Superchería: 04
Capítulo IV
La muerte de su abuelo era para aquel inocente el suceso supremo, una tristeza grande, que en su sentir debían conocer todos los seres inteligentes a quien él encontrara por el mundo en la muy asendereada vida que llevaba con sus padres, el doctor Foligno y la somnámbula Caterina Porena. Il babbo era el padre de Catalina. Iba con ellos de pueblo en pueblo, enfermo, prefiriendo el traqueo perpetuo de los viajes a la pena de la soledad y al terror de la ausencia. Era el babbo para todos: para su hija, para su nieto, que le llamaba así también; hasta para el doctor, que, en efecto, le quería como a padre. Y en una de estas idas y venidas había muerto, hacía dos años, lejos de la patria, en Sevilla. Tomasuccio recordaba, después de tanto tiempo, más que la desgracia, el duelo que había dejado tras de sí, la tristeza de sus padres y la falta de ciertas caricias y de ciertos juegos; pero, en cuanto al babbo mismo, poco a poco su imagen se había ido borrando de la memoria del niño, y el abuelito y Papá-Dios empezaban a confundirse en las nieblas de su teogonía infantil. De lo que él estaba seguro era de que Dios también se había muerto, ni más ni menos que el babbo; pero hacía menos tiempo, porque todavía recordaba haberlo visto en una iglesia, tendido en tierra, envuelto en tela negra y entre muchas luces, cadáver. Pero le decían que Papá-Dios había resucitado, vuelto a vivir, y del babbo también podía creerse algo por el estilo; pero cuando hablaba Tomasuccio, a sus compatriotas, de su desgracia, todos le decían que el babbo no había muerto, que el babbo era su padre; el doctor Foligno. Pero no: él nunca le había llamado así: le llamaba papá, y esto era otra cosa. Su tristeza de niño débil y nervioso, soñador y precoz, le aconsejaba no creer en aquellas resurrecciones: ni a Papá-Dios ni al otro los había vuelto él a ver: cuando se quedaba solo en casa, en las fondas, en las posadas, porque sus padres iban a ganar el dinero a los salones, a los teatros, ya no tenía aquel compañero, del que vagamente se acordaba: recordaba que antiguamente, mucho tiempo hacía, no tenía miedo de noche y oía muchos cuentos y se reía mucho, montado en unas rodillas.
La locuacidad de Tomasuccio daba la misma clase de tristeza que el aspecto de su hermosura delicada: las ideas de muerte, de cielo y de infierno, de cementerio y de vida subterránea en el ataúd, venían a mezclarse, por relaciones extrañas y sutiles que encontraba en su imaginación, en aquella historia que él siempre estaba narrando, mitad inventada, mitad nacida de sus recuerdos.
Todo esto lo había notado ya Nicolás Serrano cuando, media hora después, comían juntos, los dos solos, en el comedor de la fonda. No había, en aquellos días, más huéspedes en el triste albergue, que dos comisionistas que habían comido antes, y los cómicos, los Foligno; pero Catalina y su esposo estaban aquella noche convidados fuera: sentábanse a la mesa del señor alcalde, un famoso médico, especialista en partos y alcaldadas, que creía que el teodolito era un aparato de batir cataratas, y que tenía dos grandes vanidades: la gran cruz de Isabel la Católica que poseía, y un fluido magnético de mucha fuerza que había conservado desde la florida juventud, aunque ahora apenas podía usarlo, porque la sociedad era incrédula. La moda del hipnotismo le pareció al Sr. Mijares, el alcalde, una resurrección de sus diabluras de espiritista y magnetizador. Le pasó con el hipnotismo lo mismo que con el sombrero de copa: él usaba siempre la copa baja y el ala ancha: la moda le dejaba en ridículo a lo mejor; pero volvía, como una marea, y su sombrero parecía por algún tiempo de última novedad. El hipnotismo era, pensaba él, ni más ni menos que aquello del fluido magnético y de las mesas giratorias y demás diversiones de su retozona juventud. El historiador, que tanto puede penetrar en el espíritu de los personajes que estudia, unas veces viendo y otras adivinando, no puede menos de detenerse ante ciertos arcanos, ante ciertas profundidades y encrucijadas psicológicas: así, por ejemplo, no hubo nunca modo de averiguar si el alcalde médico creía sinceramente en el fluido magnético que le tenía tan ufano. Él se ponía furioso si se lo negaban: enseñaba los puños, muy robustos, en efecto, y los sacudía en el aire, con fuerza, como despidiendo magnetismo a chorros. Hablaba del tal fluido suyo, que él llamaba superior, como el dueño de una bodega habla de la calidad de su vino añejo. «Hay fluidos y fluidos -decía Mijares-: el mío es de primera clase. ¡Ya lo creo! ¡Superior! ¡Si ustedes me hubieran visto bracear allá, en las tertulias de mis buenos tiempos!... ¡Las señoritas y señoras que yo dejé dormidas como marmotas! ¡Qué sueños! ¡Qué pellizcos, es decir, qué pases de fluido!...». Ello fue que cuando el doctor Vincenzo Foligno se le presentó en la alcaldía a solicitar el teatro para dar funciones de hipnotismo con su esposa, la famosa sonámbula Caterina Porena, Mijares vio el cielo abierto y dio un abrazo al italiano, llamándole compañero, querido compañero. Foligno, que era hombre listo y acostumbrado a conocer a los imbéciles y a los locos con una sola mirada a veces (no necesitaba menos para las trazas que había de emplear en los espectáculos que dirigía), Foligno comprendió en seguida que con Mijares no se jugaba, que había que tomarle en serio lo del magnetismo o exponerse a cualquier arbitrariedad. Se trataba de un majadero que era alcalde y disponía del teatro. La oposición de Mijares hubiera sido un contratiempo para los pobres mágicos, cuyo presupuesto no consentía viajes perdidos, inútiles. Había que ganar algo en Guadalajara, por poco que fuera. Así, pues, Foligno se volvió a la fonda, después de su primera visita al alcalde, decidido a cumplir la voluntad del médico caracense, que consistía en que había de presentársele en persona Caterina Porena para dejarse magnetizar por la primera autoridad popular de la capital. «Primero -había dicho Mijares- dormirá usted a su mujer, y después la dormiré yo; y los amigos verán qué fluido es superior, el de usted o el mío. Nada, nada: mañana mismo, mientras se limpia el teatro y los periódicos anuncian la llegada de ustedes, por vía de propaganda y reclamo dan ustedes, es decir, damos una función en mi casa. Vengan ustedes a eso de las siete, porque tengo gusto en que coman conmigo: después del café vendrán el Gobernador civil y el militar, y varios profesores de la Academia de Ingenieros, con más el chantre de Sigüenza, que está aquí de paso; y más tarde, a la hora de la función, se llenarán mis salones con lo mejor de Guadalajara: muchas señoras, mucha pillería, un público distinguido que hará atmósfera, que decidirá del éxito que al día siguiente tengan ustedes en el teatro».
Caterina Porena, venciendo la natural repugnancia, se redujo a seguir a su marido a casa del alcalde, comprendiendo que no había más remedio que aceptar el estrambótico convite, cuya utilidad para los propios intereses comprendía. Triste, como estaba casi siempre, dio un beso a Tomasuccio en la boca; encargó a la camarera, que en dos días se había hecho gran amiga del niño delicado, que le cuidara mucho y que bajara con él al comedor si él quería comer en la mesa redonda. Y se fueron los padres a casa del alcalde, y quedó Tomasuccio solo, como tantas veces. La doncella de la fonda estaba en pie a su lado, sonriendo, rubia y joven, mientras él, con grandes aspavientos, enteraba a su nuevo amigo, Nicolás Serrano, de todas las cosas que había visto en él mundo y de las infinitas que había soñado.
Serrano se sentía en una atmósfera espiritual extraña en presencia de aquel niño: observaba en él algo desconocido, una de esas novedades que sólo puede ofrecer la experiencia, que no cabe prever, adivinar o suponer. Era algo así como una imagen de la debilidad, de la enfermedad, de la tristeza última, de la muerte, en un ser lleno de gracia, expresión, viveza; casi nada carne, hecho de nervios, tules, cintas de seda; todo fúnebre, marchito, pero impregnado de luz, amor, inteligencia. No sabía cómo explicarse la fascinación que en él producían aquellos ojos inocentes, fijos en los suyos, y aquella charla inagotable, preñada de visiones de ultratumba, mezcladas con las cosas más triviales de la tierra. De repente pensó Serrano:
-¿Qué impresión me causaría una mujer que se pareciera a este niño... en estas cosas raras?
-Dime -preguntó, sin pensar en contener el impulso de la curiosidad-: ¿a quién te pareces tú, a tu papá o a tu mamá?
-A mamá.
-A la mamá, mucho: es el retrato de su madre, confirmó la doméstica.
Serrano sintió un estremecimiento frío.
Nunca había pensado en la mujer como en un consuelo, como en un regazo para los desencantos del alma solitaria, incomunicable: sin saber por qué, esta idea le llenó la mente, mientras sus ojos se clavaban en aquel niño, como aspirando, en fuerza de imaginación y voluntad, a producir en él la absurda metamorfosis de convertirlo en su madre. ¿Cómo sería aquella madre? El deseo ardiente de verla fue para el filósofo de treinta años una voluptuosidad intensa, como un día de verano al fin del otoño; la presencia de la juventud en el alma, cuando ya se la había despedido entre lágrimas disimuladas. «Caterina Porena», pensó, hablándose en voz alta para sus adentros. Y estas dos palabras, que poco antes no le habían sonado más que a italiano, ahora tenían una extraña música sugestiva, algo de cifra babilónica; eran como el sésamo de nuevos misterios de la sensibilidad que no semejaban al misticismo, impersonal, anafrodita. También se acordó de repente de unos versos suyos, allá, de la adolescencia, que se titulaban El amante de la bruja. No recordaba la poesía al pie de la letra, pero el pensamiento era este: «un joven, casi niño todavía, tímido, de pasiones ardientes, siempre ocultas, estudioso, gran humanista a los quince años, había pedido a la musa de Horacio, cuyas odas lúbricas y epístolas nada castas había devorado con el doble placer de la voluptuosidad literaria, una visión a quien amar, una querida fiel en el sueño, la mágica Canidia aunque fuera, y el súcubo había acudido a su conjuro; mas, en vez de los torpes placeres del misterioso Cocytto, el adolescente había saboreado en los besos de la Canidia romántica el amor triste y profundo, ideal, caballeresco; y la bruja, que era de nuevos tiempos, no iba a celebrar los sortilegios al monte Esquilino, sino al aquelarre de Sevilla, todos los sábados; era la bruja de la Valpurgis y no cualquiera de las Pelignas; era una bruja que montaba en la escoba por neurosismo, que padecía la brujería como una epilepsia, pero que en las horas del descanso, pálida, descarnada, palpitando aún con los últimos latidos de las eclampsias infernales del aquelarre mágico, besaba y abrazaba, llevada de amor puro, casto, ideal, a su pobre adolescente, que por aquellos besos sufría el tormento de su vergüenza de ser esposo de la bruja, y de su vergüenza de partir su ventura con el diablo».
Mientras Serrano pensaba y recordaba tantas y tan extrañas cosas, no pasó más tiempo del que tardó en temblar de frío. La doncella rubia, que cuidaba de Tomasuccio, preguntó al filósofo:
-¿Quiere usted que cierre la puerta?
-¿Por qué?
-Porque parece que tiene usted frío: se ha puesto pálido y le he visto temblar. Este comedor es húmedo y demasiado fresco. Por esa puerta entra la muerte.
-Sí, cierra -dijo Tomasuccio-; yo también tiemblo de frío.
Serrano reparó entonces en la estancia triste y desnuda en que comía; a la prosaica desilusión de toda mesa de fonda pobre y desierta, se añadían en aquella los horrores de una escasez y sordidez no disimulada en vajilla y manjares y en todos los pormenores del servicio. Sobre el extremo de la mesa, adonde no llegaba el mantel, se destacaban dos botijos de barro, ánforas de Octubre, que daban escalofríos en aquella noche húmeda y fría de un invierno anticipado.
-Aquí no se come más que perdices, dijo Tomasuccio. Pero no se crea usted... es que están muy baratas.
Serrano, con profundísima tristeza, se quedó pensando en los botijos, en las manchas del mantel, en el piso de ladrillo resquebrajado, en las perdices eternas por lo baratas; y era acompañamiento de esta súbita melancolía disparatada el silencio repentino del niño, que se quedó en su silla de brazos, alta, cabizbajo, pálido, ojeroso, sin hacer más que acariciar paulatinamente una mano de la camarera7, que él mismo se había puesto debajo de la barba.
-¿Te sientes mal? -le preguntó su nuevo amigo.
Tomasuccio respondió que no con la cabeza.
-Tendrá sueño.
-¡Ca! -dijo la sirvienta rubia-. Ahora le acuesto y se está las horas muertas acurrucado, con los ojos muy abiertos, contándole historias raras a la almohada. A veces llama a su madre y llora un poco. Pero lo primero que hace al meterse en la cama es rezar por el babbo, que es su abuelito, el padre de su mamá, que llama también babbo al difunto. Si no fuera que pronto se encariña con las personas, este nene daría lástima, porque casi todas las noches tienen que dejarle solo sus papás y él necesita muchos mimos. ¿Verdad, Suchio? Pero a mí ya me quieres mucho: ¿verdad, Tomasito?
El niño no contestó; pero tendió los brazos hacia su amiga con pereza cariñosa, sonrió entre dos bostezos, y, después que se vio agarrado al cuello de la doncella, se apretó a ella como una hiedra, inclinó sobre su hombro la cabeza y dijo con voz soñolienta y mimosa:
-Un beso a este caballero.
Serrano besó la frente de Tomasuccio, y cuando se vio solo en el comedor frío y desierto, se sintió mucho más triste que cuando llegaba a la fonda acordándose de sus trece años. ¡Qué soledad la suya en aquella Guadalajara oscura, mojada, helada, sorda y muda! De repente se acordó de su primo el alumno de ingenieros, el prisionero; y fue para él un consuelo inesperado el pensar que a lo menos tenía allí uno de la propia familia.
Bien mirado, a pesar de sus treinta años, él necesitaba, no menos que Tomasuccio, los brazos de una madre...; y no la tenía.
Pero hermana de su madre era su tía, y aquella tía tenía aquel hijo encerrado en un calabozo, allí cerca, y él, su primo, se había olvidado de que debía ir a verle, a consolarle, a libertarle, si podía, cuanto antes. Tomó de prisa café, y salió de la fonda. La noche estaba oscurísima; seguía lloviendo; los pocos faroles de petróleo hacían oficio de faros en aquellas tinieblas húmedas, pero no de alumbrado público.
La Academia estaba cerca: la Nueva a la derecha, a cuatro pasos, hacia la estación; la Vieja, enfrente, en atravesando un paseo con árboles. ¡Bien se acordaba él de todo! A tientas llegó a la puerta de la Academia Vieja, que era donde debía de estar arrestado el primo. Unos soldados muy finos le dijeron que ellos no podían saber si estaba allí el alumno Alcázar, por quien preguntaba. Le hicieron andar por atrios y escaleras y galerías oscuras y resonantes con los pasos de Serrano y de quien le guiaba. Por fin topó con un oficial, muy amable también, que con asombro oyó hablar del arresto del pollo Alcázar. Alcázar no había estado en el calabozo más que ocho días: meses hacía que campaba por sus respetos. Con algún trabajo, previa consulta a los porteros y conserjes de la casa, se pudo averiguar que vivía en la calle Alvar Fáñez de Minaya, no se recordaba en qué número. Más de media hora tardó Serrano en dar con el domicilio de su dichoso primo. El amor a sus colaterales se le había enfriado mucho con aquellas pesquisas, a oscuras, entre chaparrones, con el barro hasta las rodillas por aquellas tristes calles sin empedrado.
Al fin, en una posada de doce reales con principio, pareció el perseguido militar que hablaba a su madre en elegías familiares, de las Peñas de San Pedro. Estaba de pie, sobre una mesa de juego, con un gorro frigio en la cabeza y una copa de champañas llena de vino tinto, en la mano derecha; con la izquierda accionaba, imitando el vuelo de un águila, según se deducía del contexto, pues estaba pronunciando un discurso, en mangas de camisa, ante una docena de compañeros, no más circunspectos, que le interrumpían a gritos. Ello fue que una hora después Nicolás Serrano, quieras que no quieras, era presentado en la recepción del alcalde prodigioso, como le llamaba Alcázar, gran amigo del presidente del Ayuntamiento.