Sus ojos (Menéndez Pelayo)

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Odas, epístolas y tragedias
Sus ojos (Canción)​
 de Marcelino Menéndez y Pelayo


 Cien veces los miré, mas nunca supe   
 Cuál era su color; fijos los míos   
 En su lumbre, contentos se anegaban,   
 Y al parecer veïan;   
 Pero el alma sedienta penetraba,   
 A través de las formas veladoras,   
 En busca del recóndito sentido,   
 Como busca el teósofo,   
 Signada en piedras, plantas y metales,   
 La huella del Señor; letras quebradas   
 Que anuncian su poder; cifra del nombre   
 A lengua terrenal siempre vedado.   
 No sé si azules son, garzos o negros.   
 Quede a vulgares ojos   
 El reflejar la luz del mediodía,   
 De bullidores átomos enjambre,   
 O la niebla del norte,   
 De graves pensamientos compañera,   
 Y de recio sentir inspiradora   
 Porque en los ojos de la amada mía   
 No se reflejan las terrenas cosas,   
 Sino sus arquetipos,   
 De perfección radiantes y hermosura,   
 Y aquella luz más alta e increada   
 De las puras ideas.   
   
 Ideal de virtud, de ciencia y gloria,   
 Sueños alegres de mi mente joven,   
 Visiones del Cantábrico Oceano,   
 Roto jirón de niebla,   
 Que en las tardes de otoño me traías   
 Mil vagas sombras y flotantes coros,   
 Por divina manera congregando   
 Lo que en los libros vi bullir y alzarse,   
 Lo que difuso en la materia vive,   
 Y aquella esencia más sutil y pura   
 Que sobre la materia y sobre el libro   
 Mi espíritu insaciable adivinaba.   
   
 Ella en tus ojos arde,   
 Ignota al vulgo, pero a mí patente;   
 Por eso, al contemplarlos,   
 No vi el color ni percibí la línea,   
 Y me embriagué de célica hermosura,   
 Y sentí rumor de alas   
 Que, en torno a mi cabeza,   
 El demonio socrático movía.   
   
 En otros ojos leo   
 La historia del amor en cifra breve;   
 La blanda luz de la pasión que nace,   
 Y las serenas horas   
 En que dos almas, sin hablar, se entienden;   
 La interna llama que potente cruje,   
 Y arde en las venas y a la lengua asoma;   
 El hervidor afán, la inquieta mente,   
 La voz primera que el amor declara,   
 Alma con alma confundidas luego,   
 Y al fin la negra sombra   
 Que envuelve al alma viuda y desolada,   
 Al espirar de la ruidosa tarde.   
   
 Pero en los tuyos, el amor perenne,   
 Algo que en mí despierta   
 Mezcla de amor y religioso culto,   
 Cielo sin nubes, devoción tranquila,   
 Que a recordar me lleva,   
 No ya la vida exuberante y varia   
 Que brota de los pechos inexhaustos   
 De la madre común Naturaleza,   
 Perpetua en el mudar de sus amores,   
 Sino la sacra y mística Teoría 
 Que forman las ideas   
 Eternas, inmutables,   
 Girando en torno a la Verdad Suprema.   
   
 Y no sólo la flor de la hermosura   
 En ti difunde su sagrado aroma;   
 No sólo me apareces   
 Una en la esencia, en formas inexhausta;   
 No sólo se revisten   
 En ti de gallardísima figura,   
 De nueva claridad por ti bañadas,   
 Las hijas de mi indócil fantasía:   
 Ora la noble dama montañesa   
 Su palafrén rigiendo,   
 Para imponer al valle su tributo;   
 Ora la ninfa griega   
 Que anima el soto y en la fuente ríe,   
 O hace correr la savia   
 Por el tronco gentil a que se enreda,   
 Del prolífico amor presa y vencida;   
 Sino que el rayo de tus dulces ojos   
 Es impulso inicial de mi albedrío,   
 Germen de soberanas fantasías,   
 Alto señuelo a mi ambición de fama,   
 Horno do se caldea   
 El metal en fusión del pensamiento,   
 Piedra quilatadora   
 Donde el sentir y el entender se prueban;   
 Raudal de frescas aguas   
 Que dan entendimiento de hermosura.   
 Quien aplicó su labio a tal corriente,   
 ¿Qué sabor no hallará triste y amargo?   
 ¡Cieguen los ojos que tu rostro vieron,   
 Si han de mirar de otra mujer los ojos!   


Abril de 1880.