararon hasta el portal, donde se examinó el regalo del padre Apolinar.

Después de convenir todos en que no era cosa superior, dijo Andrés a Silda:

-Para cuando volvamos de San Martín, ya habrá estado pae Polinar en casa de tío Mocejón, o en otra casa... De un brinco subo yo a preguntarle lo que haya pasado. Tú me esperas aquí, y bajo y te lo cuento. No te dé pena, que ya lo arreglaremos entre todos. Ahora, vámonos.

La niña se encogió de hombros, y Muergo, apretándose el nudo de la driza del chaquetón, dijo enseñando los dientes y revirando mucho los ojos:

-Yo voy también en cuanto deje estos calzones a mi madre.

-Y yo también -añadió Sula.

Silda llamó burro a Muergo; Guarín, Cole y los demás dijeron que se iban, quién al Muelle-Anaos, quién a las lanchas, quién a otros quehaceres, y Muergo a dejar los calzones en su casa, y se separaron a buen andar.


Todo esto acontecía en una hermosa mañana del mes de junio, bastantes años... muchos años hace, en una casa de la calle de la Mar, de Santander; de aquel Santander sin escolleras ni ensanches; sin ferrocarriles ni tranvías urbanos; sin la plaza de Velarde y sin vidrieras en los claustros de la catedral; sin hoteles en el Sardinero y sin ferias ni barracones en la Alameda segunda; en el Santander con dársena y con pataches hasta la Pescadería; el Santander del Muelle-Anaos y de la Maruca; el de la Fuente Santa y de la Cueva del tío Cirilo; el de la Huerta de los Frailes en abertal y del provincial de Burgos envejeciéndose en el cuartel de San Francisco; el de la casa de Botín, inaccesible, sola y deshabitada; el de los Mártires en la Puntida, y de la calle de Tumbatrés; el de las gigantillas el día 3 de noviembre, aniversario de la batalla de Vargas, con luminarias y fuegos artificiales por la noche, y de las corridas en que mataba Chabiri, picaba el Zapaterillo, banderilleaba Rechina, y capeaba el Pitorro, en la plaza de Botín, con música de los Nacionales; el Santander de los Mesones de Santa Clara, del Peso público y de Mingo, la Zulema y Tumbanavíos; del Chacolí de la Atalaya y del cuartel del Reganche en la calle Burgos; del parador de Hormaeche, y de la casa del navío; el Santander de aquellos muchachos decentes, pero muy mal vestidos que, con bozo en la cara todavía, jugaban al bote en la plaza Vieja, y hoy comienzan a humillar la cabeza al peso de las canas, obra, tanto como de los años, de la nostalgia de las cosas veneradas que se fueron para nunca más volver; del Santander que yo tengo acá dentro, muy adentro, en lo más hondo de mi corazón, y esculpido en la memoria de tal suerte, que a ojos cerrados me atrevería a trazarle con todo su perímetro, y sus calles, y el color de sus piedras, y el número, y los nombres y hasta las caras de sus habitantes; de aquel Santander, en fin, que a la vez que motivo de espanto y mofa para la desperdigada y versátil juventud de hogaño, que le conoce de oídas, es el único refugio que le queda al arte cuando con sus recursos se pretende ofrecer a la consideración de otras generaciones algo de lo que hay de pintoresco, sin dejar de ser castizo, en esta raza pejina que va desvaneciéndose entre la abigarrada e insulsa confusión de las modernas costumbres.