Sotileza/XIII

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XII
Sotileza (1888) de José María de Pereda
XIII - La órbita de Andrés
XIV

XIII

La órbita de Andrés


Bastó con que le buscaran con arte las cosquillas de sus debilidades, para ser el primero en acudir a las juntas preparatorias y el primero en hablar en ellas para ponderar las ventajas incalculables de la atrevida empresa, y no de los últimos entre los principales accionistas, y de los más apasionados en la memorable batalla que se libró más tarde sobre si el camino había de ir por la derecha o por la izquierda; y hasta se presume que metió una vez la pluma en el Despertador Montañés, para contestar a ciertas agresiones embozadas que creyó ver en El Espíritu del Siglo, cuando estos dos periódicos, órganos respectivos de los dos bandos beligerantes, andaban tirándose los trastos a la cabeza. Aplaudió el establecimiento de las líneas de vapores entre este puerto y otros franceses del Atlántico... y, en fin, hasta mordió después el cebo de las primeras sociedades de crédito que se colaran en la Montaña detrás del ferrocarril. Perdió bastante el apego al viejo sillón de su escritorio, y se dio con entusiasmo al negocio ilustrado con peroraciones elocuentes y escolios luminosos en las aceras del Muelle y en el Senado del Círculo de Recreo.

Su hijo y Andrés le reemplazaban en el banco de la paciencia (así llamaba él al escritorio a la antigua). Tolín había salido muy dispuesto para lo que pudiera llamarse gerencia del departamento: los corredores, la correspondencia, el buen orden y la disciplina de arriba y de abajo, es decir, del escritorio y del almacén; tenía una excelente nariz, delicado paladar y admirable sutileza de tacto en las yemas de sus dedos para examinar muestras de harina, azúcar y cacao; y sobre todo, afición, que es el misterio de todos estos tiquismiquis. Andrés le ayudaba muy poco, y tenía a su cuidado la caja. Carecía de verdadera vocación de comerciante. El pundonor, una gran fuerza de voluntad, primero, y ya, últimamente, la costumbre, hicieron que se acomodara sin disgusto a aquellas tareas tan ingratas para quien no las penetre con verdadero amor a los fines a que se enderezan. Bastaba ver a los dos amigos, para comprender sin esfuerzo esta diversidad de gustos y de aptitudes entre ambos. Tolín era un jovenzuelo de pobre naturaleza, de serena fisonomía, reparón y hasta minucioso en la mirada; escogido, o más bien preciso en la frase, metódico en su labor, y muy ordenado en los accesorios de ella; su letra era clara, de la mejor ralea española; aprovechaba las tiras sobrantes de papel, por diminutas que fueran, para hacer sus cálculos numéricos, en guarismos que parecían de molde; sabía repartir la atención convenientemente y sin embarullarse entre varios asuntos a la vez; y aunque era ágil en sus movimientos y poco dengoso, no había en su vestido correcto ni una mancha ni una arruga. En fin, que caía en el escritorio como santo en su peana.

Andrés era un mocetón sanguíneo, frescote, de mirada voraz, pero rápida y versátil; esbelto, varonilmente hermoso en cualquiera de sus actitudes. Sentado a media nalga, delante del atril, crujía la banqueta a cada rasgo de su pluma; y mientras los rizos brillantes de su pelo negro se le bamboleaban delante de los ojos, su boca no cesaba de murmurar alguna palabra, o de silbar muy bajito los aires más corrientes. Una equivocación de pluma le hacía prorrumpir en las más lamentosas exclamaciones, y por un borrón insignificante se decía a sí propio las mayores atrocidades, olvidado de que había gentes que le escuchaban; y, sin embargo, el volar de una mosca le distraía, y al menor ruido de la calle se plantaba de un salto a la ventana del entresuelo. En los cobros y pagos que tenía a su cargo, como cajero de la casa, armaba un estruendo de dos mil demonios al contar las monedas que le entregaban, o al derramar encima del mostrador los talegos de napoleones, y al probar la ley de los sospechosos haciéndoles rebotar sobre el tablero. Por lo demás, era puntual asistente a las horas de trabajo, y placentero y servicial para todo y para todos; pero no le cabía la vida en el pellejo, y necesitaba todas aquellas inquietudes y los otros estruendos para no ahogarse dentro de la envoltura. Como se ve, no podían darse dos naturalezas más distintas entre sí que las de Andrés y Tolín. Lo único en que se parecían los dos mozos era en el cordialísimo cariño que mutuamente se profesaban.

A los pocos meses de ingresar en el escritorio, enfermó Tolín. La fiebre duró muchos días, y la convalecencia fue larga. Andrés, como ya se ha dicho, sabía pintar barcos con tinta, añil y botabomba. Tolín salió algo mañoso de la enfermedad, y quiso que su amigo le entretuviera de día y de noche pintando barcos y muñecos a su lado; y Andrés tuvo la santa paciencia de estar cerca de quince días pinta que pinta, sobre un velador que se arrimaba a la cama de su amigo, mientras éste no pudo levantarse, y luego en la mesa del comedor. A todas estas sesiones de arte casero asistía Luisa cuando no estaba en el colegio, siguiendo sin pestañear los rumbos del pincel y de la pluma de Andresillo, que ya sabían trazar, respectivamente, sin que la mano los moviera, una mar borrascosa con cuatro descargas de añil, un velamen de polacra con una inundación de botabomba, y un casco y su aparejo con dos docenas de rayas hechas «en un decir Jesús».

-Pinta ahora el capitán -le decía Tolín alguna vez.

Y Andresillo pintaba un muñeco, que daba en las vergas con la gorra.

-Ahora el piloto -añadía Luisa.

Y el piloto se pintaba junto al capitán; y luego todos los tripulantes, y el perro de a bordo, y el gallinero, y la rueda del timón, y un lechoncillo, y media docena de gallinas..., hasta que decía Andrés:

-Ya no caben más cosas.

Tolín quiso, al cabo de los días, echar también su cuarto a espadas, y como en sus buenos tiempos de granuja había cultivado algo el dibujo franco en las paredes de los portales, y era, por naturaleza, bastante dispuesto para las obras de imitación que no exigieran otras virtudes que la paciencia, en fuerza de disolver terrones de añil y de botabomba, y de pringarse los dedos y los labios, llegó a pintar tan a la perfección como su maestro, aunque éste no lo creía así, y se lo decía, por lo bajo y a la disimulada, a la niña, cada vez que ésta, dando con el codo a Andrés, le señalaba, con el asombro en los ojos, lo que iba pintando su hermano.

El cual se aficionó tanto al arte, que después de volver a sus tareas de escritorio, continuó pintando por su cuenta en los ratos desocupados; y como su padre le comprara una caja de pinturas de las mejores (cinco reales y medio, o seis a lo más, valían), de las mejores, repito, que se vendían en los Alemanes de la calle de San Francisco (negras, con tapa carmesí, barnizada), se dio a pintar cuanto Dios crió y se le metía por los ojos. Entonces pintó a don Venancio Liencres, de perfil, con saco negro, sombrero de copa y bastón; a su madre (a la del pintor), con manteleta flecuda, gorra con plumajes y vestido rayado, de perfil también; a Luisilla, en adecuado atalaje, igualmente de perfil, y a la cocinera y a la doncella y al tenedor de libros..., a todos de perfil y encarados a la izquierda, por no saber arreglárselas por el otro lado, y mucho menos con las figuras de frente. Después pintó sillas y bancos y mesas y el gato, y copió las flores del papel del comedor y las figuras de la baraja; hasta que, viéndole su padre con vocación tan decidida, trató de ponerle a aprender el dibujo, por principios, con Cardona, que daba lecciones en su taller del teatro; pero Tolín no estaba por retroceder a los enojosos y lentos preliminares de escuela, después de llegar hasta donde él había llegado en el arte, y quiso continuar cultivándole sin más guía que su pertinaz inspiración. Proveyóse de papel de marquilla, que nunca había tenido, y se lanzó al paisaje. Entonces copió, a trozos y en detalles, cuanto se alcanzaba a ver desde su casa por delante y por detrás. Esta obra duró años; porque al mismo tiempo trabajaba con afición y aprovechamiento en el escritorio de su padre, y el panorama era enorme, y sus detalles eran infinitos. Solamente la casa de Botín con los sillares de sus arcos, uno a uno, y con las tabletas de sus persianas verdes, una a una, le llevó cerca de tres meses: háganme ustedes el Muelle, losa a losa, y la Catedral, canto a canto y teja a teja, y así la había con sus barcos y sus montañas del fondo; y el Alta, con su Atalaya y sus árboles; y la Maruca, y San Martín; y a ver quién es el guapo que se compromete a pintarlo en menos tiempo.

Cuando volvemos a hallarle sustituyendo a su padre en el escritorio, ya la manía iba cesando: solamente pintaba algunas cosillas de tarde en tarde; pero el fuego de su amor al arte adentro le ardía aún, puesto que para recreo de su espíritu, quebrantado por el peso de las tareas del entresuelo, se encerraba en su cuarto tan pronto como entraba en casa, y se pasaba media hora en la contemplación extática de dos docenas largas de obras de su pincel, que, «puestas en cuadros», como lo mejorcito de la colección, adornaban las paredes. Allí estaban, años hacía, siendo la admiración de todos los que en la casa moraban y a la casa concurrían, con el respectivo rótulo al pie, en letras como cerojas, que decía así:

LO HIZO ANTOLÍN LIENCRES (DE AFICIÓN) EL AÑO DE MIL OCHOCIENTOS Y TANTOS

Y por si no era bastante el paréntesis del rótulo para ponderar el mérito de la obra, don Venancio, su señora, su hija, la doncella..., cualquiera persona que con cualquier pretexto (y entonces abundaban) introdujera a un visitante en aquel cuarto, tenía muy buen cuidado de decir, señalando cuadro por cuadro:

-Ésta es la Capitanía del puerto; ésta es la casa de Botín; éste es el castillo de San Felipe, con su catedral detrás; ésta es la lancha del Astillero, cargada de pasaje, a remo y a vela a un mismo tiempo... ¿Qué propio está todo, eh?... ¡Parece que está hablando cada cosa de por sí!

Y de añadir en seguida:

-Pues mire usted, todo lo pinta de afición. Jamás ha tenido maestro ni le ha querido... ¿Para qué, haciendo lo que él hace y sabiendo lo que sabe?

Andrés se dio muy pronto por vencido. Verdad que no le hurgaba mucho las entrañas el pundonor artístico. Cuando Luisilla vio a su hermano pintar barcos por debajo de la pata, y hasta despilfarrarlos como detalles decorativos de sus paisajes, dijo una noche a Andrés:

-Aprende, aprende, hijo. ¡Esto se llama pintar barcos... y botes!

-Mejor es manejar bien los de verdad, como yo los manejo -respondió Andrés.

-Y andar con marinerotes... ¡y con marinerazas -replicó Luisa con mucho retintín.

Andrés se puso muy colorado, porque era la verdad que se alampaba por la compañía de esas gentes y por aquellas diversiones.

Las que absorbían el seso a Tolín, juntamente con el cambio operado en sus costumbres públicas, por obra del tiempo que iba corriendo y de las condiciones enclenques de su naturaleza, fueron apegándole de tal modo al rincón de la casa, que aquellas tertulias nocturnas del tiempo de su convalecencia llegaron a ser para él una verdadera necesidad. Ni con agua hervida se le podía echar a la calle en cuanto se encendían los faroles públicos.

El núcleo de su tertulia le componían Luisa y Andrés. Algunas veces se arrimaban allá tres o cuatro amiguitos y amiguitas de la vecindad; pero esto ocurría pocas veces, sin pena alguna de los otros, que se encontraban muy a su gusto estando solos. Por lo común, mientras Tolín pintaba, Andrés refería lo referible de sus aventuras marítimas, y Luisa atendía a la pintura y a los relatos, sin perder una pincelada ni una frase.

Algunas veces metía su cucharada en las dos cazuelas, y decía, por ejemplo, a su hermano:

-Me parece que ese verde es más de lechuga que de mar.

O interrumpía a Andrés con estas palabras:

-Pues eso no le cae bien a un muchacho decente como tú. A lo mejor, hueles a esas pringues de lancha... y puede que tú también digas cosas feas cuando nosotros no te oímos.

Andrés, porque quería de veras a Tolín, concurría con asiduidad a aquella tertulia, en la cual se complacía mucho su madre (la capitana) y don Venancio Liencres, a quien el hijo de Bitadura estaba más obligado cada día. Porque si le hubiera dicho quien tenía autoridad para ello: «pásate esas dos o tres horas que se te conceden de libertad por la noche, donde más te agrade», ¡oh, entonces!..., entonces, sin abandonar por completo a Tolín, no frecuentara tanto su casa, con la pejiguera de mudarse la camisa un día sí y otro no, y el riesgo, entre otros, siempre gravísimo para él, de tropezarse a lo mejor con la señora de don Venancio, tan seria y estirada, y tener que saludarla muy atento y cortés, en la seguridad de no ser respondido más que con una palabra, y ésa corta y seca. Bastante más le consideraban y se divertía en la bodega de la calle Alta, y junto a la Capitanía del puerto, o en la punta del Muelle, o en los Arcos de Hacha; dondequiera que hubiera marineros desocupados y en corrillo. ¡Conocía y trataba a tantos de ellos!...

Según fue creciendo, las llamadas conveniencias sociales le obligaron a guardar un poco más la distancia; pero no por eso perdieron una pizca de fuerza sus inclinaciones: antes bien, se afirmaban y crecían con él, lo cual era crecer mucho, porque Andrés crecía y ensanchaba que era una bendición de Dios. A los diecisiete años rebajó de la talla más de dos dedos, y alzaba en el almacén una quintalera en cada mano hasta más arriba de las caderas. Remando, daba torno al marinero más forzudo, y gobernaba el aparejo de un bote o de una lancha con singular destreza. Ni sures ni vendavales le imponían; y contra vientos y mareas bregaba triunfante, y no sólo impávido, sino gozoso. Yo no sé qué demonio tenía la mar para aquel muchacho; parecía de la naturaleza de los perros de lanas: en cuanto la veía, ya estaba buscando un pretexto para arrojarse a ella. Conocía las corrientes, las puntas de arena y todos los misterios de la bahía, como el mejor práctico, y había corrido en ella cuantos riesgos y temporales pueden correrse por nieblas, varaduras y vientos desencadenados... En fin, que se la sabía de memoria. Entróle comezón de ir aprendiendo algo de mar afuera, y para lograrlo no desperdiciaba ocasión. La primera se la ofreció la casualidad.

Las lanchas de práctico no tienen tripulantes fijos, y se echa mano de los primeros que se presentan. La remuneración es tal cual. Por un limonaje a un barco que pase de ciento cincuenta toneladas, se le cobran doscientos veinte reales, de los cuales ciento son para el práctico, soldada y media para la lancha, y el resto para repartir entre los marineros. Cada día entran dos prácticos de servicio, los cuales deben estar, una hora antes de amanecer, en la boca del puerto, y no pueden retirarse hasta otra hora después de anochecido. Si el servicio de estas lanchas no alcanza, avisa el práctico mayor, para los casos extraordinarios, al patrón o a los patrones que se necesiten, por riguroso turno.

Al ocurrir un caso de éstos, una tarde de día festivo, se hallaba Andrés echando un párrafo con algunos mareantes a la puerta de la Zanguina. Faltaban dos hombres para completar la tripulación de la lancha, que debía salir a tomar el barco en el Sardinero; el caso era de urgencia, y el práctico se impacientaba. «Ésta es la mía para ver algo de eso», pensó Andrés. Y se brindó generosamente a tener por un lado. Considerábanle allí mucho por ser hijo de quien era y por la veta que sacaba, y con todos los miramientos y salvedades de rigor y de cortesía, se aceptó la proposición con entusiasmo. Como si al mozo le hubiera tocado la lotería, corrió al muelle delante de los que corrían más; saltó a la lancha el primero, armó su remo en la banda más floja, largó la tuina debajo del banco, afirmó los pies en el delantero... y ya estaba en sus glorias. La lancha, boga que boga, salió del puerto; tomó el barco al oeste de la Peña de Mouro, y después de quedar amarrada al costado, Andrés subió a bordo con el práctico. ¡Otro cachito de gloria, enteramente nueva, para el animoso muchacho! ¡Abocar al puerto sobre el puente de un bergantín con toda su lona al viento y presenciar las maniobras de a bordo, y las ansiedades del capitán, con el ánimo esclavo de los mandatos y las señales del práctico, y oír el áspero rechinar de la garrucha, y el cántico triste y cadencioso de los hombres que cobran la escota, y el ruido de los que corren, y la voz que los manda, y el rumor de la estela, y sentir en la cara el aire que mueve una vela al ser braceada, y en los pies el efecto engañoso del lento cabeceo del bergantín al deslizar su quilla entre las ondas que él mismo agita siguiendo el rumbo que le traza el diestro timonel; y saborear, en la misma colmena, las dulzuras de la inexplicable, misteriosa armonía que llega a producir este conjunto de ruidos, colores y movimientos!

El lance le engolosinó de tal modo, que le repitió en adelante muchas veces: siempre que tuvo ocasión de ello, ya que no remando en la lancha del práctico, como curioso agregado a su tripulación.

He vuelto a citar la Zanguina, la famosa taberna marinera del Cabildo de Abajo, cuya procedencia ignoran hasta los mismos viejos que la frecuentan todavía, y no llegaron a conocerla en los Arcos de Dóriga, donde se dice que la estableció por vez primera, y con el mismo nombre, un capitán negrero que con los relatos de sus aventuras crispaba las greñas de los rudos mareantes que le escuchaban. Pues para asistir a la Zanguina, siquiera dos veces por semana, a las horas de sesión, cercenaba Andrés el tiempo necesario a la tertulia de Tolín, al fin o al comienzo de ella, según las estaciones y las costeras. Tolín lo sabía; su hermana no. Pero a ésta le engañaban entre los dos con una mentirilla cualquiera, a fin de que don Venancio ignorase el suceso. Porque el demonio de la muchacha, que ya iba pasando de niña, había dado en la flor de meterse en las cosas de Andrés, como si le importaran mucho; y con unos reparos y unos aspavientos y unas advertencias, tan escrupulosas y tan encarnecidas, que solamente podía explicárselo el hijo del capitán Bitadura por la razón de ser Luisa hija de su madre, tan celosa del lustre de su casa y del bien parecer de los que andaban en ella.

A la Zanguina iba Andrés, porque en la Zanguina vivían, más que en sus propios domicilios, los mareantes del Cabildo de Abajo. Por allí pasaban para ir a todas partes, y por allí volvían; y allí descansaban y allí departían; allí tomaban la mañana, y las nueve, y las diez, y las once, y la sosiega; y torcían sus aparejos, y compraban la parrocha, y levantaban empréstitos, y dejaban sus ahorros; y allí al volver de la mar, cargados con las artes y las ropas de agua, aguardaban las mujeres a sus maridos; las de los malos, para llenarlos de improperios a cambio de algunos bofetones; las de los buenos, con la comida en la cesta y el hijo más chiquitín en el otro brazo; porque estos marinerotes, aunque no tan finos de piel ni tan pulidos de palabra como los pescadores de poema, también gustan de tener sobre las rodillas al retoño más menudo y darle el bocadillo más sabroso, a la vez que ellos se zampan, aunque en lugar extraño, la puchera doméstica, sobre todo cuando cuentan con no cruzar las puertas de su casa en dos o tres días, lo cual acontece durante las campañas de mucha brega, como las del besugo. Allí preparaban sus artes para la madrugada siguiente, y allí, por tanto, encarnaban los innúmeros anzuelos de sus cordeles besugueros, y allí se embobalicaba Andrés viendo con qué primor iban los pescadores colocando en el fondo de la copa los anzuelos ancarnados, contra las paredes los reñales, y sobre los bordes el cordel. Ya había estudiado esta materia en la calle Alta; pero no es lo mismo vérselo hacer a un hombre solo, en el silencio de su hogar, que a muchos hombres a la vez, entre el ruido de las conversaciones, el interés de los relatos, el tufillo de la taberna y a la luz de los reverberos.

¡Cuánta gente conoció allí; cuántos caracteres estudió; cómo fue aprendiendo el nombre y la aplicación y el manejo de cada cosa; las zunas y las virtudes de cada mareante, la constitución del gremio, su tesoro, sus deudas, los intríngulis de cada familia, sus alegrías, sus pesadumbres!... ¡Porque aquéllas sí que eran cosas de cristal, y no las que habitan y nos encarecen esos señores públicos, cuyas vidas son un misterio indescifrable, a pesar de la imaginada trasparencia de sus conchas! Aquello era propia y materialmente vivir y pensar a gritos, en mitad del arroyo.

Allí conoció también al Falagán reinante a la sazón, de la tradicional dinastía de los Falaganes de Cueto, en la cual venía vinculado, y aún viene en estos tiempos, el servicio de vigías de cabo Mayor, servicio que se reduce a encender en él hogueras cuando hay Sur en bahía o rompe la mar en la costa, para advertírselo con el humo, si es de día, y con la luz, si es de noche, a las lanchas que están pescando afuera.

Aunque no con todos estos pormenores que se van narrando, Bitadura y su mujer conocían las geniales aficiones de Andrés, y estaba muy distante el capitán de condenarlas. Pero la capitana las tenía entre ceja y ceja a todas las horas de Dios.

-Ya lo ves -le decía su marido-. La veta de ese muchacho es de la casta: pez de la mar, desde los pies a la cabeza. ¡Mira si tenía yo razón cuando quería enseñarle a navegar!

-Cierto -respondió la capitana-. Pero, por de pronto, le tengo a salvo de borrascas y tiburones; y eso vamos ganando.

-Ni siquiera eso... ¡ni tanto como ello! -replicaba Bitadura-. Que puede el mejor día ponérsele el bote por montera... ¡Y mira que es gloria el acabar ahogado en una palangana, cuando se pudo morir entre los huracanes de la mar! Pero, en fin, lo quisiste, y ya que te saliste con la tuya, no me pesa verle como le veo. Es fuerte, es guapo, tiene corazón..., y para eso son los hombres, mejor que para zarandear las arrastraderas, con las manos enguantadas y el pescuezo entre dos foques almidonados, en los salones y paseos... No falte él a sus deberes, como no falta, y, te lo repito, me gusta la hebra que va sacando. Lo que siento es que, por andar a escondidas para muchas cosas, las haga de prisa y mal; y hacerlo mal y de prisa donde él lo hace, es muy peligroso, porque puede irle en ello la vida... ¡Sobre esto hay que hablar, Andrea!

-Y sobre lo otro también -replicó la capitana con ahínco.

-¿Y cuál es lo otro?

-Lo otro es que no hay quien le despegue de esa condenada bodega de la calle Alta.

-¿La de Mechelín?... ¡La casa más honrada y pacífica de todo el Cabildo de Arriba! Allí bien está..., mejor que en la Zanguina, donde le he visto yo una noche al pasar por delante de la taberna.

-¡También a la Zanguina!... ¡Y por la noche! Pues ¿no va a casa de don Venancio?

-Por lo visto hace a todo el ángel de Dios. ¡Si te digo que saca una filástica!... Pero no te apures por lo de la Zanguina, porque eso corre de mi cuenta.

-Pero ¿qué dirán en casa de ese señor?

-No saben nada del caso... Y si lo supieran, ¡qué demonio!... ¿Les he entregado yo el hijo para que les haga la corte a todas horas? Pues mírate: entre los dos extremos, más le quiero con resabios de Zanguina, que plagando la casa y la ciudad de mascarones pintados con añil y yema de huevo, como hace el otro.

-Yo me entiendo, Pedro.

-También me entiendo yo, Andrea... Y también te entiendo a ti: sólo que tampoco en eso vamos conformes. Lo que esté de Dios, a la mano ha de venirse; y lo que no venga de ese modo, ni debe buscarlo él, ni debes forzarle tú para que lo busque, porque ni lo necesita, ni, si me apuras un poco, le conviene... Y basta de conversación.