Sotileza/IX
IX
Los entusiasmos de Andrés
Andresillo, entretanto, caminaba hacia la calle Alta, deteniéndose con todos los conocidos que hallaba al paso para hablarles de la llegada de su padre, de lo que había oído contar sobre su viaje, y algo también de la comida del día antes, y muy particularmente de las cosas de Sama, Ligo y demás comensales. ¡Muchísimo se había divertido con ellos! Iba a la calle Alta para ver qué tal se las arreglaba Silda en su nueva casa. Consideraba a la huérfana como protegida suya, y se interesaba por su suerte.
Al llegar enfrente del Paredón, vio a Colo que subía de bajamar con dos remos al hombro, y en una mano un balde a medio llenar de macizo. Colo era aquel sobrino de don Lorenzo, el cura loco, de quien ya se ha hecho mención. Andrés le preguntó por la casa de tío Mechelín, y notó que Colo estaba de muy mal humor. Antes que él pensara en preguntarle por la causa de ello, le dijo el marinero, echando abajo los remos:
-Hombre..., ¡si esto no es pa que uno pierda hasta la salú!...
-¿Qué te pasa? -le preguntó Andrés.
-Este hombre, ¡toña!..., mi tío el loco, que no hay perro, ¡toña!, que le saque de la bodega ese hipo,¡mal rayo!; y esta mañana, malas penas, me voy pa la lancha, me coge a la puerta de casa, y, ¡toña!, que me ha de manipular en el sostituto... ¿no es eso, tú?; ¿no se dice asina?... Ello es lo que hay que hacer pa atracarse a ese colegio en que enseñan esos latines de... ¡mal rayo!... ¡Miá tú, hombre, qué sé yo de eso ni pa qué me sirve!
-Pa maldita la cosa -dijo Andrés.
-Pus dale que ha de ser; y sin más tardanza, en cuanto se acabe este verano... Conque yo me cerré a la banda..., y sin más ni más, el burro de él, ¡toña!, me largó dos estacazos con aquel bastón de nudos que él gasta... ¡Mal rayo! Pero ¿pa qué, hombre? Vamos a ver, ¿pa qué quiero yo eso?; ¿no juera mejor que me echara el coste del estudio en unos calzones nuevos?... Pues porque le dije esto mesmo, me alumbró otro estacazo. ¿No es animal?... Dice que hay una..., ¿cómo dijo?..., ello es cosa de iglesia... ¡Ah!, capellanía... Una capellanía que es de nusotros; y que si yo allego a ser cura, me embarbaré de betún. ¡Cómo no me embarbe, toña! De palos me embarbaré yo; porque ahora resulta que el señor que enseña esos latines da más leña entodía que el animal de mi tío... ¿Cómo dicen que se llama ese maestro?... Don, don...
-Don Bernabé -apuntó Andresillo, que ya le conocía de oídas.
-Eso, don Bernabé...
-¡Mucho palo te espera allí! -dijo Andrés con candorosa ingenuidad-. ¡Mucho palo!
Con esto y poco más, siguieron los dos chicos hacia arriba; y al pasar por delante del portal de tío Mechelín, dijo Colo a Andrés:
-Ésta es la casa.
Y como la suya estaba en la otra acera y al extremo de la calle, despidióse y apretó el paso.
En esto salió de hacia la bodega Silda, acompañando a Muergo. Muergo llevaba ya puestos los calzones del padre Apolinar; pero sin otro arreglo que haberlos recogido él las perneras a fuerza de remangarlas; y así y todo, le bajaba la culera hasta los tobillos. Con esto, el chaquetón de marras por encima y las greñas revueltas coronando el conjunto, el hijo de la Chumacera parecía un fardo de basura que andaba solo.
-Aquí llevo una camisa..., ¡ju, ju! -dijo a Andrés el monstruoso muchacho, golpeándose con la mano derecha una especie de tumor que se le notaba en el costado izquierdo.
Andrés lo miró asombrado, y Muergo apretó a correr calle abajo. Silda dijo a Andrés en seguida, aludiendo a Muergo:
-Quería yo que le dieran una camisa, y ellos no querían, porque Muergo no la merece y su madre no tiene vergüenza; pero le encontré esta mañana cerca del Paredón, y le traje a casa para que le viera su tía sin camisa, y le diera una vieja de su tío. Él no quería venir; pero luego vino, y entonces no le querían dar la camisa; pero yo me empeñé, y se la dieron; pero si la echa en aguardiente y le ven sin ella, no le darán más ni le dejarán volver aquí... Su madre es una borrachona, y él también sorbe mucho aguardiente. ¡Qué feo y qué puerco!, ¿verdá, tú?... Entra un poco, verás qué bien se está aquí... Ya no pienso volver a la Maruca tan pronto, ni al Muelle-Anaos... Se hace una allí muy pingona... Pasa luego este portal, para que no te encuentren las del quinto piso si bajan; y no te pares nunca mucho a esta puerta de la calle, porque te tirarán inmundicias desde el balcón. Son muy malas, ¡pero muy malas!... Ayer armaron bureo porque a tío Mocejón le dijeron en el Cabildo que me había castigado mucho, y que si no me dejaban en paz los de su casa, se verían con la Justicia... Son muy malas, ¡pero muy malas!
Tía Sidora, que andaba trajinando por adentro, salió al rumor de la conversación, hasta la mitad del carrejo, y Silda la dijo señalando a Andrés:
-Este es el c... tintas bueno que me llevó a casa de pae Polinar.
Se alegró mucho la marinera de conocerle, y le ponderó la acción; y como el muchacho le pareció muy guapo, le dijo lo que sentía, con lo que Andrés formó un gran concepto de tía Sidora, aunque se puso muy colorado con los piropos. Ella no conocía personalmente al capitán de la Montañesa; pero su marido sí, y muchas veces la había hablado de él, ponderando sus prendas de marino y su parcialidá de genio: era gran persona el señor don Pedro, y, además, callealtero de origen, otra condición muy digna de tenerse en cuenta por la tía Sidora para estimar al capitán y alegrarse de que hubiera sido su hijo quien se apiadó de la niña desamparada en el Muelle-Anaos y la llevó a casa de persona capaz de hacer por ella lo que hizo pae Polinar. Le trataron mal, muy mal, las desvergonzadas de arriba, cuando fue a hablarlas sobre la niña que ella y su marido recogieron después, como la hubieran recogido antes, si no hubieran mirado más que al buen deseo; pero había otras cosas que considerar, y se aguantaron. Ahora, gracias a Dios, estaba Silda en puerto seguro, y el Cabildo había puesto en los casos a las deslenguadas sin vergüenza, para que no intentaran impedir con sus malas artes que hicieran otros por la desdichada lo que ellos no quisieron hacer...
-Mira la mi alcoba -dijo Silda a Andrés, interrumpiendo la retahíla de tía Sidora.
La alcoba, libre de estorbos y muy barrida, contenía una cama muy curiosa y una percha vieja con algunas prendas de vestir de tía Sidora.
-Aquí se colgarán también los sus vestiducos -dijo ésta- en cuanto los tenga listos. Ahora le estoy arreglando uno de una saya mía de percal, casi que nueva; y, si Dios quiere, hemos de mercar algo de tienda cuando se pueda, porque no se puede todo lo que se quiere. En remojo tengo lienzo para dos camisucas, que es lo que más falta le hace, porque vino la infeliz, pa el cuasi, en cuerucos vivos.
Desde allí pasaron a la salita, donde estaba la saya de tía Sidora hecha pedazos, sobre una silla cerca de un montón de filástica deshilada. Aquellos retazos eran las piezas del vestido de Silda, que había cortado y se disponía a coser tía Sidora. Silda había asistido con mucha atención a aquellas operaciones, y tía Sidora esperaba hacerla tomar apego a la casa; enseñarla, poco a poco, a coser y el Catecismo, hacer lumbre, arrimar siquiera la olla, barrer los suelos, en fin, lo que debía aprender una hija de buenos padres, que había de ser mañana una mujer de gobierno. En opinión de tía Sidora, Silda se había dado a la bribia desde la muerte de su padre, porque malas mujeres le habían hecho la casa aborrecible. No sucedería eso en adelante: la niña saldría cuando y como debiera salir, y pasaría en casa el tiempo que debiera pasar; pero ni en casa ni en la calle tendría otras ocupaciones que las propias de sus años y de su sexo.
Mientras decía todas estas cosas, a su manera, la tía Sidora encarada con Andrés, Silda con su faz impasible, miraba tan pronto a éste como a la marinera, y Andrés, atentísimo y hasta impresionado con la locuacidad expansiva y noblota de la pescadora, no apartaba los ojos de ella sino para fijarlos un momento en los serenos de Silda, como diciendo: «¿Lo oyes bien?» Al fin, no se contentó con la elocuencia de su mirada, y acudió a la de las palabras, enderezando a la niña, muy serio y con gran energía, las siguientes:
-Te digo que no tendrás vergüenza si vuelves al Muelle-Anaos y a arrimarte a ese indecente de Muergo.
-Al Muelle-Anaos -le interrumpió tía Sidora-, ya está ella en no volver..., ¿verdá, hijuca?... Y por lo tocante a Muergo, según él se porte, así nos portaremos con él... ¿No es eso, venturaúca de Dios?... Pero ¿qué mil demontres habrá visto esta inocente en ese espantajo de Barrabás, pa tomarse tantos cuidados por él?... Pa mi cuenta, es de puto móstrico que le ve... ¿Verdá, hijuca?
Silda se encogió de hombros, preguntó a Andrés si iría a la calle Alta cuando las fiestas de San Pedro. Andrés respondió que puede que sí, y tía Sidora le ponderó mucho lo que había que ver entonces y lo bien que se veía desde la puerta de su casa. Habría hogueras y peleles, y mucho bailoteo; tres días seguidos, con sus noches, así; y en el del Santo, novillo de cuerda. Sartas de banderas y gallardetes de balcón a balcón. Las gentes del barrio, sin acostarse en sus casas, comiendo en la taberna o a la intemperie, y triscando al son del tamboril. La calle, atestada de mesas con licores y buñuelos. La iglesia de Consolación, abierta de día y de noche; el altar de San Pedro, iluminado, y la gente entrando y saliendo a todas horas. Pero tan bien enterado estaba Andrés de lo que eran aquellas fiestas, como la tía Sidora, porque no había perdido una desde que andaba solo por la calle.
Después examinó con muchas ponderaciones una sedeña de bahía, que estaba colgada de un clavo. ¡Aquello se llamaba un aparejo de veras y no el cordelillo que él tenía, con unas tanzas de poco más o menos y unos anzuelos de chicha y nabo! Tía Sidora, que le vio tan admirado de aquello poco, fue por el cesto de las artes, que su marido no había llevado a la mar, porque estaba a sardinas, que se pescan con red. Andrés había visto muchas veces aquellos aparejos secando al balcón o amontonados en el cesto, pero devanados. Tía Sidora le explicó el destino y el manejo de cada uno. Los cordeles de merluza, del grueso de la cabeza de un alfilerón gordo, con su remate fino y un anzuelo grande a la punta. El palangre para el besugo: más de ochenta varas de cordel lleno de anzuelos colgando de sus reñales cortos; de palmo en palmo, un reñal. Las cuerdas de bonito, compuestas de tres partes: la primera, y la más larga, un cordel que se llamaba aún, doble de gordo que el de la merluza; después, una cuerda más fina, y después la sotileza de alambre, con un gran anzuelo. Se encarnaban los anzuelos del besugo y el de la merluza, con carnada de sardina, generalmente, y en el del bonito se ponía un engaño cualquiera: por lo común, una hoja de maíz, que no se deshacía en el agua, como el papel. Para llevar a la pesca las cuerdas del besugo había una copa, especie de maserita, aproximadamente de un pie en cuadro, con las paredes en talud muy abierto, como la que tía Sidora enseñó a Andrés, porque la tenía a mano. A medida que se encarnaban los anzuelos, se iban colocando en el fondo de la copa con los reñales tendidos sobre las paredillas, y el cordel recogido sobre los bordes. Así se llevaba a la mar este aparejo, cuya preparación exigía bastante tiempo, porque los anzuelos no bajaban de doscientos. A veces se trababan cien besugos de un golpe. La merluza se pescaba al garete, casi a lancha parada, y a una profundidad de cien brazas poco más o menos; el besugo, pez bobo, se traba él por sí mismo, dejando tendida la cuerda con los anzuelos colgando; el bonito, a la cacea, a todo andar de la lancha a la vela. Era un animal voraz, y se tragaba el engaño con tal ansia, que a veces salía trabado por el estómago. Para todo esto, había que salir muy afuera, ¡muy afuera!, y se daban casos de no volver los pescadores al puerto en dos o tres días, bien por tener otros más próximos para pasar la noche, o por obligarles a ello algún repentino temporal. La sardina, que venía en manjuas enormes, se ahorcaba por las agallas en la red, atravesada delante. Esto bien lo sabía Andrés, igual que el manejo de la guadañeta para maganos en bahía; por lo que la afable marinera no se le explicó.
Andrés no pestañeaba oyendo a tía Sidora, que, por su parte, se gozaba en el efecto que sus relatos causaban en él.
-¡Dará gusto eso! -exclamó, relamiéndose, el muchacho.
Y confesó a tía Sidora que siempre le había encantado el pescar; pero que nunca había pescado mar afuera, ni siquiera entre San Martín y la Horadada. Las más de las veces, en el paredón del Muelle-Anaos; pero, que fuera en el Paredón, que fuera en bahía con el bote de Cuco, siempre panchos, ¡en todas partes, panchos!... ¡Nunca una llubina, ni siquiera una porredana que pesara un cuarterón! Así es que tenía muchas ganas de ser mayor para poder alquilar, a cara descubierta, con otros amigos una barquía y hartarse de pescar de todo. Esto, mientras no empezara a navegar, porque, en navegando, tendría un bote y marineros de sobra con los de su barco, cuando estuviera en el puerto. Porque él iba a matricularse en náutica muy pronto, como había vuelto a decírselo su padre el día antes, mientras comían. En fin, todo lo que sabía y pensaba lo dijo allí, correspondiendo a las bondades que tía Sidora había tenido con él, y persuadido de que, tanto la marinera como Silda, le escuchaban con sumo interés, y era la verdad... Como que tía Sidora le ofreció de corazón, un poco después, pan del día y una sardina asada, lo cual rehusó Andrés muy cortésmente. Pero, al despedirse, ofreció volver a menudo por allí.
Cuando llegó a su casa, le dijo su madre, comiéndole a besos, que ya no sería marino. La noticia, por de pronto, le dejó estupefacto; pero antes de averiguar si le alegraba o le entristecía y de preguntar a qué pensaba dedicarle su padre, pensó si debería volver inmediatamente a casa de tía Sidora para contar el suceso o dejarlo para otro día.
Porque ¡como él había dicho allí que iba a ser marino!...