Su vida (Castillo)/Capítulo 1

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Su nacimiento, puericia y educación en la casa paterna.

Por ser hoy día de la Natividad de Nuestra Señora, empiezo en su nombre a hacer lo que Vuestra Paternidad me manda y considerar delante del Señor todos los años de mi vida en amargura de mi alma, pues todos los hallo gastados mal, y así me alegro de hacer memoria de ellos para confundirme en la divina presencia y pedir a Dios gracia para llorarlos, y acordarme de sus misericordias y beneficios; y uno de ellos he entendido fue el darme padres cristianos y temerosos de Dios, de los cuales pudiera haber aprendido muchas virtudes, pues siempre los vi temerosos de Dios, compasivos y recatados; tanto, que a mi padre jamás se le oyó una palabra menos compuesta, ni se le vio acción que no lo fuera; siempre nos hablaba de Dios, y eran sus palabras tales que en el largo tiempo de mi vida aún no se me han olvidado, antes, en muchas ocasiones, me han servido de consuelo y aliento, y también de freno. En hablando de Nuestra Señora (de quien era devotísimo)o de la Pasión de Nuestro Señor, siempre era con los ojos llenos de lágrimas, y lo mismo cuando daba limosna a los pobres, que se juntaban todos los de la ciudad en casa los viernes, y yo lo vía, porque lo acompañaba a repartir la limosna, y vía la ternura, humildad y devoción con que la repartía, besando primero lo que daba a cada pobre; y aun con los animales enfermos tenía mucha piedad, de que pudiera decir cosas muy particulares. Así mismo mi madre era temerosa de Dios, cuanto amiga de los pobres y enemiga de vanidades, de aliños ni entretenimientos; y de tanta humildad, que habiendo enviudado y estando casi ciega, le dio una criada muchos golpes en una iglesia porque se quitara del lugar donde estaba, lo cual llevó con mucha mansedumbre, y se quitó medio arrastrando; y me lo refería alabando a Dios y bendiciéndolo, porque la había traído de tanta estimación a tiempo en que padeciera algo; de esto pudiera decir mucho, y de los buenos ejemplos que vía en mi niñez; sino que yo, como las arañas, volvía veneno aún las cosas saludables.

Padeció mucho mi madre cuando yo hube de nacer al mundo, hasta que llamando a su confesor, que era el padre Diego Solano, de la Compañía de Jesús, para confesarse y morir, que ya no esperaba otra cosa, confesándose y teniéndose del bordón del padre, nací yo, y lo que al decir esto siente mi corazón, solo lo pudieran decir mis ojos hechos fuentes de lágrimas. Nací, Dios mío, Vos sabéis para qué, y cuánto se ha dilatado mi destierro, cuán amargo lo han hecho mis pasiones y culpas. Nací, ¡ay Dios mío!, y luego aquel santo padre me bautizó y dio una grande cruz, que debía de traer consigo, poniéndome los nombres de mi padre san Francisco y san José; dándome Nuestro Señor desde luego estos socorros y amparos, y el de los padres de la Compañía de Jesús, que tanto han trabajado para reducirme al camino de la verdad. Quiera Nuestro Señor que entre por él, antes de salir de la vida mortal.

Nací día del bienaventurado san Bruno, parece quiso Nuestro Señor darme a entender cuánto me convenía el retiro, abstracción y silencio en la vida mortal, y cuán peligroso sería para mí el trato y conversación humana, como lo he experimentado desde los primeros pasos de mi vida, y lo lloro, aunque no como debiera. A los quince o veinte días, decían que estuve tan muerta, que compraron la tela y recados para enterrarme, hasta que un tío mío, sacerdote, que después me aconsejó (sólo él, que en los demás hallé mucha contradicción) que entrara monja; éste me mandó, como a quien ya no se esperaba que viviera, aplicar un remedio con que luego volví y estuve buena. En esto sólo la voluntad de Dios me consuela, pues, ¿a quién no pareciera mejor que hubiera muerto luego quien había de ser como yo he sido? Y me daba vida y casi resucito; esto me da esperanza de que me ha de conceder la enmienda, y llorar tanto mis culpas, que mediante su misericordia queden borradas. Solía mi madre referir que teniéndome en brazos, cuando apenas podía formar las palabras, le dije con mucho espanto y alegrías, que una imagen del Niño Jesús (que fue sólo lo que saqué de mi casa cuando vine al convento), me estaba llamando, y que le sirvió de mucho pesar y susto, porque entendió que me moriría luego, y que por esto me llamaba el Niño.

Decían que aun cuando apenas podía andar, me escondía a llorar lágrimas, como pudiera una persona de razón, o como si supiera los males en que había de caer ofendiendo a Nuestro Señor y perdiendo su amistad y gracia. Tuve siempre una grande y como natural inclinación al retiro y soledad; tanto, que, desde que me puedo acordar, siempre huía la conversación y compañía, aún de mis padres y hermanos; y Nuestro Señor misericordiosamente me daba esta inclinación, porque las veces que faltaba de ella, siempre experimenté grandes daños.

Siendo aún tan pequeña, que apenas me acuerdo, me sucedió que uno de los niños que iban con sus madres a visita (como suele acaecer, según después he visto), me dijo había de casarse conmigo, y yo sin saber qué era aquello, a lo que ahora me puedo acordar, le respondí que sí; y luego me entró en el corazón un tormento tal, que no me dejaba tener gusto ni consuelo; parecíame que había hecho un gran mal; y como con nadie comunicaba el tormento de mi corazón, me duró hasta que ya tendría siete años; y en una ocasión hallándome sola en un cuarto donde habían pesado trigo, y quedando el lazo pendiente, me apretó tanto aquella pena, y debía de ayudar el enemigo, porque luego me propuso fuertemente que me ahorcara, pues sólo éste era remedio; mas el santo ángel de mi guarda debió de favorecerme, porque a lo que me puedo acordar, llamando a Nuestra Señora, a quien yo tenía por madre y llamaba en mis aprietos y necesidades, me salí de la pieza, asustada y temerosa; y así me libró Nuestro Señor de aquel peligro, cuando no me parece que tendría siete años. Hasta esta edad, y algún tiempo adelante, todo mi recreo y consuelo era hacer altares y buscar retiros; tenía muchas imágenes de Nuestro Señor y de Nuestra Señora, y en componerlas me pasaba sola y retirada; aunque esto topaba solo en lo exterior; porque me parece era poco lo que rezaba ni tenía consideración; si bien Nuestro Señor me dispertaba grande temor de las penas eternas, y aprecio de la eterna vida, y viendo algunas imágenes de la Pasión, pedía con tanta ansia a Nuestro Señor me hiciera buena y me diera su amor, y lloraba tanto por esto, hasta que me rendía y cansaba. Pues el temor que digo dispertaba Nuestro Señor en mí, algunas noches en sueños vía cosas espantosas. En una ocasión me pareció andar sobre un entresuelo hecho de ladrillos, puestos punta con punta, como en el aire, y con gran peligro, y mirando abajo vía un río de fuego, negro y horrible, y que entre él andaban tantas serpientes, sapos y culebras, como caras y brazos de hombres que se vían consumidos en aquel pozo o río; yo disperté con gran llanto, y por la mañana vi que en las extremidades de los dedos y las uñas tenía señales del fuego, aunque yo esto no pude saber cómo sería. Otra vez, me hallaba en un valle tan dilatado, tan profundo, de una oscuridad tan penosa, cual no se sabe decir ni ponderar, y al cabo de él estaba un pozo horrible de fuego negro y espeso; a la orilla andaban los espíritus malos haciendo y dando varios modos de tormentos a diferentes hombres, conforme a sus vicios. Con estas cosas y otras me avisaba Dios misericordioso, para que no le ofendiera, del castigo y pena de los malos; mas nada de esto bastó para que yo no cometiera muchas culpas, aun en aquella edad.

Leía mi madre los libros de santa Teresa de Jesús, y sus Fundaciones, y a mí me daba un tan grande deseo de ser como una de aquellas monjas, que procuraba hacer alguna penitencia, rezar algunas devociones, aunque duraba poco.

Entre otros recebí de Nuestro Señor un beneficio que me hubiera valido mucho, si me hubiera aprovechado de él: éste fue una grande inclinación y amor a las personas virtuosas, y que trataban de servir a Nuestro Señor; y así conversaba mucho con una esclava de mi madre que trataba mucho de servir a Nuestro Señor; de ella me valía para algunos ayunos, y cosas que eran bien pocas; y así mismo de un esclavo que tenía opinión de muy bueno y penitente; pero ¿quién podrá decir el daño de algunas compañías que no eran buenas para mí, o yo no era buena para ellas?, (que es lo más cierto). Aun en aquella pequeña edad y tomándolas muy de paso, que a otra cosa no daba lugar, ni mi inclinación, ni el recato con que mi madre nos criaba; con todo eso, he tenido toda la vida qué llorar y sentir.

Criábame muy enferma, y esto, y el grande amor que mis padres me tenían, hacía que me miraran con mucho regalo y compasión, y aunque me habían puesto el hábito de santa Rosa de Lima, que se lo prometieron a la santa porque me diera salud Nuestro Señor, mi madre se esmeraba en ponerme joyas y aderezos, y yo era querida de toda la casa y gente que asistía a mis padres. Con todo esto, jamás tuve contento, ni me consolaba cosa ninguna de la vida, ni los entretenimientos de muñecas y juegos que usan en aquella edad; antes me parecía cosa tan sin gusto, que no quería entender en ello. Algunas veces hacía procesiones de imágenes o remendaba las profesiones y hábitos de las monjas, no porque tuviera inclinación a tomar ese estado; pues sólo me inclinaba a vivir como los ermitaños en los desiertos y cuevas del campo.