Sotileza/XX

De Wikisource, la biblioteca libre.
XIX
Sotileza (1888)
de José María de Pereda
XX - El idilio de Cleto
XXI

XX

El idilio de Cleto


Al día siguiente entró en el puerto la Montañesa, de retorno de su viaje a La Habana, y se desembarcó el capitán resuelto a dejar el oficio por todos los días de su vida.

-¡Ya es hora, Pedro, ya es hora! -le decía la capitana, estrechándole en sus brazos, después de oírle jurar que no quebrantaría aquellos buenos propósitos-. ¡Qué lástima que no lo hubieras hecho unos años antes! ¡Nos quedan ya tan pocos para pasar la vida juntos, sin las penas que me han llenado de canas!...

-Vamos, no te quejes, ingratona -respondía su marido, examinándola con los ojos de pies a cabeza, después de desprenderse de sus brazos-, que más tengo yo, y menos lucido me veo de pellejo y con más averías en el casco. Ahora, que trabaje otro mientras yo descanso. Veremos cómo engorda Sama con el oficio que le dejo por herencia. El camino bien lo sabe. Lo peor es el barco, que no está ya para muchas borrascas, lo mismo que su capitán. Fortuna que, al cabo de tanta brega, se ha sacado para la vasallona y darse uno la última carena en puerto seguro.

A la sazón era don Pedro Colindres un señor grueso, atezado, de patillas y pelo casi blancos, y su mujer, una hermosa matrona, de cabeza gris y majestuoso porte.

La cual, continuando la conversación con su marido, que la miraba embelesado, llegó a decirle:

-¡Mucha, muchísima falta estabas haciendo ya para eso, Pedro!

-Pues ¿qué le pasa, Andrea?

-No lo sé; pero, desde hace quince días, no es el que era, y en los ocho últimos le desconozco tanto, que me da pesadumbre. Ni come de traza, ni duerme con sosiego, ni creo que sabe por dónde va. Anoche se metió en casa muy temprano, hecho un palomino atontado, y, por más que le tiré de la lengua, no le pude arrancar una palabra. ¡Con lo alegre que él era y lo...!

-Aprensiones tuyas, Andrea, aprensiones tuyas, porque las mujeres ¡tenéis un modo de querer!...

-¡Te digo que no son aprensiones, Pedro!

-Pues yo bien sereno le he visto esta mañana, y maldito si he notado en él cambio ninguno.

-Porque delante de ti disimula... Mira, Pedro, apostaría la cabeza a que le han trastornado la suya en esa maldita casa, de donde no sale muerto ni vivo.

-¿De qué casa, mujer?

-La de la calle Alta.

-¡Bah!

-¡Cuando yo te lo digo!

El capitán no quiso que se hablara más del asunto; y, creyéndolo o no, afirmó a su mujer que por ese lacio no había nada que recelar.

Al mismo tiempo que esto acontecía en casa de Andrés, Pachuca, la novia de Colo, apremiaba a Sotileza para que le acabara aquel mismo día, que era sábado, la saya nueva que le estaban cosiendo allí. Pero Sotileza, por más que se afanaba en la costura, dudaba mucho que se saliera Pachuca con el empeño.

Ésta, sentada junto a su amiga y ayudándola con los ojos y hasta con ciertos movimientos involuntarios de sus manos, obra de la impaciencia que la consumía, hablaba y hablaba sin cerrar la boca.

Y hablando, hablando, habló de Colo, para ponerle, como era de esperar, en los cuernos de la Luna.

-¿Y cuándo vos casáis? -le preguntó Sotileza.

-No sé qué decirte a eso, hija -respondió Pachuca, suspirando-. Lo que es por casar, ya nos hubiéramos casao rato hace, que él buenas ganas tiene, y yo también; pero córrese que va a sacarse una leva muy luego. Y ya ves tú: casarse hoy pa enviudar mañana...

-Razón tienes, Pachuca. Es mejor esperar a que vuelvan.

-¡Si güelven, los enfelices!

-¡Qué han de hacer sino volver!

-Quedarse allá los probes. ¡Ay, venturaos!... ¡Por esos mares!... Si Dios quisiera que no le allegara el número... ¡Pero le tiene ya tan bajo!... Milagro será que no le llegue, por chica que la leva sea. Una misa de a peseta tengo ofrecía a San Pedro, si no le toca.

-Pus mira, Pachuca -dijo Sotileza con aquel tono dominante que era natural en ella-, sobre que más tarde o más temprano le han de llevar al servicio, yo ofrecería esa misa por que te lo llevaran ahora.

-¿Por qué?

-Porque vuelven de allá muy otros. Siquiera aprenden a andar derechos y a lavarse la cara todos los días. Esa ventaja saldrías ganando al casarte con él de vuelta del servicio.

-Y tú, mujer -preguntó Pachuca en crudo-, ¿cuándo te casas?

-¡Yo! -respondió Sotileza mirando con asombro a su amiga-, ¿con quién?

-Pus con el que tú quieras -dijo Pachuca sin titubear-. ¿No es tuya la calle de arriba abajo? ¿Hay moza en ella más cubiciá que tú?

-Pa poca salú, morirse es mejor, Pachuca.

-¡Cubiciosona! Pues ¿qué quieres? ¿Comerciantes de allá abajo?

-¿Quién ha dicho eso? -exclamó Sotileza al punto, en voz dura y con más duro entrecejo.

-Dígolo yo por decir, mujer -respondió Pachuca, temerosa de que su amiga hubiera echado la broma a mala parte.

-Es que hay dichos, Pachuca -replicó Sotileza con ira mal disimulada-, que son más de temer que los bofetones..., porque hay lenguas que los esparcen como la peste; y bien sabes tú que las hay en esta calle peores que la sarna, y contra qué honras buscan el arrimo.

La pobre Pachuca, que no había pensado en semejantes rumores para decir lo que había dicho a Sotileza, no se hartaba de jurárselo para que no se ofendiera.

-Si no me ofendo de ti, Pachuca -le dijo la hermosa huérfana, esforzándose por dar a su cara y a su voz toda la blandura que podía-. Bien sé que tú no me quieres mal; pero otros no me pueden ver y tiran a matarme, y de esos golpes, que me duelen, salen estos quejidos que no puedo remediar. Otra, en mi caso, te lo callara; yo te lo canto así, porque en ese particular no debo al demonio ni una mala idea.

Hablando Sotileza de este modo, entró en la bodega la vieja tía Ramona, el ama de gobierno del padre Apolinar, preguntando por el tío Mechelín.

-Está a porredanas, y no vendrá hasta más tarde -respondió Sotileza.

-¿Y tía Sidora? -tornó a preguntar la vieja.

-En la plaza.

-Pues yo los buscaba para decirles que pae Polinar quiere que vayan los dos a verse con él en su casa, sin falta ninguna, al anochecer. Ya ellos saben por qué no puede venir acá él mismo. Conque ¿se lo dirás así en cuanto los veas, guapa moza?

-Se lo diré -respondió la aludida, sin dejar de coser.

-¡Bendito sea Dios! -dijo tía Ramona por despedida-. ¡Qué repolluda y qué maja te hizo Su Devina Majestá, y qué agradecía debes estarle!

Y salió arrastrando sus chancletas, mientras Pachuca, mirando a Sotileza, se reía de las exclamaciones del ama del fraile, bien conocida en aquel barrio.

Sotileza, tan pronto como Pachuca la dejó sola y sin la obligación de hablar, aunque fuera poco, empleó todas las fuerzas de su discurso en adivinar la razón del recado traído por el ama del fraile. Nunca había pretendido éste cosa semejante; y, desde algún tiempo atrás, le estaban pasando a ella cosas bien desusadas.

Corrieron las horas, y el matrimonio de la bodega, vestido de media gala, porque, al cabo, tenía que atravesar una parte de las más concurridas de la población, y carcomido por la curiosidad más devoradora, acudió a la cita del padre Apolinar.

Cleto, a la escasa luz del crepúsculo, los vio salir a la calle, desde la taberna del tío Sevilla, donde estaba sentado, con las manos en los bolsillos, las espaldas mal embutidas entre el mostrador y la pared, y la cara a medio zambullir en la pechera de su elástico. No había pegado los ojos en toda la noche última, y había vuelto de la mar sin acordarse de lo que le había ocurrido en ella. Pae Polinar no hacía nada por él, y Andrés le cerraba todas las puertas. No tenía más remedio, para abrirlas, que valerse de su propio esfuerzo. Estaba dispuesto a hacerle como Dios y sus ahogos le dieran a entender, y en esto pensaba cuando vio a los viejos de la bodega salir a la calle juntos.

Alzóse súbitamente de su banco; esperó a que aquéllos doblaran la esquina de la cuesta del Hospital; miró después al balcón de su casa y a lo ancho y a lo largo de la calle, y, viéndolo todo libre del enemigo que le espantaba en la empresa que iba a acometer, llegó en dos zancadas al portal y se coló resuelto en la bodega.

Sotileza continuaba cosiendo la saya de Pachuca a la luz del candil que acababa de colgar en la pared. Por verse Cleto delante de ella, palpó la dificultad con que ya contaba él, no obstante la firmeza de su resolución. ¡La palabra, la condenada palabra, que se le negaba siempre que más falta le hacía!

-Pasaba -balbuceó, temblando de cortedad-, pasaba... por ahí delante..., y pasando así, dije: «Voy a entrar un rato en la bodega.» Y por eso entré... ¡Paño! ¡Güena saya coses! ¿Es pa ti, Sotileza?

Sotileza le dijo que no; y, por cortesía, mandóle que se sentara.

Sentóse Cleto muy separado de ella y mirándola, mirándola en silencio largo rato, como si tratara de emborracharse por los ojos para romper así las trabas de su lengua, acertó a decir:

-Sotileza; una vez me pegaste un botón... allí afuera..., ¿te alcuerdas?

Sotileza se sonrió un poco sin levantar la vista de su labor, y respondió a Cleto:

-¡Pues mira que ya ha llovido de entonces acá!

-Pos pa mí -dijo Cleto más animado- aticuenta que jue ayer.

-Bueno -repuso Sotileza-, ¿y qué hay con eso?

-Pos con eso hay -continuó Cleto- que dimpués de aquel botón, que era de asa, y entodía le tengo en estos otros calzones... ¡míale aquí!... Dimpués de aquel botón, jui entrando, entrando en esta casa... porque no se pué parar en la mía, Sotileza. Bien lo sabes tú, ¡paño! ¡Aquello no es casa, ni aquéllas son mujeres, ni aquel hombre es hombre! Pos güeno; yo no sabía de cosa mejor que ello... ¿Te alcuerdas?¡Paño! ¡Si vieras lo que ese golpe me ha dolío a mí dimpués, acá!...

Sotileza, comenzando a asombrarse de aquello que oía, porque nunca cosa igual ni parecida había oído de tales labios, clavó sus ojos en Cleto; con lo cual cortó, no solamente la palabra, sino hasta la respiración del pobre mozo. En seguida le dijo:

-Pero ¿por qué me cuentas ahora esas cosas?

-Porque hay que contarlas, Sotileza -atrevióse Cleto a responder-; por eso mesmo, y porque naide ha querío venir a contártelas por mí..., ¡paño! Me paece que en ello no ofendo a naide... Porque verás tú, Sotileza; verás tú lo que me pasa. De pronto no caía yo en la cuenta de ello y me dejaba hinchar, hinchar de aquellas marejás que iba embarcando según entraba yo aquí; y tú, crece que te crece... ¡Paño, qué arbolaúra ibas echando de día en día, Sotileza! Yo no ofendía a nenguno con mirar eso..., me paece a mí; ni tampoco por alegrar la entraña con el recreo de esta bodega, una vez que otra. Arriba, na de ello: mucha negrura..., la honra de las gentes por el balcón abajo; sin ley unos a otros... ¡Paño, esto hace mala sangre..., aunque uno la tenga de azúcara!... Y por eso te di aquella patá, Sotileza; que si no, no te la diera; y lo sé, porque si aquí se me dice: «Cleto, échate de cabeza por el Paredón», por el Paredón me echo, Sotileza, si con ello te das por bien servía, aunque otra cosa no me valga que el despeñarme... Pos güeno; de estos sentires, na sabía endenantes, Sotileza; aprendílos aquí sin preguntar por ellos y sin agravio de naide... Ya ves tú, no jue culpa mía... Me gustaban, ¡paño!, me gustaban mucho, me sabían a las puras mieles; ¡como que nunca me había visto en otra, Sotileza!... Y me hartaba, me hartaba de ellos... hasta que no me cogieron en el arca... y dimpués, tumba de acá, tumba de allá, a modo de maretazos por aentro; poco dormir y un ñudo en el pasapán... Mira, Sotileza: pensaba yo que no había mal como las pesaúmbres de mi casa... Pus mejor dormía con ellas que con estos sentires de acá abajo... ¡Pa que lo veas, paño! Me paece que tampoco en esto ofendía yo a naide, ¿verdá, Sotileza?... Porque al mesmo tiempo que esto me pasaba, mejor y mejor vos iba quisiendo ca día, y con más respeto te miraba a ti, y más deseos me entraban de verte la voluntá en los ojos, pa servírtela sin que me lo mandaras con la lengua. ¡Y anda, anda así, meses y meses, y un año y otro, con el ajogo en el arca, y sin saber cómo salir a flote! Porque ya ves tú, Sotileza: ¡una cosa es el sentir del hombre, y otra el relatarle, sin palabra, como yo! Dimpués, lo que tú eres..., lo que yo soy: ¡la mesma barreúra, acomparao contigo!... Pero no podía más, Sotileza, y acudí a hombres que lo entienden, pa que hablaran por mí; pero como a ellos no les dolía, ¡paño!, me dieron con la puerta en los bocicos. ¡Mira tú qué falta de caridá! Porque en esto tampoco había mal pa naide, ni se injuriaba a denguno... ¿Te haces tú bien el cargo, Sotileza, de esto que te digo?... Pus porque naide ha querío decírtelo de mi parte, vengo a decírtelo yo, ¡paño!

Sotileza, para quien no era noticia el amoroso sentir de Cleto, que bien claro se lo tenía leído ella, no se asombró de este descosido relato, por lo que descubría; pero sí del inesperado atrevimiento del relatante. Miró a éste muy serena y le dijo:

-Verdá es que no hay agravio en todo lo que me cuentas, Cleto; pero ¿a santo de qué me lo cuentas ahora?

-¡Paño! -respondió Cleto muy admirado-. Pus ¿a santo de qué se cuentan siempre esas cosas? Pa que se sepan.

-Pues ya las sé, Cleto, ya las sé.

-¡Que las sabes!... ¡Podías no! Pero no es bastante eso, Sotileza.

-¿Y qué más quieres?

-¡Que qué más quiero! ¡Paño!... Quiero ser un hombre como tantos que conozco yo; quiero buscarme otra vida que la que traigo, con esta luz que tú mesma me has encendío acá adentro; quiero vivir como se vive en esta bodega, quiero trabajar pa ti, y ser limpio, y curioso, y bien hablao, como tú; quiero barrerte el suelo por onde vaigas, y, cuando me las pidas, traerte hasta las serenitas del mar, que naide ha visto. ¿Te parece poco, Sotileza?

Cleto estaba en este momento verdaderamente transfigurado, y Sotileza admirada de ello.

-Nunca te vi tan animoso como ahora, Cleto -le dijo-, ni de tanta palabra.

-Es que reventó la ola, Sotileza -respondió Cleto más enardecido-, y yo mesmo creo que no soy lo que antes era. ¡Hasta por tonto me tuve!, y, ¡paño!, ahora juro que no lo soy con esto que siento acá y me hace hablar a la fuerza... Y si este milagro es tuyo sin empeñarte en ello, ¿qué milagros no harías conmigo cuando te empeñaras? Mira, Sotileza, yo no tengo vicios; soy arrimao al trabajo; no sé querer mal a naide; estoy hecho a poco; no conocí, en lo mejor de la vida, más que tristezas y pesaúmbres..., viendo aquí cosa muy diferente, ya sabes cómo la estimo y quién tiene la culpa de ello; en esta casa hace falta un hombre..., ¿te vas enterando, Sotileza?

Sotileza se enteraba demasiado; y por eso respondió a Cleto, con cierta sequedad:

-Sí; pero ¿qué adelantas con que me entere?

-¡Otra vez, paño! -dijo Cleto exasperado-. ¿O es eso darme el no con cortesía?

-Mira, Cleto -respondió fríamente Sotileza-, yo no tengo obligación de responder a todas las preguntas que se me hagan sobre estos particulares; por eso vivo metida en casa sin tirar de la lengua a naide. Yo no te quiero mal, y sé muy bien lo que vales; pero tengo acá mi modo de sentir y quiero guardarle por ahora.

-Lo dicho, Sotileza -exclamó Cleto desalentado-: eso es un barreno pa que me vaiga a pique.

-No es tanto como eso -replicó Sotileza-. Pero ponte en un caso, Cleto; si en lugar del no que temes, te diera el sí que vas buscando, ¿qué adelantarías con ello? Si pa entrar en esta casa, no más que por pasar el rato, tienes que esconderte de las gentes de la tuya, ¿qué sería sucediendo lo que tú quieres?

-¡Justo!... ¡Lo mesmo que me dijeron los otros!... ¡Paño! ¡Eso no está en ley!... ¡Yo no escogí la familia que tengo!...

-Pero ¿quién te dijo lo mesmo que yo, Cleto? -preguntó Sotileza, sin reparar en las exclamaciones del pobre mozo.

-Pae Polinar, en primeramente.

-¡Pae Polinar!... ¿Y quién más?

-Don Andrés.

-¿A esa persona le fuiste con el cuento, animal?... ¿Y qué te dijo?

-Las mil indinidades, Sotileza. ¡Muerto me dejó!

-¡Lo ves!... ¿Y cuándo fue ello?

-Ayer por la tarde...

-¡Bien merecido lo tienes! ¿A qué vas tú a nadie con esas coplas?

-¡Paño, ya te lo dije! Me ajuegaba el hipo... Faltábame arrojo pa hablarte de ello, y buscaba gentes que lo hicieran por mí... ¡No las buscara hoy, paño, ya que he roto a hablar!... Pero no es este el caso, Sotileza.

-¿Cuál es si no?

-Que porque arriba sean malos, lleve yo las triscas.

-Yo no te las doy, Cleto.

-Harto me las das, ¡paño!, si me cierras la puerta por los de mi casa.

-No fui tan allá siquiera, Cleto. ¡No querías correr poco! Te puse en un caso. ¿Lo entiendes ahora?

-¡Témome que sí!, ¡por vida de mi suerte!... ¡Pero dímelo claro, que a eso vine aquí!... No te encoja el miedo, Sotileza...

-¡No me hagas hablar!...

-¡Pior es que lo calles, mira... pa según yo estoy! Vamos, Sotileza... ¿te paezco poco?... Pos di cómo me quieres; yo allegaré a serlo, por caro que cueste. ¿Vale más otro, por si acaso? Yo seré más que él si tú te empeñas.

-¡Vaya que es porfía, hombre!

-¡Si me va la vida en ello, Sotileza!... ¡Pus me arriesgara si no, paño!... Mira, too es tener un poco de terneza en la entraña, y dimpués el caso va de por sí solo... Tú me dirás: «por aquí se ha de ir»; y por allí iré tan contento... Poco te estorbaré: con un rinconuco me basta, en lo más apartao... ¡Pior que el que tengo yo ahora!... Comeré lo que tú dejes de lo que yo te gane pa que vivas a la sombra... ¡Si yo vivo de ná, Sotileza! Mira, lo mesmo que Dios está en los cielos, lo que a mí me engorda es un poco de ley, una miajuca de caridá y algo de alegría al reguedor... ¡Paño, qué gusto dará eso!... Conque, ya ves tú lo que pido... No es pa ofenderse naide, ¿verdad?... Porque no se piden los imposibles.

Sotileza acabó por sonreír oyendo al pobre muchacho. Éste insistió en vano para arrancarla una respuesta terminante. La porfía volvió a incomodarla; y Cleto, desasosegado y fosco, llegó a hablar así:

-Pos dime siquiera que esto que te cuento no te da más oírlo en boca de otro.

-Y a ti ¿qué te importa, animal? -saltó aquí Sotileza con un dejillo rasgado e iracundo, que heló la sangre en las venas de Cleto-. ¿Quién eres tú pa pedirme esas cuentas?

-¡Naide, Sotileza, naide!; la basura mesma... ¡y ni siquiera tanto! -clamó el pobre mozo, conociendo la torpeza que había cometido-. Me cegó la pena, y hablé sin pensarlo. Mira, no jue más..., por éstas lo juro.

-Déjame ya en paz.

-¡Pero no me cojas tirria!

-Quítate delante, que harto te aguanté.

-¡Paño, qué mala suerte! ¿No me lo perdonas?

-Si no te largas, no.

-Pos ya estoy andando.

Y así salió aquella vez Cleto de la bodega, mustio y pesaroso, cuando creyó haber estado a medio jeme de salir triunfante y coronado.