Supresión de los honores del Presidente
Supresión de los honores del Presidente (1810)
[editar]<< Autor: Mariano Moreno (1778 - 1811)
Orden del día:
En vano publicaría esta Junta principios liberales, que hagan apreciar a los pueblos el inestimable don de su libertad, si permitiese la continuación de aquellos prestigios, que por desgracia de la humanidad inventaron los tiranos, para sofocar los sentimientos de la naturaleza. Privada la multitud de luces necesarias, para dar su verdadero valor a todas las cosas; reducida por la condición de sus tareas a no extender sus meditaciones más allá de sus primeras necesidades; acostumbrada a ver los magistrados y jefes envueltos en un brillo que deslumbra a los demás, y los separa de su inmediación, confunde los inciensos y homenajes con la autoridad de los que los disfrutan, y jamás se detiene en buscar al jefe por los títulos que lo constituyen, sino por el boato y condecoraciones con que siempre lo ha visto distinguido. De aquí es que el usurpador, el déspota, el asesino de su patria arrastra por una calle pública la veneración y respeto de un gentío inmenso, al paso que carga la execración de los filósofos y las maldiciones de los buenos ciudadanos; y de aquí es que, a presencia de ese aparato exterior, precursor seguro de castigos y de todo género de violencias, tiemblan los hombres oprimidos, y se asustan de sí mismos, si alguna vez el exceso de opresión los había hecho pensar en secreto algún remedio.
¡Infelices pueblos los que viven reducidos a una condición tan humillante! Si el abatimiento de sus espíritus no sofocase todos los pensamientos nobles y generosos, si el sufrimiento continuado de tantos males no hubiese extinguido hasta el deseo de libertarse de ellos, correrían a aquellos países felices, en que una constitución justa y liberal da únicamente a las virtudes el respeto que los tiranos exigen para los trapos y galones; abandonarían sus hogares, huirían de sus domicilios, y dejando anegados a los déspotas en el fiero placer de haber asolado las provincias con sus opresiones, vivirían bajo el dulce dogma de la igualdad, que raras veces posee la tierra, porque raras veces lo merecen sus habitantes. ¿Qué comparación tiene un gran pueblo de esclavos, que con su sangre compra victorias, que aumentan el lujo, las carrozas, las escoltas de los que lo dominan, con una ciudad de hombres libres, en que el magistrado no se distingue de los demás, sino porque hace observar las leyes, y termina las diferencias de sus conciudadanos? Todas las clases del estado se acercan con confianza a los depositarios de la autoridad, porque en los actos sociales han alternado francamente con todos ellos; el pobre explica sus acciones sin timidez, porque ha conversado muchas veces familiarmente con el juez que le escucha; el magistrado no muestra ceño en el tribunal, a hombres que después podrían despreciarlo en la tertulia; y sin embargo no mengua el respeto de la magistratura, porque sus decisiones son dictadas por la ley, sostenidas por la constitución y ejecutadas por la inflexible firmeza de hombres justos e incorruptibles.
Se avergonzaría la Junta y se consideraría acreedora a la indignación de este generoso pueblo, si desde los primeros momentos de su instalación hubiese desmentido una sola vez los sublimes principios que ha proclamado. Es verdad que, consecuente al acta de su erección, decretó al Presidente, en orden de 28 de mayo, los mismos honores que antes se habían dispensado a los virreyes; pero esto fue un sacrificio transitorio de sus propios sentimientos, que consagró al bien general de este pueblo. La costumbre de ver a los virreyes rodeados de escoltas y condecoraciones habría hecho desmerecer el concepto de la nueva autoridad, si se presentaba desnuda de los mismos realces; quedaba entre nosotros el virrey depuesto; quedaba una audiencia formada por los principios de divinización de los déspotas; y el vulgo, que sólo se conduce por lo que ve, se resentiría de que sus representantes no gozasen el aparato exterior de que habían disfrutado los tiranos, y se apoderaría de su espíritu la perjudicial impresión de que los jefes populares no revestían el elevado carácter de los que nos venían de España. Esta consideración precisó a la Junta a decretar honores al Presidente, presentando al pueblo la misma pompa del antiguo simulacro, hasta que repetidas lecciones lo dispusiesen a recibir sin riesgo de equivocarse el precioso presente de su libertad. Se mortificó bastante la moderación del Presidente con aquella disposición, pero fue preciso ceder a la necesidad, y la Junta ejecutó un arbitrio político que exigían las circunstancias, salvando al mismo tiempo la pureza de sus intenciones con la declaratoria de que los demás vocales no gozasen honores, tratamiento, ni otra clase de distinciones.
Un remedio tan peligroso a los derechos del pueblo, y tan contrario a las intenciones de la Junta, no ha debido durar sino el tiempo muy preciso, para conseguir los justos fines que se propusieron. Su continuación sería sumamente arriesgada, pues los hombres sencillos creerían ver un virrey en la carroza escoltada, que siempre usaron aquellos jefes; y los malignos nos imputarían miras ambiciosas, que jamás han abrigado nuestros corazones. Tampoco podrían fructificar los principios liberales, que con tanta sinceridad comunicamos, pues el común de los hombres tiene en los ojos la principal guía de su razón, y no comprenderían la igualdad que les anunciamos, mientras nos viesen rodeados de la misma pompa y aparato con que los antiguos déspotas esclavizaron a sus súbditos.
La libertad de los pueblos no consiste en palabras, ni debe existir en los papeles solamente. Cualquier déspota puede obligar a sus esclavos a que canten himnos a la libertad; y este cántico maquinal es muy compatible con las cadenas y opresión de los que lo entonan. Si deseamos que los pueblos sean libres, observemos religiosamente el sagrado dogma de la igualdad. ¿Si me considero igual a mis conciudadanos, por qué me he de presentar de un modo que les enseñe que son menos que yo? Mi superioridad sólo existe en el acto de ejercer la magistratura, que se me ha confiado; en las demás funciones de la sociedad soy un ciudadano, sin derecho a otras consideraciones, que las que merezca por mis virtudes.
No son éstos vanos temores de que un gobierno moderado pueda alguna vez prescindir. Por desgracia de la sociedad existen en todas partes hombres venales y bajos, que no teniendo otros recursos para su fortuna que los de la vil adulación, tientan de mil modos a los que mandan, lisonjean todas sus pasiones, y tratan de comprar su favor a costa de los derechos y prerrogativas de los demás. Los hombres de bien no siempre están dispuestos ni en ocasión de sostener una batalla en cada tentativa de los bribones; y así se enfría gradualmente el espíritu público, y se pierde el horror a la tiranía. Permítasenos el justo desahogo de decir a la faz del mundo, que nuestros conciudadanos han depositado provisoriamente su autoridad en nueve hombres, a quienes jamás trastornará la lisonja, y que juran por lo más sagrado que se venera sobre la tierra, no haber dado entrada en sus corazones a un solo pensamiento de ambición o tiranía; pero ya hemos dicho otra vez, que el pueblo no debe contentarse con que seamos justos, sino que debe tratar de que lo seamos forzosamente. Mañana se celebra el Congreso, y se acaba nuestra representación; es, pues, un deber nuestro disipar de tal modo las preocupaciones favorables a la tiranía, que si por desgracia nos sucediesen hombres de sentimientos menos puros que los nuestros, no encuentren en las costumbres de los pueblos el menor apoyo para burlarse de sus derechos. En esta virtud ha acordado la junta el siguiente reglamento, en cuya puntual e invariable observancia empeña su palabra y el ejercicio de todo su poder:
1.° El artículo 8.° de la orden del día 28 de mayo de 1810, queda revocado y anulado en todas sus partes.
2.° Habrá desde este día, absoluta, perfecta e idéntica igualdad entre el Presidente y demás vocales de la Junta, sin más diferencia, que el orden numerado y gradual de los asientos.
3.° Solamente la Junta, reunida en actos de etiqueta y ceremonia, tendrá los honores militares, escolta y tratamiento que están establecidos.
4.° Ni el presidente, ni algún otro individuo de la Junta, en particular revestirá carácter público, ni tendrán comitiva, escolta o aparato que los distinga de los demás ciudadanos.
5.° Todo decreto, oficio y orden de la Junta deberá ir firmado de ella, debiendo concurrir cuatro firmas, cuando menos, con la del respectivo Secretario.
6.° Todo empleado, funcionario público o ciudadano, que ejecute órdenes, que no vayan subscriptas en la forma prescrita en el anterior artículo, será responsable al Gobierno de la ejecución.
7.° Se retirarán todas las centinelas del Palacio, dejando solamente las de las puertas de la Fortaleza y sus bastiones.
8.° Se prohíbe todo brindis, viva o aclamación pública en favor de individuos particulares de la Junta. Si éstos son justos, vivirán en el corazón de sus conciudadanos: ellos no aprecian bocas que han sido profanadas con elogios de los tiranos.
9.° No se podrá brindar sino por la Patria, por sus derechos, por la gloria de nuestras armas, y por objetos generales concernientes a la pública felicidad.
10.° Toda persona que brindare por algún individuo particular de la Junta, será desterrado por seis años.
11.° Habiendo echado un brindis don Atanasio Duarte, con que ofendió la probidad del Presidente y atacó los derechos de la Patria, debía perecer en un cadalso; por el estado de embriaguez en que se hallaba, se le perdona la vida; pero se le destierra perpetuamente de esta ciudad, porque un habitante de Buenos Aires, ni ebrio, ni dormido, debe tener impresiones contra la libertad de su país.
12.° No debiendo confundirse nuestra milicia nacional con la milicia mercenaria de los tiranos, se prohíbe que ningún centinela impida la libre entrada en toda función y concurrencia pública a los ciudadanos decentes que la pretendan. El oficial que quebrante esta regla será depuesto de su empleo.
13.° Las esposas de los funcionarios públicos, políticos y militares, no disfrutarán los honores de armas ni demás prerrogativas de sus maridos; estas distinciones las concede el estado a los empleos, y no pueden comunicarse sino a los individuos que los ejercen.
14.° En las diversiones públicas de toros, ópera, comedia, etc., no tendrá la Junta palco, ni lugar determinado: los individuos de ella que quieran concurrir, comprarán lugar como cualquier ciudadano; el Excmo. Cabildo, a quien toca la presidencia y gobierno de aquellos actos, por medio de los individuos comisionados para el efecto, será el que únicamente tenga una posición de preferencia.
15.° Desde este día queda concluido todo el ceremonial de iglesia con las autoridades civiles: Estas no concurren al templo a recibir inciensos, sino a tributarlos al Ser Supremo. Solamente subsiste el recibimiento en la puerta por los canónigos y dignidades en la forma acostumbrada. No habrán cojines, sitial, ni distintivo entre los individuos de la Junta.
16.° Este reglamento se publicará en La Gaceta, y con esta publicación se tendrá por circulado a todos los jefes políticos, militares, corporaciones y vecinos, para su puntual observancia.
(Gaceta de Buenos Aires, del 8 de diciembre de 1810.)