Sotileza/XXIV

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XXIII
Sotileza (1888) de José María de Pereda
XXIV - Frutos de aquel escándalo
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Frutos de aquel escándalo


¡Si tuvo resonancia el caso! ¡Cómo no había de tenerla con aquel aparato, a aquellas horas, siendo Andrés quien era, y su cómplice tan afamada en el barrio, y aun fuera del barrio, y la ciudad tan pequeña todavía! Se supo todo, todo, y muchísimo más; porque la imaginación del vulgo es fecundísima en supuestos, y la frescura de las gentes imperturbable en acreditarlos con grandes visos de verdad; y se dijo... ¿quién es capaz de saber lo que se dijo, y cómo fue rodando la bola de nieve, y creciendo, creciendo, hasta que pudieron verla los más ciegos y percibir los más sordos sus crujidos?

Don Pedro Colindres frecuentaba muchos centros cuya miga era el tufillo alquitranado. Allí toda la concurrencia de tertulianos era de gentes de su profesión; y entre estas gentes andaba, con más calor que entre otras, rodando lo cierto y lo imaginado sobre el fresquísimo suceso de la calle Alta. Nadie fue tan imprudente que relatara la historia con pelos y señales al padre del protagonista de ella; pero el capitán, con los desperdicios de tantas conversaciones sobre el mismo tema, cortadas de pronto al acercarse él a los relatantes, fue poco a poco acumulando recelos que, con los precedentes que ya tenía, imbuidos por su mujer, llegaron a producirle muy serias inquietudes. La capitana las tuvo insoportables antes que él; porque las amigas que se le acercaron, recién atiborradas de aquellas noticias, fueron menos prudentes que los amigos del capitán, y dejáronla, con el escozor de las presunciones, a dos dedos de la verdad. Lo poco que faltaba hasta dar con ella lo llevaba escrito Andrés en su azoramiento nervioso, en su aire distraído, en su desazón alarmante.

Cuando, apenas cerrada la noche, entró en casa en este mismo estado en que, con extrañeza, le habían visto a la hora de sentarse a la mesa, le llamó su padre al gabinete donde acababa de tener una larga conferencia con su mujer. Andrés acudió al llamamiento sin intentar siquiera el disimulo del martirio moral en que se hallaba. Entró, pues, en el gabinete como entra un reo animoso en la capilla: con la agonía en su espíritu; pero no indócil ni desesperado.

Don Pedro Colindres, al verle así, notó que se trocaba su indignación en honda pena, y le dijo:

-En buena justicia, no podrás tenerme, Andrés, por padre duro de entrañas; no podrás decir que te he esclavizado a mis caprichos de hombre intratable; que no te he dado toda la libertad que me has pedido; que no he puesto de mi parte todo cuanto me ha sido posible para ganar tu sumisión con el cariño, y no con durezas; porque no he querido en ti el temor, sino el respeto, y, en todo lo que fuera compatible con el que me debes, la confianza.

-Es la pura verdad -respondió Andrés.

-Pues en testimonio de que así lo crees y de que no eres desagradecido, vas a declarar aquí mismo, ahora mismo, lo que te pasa, lo que te ha pasado esta mañana.

Andrés sintió su cuerpo bañado en un sudor frío y mortal, faltáronle las fuerzas con que había contado, y se dejó caer en una silla junto a la cual estaba de pie. Alarmóse su madre al verle tan pálido, y se lanzó a él de un brinco desde el sofá en que se hallaba sentada. El capitán se acercó también, pero no alarmado, porque conocía mejor que su mujer la causa del desfallecimiento de su hijo.

-¿Qué te sucede, Andrés?..., ¡hijo mío! -exclamaba la capitana cogiéndole la cabeza entre sus manos.

-Nada -respondió Andrés, enderezándose y queriendo sonreír con un gran esfuerzo de su voluntad.

-Pues claro que no es nada -observó don Pedro para tranquilizar a su mujer.

Después, encorvando su cuerpo hasta interponerse entre ella y su hijo, habló a éste así, dulcificando cuanto pudo la natural rudeza de su acento:

-Bien conozco que es duro el trance en que te pongo con mi exigencia; pero, ¡qué demonio!, temporales más fuertes corremos los hombres, con el ánimo encogido, eso sí, pero con la cara serena... Ya ves, hay que dar ejemplo... Conque un poco de voluntad, y pecho al agua, hijo... ¿Tienes algún reparo en hablar delante de tu madre... de ciertas cosas que habrá de por medio?... ¿Quieres que se marche de aquí?... ¿Tienes más confianza con ella y quieres que me marche yo?... Con franqueza, hombre, ¡lo que tú quieras!..., ¡lo que quieras hijo, con tal de que nos saques luego de estas ansias que nos ahogan!...

-No quiero que se marche nadie -respondió Andrés-, porque nada de lo que tengo que decir es para afrentarme con ello por lo que fue en sí, aunque, por el modo de ser, se lo haya parecido a algunos.

-Pues ya te estamos oyendo -dijo el capitán-. Conque, habla; pero sin ocultarnos ni una pizca de la verdad.

Aquí comenzó Andrés a relatar el caso con la mayor exactitud, y hasta con exornaciones de su cosecha, para darle más colorido de interés, con el sano fin de que resaltara, en el mayor bulto posible, la iniquidad de las hembras de Mocejón.

La capitana se tapaba los ojos con las manos al describir su hijo los alaridos de las reñidoras y la avidez de los curiosos mientras él estaba encerrado en la bodega, y cuando salió hasta el portal detrás de Sotileza, hecha una tempestad, y más tarde se lanzó a la calle viendo centellas sus ojos y pisando lumbre sus pies.

-¡Qué vergüenza, Virgen Santísima, para ti... y para todos nosotros, Andrés! -exclamó la capitana al acabar su hijo el relato.

El capitán lanzó un taco embreado, aunque a media vela; y mirando con duro ceño a su hijo, le habló así:

-No está mal hecha la historia; y lo digo porque, con sólo oírtela, hubiera jurado yo que se me iba pintando de almagre toda la cara. Pero falta lo más interesante de ella, y espero que nos lo cuentes con la misma exactitud con que nos has contado lo demás.

-Pues no queda nada por referir -dijo Andrés con bien poca sinceridad.

-¡Vaya si queda! -exclamó su padre-. Ahora tienes que decirnos a qué ibas tú a la bodega esa de la calle Alta.

-Pues iba -respondió Andrés muy vacilante y desconcertado- a recoger unos aparejos que...

-¡Mentira, Andrés, mentira!... -le interrumpió su padre con voz y ademanes muy airados-. Por eso sólo, que pudo hacerse a otra hora cualquiera del día o de la noche, no faltas tú, como faltaste esta mañana, a tus deberes en el escritorio. ¡Confiésanos la verdad, Andrés!

-Ya la he confesado.

-¡Te repito que mientes!

-Pero ¿qué quieren ustedes que les diga yo? -preguntó Andrés con un acento en que se confundían la contrariedad, harto manifiesta, y el enojo muy mal disimulado.

-La verdad, nada más que la verdad -insistió su padre-. ¿Qué intenciones te llevaban a esa casa a tales horas?

-Las que me han llevado tantísimas veces -respondió Andrés de mala gana.

-Me lo voy sospechando -dijo con voz terrible el capitán-. Pero, cuando menos, en esas otras veces había en la casa alguien más que esa mujer; tú no faltabas a tus deberes..., te podía disculpar la fuerza de tus aficiones... Ahora no hay nada que te disculpe, Andrés, nada; nada de cuanto el suceso arroja de sí: todo ello te condena... Y si te callas, ¿qué es lo que debemos creer?...

Andrés permaneció unos instantes con la cabeza inclinada, la mirada indecisa y retorciéndose, con mano nerviosa, una de las guías de su bigote. Después se alzó de la silla y comenzó a dar cortos y agitados paseos por el gabinete. Estando así, su madre no apartaba de él los ojos anhelantes, y el capitán insistió en su pregunta:

-¿Qué es lo que debemos creer, Andrés?

Este, acosado de nuevo en un callejón sin salida, respondió seca y brutalmente.

-Lo que a ustedes les parezca.

-¿Lo ves, Pedro, lo ves? ¿Ves cómo salió lo que yo me temía? -exclamó al punto la capitana-. ¡Ya han dado sus frutos aquellas malas compañías! ¡Ya nos lo echaron a perder! ¡Dime ahora que veo visiones y que soy una madre impertinente!

-¡Déjame en paz con doscientos mil demonios, Andrea, que éste no es momento de ventilar esas cosas! -replicó a su mujer el capitán, con voz huracanada; y en seguida, volviéndose hacia Andrés, le dijo temblando de ira-: La única respuesta que cuadraba a eso que acabas de decirme, era un bofetón que te dejara sin muelas en la boca, ¡mentecato! Pero todo se andará, si en que se ande te empeñas. Yo te lo aseguro... ¿Qué es lo que buscas con esas respuestas, después de lo que te ha sucedido? ¿Quieres matar, pisoteando el cariño de tus padres, el bochorno que te da el acordarte de lo que has hecho, o tratas de engañarnos con la misma verdad? Pues entiende que yo te cojo por la palabra y que creo lo que me parece, y que esto a mí me parece es lo peor de lo que yo puedo creer. ¿Lo entiendes bien?

-Sí, señor -respondió Andrés, insensible y sombrío.

-Corriente -añadió su padre, apretando los puños y mordiéndose los labios de ira-. Pues ahora nos queda otro punto que ventilar aquí, y de mayor importancia que todos los demás.

La pobre Andrea no cesaba un punto de pasear su mirada angustiada de la cara de su marido a la cara de Andrés.

-En el lance de esta mañana no has sido tú solo el corrido de vergüenza, ni el único que está dando pábulo a las zumbas de todo aquel barrio y de media ciudad. Considerando eso..., porque tú lo habrás considerado bien, ¿qué ideas te pasan ahora por la cabeza?; ¿con qué aparejo piensas dar la proa al temporal?

-Con el que sea necesario -respondió sin vacilaciones Andrés.

-¡Eso no es responder bastante!

-Pues yo no puedo responder más.

-¡No pongas a prueba mi paciencia, Andrés!

-¡Pues tenga usted algo de caridad conmigo!

Andrea miró entonces a su marido con una expresión en que iban bien recomendados los deseos de Andrés.

-¡Caridad! -respondió el capitán sin hacer gran caso de las miradas de su mujer-. ¿Pues la tienes tú con tu padre? ¿No presumes que cada respuesta de las tuyas es una puñalada para nosotros?... ¡Y no te dejaré ya de la mano, no, aunque pongas el grito en el cielo; porque mucho más me duelen a mí los golpes de las palabras tuyas! Con ellas me has demostrado que mi pregunta te ha llegado a lo vivo, y a dar en lo vivo tiraba yo, Andrés. Y eso vivo es muy grave; y se conoce en lo que tiemblas y por lo que te callas, más que por lo que dices... ¡Habla, hijo; pero por derecho y claro, sin embustes ni rodeos! Tu madre y yo tenemos que conocer la extensión de esas aventuras, el rumbo de tus intenciones. ¡Mira que tememos que sean muy malas; porque, si fueran buenas, ya nos lo hubieras dicho!

Decirle a Andrés que eran muy malas sus intenciones en el supuesto de que se enderezaran a lavar las manchas arrojadas por él mismo en el honor de Sotileza, era sacar de quicio al fogoso muchacho. No cruzaba por sus mientes, maduro y sazonado por lo menos, el pensamiento que su padre se temía; y no cruzaba así, porque la misma Sotileza se le había desdeñado al conocerle en momentos bien críticos para la pobre muchacha. Pero ¿por qué, en el supuesto de que existiera, se le maltrataba de tal modo? ¿Por qué el honor de la huérfana de Mules, capaz de aquel noble desinterés, no había de ser tan digno de respeto como el de la más empingorotada señorona?

Y estas consideraciones, hechas en un instante por Andrés, desconcertáronle en tales términos, que las dio traducidas en las palabras que dijo para responder a los mandatos y advertencias de su padre.

La capitana tuvo que interponerse entre su marido y Andrés para evitar que el primero cumpliera la amenaza que había hecho antes al segundo.

No era don Pedro Colindres hombre capaz de tener en poco la honra ajena sólo por verla en hábitos humildes; pero la respuesta de Andrés, por lo descosida, por lo irrespetuosa, por lo desatinada, en fin, le había hecho creer que sólo se trataba allí de un antojillo pueril, de una muchacha peligrosa, de una llamarada de pasión que era preciso apagar a todo trance y sin pérdida de un solo momento. Y por si la sospecha no llevaba bastante peso por sí sola, la reforzó la capitana, que se había quedado atónita con las declaraciones de su hijo, con estas palabras que salieron vibrantes de su boca:

-Y después de oír esto, Pedro, ¿no caes en la cuenta de lo demás? ¿No se ve bien claro que lo del encierro en la bodega y lo del escándalo en la calle no ha sido otra cosa que un amaño de esa pícara para atrapar a este inocente?

-¡Es falso ese supuesto! -respondió iracundo el fogoso mozo, olvidado del respeto que debía a su madre, por la gran injusticia que se cometía con la honrada callealtera.

-¡Hasta eso, Andrés, hasta eso! -increpóle su padre lanzando rayos por los ojos-. ¡Hasta el cariño y el respeto a tu madre pisoteas por salirte con la tuya! ¡Hasta ese extremo te han corrompido el corazón! ¡Hasta ese punto te han cegado los ojos!

-¡Yo no pisoteo esas cosas, padre! -respondió medio sofocado Andrés-. Pero no soy una peña dura, y me duelen mucho ciertos golpes. ¡Que no me los den!

-Y los que tú nos estás dando a nosotros ahora, hijo del alma, ¿piensas que no duelen? -díjole su madre con el llanto en los ojos.

-¡Bah! -exclamó don Pedro Colindres con feroz ironía-. ¿Qué importan esos golpes? Yo ya soy casco arrumbado; tú, caminando vas a ello... Días antes, días después, ¿qué más da?... Y con nosotros bien cumplido tiene. Lo que ahora importa es que él no pase una mala desazón, y que no pierda sueño la señora marquesa del pingajo... ¡Ira de Dios!... Esto no se puede sufrir, y yo no contaba con ello..., porque ni tu madre ni yo lo merecemos, Andrés, ¡ingrato!, ¡mal hijo!

-¡Señor! -murmuró roncamente Andrés, sofocado bajo el efecto de estas palabras que caían en su corazón como gotas de plomo derretido.

-Pedro, ¡por el amor de Dios!, cálmate un poco -díjole la capitana llorando-, que él hablará y nos dirá lo que queremos. ¿No es verdad, Andrés, que vas a decir... lo que debe decirse..., porque tú no has dicho nada con serenidad hasta ahora?

-Tras de lo que nos ha confesado -interrumpió el capitán sin dar tregua a sus iras-, nada puede decirme que no sea una nueva insensatez, o una mentira que yo no he de tragarle...

-Ya usted lo oyó -dijo Andrés a su madre-, estoy de más aquí; porque si se me pregunta, yo no he de dejar de responder conforme a lo que siento.

-Pues por eso -saltó el capitán, llegando a los últimos límites de su exasperación-, porque conozco la mala calidad de lo que sientes, no quiero oírte una palabra más; por eso estás aquí de sobra; por eso quiero que te me quites de delante... y que no vuelva a verte yo enfrente de mí mientras no vengas pensando de otro modo... ¿Lo entiendes?, ¡mentecato!, ¡desagradecido!

-No lo olvidaré -contestó Andrés con sequedad.

Y salió del gabinete apresuradamente.

Don Pedro Colindres se quedó en él dando vueltas de un lado para otro, como tigre en su jaula. La capitana le seguía en sus desconcertados movimientos, con los ojos llenos de lágrimas, y algunas reflexiones entre los labios, que no llegaron a salir de ellos. Así pasó un buen rato. De pronto dijo el capitán, sin dejar de moverse:

-Dame el sombrero, Andrea.

-¿Adónde quieres ir?

-A la calle Alta ahora mismo. Es necesario estudiar ese punto sobre el terreno, y no desperdiciar instante ni noticia para conjurar el mal, cueste lo que cueste.

A la capitana le pareció bien la idea; casi tanto como otra que se le había puesto a ella entre cejas desde las primeras respuestas de Andrés.

No había llegado al portal don Pedro Colindres, cuando su mujer estaba ya poniéndose la mantilla apresuradamente. Minutos después iba caminando hacia casa de don Venancio Liencres.

Andrés había salido a la calle rato hacía.