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Su único hijo/X

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X


Una mañana, muy temprano, Eufemia entró en la alcoba de Reyes, y le despertó diciendo:

-La señorita llama, quiere que el señorito vaya a buscar a D. Basilio.

-¿Al médico? -gritó Bonis, sentándose de un brinco en la cama y restregándose los ojos hinchados por el sueño-. ¡Al médico, tan temprano! ¿Qué hay, qué ocurre?

No se le pasó por las mientes que se pudiera necesitar al médico para curar algún mal; la experiencia le había hecho escéptico en este punto; ya suponía él que su mujer no estaba enferma; pero Dios sabía qué capricho era aquel, para qué se quería al médico a tales horas y cuál sería el daño, casi seguro, que a él, a Reyes, le había de caer encima a consecuencia de la nueva e improvisada y matutina diablura de su mujer.

-¿Qué tiene? ¿Qué pide? -preguntaba con voz de angustia, como implorando luces y auxilio y fortaleza en el preguntar; mientras, a tientas, buscaba debajo del colchón los calcetines.

Eufemia se encogió de hombros, y, acordándose del pudor, salió de la alcoba para que se vistiera el señorito.

El cual, a los dos minutos, se acercaba al lecho de su mujer, arrastrando las babuchas de fingida piel de tigre, y abrochándose hasta la barba un gabán de medio tiempo, gris, muy usado, que le servía de batín en las estaciones templadas. Temblaba Bonis, más que por el fresco de la madrugada, por la incertidumbre y el miedo. No había en el mundo cosa que más temblón le pusiera que la zozobra de la incertidumbre ante un mal próximo, de repente anunciado y ni remotamente temido poco antes, sobre todo si estas impresiones le cogían mal abrigado, a deshora, cortándole el sueño, la digestión o el placer de oír música, o de divagar imaginando: «Como este diablo de fantasía de liebre todos los peligros me abulta, pensaba, prefiero un mal como ocho conocido exactamente, a un mal como cuatro barruntado, pero que yo me figuro como cuarenta».

Tiempo hacía que sus relaciones con Emma y con el tío eran para él constante ocasión de sobresaltos. De ambos esperaba y temía terribles descubrimientos, quejas, acusaciones concretas, crueles recriminaciones, singularmente de su mujer. ¿Qué sabía? ¿Qué no sabía? ¿Qué tregua del diablo, que no de Dios, era aquella que le estaba dando, y por qué se la daba y hasta dónde llegaría?

¿Por qué, si le había cogido en flagrante olor de polvos de arroz (aunque, en aquel trance, inocente), no había sacado todavía la consecuencia de su maldita observación? ¡La que le estaría preparando! Le horrorizaba el momento de una explicación, como él se complacía en llamar a la escena que preveía; pero la prefería, o tal se le figuraba, al estado de susto perpetuo, de excitación leporina en que vivía de día y de noche. En cuanto Emma le hablaba, o le miraba, o le mandaba a llamar, creía llegado el momento.

-¿Qué pasa, hija mía? -preguntó a su cónyuge con la suavidad del mundo, y dando diente con diente, inclinado sobre la cabecera del lecho matrimonial.

-Quiero que vayas tú mismo a buscar a D. Basilio, ahora, enseguida, antes que salga a la visita; quiero verle inmediatamente.

-Pero, ¿te sientes mal? ¡Tú, que estabas ahora tan buena!...

-Por lo mismo, yo me entiendo. Anda, anda; tú, corre y tráeme a D. Basilio.

Bonis no discutió. Peor era meneallo; podían salir los polvos de arroz por cualquier lado. Se volvió a su cuarto; se lavó y vistió de prisa y se echó a la calle, ya un poco más valiente, gracias al chorro de agua fría con que se había regado el cogote. Tenía notado que el agua fría vertida por la nuca le daba mucho valor y le reconciliaba con la vida; le repugnaba esta dependencia del espíritu con respecto de la materia, pero tenía que reconocerla.

Por fortuna, la casa del médico no estaba lejos y no pudieron ser muchas las hipótesis dolorosas del miedo, tocante a la relación que pudiera tener la visita de D. Basilio con el drama conyugal de su casa, cuyo enredo llegaba a su mayor complicación, o poco entendía Bonis de teatro casero y de las mañas de su mujer. ¿Qué papel representaba allí aquel personaje inopinado y que tan tarde aparecía, D. Basilio? No podía sospecharlo.

El inopinado personaje era un hombre como de cuarenta años, que procuraba disimular más de diez; más bajo que alto, delgado, a su modo esbelto, de largo levitón-gabán, muy ceñido y de color manteca, sombrero de copa de anchas alas; su rostro era blanco, anémico; los ojos azules oscuros, vivarachos, y, al quedarse quietos, penetrantes; usaba gafas de oro, largas patillas, tal vez untadas de negro; tenía labio fino y mano pulida, pie pequeño y bien calzado; era homeópata, y muy sentimental; a pesar de la homeopatía, que profesaba acaso por moda y para el vulgo de las damas, era especialista en partos y en enfermedades de la matriz y de la mala educación de las señoritas y señoras que las hacía aprensivas, antojadizas, caprichosas. Reconocía ante las damas la eficacia terapéutica de la fe y de los cuarterones de aceite ardiendo en los altares; pero en cambio exigía que se diese crédito a los misterios de sus glóbulos. Creía, o decía creer mucho, en la influencia de lo moral sobre lo orgánico, y tenía una sonrisa singular, melancólica, de resignación e inteligencia, para comunicar con las señoras guapas esta su creencia.

D. Basilio Aguado dividía a los parroquianos o clientes en dos razas; los que le llamaban D. Basilio y los que le llamaban Aguado. Estos últimos le comprendían; los otros eran, o tontos o malvados. Emma tenía la habilidad de no equivocarse nunca; le llamaba siempre por el apellido. Bonis, siempre D. Basilio; a pesar de sus esfuerzos, le vencía la costumbre, que era en todo el pueblo llamar al médico don Basilio, en su ausencia. Lo de D. Basilio era símbolo de su mal sino, de las culpas de su padre, de la prosa miserable que le ataba a su oficio de médico provinciano, oscurecido: el Aguado representaba sus sueños de ambición, sus instintos de delicadeza, sus triunfos entre las damas, la homeopatía y otra porción de cosas ideales y bonitas que no son del momento.

Era el homeópata madrugador y comenzaba muy temprano sus visitas. Bonis le encontró vestido y acicalado, como para ir a pagar la visita a un embajador, que así era como él siempre se vestía para acercarse a la cabecera de sus enfermos.

Mientras se abrochaba los guantes, oía a Bonis su tartajosa explicación, dando grande importancia, a fuerza de cabezadas de inteligencia y asentimiento, a todo lo que decía. La verdad era que Reyes no tenía nada que explicar en rigor, pero no importaba; de todas suertes, aquello le parecía interesante al médico, que, serio en medio de sus sonrisas corteses, siguió al esposo atribulado por la calle. Disputaron con ademanes y pasos atrás acerca de quién dejaba a quién la acera; venció al fin Bonis, que insistió más, y cuya humildad era muchísimo más cierta que la del médico. Por el camino éste siguió enterándose, por que lo creyó de su deber, y Bonis siguió diciendo nada entre dos platos. Por lo demás, Aguado se sabía de memoria a doña Emma Valcárcel. Era su médico predilecto, a temporadas, porque ella, fijo y único, no lo quería. Cambiaba de médico como pudiera cambiar de favorito si fuese una Cristina de Suecia o una Catalina de Rusia, y siempre tenía en movimiento un ministerio de doctores. Aguado era de los que más tiempo ocupaban el poder, por ser especialista en enfermedades de la matriz, y en histérico, flato y aprensiones, total flato.

Bonis admiraba en general la ciencia, a pesar de la repugnancia instintiva que le inspiraban las exactas y las físicas, que sólo hablan a la materia; creía en la medicina, no por nada, sino porque en los apuros de la salud, si no se recurría a los médicos, ¿a quién se iba a recurrir? Había que tener fe en algo; su débil espíritu no le consentía en ninguna tribulación quedarse sin ninguna esperanza, sin una tabla a que agarrarse. Recordaba que en las enfermedades de sus padres y de sus hermanos, todos ya muertos, siempre había tomado al médico por Providencia; en vano era que en los tiempos de salud en casa participase del general escepticismo de que los mismos doctores solían hacer alarde; caía un ser querido en cama, y ya estaba Bonifacio creyendo en la medicina. Algo había leído de lo que somos por dentro, y pensaba leer mucho más si llegaba a tener familia, para criar bien a su hijo, y aunque no la tuviese, que ya no la tendría con aquella matriz estropeada de su mujer, para hacerse filósofo cuando tronase con Serafina y se fuera sintiendo viejo (era su plan para la vejez solitaria, hacerse filósofo). Pero a pesar de todas estas lecturas pasadas y futuras, se figuraba el organismo humano con una especie de conciencia en cada dedo y en cada víscera y en cada humor; y lo de agradecer el estómago, por ejemplo, las medicinas, lo tomaba al pie de la letra. Además, la relación de los medicamentos a las enfermedades era toda una magia para Bonis, y la idea del veneno y del elixir completa mitología milagrosa e infinitesimal; quiere decirse, que por gota de más o de menos del líquido más anodino, podía, según él, reventar el paciente o ponerse sano en un periquete. Esto lo había aprendido de su mujer, que por gota de más o de menos, vertida por él con pulso trémulo, en una cucharilla de café, le había puesto como un trapo en infinitas ocasiones.

En suma, respetaba en el Sr. Aguado la ciencia oculta, al favorito de su mujer, al homeópata y al partero que él había soñado cuando había acariciado la esperanza de tener un chiquillo.

Llegaron juntos a la alcoba de Emma. Don Basilio, con sus labios estrechos, sonreía, apretándolos.

Así como, si a Sagasta o a Cánovas, caídos los llamase la Reina al amanecer, poco más para formar Ministerio, a ellos no se les ocurriría preguntarle por qué tanto madrugar, sino formar ministerio cuanto antes: así, D. Basilio, de quien hacía meses que su doña Emma estaba olvidada, se abstuvo de inquirir por qué tal apuro en llamarle, y entró de lleno en el fondo de la cuestión desde el primer momento. Antes de todo, quería datos, antecedentes.

A ver qué había pasado desde tal tiempo a aquella parte (la fecha justa de su última visita). D. Venancio el alópata, además alcalde y también especialista en partos, había andado allí. ¿Para qué? Para nada; pero había andado. Había recomendado la dieta. ¡Malo! D. Venancio era un grandísimo tragaldabas, que tenía indigestiones como podría tenerlas un cañón cargado hasta la boca, y las curaba con dietas dignas de la Tebaida. Sin más razones, recetaba también dietas absolutas a todos sus clientes como el mejor específico del mundo. Aguado, que tenía el estómago perdido sin necesidad de comer, era enemigo de la dieta tratándose de personas delicadas como doña Emma. Pues bien, de todo el mal de que aquella señora no se había quejado todavía, tenía la culpa la falta de alimento, la dieta del otro. Emma calló a esto; no se atrevió a decir lo bien y mucho que venía comiendo aquella temporada.

Por fin Aguado la dejó explicarse, y ella se quejó de lo siguiente:

«No le dolía nada, lo que se llama doler, pero tenía grandes insomnios, y a ratos grandes tristezas, y de repente ansias infinitas, no sabía de qué, y la angustia de un ahogo; la habitación en que estaba, la casa entera le parecían estrechas, como tumbas, como cuevas de grillos, y anhelaba salir volando por los balcones y escapar muy lejos, beber mucho aire y empaparse en mucha luz. Su melancolía a veces parecía fundarse en la pena de vivir siempre en el mismo pueblo, de ver siempre el mismo horizonte; y decía sentir nostalgia, que ella no llamaba así, por supuesto, de países que jamás había visto ni siquiera imaginado con forma determinada. Este prurito extravagante llegaba a veces al absurdo de desear vivamente estar en muchas partes a un tiempo, en muchos pueblos, junto al mar y muy tierra adentro, en lo claro y en lo oscuro, en un país como en aquel suyo, donde había muchos prados verdes, pero también en una región seca, de cielo diáfano, sin nubes, sin lluvias. Pero, sobre todo, lo que necesitaba era no ahogarse, no estar oprimida por techos y paredes, etc., etc».

Para Bonis nada de esto ofrecía novedad, a no ser en la forma, pues su mujer se había pasado la vida pidiéndole la luna. Sólo cuando oyó aquello de anhelar salir volando por el balcón, pensó, sin querer, en las brujas que van los sábados a Sevilla por los aires, montadas en escobas; y tuvo cierto miedo supersticioso de esta inclinación, que ofrecía relativa y sospechosa novedad. Se puso colorado, avergonzándose de su mal pensar. Ni en idea se atrevía a ofender a Emma, por temor de que le adivinase el pensamiento.

D. Basilio interrumpió a la dama, extendiendo la mano y pidiéndole el pulso por señas. Sonrió con gesto de inteligencia, como diciendo que todo lo que aquella señora había expuesto lo había previsto su sabiduría y era cosa que andaba escrita en libros que tenía él en casa. Después, como solía en lances tales, hizo caso omiso de la variedad de fenómenos relatados por la enferma, para fijarse en la causa una, y dijo:

-El histerismo es un Proteo.

-¿Quién? -preguntó Emma.

-Uno -advirtió Bonis, luciendo sus conocimientos clásicos-, que robó el fuego a los dioses.

-Eso es -afirmó el médico, que no conocía de la biografía de Proteo más datos que los conducentes a su cita-. El histerismo -añadió-, como Proteo, toma infinidad de formas.

-¡Ah, sí! -interrumpió con ingenuidad Bonis-. Dispense usted, D. Basilio; el que robó el fuego a los dioses fue otro, fue Prometeo... Me había equivocado.

El doctor se puso un poco encendido y disimuló con un ziszás entre ceja y ceja su enojo, doble por lo de haberle llamado D. Basilio y haberle hecho enseñar la punta de la oreja de su descuidada educación en materia de antigüedades.

«¡Qué animal es este calzonazos!» pensó, y siguió:

-Es necesario que vayamos a la raíz del mal. El mal está dentro, en lo que llamamos el espíritu, porque advierto a ustedes (y esto lo dijo volviéndose a Bonis, para deslumbrarle y vengarse) que soy vitalista, y no sólo vitalista, sino espiritualista, aunque no es esa la moda reinante.

No le cogía a Reyes tan de nuevas la cuestión como creía el otro. Justamente él, en los ratos que dejaba la flauta y no podía ver a Serafina, y su mujer no le necesitaba, y, sobre todo, en la cama, antes de dormirse, consagraba no poco tiempo a meditar sobre el gran problema de lo que seremos por dentro, por dentro del todo; y tenía acerca de la realidad del alma ideas muy arriesgadas y que creía muy originales. También era él espiritualista, ¡ya lo creo!, ¡a buena parte!...

-El mal está en el espíritu, y el espíritu no se cura con pócimas -prosiguió D. Basilio.

-¿Pero no dice usted que esto es histérico? -pregunto Emma sonriendo.

-Sí, señora; pero hay relaciones misteriosas entre el alma y el cuerpo, y yo no soy de los que dicen (volviéndose otra vez a Bonis) post hoc, ergo propter hoc.

Decididamente quería deslumbrarle y hacerle pagar caro lo de Proteo y Prometeo; porque D. Basilio no acostumbraba a hacer alardes de erudición, y a la cabecera de los enfermos más parecía un moralista del género de los elegantes y atildados, que un doctor de borla amarilla.

Bonis se puso a traducir para sus adentros el latín, y no tropezó más que en el propter, cuyo significado no recordaba; ya lo buscaría en el Diccionario. Ello era una preposición. Bonifacio Reyes había cursado en el Instituto provincial los primeros años de filosofía, pero sin llegar a bachiller; mas su ciencia no provenía de ahí, sino de lo que ya va dicho, de un gran prurito que, ya de viejo, le había entrado de instruirse, y no sólo por completar su educación, sino porque como antes había soñado con ser padre, la gran dignidad que atribuía a este sacerdocio le había parecido merecer un plan, todo un plan de estudios serios y profundos, que pudieran servir en su día de alimento espiritual al hijo de sus entrañas y de las entrañas de su mujer.

Como Emma, que nada entendía del trivio ni del cuadrivio, se impacientase un poco viendo que Aguado no acababa de recetarle lo que ella necesitaba, el médico, que comprendió la impaciencia, resumió, diciendo que no hacían allí falta alguna los jaropes del otro, que bastaban unas tomas de aquellos glóbulos que él guardaba en aquella caja tan mona; y, sobre todo, mucho paseo, mucho ejercicio, distracción, diversiones, aire libre y mucha carne a la inglesa. Con este motivo de la carne, Aguado disertó sobre un tema que en el pueblo era por aquel tiempo casi inaudito, de gran novedad por lo menos; abominó del cocido; achacó la falta de vigor nacional a la carne cocida y a la poca carne frita que se come en esta pobre España, etc., etc.

Dicho y hecho. Hubo una revolución en aquella casa. Todos los Valcárcel de la provincia, hasta los del más lejano rincón de la montaña, supieron que por prescripción facultativa Emma había cambiado de vida; se había resuelto, venciendo su gran repugnancia, a salir mucho, frecuentar los paseos, las romerías y hasta las funciones solemnes de iglesia, y podía ser que el teatro.

D. Juan Nepomuceno dejaba hacer, dejaba pasar.

Emma le presentaba las cuentas de la modista, que subían a buenos picos, y él pagaba sin chistar. También hubo que hacerle ropa nueva a Bonis, pues su mujer sólo en este punto tenía buena idea de la dignidad de un marido. Él era el que la había de acompañar ordinariamente, y en vano ella luciría las mejores telas y los sombreros más caros si su esposo descomponía el cuadro con malos géneros y prendas cortadas a sierra por un sastre indígena. Se volvió al paño inglés y a los artistas famosos de Madrid. Ahora Bonifacio se dejaba vestir bien con mayor agrado, pues Serafina notó el cambio y le encontró muy de su gusto. Pero ¡ay!, que sus relaciones ilícitas tropezaban con mayores dificultades que hasta allí, pues el tiempo libre escaseaba, y había que disimular en paseos y demás sitios públicos, donde desde lejos se veían los amantes en presencia de la esposa, al parecer descuidada, pero Dios sabía...

Bonis, con la espalda abierta, como él decía, temía a todas horas que llegase el momento de una explicación; pero Emma nunca volvía sobre el asunto de los polvos de arroz. Tampoco aludía jamás a lo que aquella noche extraña había sucedido, ni había vuelto a tener iniciativas de aquel género. Lo que sí hacía era hablar mucho del teatro, y preguntarle si conocía al tenor, y al barítono, y a la tiple; y pedía señas de su vida y milagros, ya que él confesaba saber algo de todo esto, aunque es claro que por referencias lejanas...

Una tarde, después de comer a la francesa, gran novedad en el pueblo, donde el clásico puchero se servía en casi todas las casas de doce a dos, Emma, que bebía a los postres una copa de Jerez superior auténtico, traído directamente, por encargo de la señora, de las bodegas jerezanas, se quedó mirando a su marido fijamente, con ojos que preguntaban y se reían, burlándose al mismo tiempo; mientras sus labios y el paladar saboreaban un buche del vino andaluz que ella zarandeaba con la lengua voluptuosamente. Separó un poco la silla de la mesa, se puso sesgada en su asiento, estiró una pierna, enseñó el pie, primorosamente calzado, y en verdad gracioso y pequeño, y como si se enjuagara con el Jerez y no pudiera hablar por esto, por señas empezó a interrogar a su marido, señalándole el pie que enseñaba, y después indicando con un dedo levantado en alto, que movía al compás de la cabeza, algún lugar lejano.

Comían solos el matrimonio y D. Juan Nepomuceno, pues por raro accidente no había huésped pariente en casa por aquellos días; D. Juan es claro que vivía con los sobrinos. Bonis al principio no comprendió nada de las señas de su mujer ni les atribuyó gravedad alguna.

-¿Qué dices, chica? Explícate.

-¡Mmm, mmm! -murmuró ella, y siguió con la misma pantomima, cada vez más acentuada en los gestos. Nepomuceno bebía también su copita de Jerez llena de migas de rosquilla de yema, y callaba; como si no estuviera en sus atribuciones fijarse en las tonterías de su sobrina, que, desde que había vuelto a darse de alta, hacía la loquilla y la muchacha y se permitía unas bromitas y unas alusiones alarmantes, de que él no quería hacerse cargo por ahora.

-Pero habla, mujer, no entiendo eso... del pie... -repitió Reyes.

Emma tragó el buche de Jerez; pero en vez de hablar, volvió a llenar la boca y a renovar la pantomima con mayores aspavientos.

Bonis se fijó bien; primero señalaba al pie, bueno; y después, con el dedo y la cabeza, quería indicar algo que no estaba presente...

No comprendía... Pero de repente, el corazón le dio dos latigazos, y un sudor frío comenzó a correrle por la espalda: las piernas, cometiendo la bellaquería que solían en los casos apurados, se le declararon en huelga, como si huyeran solas del apuro. El físico, la parte material, le anunciaba un peligro de que su oscuro entendimiento no se daba cuenta todavía. Allí había algo serio; ¿pero qué?

Bonis miró angustiado a Nepomuceno por ver si sorprendía connivencia entre el tío y la sobrina. Nada; D. Juan, como si no estuviera allí.

-Pero, hija mía, ¡por los clavos de Cristo!...

Emma arrojó el buche de Jerez al suelo, y alargando más el pie hacia su esposo y enseñando parte de la pantorrilla, gritó como si hablara a un sordo:

-Quiero decir, por los clavos de una puerta, entiéndelo, que bien claro está... quiero decir que... qué te parece de ese pie que te enseño, mastuerzo.

-Primoroso, hija mía.

-No hablo del pie, borrico; el pie ya sé yo lo que vale; hablo de las botas... Te pregunto si sabes quién tiene otras iguales.

-¿Yo?, cómo he de saber...

-Pues no hay más que estas y otras vendidas; me lo ha dicho Fuejos, el mismísimo zapatero, tu amigo Fuejos. No ha vendido más que estas y las de la tiple. Y por eso te preguntaba yo... alcornoque. Tienes una memoria como un madero. Y ahora ¿te acuerdas? ¿Son o no son como las de la tiple? Iguales, hombre, iguales. ¡Mira, mira, míralas bien!...

Y Emma levantaba el pie hasta colocarlo sobre las rodillas de su marido. El tío estaba del otro lado de la mesa y no podía ver el pie levantado, ni tampoco lo intentaba.

Bonis buscó, por instinto, un vaso de agua sobre la mesa, metió en la boca el cristal, y así se estuvo, primero bebiendo, y después haciendo que bebía.

Y pensó, sin querer, en medio de sus angustias, que no podemos figurarnos ni describir los que no pasamos por ellas: «Esto es lo que en las tragedias se llama la catástrofe». Y más pensó, a pesar de lo apurado de la situación: «En las óperas podemos decir que también hay catástrofes»; y se acordó de la Norma, que era su mujer; y de Adalgisa, que era la tiple; y de Polión, que era él; y del sacerdote, que era Nepomuceno, encargado sin duda de degollarle a él, a Polión.

-Pero, vamos, calabacín, di algo; ¿son o no son estas lo mismo que las de la tiple? ¿Me engañó aquel tío o no?

Sacando fuerzas, nunca supo de dónde, Reyes dijo al fin, hablando como un ventrílocuo, tan de adentro le salía la poca voz de que podía disponer:

-Pero Emma, ¿cómo quieres que yo conozca... las botas de esa señorita?

Entonces fue D. Juan Nepomuceno el que habló; pero antes se puso en pie, clavó también los ojos en su sobrino por afinidad, y cuando éste casi creía que iba a sacar el cuchillo para herirle, exclamó con gran cachaza:

-Tiene razón Bonifacio; ¿cómo quieres que él sepa cómo son las botas que compra la tiple? No ha de ser él quien las pague.

-Eso es una... bobada, tío, y usted dispense; el que paga las botas a esas señoritas no suele conocérselas, como dice este; si la Gorgheggi tiene querido que le pague las botas, ese... le conocerá otra cosa, pero las botas no, y menos estas que yo digo, que las compró esta mañana. Pero este papanatas sí las ha visto, y por eso yo le preguntaba; sólo que tiene una cabeza como un marmolillo y todo lo olvida. Vamos a ver; ¿no estabas tú en la tienda de Fuejos cuando entró esta mañana a las doce la tiple, y anduvo escogiendo botas y pidió la última novedad, y Fuejos le enseñó unas como estas? ¿Y no te preguntó la tiple a ti tu opinión, y no dijiste que eran preciosas... y no se las calzó allí delante de vosotros, delante de ti y del hipotecario Salomón el Cojo? ¡Pues hombre, si todo esto me lo contó el zapatero, y por eso yo le compré estas; porque no había vendido más que otras, y esas a la tiple, que viste muy bien!

-Toda esa relación, en lo que se refiere a mi persona, es absolutamente falsa -dijo con voz bastante repuesta Bonis, que también se levantó para medirse con el tío-. Yo no he entrado hoy en la zapatería de Fuejos, y puedo probar la coartada; a las doce estaba yo... en otra parte.

«En efecto; a las doce estaba él en casa de Serafina; todo aquello era mentira; ni la tiple había comprado unas botas como aquellas, ni nada de lo dicho. Todo ello era una miserable especulación de Fuejos el zapatero para tentar a su mujer; pero ¿cómo siendo Fuejos su amigo, de Bonis, y excelente persona, se había permitido aquella calumnia? ¿No sabía Fuejos que se murmuraba en el pueblo si él, Reyes, tenía o no tenía que ver con la tiple?... Y sabido esto, que debía saberlo, ¿iba a decirle a su mujer, a la de Bonifacio, que?... ¡Imposible!». «No, la mentira no era del zapatero; era de Emma; ¡pero entonces la gravedad del caso volvía a ser tanta como se lo habían anunciado los sudores! Emma preparaba alguna gran venganza, y en el ínterin se divertía con él como el gato con el ratoncillo. Tal vez le despreciaba tanto, pensaba el infeliz, que ni siquiera quería concederle el honor de sentir celos; pero aunque no estuviese celosa, lo que es de vengarse no dejaría».

A pesar de estas reflexiones, la perplejidad del marido infiel no desaparecía; se agarraba como a una esperanza a la idea de que hubiera sido Fuejos el embustero. En cuanto tomemos el café, pensó, me voy a la zapatería a ver lo que ha habido.

Pero Bonis proponía y Emma disponía. En cuanto tomaron el café, Emma, que estaba de muy buen humor, se levantó y dijo con solemnidad cómica:

-Ahora esperen ustedes aquí sentados; les preparo una gran sorpresa. ¿Qué hora es?

-Las ocho -dijo el tío, que, a pesar de sus bromitas, que horrorizaban a Bonifacio, tampoco las tenía todas consigo.

-¿Las ocho? Magnífico. Esperen ustedes un cuarto de hora.

Desapareció Emma, y tío y sobrino, por afinidad, callaron como mudos. Entre el tío y él había para Bonis un abismo... mejor, un océano de monedas de plata y oro, que bien subirían a... Dios sabe cuántos miles de reales. Había llegado a tal extremo el terror de Reyes respecto a lo que debía a los Valcárcel, que nunca se tomaba el trabajo de sumar las cantidades que no había reintegrado a la caja; contando los siete mil reales del cura de la montaña, le parecía aquello un dineral. Tanto que, a veces, leyendo en los periódicos lamentaciones acerca de la deuda del Estado, se turbaba un poco acordándose de la suya. Parecida sensación experimentaba cuando oía hablar o leía algo de grandes desfalcos, de tesoreros que huían con una caja y cosas por el estilo.

Volvió Emma al cuarto de hora, en efecto, y sus comensales dijeron a un tiempo:

-¡Qué es esto! Y ambos se pusieron en pie, estupefactos, porque el caso no era para menos. Emma venía vestida con un magnífico traje, que ninguno de ellos le conocía; traía la cara llena de polvos de arroz; el peinado de mano de peinadora, cosa en ella nueva por completo, pues nunca había consentido que le tocasen la cabeza manos ajenas, y lucía una pulsera de diamantes y collar y pendientes de la misma traza, todo muy caro y todo nuevo para el esposo y para el administrador.

-Esto es... esto -dijo ella. Y puso delante de los ojos de su marido un papelito amarillo, que decía: Teatro principal.- Palco principal, núm. 7. Esto es que vamos al teatro, al palco del Gobernador militar que, como no tiene familia, casi nunca lo ocupa. Conque, hala, tío, a ponerse de tiros largos; y tú, Bonis, ven acá, te visto en un periquete.

Emma no dejó tiempo a sus subordinados para seguir asombrándose de aquella inaudita resolución. Ella, que tantos caprichos había tenido toda la vida, jamás se había mostrado aficionada al teatro, y menos a la música; desde su malparto a la fecha, y ya había llovido después, no había estado en el coliseo cuatro veces: la Compañía actual no la había visto siquiera, y ya estaban acabando el tercer abono... y de repente ¡zas!, sin avisar a nadie, tomaba un palco, y a la ópera todo el mundo. Así pensaba Bonis, equivocándose en algún pormenor, como se verá luego, y algo parecido pensaba el tío. Pero este, como acostumbraba, hizo pronto lo que él llamaba para sus adentros «su composición de lugar»; es decir, el plan conducente a sacar de todas aquellas novedades extrañas el mejor partido posible para sus intereses; y sin decir oxte ni moxte, sonriente, salió del comedor y volvió a poco, vestido de levita negra, con un sobretodo que le sentaba de perlas.

-También era presentable el tío mayordomo -pensó Emma-; pero esto no quita que las pague todas juntas, como todos.

El tocado de Bonis fue obra más complicada, y dirigida, en efecto, por su mujer, que le hizo afeitarse en un decir Jesús, sin más contingencias que tres leves heridas, que ella misma tapó con papel de goma. Se le hizo estrenar un traje oscuro, de última moda, de paño inglés, por supuesto. A Reyes a ratos se le figuraba que le estaban vistiendo para ir al palo, y se le antojaba hopa, de género inglés, aquel elegantísimo terno que iba sacando del cajón remitido por el artista de Madrid.

Eufemia, que por lo visto tenía orden también de no admirarse de nada, los alumbró hasta el portal, donde no había farol, y los vio salir de casa, Emma del brazo de Bonis, D. Juan detrás, como si todas las noches sucediera lo mismo.

La doncella, en verdad, tenía sus motivos para no asombrarse tanto como los otros; primero, porque las locuras de la señorita eran para ella el pan nuestro de cada día, y locuras algunas de un género íntimo, secreto, que los demás no conocían; y además, se asombraba menos, porque conocía ciertos antecedentes. Juntas habían ido al teatro noches atrás, a la cazuela, vestidas las dos de artesanas.

Esto era lo que ignoraba Bonis; esto, y lo que había visto, oído y sentido su mujer en aquella noche de la escapatoria, y lo que después había imaginado, y deseado, y proyectado.

Llegaron al teatro, y la entrada de Emma en su palco produjo mucho más efecto del que ella pudo haberse figurado. Es más, ella no había pensado en esto. No iba allí a lucirse, aunque después le supo a mieles, y añadió una corrupción más a su espíritu, el placer de despertar la envidia, por su ropa, de las damas menos majas. Por una aberración, mejor, distracción, no se fijó antes de llegar en que era distinto entrar en un palco principal, el del brigadier, vestida con tanto lujo, ella que nunca iba al teatro, y entrar en el paraíso, disfrazada, escondiéndose del público, que no soñaba con su presencia, ni de ella supo aquella noche.

Ella iba dispuesta a gozar mucho; pero no era del público precisamente de quien esperaba estas emociones fuertes, a que se preparaba; su propósito iba a dar al escenario, y estaba complicado con los asuntos domésticos; pero a estos complejos y estrambóticos atractivos se agregaba de repente un agudísimo placer, con que Emma no contaba, y que le reveló un mundo nuevo de delicias intensas, en que no se le había ocurrido pensar, pero que vio bien claro, sintió con fuerza, desde el momento en que al penetrar ella en su palco, y dejar el abrigo al tío, y dar una vuelta en redondo antes de sentarse, notó fijas en su persona las miradas, y en los palcos cercanos oyó el murmullo del comentario, y en el aire, puede decirse, cogió el efecto general de su presencia. Después de sentada, y cuando ella se iba haciendo cargo de lo que tenía delante, la admiración persistía; en vano los coristas, que estaban solos en escena, como los gallegos del cuento, mal presididos por un partiquino, que sólo se distinguía por unas botas de fingida gamuza y por desafinar más que todos juntos, en vano gritaban como energúmenos; el público distinguido de butacas y palcos atendía el espectáculo civil que le ofrecía Emma; los abonados de las faltriqueras, que no veían la sala sin echar el cuerpo fuera del antepecho, se asomaban por grupos para ver a la de Reyes, y los de la faltriquera de la tertulia de Cascos saludaron a Bonis y a su señora; el brigadier comandante general de la provincia estaba entre ellos, y también inclinó la cabeza. Emma salía de su soledad voluntaria como de un encierro; las emociones de los paseos y romerías no eran como aquélla; aquélla sabía a gloria; ¡lo que se iba a divertir, contando con todo! Porque con las glorias no se le iban las memorias. Su plan era su plan, y todo se andaría.

Bien comprendía la hija del abogado Valcárcel que no era su hermosura lo que tanto llamaba la atención; que era, principalmente, su aderezo, y mucho también su vestido, y un poco la novedad de verla en el teatro.

-Vamos, esta se lanza al mundo otra vez -pensó ella que debían de estar pensando muchas de aquellas damas, que se la estaban comiendo con los ojos desde butacas y palcos.

-Sí que me lanzo; ¡ya lo creo!, de cabeza -se decía a sí misma; muy satisfecha, contentísima por haber descubierto aquel venero de placeres que tanto iban a contrariar los planes del tío, que consistían, por lo visto, en ir robándola todo lo que ella y sólo ella tenía.

Para muchas de las señoras y señoritas presentes, que, o no eran del país o eran muy jóvenes, la aparición de Emma en el mundo, si aquello era mundo, ofrecía una novedad absoluta, porque no podían recordar, como otras pocas, que años atrás aquella mujer, vestida con tanto lujo, de facciones ajadas, de una tirantez nerviosa y avinagrada en el gesto, había sido la comidilla de la población por sus caprichos y locuras de joven mimada y rica y extravagante como ella sola.

Todo esto lo comprendía Emma, y no se hacía ilusiones respecto de los motivos de tanta curiosidad, y casi casi estupefacción; pero el resultado era que se la miraba y contemplaba, y se comentaba su presencia mucho; que nadie se acordaba del escenario por verla, y esto le producía, fuese por lo que fuese, una de las sensaciones más intensas y profundas que podía experimentar una mujer de su calaña. Sobre todo, lo que ella más saboreaba, y lo que tenía por más seguro, era la envidia. La envidiaban, no sólo las pobres, las que no podían permitirse el gasto que significaban aquellos diamantes y aquel vestido, sino también las dos o tres ricachonas presentes, que hubieran podido, sin hacer un disparate, presentarse aquella misma noche con algo tan bueno y todavía mejor. A pesar de esto, la envidiaban también, porque esta clase de gente se parece mucho a los animales, en no vivir más que de la sensación presente; y el hecho era que allí, en el teatro, en aquel momento, la más ricamente vestida y alhajada era ella, Emma; y el público no se había de meter a discurrir y calcular quién podía y quién no lucir otro tanto. Además, que «obras son amores». Tal vez la que más envidiaba a la de Valcárcel era la mujer del americano Sariegos, el más rico de la provincia, que podría aturdir a todos los Valcárcel del mundo envolviéndolos en papel del Estado y en acciones del Banco y otras mil grandezas; pero Sariegos no permitía tales despilfarros, que en él no lo serían, y su señora tenía que contentarse con un lujo muy mediano. Por eso rabiaba ella. En cuanto a Sariegos, que estaba presente, detrás de su mujer, también se puso a aborrecer de pronto a Emma, porque tenía la culpa de lo que en aquel momento su esposa estaría maldiciéndole y detestándole a él por avaro; y además, aunque parezca raro, también miraba con envidia el aderezo de la abogaducha. Mas luego se hizo superior a sentimientos tan humillantes para él, y, elevándose, mediante su filosofía crematística o plutónica, a más altas esferas, pensó, y acabó por decir, a media voz, desde la cúspide de su desprecio sincero:

-Esa muchacha va a quedarse sin camisa en muy pocos años.

Bien sabía, porque bien se veía además, que Emma ya no era una muchacha; pero no importaba; así creía él significar mejor su desprecio: esa muchacha... la abogaducha.

Pero estos comentarios y desahogos, y otros por el estilo, no los oía Emma; ella veía a la envidia, no la oía; veía sus ojos brillantes, sus sonrisas tristes, sus éxtasis sinceros y melancólicos en la cara de las incautas, que no sabían disimular siquiera, y se quedaban como Santas Teresas arrobadas en la meditación y el amor del pesar del bien ajeno.

Algunas muchachas, estas de verdad, que minutos antes coqueteaban alegres, muy satisfechas, con los cuatro trapacos que tenían encima, ahora languidecían, olvidaban a sus adoradores de las butacas; y como que se trataba de cosa mucho más seria, con rostro del que había desaparecido toda gracia, toda poesía, toda idealidad, se consagraban al culto envidioso del lujo ajeno, con gran veneración para las joyas y la seda, con gran rencor disimulado a la sacerdotisa, que tenía el privilegio de ostentar sobre su cuerpo los resplandores del dios idolatrado.

Un ruido de faldas almidonadas que vino de la escena llamó la atención de Emma, sacándola de aquel deliquio de amor propio satisfecho.

Por la puerta del foro entraba una elegantísima señora a paso ligero, barriendo las tablas con una cola muy larga y despidiendo chispas de todo su cuerpo, vestido de brocado de comedia y cubierto de joyas falsas, diadema inclusive.

-¿Quién es esa? -preguntó la mujer de Reyes.

Bonifacio, viendo que Nepomuceno no se daba por interrogado, dijo, no sin tragar antes saliva:

-Es la Reina, que viene desaladamente al saber que el Infante...

-No; si no pregunto eso -interrumpió su mujer, volviéndose a mirar a Bonis, que estaba detrás de ella en la penumbra-. Digo si es esa la tiple.

-Creo... que sí. Sí, justo, la protagonista...

-La de las botas. ¿Las traerá puestas?

Bonis calló.

-Di, hombre, ¿crees tú que las traerá puestas?

-Sería... un anacronismo.

-Calla, calla; ahora se sube al trono... ¿a ver?... No, no se le han visto los pies. Acaso cuando se baje...

Emma asestó los gemelos a los bajos de la tiple; y como esta no acababa de levantarse de su trono, subió la mirada hasta el rostro de Serafina.

-Vaya si es guapa -dijo-. Ya he visto yo esa cara. ¿Cómo se llama esa?, ¿la cuántos?...

-Serafina Gorgheggi, creo...

-¡Crees!... Pero ¿no lo sabes de seguro?

-Puede que la confunda con la contralto.

-Puede.

-Pero... no; sí, es la tiple; justo, la Gorgheggi.

-Ahora estás seguro, ¿eh?

-Sí, seguro.

Bonis se admiraba a sí mismo. ¡Aquello era crecerse ante el peligro! Allí estaban los polvos de arroz... Ahora lo comprendía todo; su mujer se estaba burlando de él. Sabía de sus amores, y aquella ida inopinada al teatro era un careo... sí, un careo de los criminales. Porque él era un criminal, claro. No importaba; sucediera lo que sucediera, había que defenderse como gato panza arriba. Tuvo que sentarse, detrás de su mujer, porque las piernas le temblaban, según costumbre en casos tales (si era que jamás se había visto en caso parecido); pero estaba dispuesto a disimular, a mentir como un héroe, si era preciso, ya que el Señor se dignaba concederle aquel don del fingimiento, de que no se hubiera creído capaz a no verlo. ¡Lo que puede el instinto de conservación!, pensaba.

-¡Ah! -gritó, ahogando el grito antes de salir de los labios, Emma, que acababa de ver un pie de la Gorgheggi, al descender la tiple majestuosamente de su trono de madera pintada de colorines. Fuera un anacronismo o no, las botas de S. A. eran idénticas a las que había comprado ella por la tarde. Fuejos no había mentido.

-Lo mismo que las mías. Ese Fuejos es persona de verdad decir. ¿Lo ves, Bonifacio? El otro par lo trae esa señora; lo que me dijo el zapatero. ¿Por qué le levantas falsos testimonios? ¿Por qué has negado que le viste el pie a esa damisela esta mañana? ¿Qué tiene eso de particular? ¿Crees que voy a celarme, marido infiel?

Bonis calló. Por mucho valor que él tuviera, y estaba seguro de que lo tenía, aquello no podía durar. ¿Adónde iba a parar su mujer?

-¿Sabes tú si tiene querido esa doña Serafina? Si lo tiene, ese habrá pagado las botas.

Esta libertad de lenguaje no le extrañaba a Nepomuceno, que en cuanto veía a su sobrina con un poco de carne y regular color, ya esperaba de ella cualquier locura de dicho o de hecho.

En cuanto al marido, no veía en tamaña desfachatez más que el sarcasmo terrible de la esposa ultrajada. Le parecía muy natural que el cónyuge engañado se entretuviera en aquellos pródromos de ironía antes de tomar terrible venganza. Así sucedía en las tragedias, y hasta en las óperas.

Ensimismado en su terror, vuelta la cara hacia el fondo del palco, Bonis no pudo notar por qué Emma no insistía en sus cuchufletas, si lo eran aquellas preguntas al parecer capciosas. Si él se había puesto antes encendido, y enseguida muy pálido, al salir a las tablas Serafina, ahora Emma era la que tomaba el color de una cereza; y clavaba los gemelos en un personaje que acababa de llegar de tierra de moros, vencedor como él solo, y que se encontraba con que la Reina le había casado a la novia con un rey de Francia para no tener rival a la vista. El vencedor de los infieles era el barítono Minghetti, que lucía dos espuelas como dos soles, y tenía un vozarrón tremendo, no mal timbrado y lleno de energía. En vano la Reina le pedía perdón, colgándosele del cuello, previo el despejo de la sala, cubierta de coristas, todos ellos viles cortesanos. El barítono no transigía; huía de los brazos de la Reina y llamaba a gritos a la otra.

-Está muy guapo así -pensaba Emma-; pero me gustaba más con el traje de barbero.

Cuando el caudillo no pudo gritar más, o reventaba, la tiple empezó a quejarse de su suerte y a pintarle su pasión con multitud de gorjeos, que acompañaba el flauta, jorobado. Como suelen hacer en tales casos los amantes desdeñosos, en vez de escuchar las lamentaciones y las quejas de la reina, el barítono aprovechó el descanso para toser y escupir disimuladamente, y después se puso a revisar con gran descaro los palcos, donde lucían su belleza las señoras más encopetadas. Llegó su mirada al palco de Emma, que sintió los ojos azules y dulcísimos de Minghetti metérsele por los tubos de los gemelos y sonreírle, a ella, como si la conociera de toda la vida y hubiera algo entre ellos. Emma, sin pensarlo, sonrió también, y el barítono, que tenía mirada de águila, notó la sonrisa, y sonrió a su vez, no ya con los ojos sino con toda la cara. La emoción de la Valcárcel fue más intensa que la experimentada poco antes al notar la admiración que su lujosa presencia producía en el concurso. Para sus adentros se dijo: Esto es más serio, es un placer más hondo que satisface más ansias, que tiene más sustancia... y que tiene más que ver con mis planes. Los planes eran burlarse de una manera feroz de su tío y de su marido, jugar con ellos como el gato con el ratón, descubrir medios de engañarlos y perderlos, que fuesen para ella muy divertidos. Contra el tío ya sabía de tiempo atrás qué armas emplear; echar la casa por la ventana, gastar mucho en el regalo de su propia personilla. En cuanto a Bonis... ni en rigor le quería tan mal como al otro, ni había pensado concretamente hasta entonces en un gran castigo para él; sólo se le había ocurrido tenerle siempre en un potro, tratarle como a un esclavo a quien amenazase un tormento que él no acababa de conocer; mas la mirada y la sonrisa de Minghetti aclararon como un relámpago la conciencia de Emma, que vio de repente en qué podía consistir el castigo de su infiel esposo. Porque, en efecto, le suponía infiel mucho tiempo hacía; sin contar con que Emma, en las meditaciones de sus soledades de alcoba, con el histérico por Sibila, había llegado a concebir al hombre, a todos los hombres, como el animal egoísta y de instintos crueles y groseros por excelencia, no creía en el marido rigurosamente fiel a su esposa; más era, tal ente de razón la parecía ridículo, y se confesaba que ella, en el caso de cualquier hombre casado, no se contentaría con su mujer. En cuanto a las mujeres, no les reconocía el derecho de adulterio en circunstancias normales, porque parecía feo y porque la mujer es otra cosa; pero en caso de infidelidad conyugal descubierta, ya era distinto; también había el derecho de represalia, y lo mismo podía decirse por analogía, cuando el esposo era tan bruto que daba a la esposa trato de cuerda... «Si Bonis me pegase como yo le pego a él, se la pegaba». Esto era evidente. «Y si él me la pega... si de seguro me la pega...». Aquí Emma vacilaba y recurría al tercer caso de infidelidad femenina disculpable. «Si me la pegase, yo le engañaría también... si alguien me inspirase una gran pasión». Aunque los extravíos morales de Emma nada tenían que ver con el romanticismo literario, decadente, de su época y pueblo, porque ella era original por su temperamento y no leía apenas versos y novelas, algunas frases y preocupaciones de sus convecinos se le habían contagiado, y esta idea vaga y pérfida de la gran pasión que todo lo santifica, era una de esas pestes. Por lo demás, ella sola se bastaba para hacer tabla rasa de cien decálogos y prescindir, según su capricho, de reglas de conducta que la contrariasen. Pero si en la pura región de las ideas, como hubiera pensado Bonis, esto era corriente, el sentido íntimo le decía a Emma que del dicho al hecho hay mucho trecho; que ella no llegaría a faltar a su Bonis, como no se la apurase mucho, como no fuera en un momento de locura, suscitado por un príncipe ruso u otro personaje de mérito excepcional; y que, aun así, tenía ella que convertirse en otra, violentarse mucho. Lo cierto era que su carne estaba tranquila, que sus gustos la llevaban a extravíos sensuales nada eróticos, y que al fin y al cabo, Bonis, lo que es como buen mozo era buen mozo, y estaba satisfecha de su físico... Pero la mirada y la sonrisa del barítono, eran ya harina de otro costal. Por lo pronto, Emma se olvidó de todo para pensar en el placer de tropezarse dentro de los gemelos con aquellas pupilas y con aquella boca sonriente bajo el bigote castaño oscuro. Cada vez que Minghetti volvía a la escena, la de Reyes ensayaba la repetición del lance que tan bien le había sabido, y las más veces con buen éxito; pues, fuera casualidad, o que el cantante tuviera la costumbre de mirar mucho a los palcos y fijarse en quien le admiraba, y coquetear en toda clase de papeles y circunstancias escénicas, ello fue que el placer solicitado por los gemelos de Emma se renovó en varios trances de los más serios y apurados de la ópera; y eso que el barítono no cesaba de regañar con la Reina, siempre desesperado por la huida a Francia de la otra.

Bonis no volvía de su asombro al notar, muy a su placer, que Emma no hablaba ya de la tiple ni de las botas, verdadero anacronismo, como él decía muy bien, ni de cosa alguna que remotamente pudiera referirse a lo que él llamaba «lo de los polvos de arroz».

Terminada la ópera, volviéronse a su hogar los Valcárcel, o si se quiere los Reyes, aunque más propio es decir los Valcárcel por lo poco amo de su casa que era Bonifacio; despidiose del matrimonio Nepomuceno, que se acostó madurando sus planes para el porvenir, que, o él veía mal, o tenía barruntos de un cambiazo no exento de peligros. Y cuando Reyes iba a pedir permiso a su mujer para retirarse también a su cuarto, a Emma se la ocurrió hacer uso... de lo que en las relaciones de aquel matrimonio podía llamarse la regia prerrogativa.

-Mira, Bonis, yo no tengo sueño; el ruido de la música me ha puesto la cabeza como un bombo... voy a estar desvelada; y sola y despierta y nerviosa, tendré miedo.

Hubo un momento de silencio, y después prosiguió:

-Quédate tú.

Estaban en el gabinete de la dama. Ella se despojaba de sus joyas frente al espejo de su tocador, alumbrado por dos bujías de color de rosa. El marido la veía retratada por el cristal de fondo misterioso y de sombras movedizas. Sin que él se diese cuenta del cómo y el por qué, aquel «quédate tú» le hizo mirar de repente a su esposa con ojos de juez de la hermosura. ¡Cosa extraña! Hasta aquel instante no había reparado que Emma se había quitado muchos años de encima aquella noche, sobre todo en aquel momento; no le parecía una mujer bella y fresca, no había allí ni perfección de facciones ni lozanía; pero había mucha expresión; el mismo cansancio de la fisonomía; cierta especie de elegía que canta el rostro de una mujer nerviosa y apasionada que pierde la tersura de la piel y que parece llorar a solas el peso de los años; la complicada historia sentimental que revelan los nacientes surcos de las sienes y los que empiezan a dibujarse bajo los ojos; la intensidad de intención seria, profunda y dolorosa de la mirada, que contrasta con la tirantez de ciertas facciones, con la inercia de los labios y la sequedad de las mejillas: estos y otros signos le parecieron a Bonis atractivos románticos de su esposa en aquel momento, y el imperativo quédate tú le halagó el amor propio y los sentidos, después del mucho tiempo que había pasado sin que Emma hiciera uso de la regia prerrogativa.

Por segunda vez el amante de Serafina tuvo remordimientos por su infidelidad en el pecado. Su gran pasión disculpaba a los ojos de Bonis aquellas relaciones ilícitas con la cómica; pero desde el momento en que él faltaba a Serafina, dejándose interesar endiabladamente por los encantos marchitos, pero expresivos y melancólicos, llenos de fuego reconcentrado, de su legítima esposa, quedaba probado que la gran pasión pretendida no era tan grande, y, en otro tanto, era menos disculpable. Fuese como fuese, sucedió que Bonis empezó a despojarse de su terno inglés en el gabinete de su mujer; se quedó sin levita ni chaleco, luciendo los tirantes de seda y la pechera de la camisa blanca y tersa, con tres botones de coral; y en este prosaico, pero familiar atavío, se volvió sonriente hacia Emma, que lamía los labios secos, echaba chispas por los ojos, y seria y callada miraba el cuello robusto y de color de leche de su marido. Bonis se sintió apetecido; se explicó, como a la luz de un relámpago, la escena de aquella noche de los polvos de arroz; leyó en el rostro de su mujer una debilidad periódica, una flaqueza femenina, como sumisión pasajera de la hembra al macho, además una misteriosa y extraña corrupción sin nombre: todo esto lo cogió al vuelo, confusamente; tuvo la conciencia súbita de cierta superioridad interina, fugaz; y enardecido por su propio capricho, por las excitaciones que aquel ocaso interesante de hermosura, o, mejor, de deseo, con que se iluminaba Emma, producía en él, se arrojó a un atrevimiento inaudito; y fue que, de repente, se dejó caer de rodillas delante de su mujer, se le abrazó a las almidonadas blancuras, que crujieron contra su pecho, y con voz balbuciente por la emoción, entrecortada y sorda, dijo mil locuras de pasión habladora, que se desborda primero por las palabras; palabras de lascivia en jerga amorosa, en diminutivos, tal como él las había aprendido de todo corazón en su trato con la Gorgheggi.

Emma, en vez de levantar a su marido de la postrada actitud, después de dar un grito, como los que daba al entrar en su baño de agua tibia, fue doblándose, doblándose, hasta quedar con la boca al nivel de la boca de Bonis; con ambas manos le agarró las barbas, le echó hacia atrás la cabeza, y, como si los labios del otro fuesen oído, arrimando a ellos los dientes, dijo como quien hablando bajo quisiera dar voces:

-¡Júrame que no me la pegas!

-Te lo juro, Mina de mi alma, rica mía, mi Mina; te lo juro y te lo rejuro... Mírame a los ojos; así, a los ojos de adentro, a los de más adentro del alma... te juro, te retejuro que te adoro, con eso, con eso, con eso que ves aquí tan abajo, tan abajo... Pero, mira, me vas a desnucar, se me rompe el cogote.

-Qué más da, qué más da... deja... deja... así, más, que te duela, que te duela con gusto.

Hubo un silencio que no se empleó más que en mirarse los ojos a los ojos, y en gozar ambos del dolor del cuello de Bonis doblado hacia atrás. Emma le soltó para decir, poniéndose en pie:

-Mira, mira, yo soy la Gorgheggi o la Gorgoritos, esa que cantaba hace poco, la reina Micomicona; sí, hombre, esa que a ti te gusta tanto; y para hacerte la ilusión, mírame aquí, aquí, aquí tontín; granuja, aquí te digo... las botas lo mismo que las de ella; cógele un pie a la Gorgoritos, anda, cógeselo; las medias no serán del mismo color, pero estas son bien bonitas; anda, ahora canta, dila que sí, que la quieres, que olvidas a la de Francia y que te casas con ella... Tú te llamas, ¿cómo te llamas tú?... Sí, hombre, el barítono te digo.

-¿Minghetti?

-Eso, Minghetti, tú eres Minghetti y yo la Gorgoritos... Minghetti de mi alma, aquí tienes a tu reina de tu corazón, a tu reinecita; toma, toma, quiérela, mímala; Minghetti de mi vida, Bonis, Minghetti de mis entrañas...

«Pero, oiga usted, señor matamoros; si usted quiere que sea suya para siempre su señora reina de las botas nuevas, apague esas luces del tocador y véngase de puntillas, que puede oírle Eufemia, que ahora duerme ahí al lado».