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Sotileza/XI

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Sotileza (1888)
de José María de Pereda
XI - La familia de don Venancio, dos puntapiés, un botón de asa y un mote
XII

XI

La familia de don Venancio, dos puntapiés, un botón de asa y un mote


No tomaba con tanto calor el asunto de la letra inglesa y del repaso de cuentas; pero no le desatendía. Su madre pedía a menudo informes al maestro, y éste se los daba bastante buenos; su padre, descansando en el interés que su mujer tenía en que Andrés navegara en popa por sus nuevos derroteros, sólo se ocupaba en los últimos menesteres para la habilitación de su barco, próximo a dar vela para la isla de Cuba; don Venancio parecía complacerse mucho en ver tan unidos a su hijo y al del capitán, y hasta la encopetada señora del comerciante había dado algún testimonio (no se sabe si espontáneo o aconsejado por su marido) de que no le desagradaba el nuevo camarada de Tolín.

Al llegarse éste una tarde a merendar, muy de prisa, porque le aguardaba Andrés en el portal, le dijo su madre:

-Dile que suba a merendar contigo.

Y subió el hijo de Bitadura, después de hacerse rogar mucho, no de ceremonia, sino porque verdaderamente le imponían y amedrentaban más una señora y una casa como las de don Venancio Liencres, que la lucha, solo y a remo, contra el tiro de la corriente en mitad de la canal. Por eso entró algo acobardado: y también porque, no contando con aquel compromiso, llevaba los borceguíes sin correas, la camisa de cuatro días, un siete en una rodillera y el pellejo muy poroso, por haber bajado de una sola cataplera desde la calle Alta al portal de Tolín.

La señora de don Venancio Liencres era uno de los ejemplares más netos de las Mucibarrenas santanderinas de entonces. Hocico de asco, mirada altiva, cuatro monosílabos entre dientes, mucho lujo en la calle, percal de a tres reales en la casa, mala letra y ni pizca de ortografía. De estirpe, no se hable: la más vanidosa; en cuanto se empinaba un poco sobre los pies, columbraba el azadón, o el escoplo..., o el tirapié de las mocedades de su padre... ¡Ah, los pobres hombres! ¡Y cómo las atormentaban sin querer, cuando, ya encanecidos, se gloriaban, coram populo y de ellas, de haber sido lo que fueron antes de ser lo que eran! ¡Groserotes! ¡Tener a título de honra el haber hecho un caudal a fuerza de puño, y el atrevimiento de contarlo delante de las hijas, que no habrían nacido, o gastarían abarcas y saya de estameña, sin aquellas oscuras y crueles batallas con la esquiva suerte! En fin, miseriucas de pueblo chico, de las que apenas queda ya rastro, en buena hora se diga. Don Venancio Liencres era muy tentado de esas sinceridades delante de su mujer, que se ponía cárdena de ira al oírlas, después de haberse puesto azul, tiempo atrás, con otras idénticas de su padre. Pues ni por esos sempiternos testimonios de su vulgar alcurnia, que parecían providencial castigo de su vanidad, se curaba de ella. Por lo demás, era una pobre mujer que lo ignoraba todo; desde la tabla de multiplicar, hasta la manera de hacer daño a nadie, sino con el gesto.

Recibió a Andrés con la boca llena de frunces y una mirada que parecía pedirle cuenta de su desaliño. Cierto que Tolín no estaba mucho mejor aliñado; pero Tolín era Tolín, y Andrés era el hijo de un capitán de un barco «de la casa». Mientras se dirigía a abrir las vidrieras de un aparador que ocupaba media pared del fondo del comedor, alzó la voz indigesta lo indispensable para que fueran oídas estas palabras desde un cuarto del carrejo:

-¡Niña!... ¡A merendar!

Y apareció en seguida la hermanita de Tolín, muy emperejilada con rica falda de seda, grandes puntillas en los pantalones y todo lo mejor y más caro que podía llevar encima, a la moda rigurosa de entonces, la hija de un don Venancio Liencres en un pueblo en que siempre ha sido muy de notar el lujo de las niñas pudientes. Su madre la miró de arriba abajo, desarrugando los párpados y el hocico; y en seguida, volviendo a arrugarlos, le dijo a Andrés en una ojeada rápida y vanidosa:

-¡Mira esto... y asómbrate, pobrete!

La niña, que se llamaba Luisa, era un endeble barrunto de una señorita fina: manos largas, brazos descarnados, talle corrido, hombros huesudos, canillas enjutas, finísimo y blanco cutis, pelo lacio, ojos regulares y regulares facciones. Con esto y con el espejo de su madre, resultaba una niña finamente insípida, pero no tanto como la señora de Liencres; al cabo, era una niña, y podía más en ella la sinceridad propia de sus pocos años, que la confusa noción de su jerarquía, inculcada en su meollo por los humos y ciertos dichos de su madre.

Mientras ésta colocada sobre la mesa tres platos, uno con higos pasos para Luisa y los otros dos con aceitunas, la niña se fijó en Andrés, que cada vez se ponía más encendido de color y más revuelto el pelo.

-Y es guapo -le dijo a su madre, mordiendo un higo.

-Vamos, come y calla -le respondió ésta a media voz, colocando un zoquetito de pan junto a cada plato. Y luego, dirigiéndose a los chicos, añadió, señalando a las aceitunas-: Vosotros, aquí; y en seguida a la calle. ¡Pero cuidado con lo que se hace, y cómo se juega y a qué! No parezcamos pillos de plazuela. ¿Me entiendes, Antolín?

Tolín no hizo maldito el caso de la advertencia; pero Andrés se puso todavía más encendido de lo que estaba, porque pescó al aire cierta miradilla que le echó la señora al hablar a su hijo. El cual agarró con los dedos una aceituna. Andrés, al verlo, agarró otra del mismo modo, y armándose de un valor heroico, le hincó los dientes. Pero no pudo pasar de allí. Había comido, sin fruncir el gesto, pan de cuco, ráspanos verdes y uvas de bardal; pero jamás pudo vencer el asco y la dentera que le daba el amargor de la aceituna.

-Mamá, no le gustan -dijo Tolín en cuanto vio la cara que ponía Andrés.

-No haga usted caso -se apresuró a rectificar Andrés, sin saber qué hacer con la aceituna que tenía en la boca-. Es que no tengo ganas.

-Es que no te gustan -insistió Tolín, mondando con los dientes el hueso de la tercera.

-También yo creo que no le gustan -añadió la niña, estudiando con gran atención los gestos de Andrés-. Puede que quiera higos como yo.

-¡Quiá!... Muchísimas gracias -volvió a decir Andrés, echando lumbre hasta por las orejas-. Si es que no tengo ganas... porque he comido cámbaros..., digo cambrelos... de esos de a cuarto.

La señora le puso higos en lugar de las aceitunas, y dejó solos en el comedor a los tres comensales después de recomendar a Luisilla que despachara pronto su ración, porque la esperaba «la muchacha» para llevarla a paseo.

Desde aquel día merendó Andrés muy a menudo en casa de Tolín, y fue muchas tardes con éste, y a expensas de éste, a los volatines de la plaza de toros, donde Barraceta hacía la rana a las mil maravillas, y la famosa Mad. Saqui, la Ascensión al Monte de San Bernardo, por una cuerda inclinada desde la sobrepuerta de los chiqueros al tejado de enfrente. Andrés llegó a remedar tal cual a Barraceta, y Luisilla le mandaba hacer la rana casi todas las tardes que merendaban juntos, en cuanto se quedaban solos en el comedor. Tolín se descoyuntaba mejor que él; pero carecía de fuerza muscular para sostener todo el peso de su cuerpo sobre las manos, y no lograba dar un solo brinco con ellas; mientras que Andrés llegó a dar hasta ocho saltos seguidos, con gran admiración y aplauso de la niña. Se divertían mucho los tres. Después se separaban. Luisilla se iba con sus amigas a los Jardines de la Alameda segunda, y Andrés y Tolín a correrla donde mejor les parecía; como valiera el voto del primero, al Muelle de las Naos o a la calle Alta o al Joven Antoñito de Ribadeo, mientras estuvo atracado a la Pescadería.

Así pasó el verano y llegó el otoño, y Andrés y Tolín fueron arrimados, frente a frente, a un doble atril del escritorio de don Venancio Liencres, donde hacían poco más que voltear las piernas, colgantes de las altísimas banquetas; roerse las uñas de las manos o dibujar barcos y volatines con la pluma; ingresó Colo en el Instituto, más que a aprender latín, a llevar leña sobre sus desdichadas carnes, por mañana y tarde; Bitadura andaba por los mares de las Antillas; Ligo, Madruga, Nudos y otros tales, emprendieron largos viajes también; pae Polinar continuaba en sus ímprobas tareas de desasnar raqueros bravíos y de avenir voluntades incongruentes, sin curarse una miaja de su vicio arraigado de dar la camisa, cuando la tenía, al primero que se la pidiera.

Muergo no iba ya a su casa, porque a medio verano y por gestiones del fraile, a instancias de tía Sidora, fue colocado de muchacho de lancha en la de tío Reñales, patrón del Cabildo de Abajo. Costó mucho trabajo sujetarle a las diarias tareas de desenmallar la sardina, achicar el agua y otras semejantes de su obligación; pero algunos chicotazos y bofetones, aplicados de firme y a tiempo, le hicieron entrar por vereda, hasta que notó que cuando no iba a la mar con la lancha, se pasaba bien el rato entre los camaradas del oficio, esperándola en el Muelle, o durmiendo sobre el panel para custodiarla hasta la madrugada, ocasiones en que la necesidad les inspiraba recursos de gran entrenamiento, brutales casi siempre y hasta feroces, en relación con los gustos y naturaleza moral de cualquier hijo de familia; mas no para aquella casta de seres excepcionales, amamantados por las intemperies, que, descalzos y medio desnudos, se duermen tan guapamente, hechos un ovillo, si tiritar y cantando, en el hueco de una puerta cerrada del Muelle, durante las más frías y lluviosas horas de una noche de invierno.

Por razón de este empleo, dejó de frecuentar la calle Alta; pero subía allá siempre que le era posible, porque nunca volvía de la bodega sin haber sacado de ella, cuando menos, un buen zoquete de pan, que muy de buena gana le daba tía Sidora desde que le veía sujeto al yugo de una obligación. Silda había conseguido que se esquilara la greña una vez al mes y se lavara un poco la cara cada ocho días, con lo cual antes ganaba que perdía la natural monstruosidad de Muergo, pues cuanto más se la desmochaba de accesorios y adherentes, más de relieve se ponía, lo cual no le extrañaba a la chica, ni la desencantaba lo más mínimo, puesto que no trataba ella de hermosear al hijo de la Chumacera, sino de someterle un poco a la disciplina y al aseo: un empeño como otro cualquiera.

En cambio, ella, ¡cómo esponjaba y se desconocía de hora en hora! ¡Oh! El pan sin lágrimas y el sueño sin sobresaltos, ¡qué prodigios obran en los niños desvalidos... y en los hombres desdichados! Ya cosía sin que tía Sidora le preparara la labor; menguaba una media sin contar en voz alta los puntos, y tejía malla de red con mucha soltura; era limpia como una plata, y poseyendo el instinto del aseo, los polvos y la mugre de aquella angosta y probrísima morada huían delante de ella. El Muelle-Anaos, la Maruca, el Paredón... No había que mentárselos. Coles, Guarín y tantos otros camaradas de bribia y mosconeo, sólo quedaban en su memoria para recrearse en el bienestar presente con el recuerdo de las amarguras pasadas. No los aborrecía, porque ellos no tenían la culpa de los azares que la habían arrojado a aquella vida desastrosa, pero huía de encontrárselos en su camino cuando iba a la Pescadería o a bajamar con tía Sidora, para ayudarla en sus faenas. Fuera de estas ocasiones, rara vez ponía los pies en la calle; no porque se lo prohibieran, sino porque no mostraba el menor afán por salir de su covacha. Por estos solos testimonios había que juzgar de su bienestar, porque jamás le revelaba de otro modo más elocuente. Era obediente y dócil sin esfuerzo aparente; pero no afable ni expansiva. Ya se la ha comparado con el gato por su instinto y natural aseo; pues también, como el gato parecía sentir más apego a la casa que a sus habitantes, aunque, en honor a la verdad, debe declararse que, por esta vez, las apariencias engañaban; yo sé que había en su corazoncillo una buena dosis de gratitud a los favores que recibía del honrado matrimonio de la bodega; sólo que no se tomaba el trabajo de manifestarle en una frase, ni en una palabra, ni siquiera en un gesto; tal vez porque no se daba cuenta de lo que sentía, ni se cansaba en averiguarlo. Ni, después de todo, había para qué, pues tal como era y se conducía, dejándose llevar de la fuerza de sus propias conveniencias, estaban contentísimos de ella sus cariñosos protectores. Lo que yo no me atrevo a asegurar es que se hubiera doblegado, sin quebrarse, la natural esquivez de su carácter, en el supuesto de no andar tan a la medida como andaba lo que se le pedía y lo que ella podía dar de buena gana y sin el menor esfuerzo.

Cleto, el hermano de Carpia, volviendo un día de la mar con toda la ropa de agua encima, dos remos al hombro y el cesto de los aparejos en el brazo desocupado, la halló acurrucada junto al primer peldaño de la escalera, limpiando la basura del portal. Como estaba vuelta de espalda, no vio entrar al pescador; el cual, sobrio y económico de palabras hasta la avaricia, en lugar de mandar apartarse a la chiquilla, que le obstruía el camino, la dio una patada que la hizo perder el equilibrio.

-¡Burro! -exclamó Silda en cuanto alzó la mirada y conoció a Cleto.

Detrás de éste iba Mocejón, renqueando, también cargado de ropa embreada, porque había llovido y seguía lloviendo, con el balde macizo en una mano y la otra sujetando la lasca y una orza que llevaba al hombro, hechas un haz con los cabos de la primera. Pues entre las patazas del padre se vio la muchachuela cuando la dejó medio tendida en el suelo la agresión brutal del hijo. De modo que apenas había intentado incorporarse, cuando ya estaba dando con las narices en el peldaño, en gracia de otro puntapié más fuerte que el primero, acompañado de estas palabras, que más parecían gruñidos:

-¡Fila, reñules!...

Silda no dio un grito ni lanzó un solo quejido, aunque después de llevarse las manos a la cara, se las vio teñidas en sangre. Alzóse del suelo muy serenamente y se volvió a la bodega, donde estaba tía Sidora, que nada había visto ni oído.

-Me desborregué -dijo al entrar-, y me caí contra el escalerón.

Así explicó el suceso, quizá por horror a otros más graves de la misma procedencia. Tía Sidora dejó apresuradamente la obra que traía entre manos; colocó a Silda con la cabeza inclinada sobre el primer cacharro que halló a sus alcances y le puso sobre la nuca la llave de la puerta, remedio acreditadísimo para contener la sangre de las narices. No tuvo el lance más consecuencias, ni extrañó a la muchacha lo más mínimo por lo que respecta a Mocejón. Por lo tocante a Cleto, ya era otra cosa. Cleto no era malo, ni jamás la dio un golpe mientras con él vivió. Cierto que no le había puesto en ocasión de ello, y que harto tenía que hacer el muchacho con la guerra en que vivía con su hermana, y que ni por casualidad la amparó con sus fuerzas para librarla, una vez siquiera, de las infinitas agresiones de aquellas mujeres tan infernales. Pero, así y todo, Cleto no era malo, de la maldad de toda su casta. Cleto era muy bruto, muy seco, nada más que muy bruto y muy seco; y ella no le ofendía en nada, ni se metía con él cuando él la tumbó de un puntapié. Y he aquí por qué sintió ella el puntapié de Cleto más que todos los martirios que la habían hecho sufrir las mujeres de su casa y el animal de Mocejón.

Otro día, muy pocos después de este percance, estaba Silda recostada contra el marco de la puerta de la bodega, acabando de echar un remiendo al chaleco de tío Mechelín. A menudo trabajaba en aquel sitio, porque desde él veía lo que pasaba por la calle, sin exponerse a que las del quinto piso la sorprendieran en el portal. Como la tarde caía y la luz iba escaseando en aquel crucero, atrevióse a salir hasta la puerta de la calle para dar desde allí las últimas puntadas a su gusto. A tal tiempo bajaba Colo por la acera, con las manos debajo de los sobacos y los ojos hinchados de llorar. Encaróse con ella en cuanto la vio a la puerta, y la preguntó, muy angustiado, por Andrés.

-Tres días hace que no viene por aquí -le respondió Silda-. ¿Para qué le querías?

-Pa contarle lo que me pasa, ¡Dios!, y ver si en un apuro puede hacer algo por mí, él, que es rico... ¡Paño, qué somantas!... Mira, Silda.

Y le mostró las palmas de las manos y las canillas de las piernas cruzadas de rayas cárdenas y sarpullidas de ronchones morados.

-¿De qué es eso, tú? -le preguntó la niña.

-De los varazos que me alumbran en el latín.

-¿Quién?

-El maestro, ¡toña!, porque no embarco bien aquellas marejás de palabronas en judío... ¡Mal rayo! Mira: estas rayas más oscuras son de hace cuatro días; estas otras, de ayer y antier; estas gordas, de esta mañana, y de estos dos bultos encarnaos saltó esta tarde la sangre al alumbrarme el varazo... ¡Dios!... Entonces ya no pude más, Silda.., porque toos los días hay leña para mí; y según tenía el libro en esta mano, mientras me rajaba a varazos esta otra, se le tiré a los morros, con toa mi fuerza, a aquel piazo de bárbaro. Escapéme, y primero me llevaran a presidio que al latín, ¡Dios!...; y al que se empeñara en esto, sería capaz de abrirle en canal, y me abriría a mí mismo tamién, ¡toña!... Pus güeno, ¿ves las manos y las patas cómo las tengo? Pus pior debo tener las espaldas...

-¿También te pegaba en las espaldas?

-No; me pegaba tamién gofetás en la cara y con el puño del bastón en el cogote, y hasta patás en la barriga. Lo de las espaldas es de mi tío el loco, y de ahora mesmo, porque al venir escapao, le dije que ésta y no más, y aquello, Silda, aquello fue una granizá de leña sobre mí, con el bastón de nudos; que Cristo, con serlo, no la hubiera aguantao sin rendir el aparejo... Conque... ¡Mírale!...

Y exclamando así, Colo apretó a correr hacia la cuesta del Hospital, porque vio venir hacia él, por lo alto de la calle, al temible cura loco, con los largos faldones de su levita ondeando al aire que movía su veloz andar; el bastón de nudos enarbolado en su diestra; el sombrero derribado hacia la coronilla y los ojos relucientes, porque ésta era la particularidad más llamativa del famoso don Lorenzo.

Silda, al verle acercarse a ella, se retiró atemorizada al portal, precisamente en el instante en que bajaba Cleto de su casa. Sujetábase los calzones con ambas manos por la cintura, y murmuraba entre dientes algo como maldiciones y reniegos. Pero esta vez, aunque halló a Silda atravesada en su camino, no la apartó a un lado con los pies. Observando que cosía, detúvose y díjola:

-¿Me empriestas la uja un poquitín? A mercar una salía ahora mesmo.

A Silda no le pesó ver tan manso delante de ella a un sujeto del quinto piso, y particularmente a Cleto, por lo que ya se ha dicho.

-¿Para qué la quieres? -le preguntó a su vez.

-Pa pegar este botón... No tengo más que él en los calzones... La bribona de Carpia me robó la escota pa amarrarse el refajo; de modo que si arrío las manos, se me va a fondo la braga.

-¿Por qué no te pegan los botones en casa?

-Porque allí no sabe naide tanto como eso.

-Pues ¿quién te los pegaba otras veces?

-Yo, cuando tenía uja... hasta que se me perdió.

-Y ¿quién te arremienda?

-En mi casa no se arremienda na, bien lo sabes tú. Cuando allí se rompe algo, se deja hasta que se cae, si no se pué contener con una carena de puntás. Ca uno se da las pirtinicientes... y al sol endimpués. ¿Me empriestas la uja? ¿Sí u no?

-¿Quieres que te pegue el botón yo mesma?

-Mejor que mejor... Tómale: es de asa. De hormilla le tengo también arriba. Si te paece mejor, pico a traerle.

-Bueno es el de asa.

Silda le tomó en sus manos; rompió con los dientes, menudos, apretados y blanquísimos, la hebra de hilo negro que empleaba en remendar el chaleco de tío Mechelín; diola al extremo resultante un nudo, solamente con el pulgar y el índice de su mano izquierda, operación en que la había ejercitado con gran empeño tía Sidora, porque decía que mujer torpe en anudar la hebra, nunca parecía buena cosedora; taladró, a duras penas, con la aguja, el empedernido paño de la cintura del pantalón de Cleto, mientras éste le sujetaba apretando las manos contra la barriga; metió la aguja por el asa del botón, dejándole deslizarse hebra abajo dando volteretas, y comenzó a coser y estirar la puntada, poniendo los cinco sentidos en aquella obra, la primera que hacía para fuera de casa.

Cleto no era feo. Había cierta dulzura y mucha luz en sus ojos negros; eran muy regulares sus facciones, y bien aplomadas y varoniles todas las líneas de su cuerpo. Pero andaba muy sucio, y las greñas indómitas de la cabeza le cubrían media cara, curtida por las intemperies y jaspeada por manchones de espeso y negro bozo que comenzaba a ser barba nutrida. Hasta la respiración contenía mientras Silda empleaba las escasas fuerzas de su manecilla, rechoncha y blanca, para hacer pasar la aguja por las durezas de aquel paño, que más parecía cartón embreado. En esta faena y aquella actitud les sorprendió tío Mechelín, que volvía de la calle con la pipa en la boca.

Detúvose unos instantes a la puerta, contemplando fijamente y con cara de pascua el inesperado cuadro, y exclamó luego, sin poder contenerse más:

-¡Arrepara bien, Cleto!..., ¿arrepara bien!... ¡Mira ese saque de mano!..., ¡mira ese cobrar de veta... y ese atesar de puntá!... ¿Qué hay que pedir a ello en josticia de ley?

Volvió Cleto los ojos hacia tío Mechelín, y apartóles de él en seguida sin responder una palabra. Silda no se dio por entendida de aquellos piropos, ni siquiera con una sonrisa.

El regocijado pescador continuó soltando apóstrofes a Cleto y alabanzas a la costurera.

Acabóse la tarea; metióse en la bodega Silda, mientras Cleto, sin despegar sus labios, se daba el botón recién pegado, y tío Mechelín no cerraba boca dirigiéndose a Cleto; y Cleto se largó sin despedirse, y el locuaz marido de tía Sidora todavía hablaba hacia él; y tras él salió hasta la puerta de la calle, y desde allí le siguió con los ojos... y con la palabra; y se arrimó al podrido marco cuando perdió de vista al mozo del quinto piso; y entonces, tentado de la pasión de locuacidad que solía acometerle, como ya se ha dicho, comenzó a pasear la mirada por la acera y los balcones y las ventanas de enfrente y sobre los transeúntes, diciendo al propio tiempo y en la más rica y pintoresca variedad de tonos y registros:

-¡Hay que verlo!... ¡vos digo que hay que verlo pa saber lo que son las sus manucas, y aquel dir y venir como la pluma por los aires!... Ni pisa ni mancha... Le dice usté una vez la cosa: ya está entendía... Ella, la media azul; ella, la calceta blanca; ella, el remiendo fino; ella, el botón de nácara lo mesmo que el botón de suela; ella, la escoba; ella, la lumbre; ella, la puchera... Vamos, que pa too lo que Dios crió hay remo allí, con una gracia y una finura que lleva los ojos de la cara... Si me da el dolor en esta banda, ella calienta el ladrillo, y en un verbo me le lleva, engüelto en la baeta, a la cabecera de la cama. Si la mi Sidora cae de sus males, el angeluco de Dios la adevina los pensamientos pa que na le falte, desde la onza de chocolate, bien hervía, hasta el reparo pa la boca del estómago... ¿De alimento, dices tú?... Tocante al alimento, es poca cosa; pero es de buen engordar de suyo, como la den trabajo llevadero y un dormir sin pesaúmbres... Oír, no se la oye palabra, si no es pa responder a lo que se la pregunta, u preguntar lo que ella buenamente no puede saber... ¿De vestir?... ¡Pues no da gloria de Dios ver cómo le cae hasta un trapuco viejo que usté le ponga encima! Si vos digo que, a no saber quién fue su madre, por hija se la tomara de anguna enfanta de Inglaterra..., cuando no de una señora de comerciante del Muelle... Pos ¿y el arte pa el deletreo de salabario, en primeramente, ya pa la letura en libro dimpués?... Y ¿qué me dices tú de los rezos que ha aprendío en un periquete, que hasta el pae Polinar se asombra de ello?... Na, hijos, que si la enseñan solfa, solfa aprende... ¡Uva!... Y a too y a esto, finuca ella; finuco el su andar; finuco el su vestir, aunque el vestío sea probe; la mesma seda cuanto hacen sus manos, y limpio como las platas el suelo por onde ella va y el rincón en que se meta... Que es asina de natural, vamos. Y lo que yo le digo a Sidora cuando me empondera la finura de cuerpo y la finura de obra del angeluco de Dios: «esto, Sidora, no es mujer, es una pura sotileza...». ¡Toma!, y que así la llamamos ya en casa: Sotileza arriba y Sotileza abajo, y por Sotileza responde ella tan guapamente. Como que no hay agravio en ello, y sí mucha verdá...¡Uva!

Y por eso, y desde aquellos días, se llamó Sotileza la huérfana del náufrago Mules, no solamente en casa de tío Mechelín, sino en todas las demás casas de la calle, y en la calle misma, y en el Cabildo entero, y en el Cabildo de Abajo también, y en todas partes donde fue conocida su afamada belleza, con lo que de ésta se siguió fácilmente y verá el curioso lector, entre otras cosas igualmente vulgares y de todos los días, si se arma de pacienda para acompañarme en el relato otra jornadita más.