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Teatro crítico universal: Amor de la patria y pasión nacional

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Teatro crítico universal
de Benito Jerónimo Feijoo
Amor de la patria y pasión nacional

I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX

Busco en los hombres aquel amor de la patria que hallo tan celebrado en los libros; quiero decir aquel amor justo, debido, noble, virtuoso, y no le encuentro. En unos no veo algún afecto a la patria; en otros sólo veo un afecto delincuente, que con voz vulgarizada se llama pasión nacional.

No niego que revolviendo las historias se hallan a cada paso millares de víctimas sacrificadas a este ídolo. ¿Qué guerra se emprendió sin este especioso pretexto? ¿Qué campaña se ve bañada de sangre, a cuyos cadáveres no pusiese la posteridad la honrosa inscripción general de que perdieron la vida por la patria? Mas si examinamos las cosas por adentro, hallaremos que el mundo vive muy engañado en el concepto que hace que tenga tantos y tan finos devotos esta deidad imaginaria. Contemplemos puesta en armas cualquiera república sobre el empeño de una justa defensa, y vamos viendo a la luz de la razón qué impulso anima aquellos corazones a exponer sus vidas. Entre los particulares algunos se alistan por el estipendio y por el despojo; otros por mejorar de fortuna, ganando algún honor nuevo en la milicia, y los más por obediencia y temor al príncipe o al caudillo. Al que manda las armas le insta su interés y su gloria. El príncipe o magistrado, sobre estar distante del riesgo, obra no por mantener la república, sí por conservar la dominación. Ponme que todos esos sean más interesados en retirarse a sus casas que en defender los muros; verás cómo no quedan diez hombres en las almenas.

Aun aquellas proezas que inmortalizó la fama como últimos esfuerzos del celo por el bien público acaso fueron más hijas de la ambición de gloria que del amor de la patria. Pienso que si no hubiese testigos que pasasen la noticia a la posteridad, ni Curcio se hubiera precipitado en la sima, ni Marco Atilio Régulo se hubiera metido a morir en la jaula de hierro, ni los dos hermanos Filenos, sepultándose vivos, hubieran extendido los términos de Cartago. Fue muy poderoso en el gentilismo el hechizo de la fama póstuma. También puede ser que algunos se arrojasen a la muerte, no tanto por el logro de la fama cuanto por la loca vanidad de verse admirados y aplaudidos unos pocos instantes de vida, de que nos da Luciano un ilustre ejemplo en la voluntaria muerte del filósofo Peregrino.

En Roma se preconizó tanto el amor de la patria, que parecía ser esta noble inclinación el alma de toda aquella república. Mas lo que yo veo es que los mismos romanos miraban a Catón como un hombre rarísimo y casi bajado del cielo, porque le hallaron siempre constante a favor del público. De todos los demás, casi sin excepción, se puede decir que el mejor era el que, sirviendo a la patria, buscaba su propia exaltación más que la utilidad común. A Cicerón le dieron el glorioso nombre de padre de la patria por la feliz y vigorosa resistencia que hizo a la conjuración de Catilina. Éste, al parecer, era un mérito grande; pero en realidad equívoco, porque le iba a Cicerón, no sólo el Consulado, mas también la vida en que no lograse sus intentos aquella furia. Es verdad que después, cuando César tiranizó la república, se acomodó muy bien con él. Los sobornos de Yugurta, rey de Numidia, descubrieron sobradamente qué espíritu era el que movía al Senado romano. Toleróle éste muchas y graves maldades contra los intereses del Estado a aquel príncipe sagaz y violento, porque a cada nueva insolencia que hacía enviaba nuevo presente a los senadores. Fue, en fin, traído a Roma para ser residenciado; y aunque bien lejos de purgar los delitos antiguos, dentro de la misma ciudad cometió otro nuevo y gravísimo; a favor del oro le dejaron ir libre; lo que en el mismo interesado produjo tal desprecio de aquel gobierno, que a pocos pasos después que había salido de Roma, volviendo a ella con desdén la cara, la llamó ciudad venal; añadiendo que presto perecería, como hubiese quien la comprase: Urbem venalem, et mature perituram, si emptoren invenerit. Lo mismo, y aún con más particularidad, dijo Petronio:

Venalis populus, venalis curia patrum.

Éste era el amor de la patria que tanto celebraba Roma, y a quien hoy juzgan muchos se debió la portentosa amplificación de aquel imperio.


II

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El dictamen común dista tanto en esta parte del nuestro, que cree ser el amor de la patria como trascendente a todos los hombres; en cuya comprobación alega aquella repugnancia que todos, o casi todos, experimentan en abandonar el país donde nacieron para establecerse en otro cualquiera; pero yo siento que aquí hay una grande equivocación, y se juzga ser amor de la patria lo que sólo es amor de la propia conveniencia. No hay hombre que no deje con gusto su tierra, si en otra se le representa mejor fortuna. Los ejemplos se están viendo cada día. Ninguna fábula entre cuantas fabricaron los poetas me parece más fuera de toda verosimilitud que el que Ulises prefiriese los desapacibles riscos de su patria Ítaca a la inmortalidad llena de placeres que le ofrecía la ninfa Calipso, debajo de la condición de vivir con ella en la isla Ogigia.

Diráseme que los scitas, como testifica Ovidio, huían de las delicias de Roma a las asperezas de su helado suelo; que los lapones, por más conveniencias que se les ofrezcan en Viena, suspiran por volverse a su pobre y rígido país; y que pocos años ha un salvaje de la Canadá, traído a París, donde se le daba toda comodidad posible, vivió siempre afligido y melancólico.

Respondo que todo esto es verdad; pero también lo es que estos hombres viven con más conveniencia en la Scitia, en la Laponia y en la Canadá que en Viena, París y Roma. Habituados a los manjares de su país, por más que a nosotros nos parezcan duros y groseros, no sólo los experimentan más gratos, pero más saludables. Nacieron entre nieves y viven gustosos entre nieves; como nosotros no podemos sufrir el frío de las regiones septentrionales, ellos no pueden sufrir el calor de las australes. Su modo de gobierno es proporcionado a su temperamento; y aun cuando les sea indiferente, engañados con la costumbre, juzgan que no dicta otro la misma naturaleza. Nuestra política es barbarie para ellos, como la suya para nosotros. Acá tenemos por imposible vivir sin domicilio estable; ellos miran éste como una prisión voluntaria, y tienen por mucho más conveniente la libertad de mudar habitación cuando y adonde quieren, fabricándosela de la noche a la mañana, o en el valle, o en el monte, o en otro país. La comodidad de mudar de sitio según las varias estaciones del año, sólo la logran acá los grandes señores; entre aquellos bárbaros ninguno hay que no la logre, y yo confieso que tengo por una felicidad muy envidiable el poder un hombre, siempre que quiere, apartarse de un mal vecino y buscar otro de su gusto.

Olavo Rudbec, noble sueco, que viajó mucho por los países septentrionales, en un libro que escribió, intitulado Laponia illustrata, dice que sus habitadores están tan persuadidos de las ventajas de su región, que no la trocaran a otra alguna por cuanto tiene el mundo. De hecho representa algunas conveniencias suyas, que no son imaginarias, sino reales. Produce aquella tierra algunos frutos regalados, aunque distintos de los nuestros. Es inmensa la abundancia de caza y pesca, y ésta especialmente gustosísima. Los inviernos, que acá nos son tan pesados por húmedos y lluviosos, allí son claros y serenos; de aquí viene que los naturales son ágiles, sanos y robustos. Son rarísimas en aquella tierra las tempestades de truenos. No se cría en ella alguna sabandija venenosa. Viven también exentos de aquellos dos grandes azotes del cielo, guerra y peste. De uno y otro los defiende el clima, por ser tan áspero para los forasteros como sano para los naturales. Las nieves no los incomodan, porque, ya por su natural agilidad, ya por arte y estudio vuelan por las cumbres nevadas como ciervos. La multitud de osos blancos, de que abunda aquel país, les sirve de diversión, porque están tan diestros en combatir estas fieras, que no hay lapón que no mate muchas al año, y apenas se ve jamás que algún paisano muera a manos de ellas.

Añadamos que aquella larga noche de las regiones subpolares, que tan horrible se nos representan, no es lo que se imagina. Apenas tiene de noche perfecta un mes entero. La razón es porque el sol desciende debajo de su horizonte solo veinte y tres grados y medio, y hasta los diez y ocho grados de depresión duran los crepúsculos, según el cómputo que hacen los astrónomos. Tampoco la ausencia aparente del sol dura seis meses, como comúnmente se dice, sí solos cinco; porque a causa de la grande refracción que hacen los rayos en aquella atmósfera, se ve el cuerpo solar medio mes antes de montar el horizonte, y otro tanto después que baja de él. Sabido es que en un viaje que hicieron los holandeses el año de 1596, estando en setenta y seis grados de latitud septentrional vieron, con grande admiración suya, aparecer el astro quince o diez y seis antes del tiempo que esperaban. En las Paradojas matemáticas explicamos este fenómeno; de modo que, computado todo, mucho más tiempo gozan la luz del sol los pueblos septentrionales que los que viven en las zonas templadas o en la tórrida. Y así, lo que se dice de la igual repartición de la luz en todo el mundo, aunque se da por tan asentado, no es verdadero3.

Nosotros vivimos muy prendados de los alimentos de que usamos, pero no hay nación a quien no suceda lo mismo. Los pueblos septentrionales hallan regaladas las carnes del oso, del lobo y del zorro; los tártaros, la del caballo; los árabes, la del camello; los guineos, la del perro, como asimismo los chinos, los cuales ceban los perros y los venden en los mercados, como acá los cochinos. En algunas regiones del África comen monos, cocodrilos y serpientes. Escalígero dice que en varias partes del Oriente es tenido por plato tan regalado el murciélago como acá la mejor polla.

Lo mismo que en los manjares sucede en todo lo demás; o ya que lo haga la fuerza del hábito, o la proporción respectiva al temperamento de cada nación, o que las cosas de una misma especie en diferentes países tienen diferentes calidades, por donde se hacen cómodas o incómodas, cada uno se halla mejor con las cosas de su tierra que con las de la ajena, y así le retiene en ella esta mayor conveniencia suya, no el supuesto amor de la patria.

Los habitadores de las islas Marianas (llamadas así porque la señora doña Mariana de Austria envió misioneros para su conversión) no tenían uso ni conocimiento del fuego. ¿Quién dijera que este elemento no era indispensablemente necesario a la vida humana, o que pudiese haber nación alguna que pasase sin él? Sin embargo, aquellos isleños sin fuego vivían gustosos y alegres. No sentían su falta porque no la conocían. Raíces, frutas y peces crudos eran todo su alimento y eran más sanos y robustos que nosotros, de modo que era regular entre ellos vivir hasta cien años.

Es poderosísima la fuerza de la costumbre para hacer no sólo tratables, pero dulces, las mayores asperezas. Quien no estuviere enterado de esta verdad tendrá por increíble lo que pasó a Esteban Bateri, rey de Polonia, con los paisanos de Livonia. Noticioso este glorioso príncipe de que aquellos pobres eran cruelmente maltratados por los nobles de la provincia, juntándolos, les propuso que, condolido de su miseria, quería hacer más tolerable su sujeción, conteniendo a más benigno tratamiento la nobleza. ¡Cosa admirable! Bien lejos ellos de estimar el beneficio, echándose a los pies del rey, le suplicaron no alterase sus costumbres, con las cuales estaban bien hallados. ¿Qué no vencerá la fuerza del hábito, cuando llega a hacer agradable la tiranía? Júntese esto con lo de las mujeres moscovitas, que no viven contentas si sus maridos no las están apaleando cada día, aun sin darles motivo alguno para ello, teniendo por prueba de que las aman mucho aquel mal tratamiento voluntario.

Añádase a lo dicho la uniformidad de idioma, religión y costumbres, que hace grato el comercio con los patriotas, como la diversidad le hace desapacible con los extraños. En fin, concurren a lo mismo las adherencias particulares a otras personas; generalmente el amor de la conveniencia y bien privado que cada uno logra en su patria le atrae y retiene en ella, no el amor de la patria misma. Cualquiera que en otra región contempla mayor comodidad para su persona, hace lo que San Pedro, que luego que vio que le iba bien en el Tabor quiso fijar para siempre su habitación en aquella cumbre, abandonando el valle en que había nacido.


III

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Es verdad que no sólo las conveniencias reales, mas también las imaginadas, tienen su influjo en esta adherencia. El pensar ventajosamente de la región donde hemos nacido sobre todas las demás del mundo, es error entre los comunes, comunísimo. Raro hombre hay, y entre los plebeyos ninguno, que no juzgue que es su patria la mayorazga de la naturaleza o mejorada en tercio y quinto en todos aquellos bienes que ésta distribuye, ya se contemple la índole y habilidad de los naturales, ya la fertilidad de la tierra, ya la benignidad del clima. En los entendimientos de escalera abajo se representan las cosas cercanas como en los ojos corporales, porque aunque sean más pequeñas, les parecen mayores que las distantes. Sólo en su nación hay hombres sabios: los demás son punto menos que bestias; sólo sus costumbres son racionales, sólo su lenguaje es dulce y tratable; oír hablar a un extranjero les mueve tan eficazmente la risa como ver en el teatro a Juan Rana, sólo su región abunda de riquezas, sólo su príncipe es poderoso. A lo último del siglo pasado, cuando las armas de la Francia estaban tan pujantes, hablándose en Salamanca en un corrillo sobre esta materia, un portugués de baja esfera, que se hallaba presente, echó con aire de apotegma este fallo político: «certu eu naon vejo príncipe en toda a Europa, que hoje poda resistir ao rey de Francia, si naon o rey de Portugal». Aún es más extravagante lo que Miguel de Montaña, en sus Pensamientos morales, refiere de un rústico saboyano, el cual decía: «Yo no creo que el rey de Francia tenga tanta habilidad como dicen; porque si fuera así ya hubiera negociado con nuestro duque que le hiciese su mayordomo mayor». Casi de este modo discurre en las cosas de su patria todo el ínfimo vulgo.

Ni se eximen de tan grosero error, bien que disminuido de algunos grados, muchos de aquellos que, o por su nacimiento o por su profesión, están muy levantados sobre la humildad de la plebe, o que son infinitos los vulgares que habitan fuera del vulgo y están metidos, como de gorra, entre la gente de razón. ¡Cuántas cabezas bien atestadas de textos he visto yo muy encaprichadas de que sólo en nuestra nación se sabe algo; que los extranjeros sólo imprimen puerilidades y bagatelas, especialmente si escriben en su idioma nativo! No les parece que en francés o italiano se pueda estampar cosa de provecho, como si las verdades más importantes no pudiesen proferirse en todos los idiomas. Es cierto que en todo género de lenguas explicaron los Apóstoles las más esenciales y más sublimes. Mas en esta parte bastante vengados quedan los extranjeros, pues si nosotros los tenemos a ellos por de poca literatura, ellos nos tienen a nosotros por de mucha barbarie. Así que, en todas tierras hay este pedazo de mal camino de sentir altamente de la propia y bajamente de las extrañas.


IV

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Lo peor es que aun aquellos que no sienten como vulgares, hablan como vulgares. Este es efecto de la que llamamos pasión nacional, hija legítima de la vanidad y la emulación. La vanidad nos interesa en que nuestra nación se estime superior a todas, porque a cada individuo toca parte de su aplauso, y la emulación con que miramos a las extrañas, especialmente las vecinas, nos inclina a solicitar su abatimiento. Por uno y otro motivo atribuyen a su nación mil fingidas excelencias aquellos mismos que conocen que son fingidas.

Este abuso ha llenado el mundo de mentiras, corrompiendo la fe de casi todas las historias. Cuando se interesa la gloria de la nación propia, apenas se halla un historiador cabalmente sincero. Plutarco, fue uno de los escritores más sanos de la antigüedad. Sin embargo, el amor de la patria, en lo que tocaba a ella, le hizo degenerar no poco de su candor; pues, como advierte el ilustrísimo Cano, engrandeció más de lo justo las cosas de la Grecia; y Juan Bodino observó que en sus Vidas comparadas, aunque cotejó rectamente los héroes griegos con los griegos y los romanos con romanos, pero en el paralelo de griegos con romanos se ladeó a favor de los suyos.

Siempre he admirado a Tito Livio, no sólo por su eminente discreción, método y juicio, mas también por su veracidad. No disimula los vicios de los romanos cuando los encuentra al paso de la pluma. Lo más es que, aun al riesgo de enojar a Augusto, elogió altamente, y con preferencia sobre Julio César, a Pompeyo, que en aquel tiempo era lo mismo que declararse celoso republicano. No obstante, noto en este príncipe de los historiadores una falta, que, si no fue descuido de su advertencia, es preciso confesarle cuidado de su pasión. En los dos primeros siglos da tantas batallas y ciudades ganadas por los romanos, cuantas bastarían para conquistar un grande imperio. Pero al término de este espacio de tiempo aún vemos ceñida a tan angostos términos aquella república, que pocos estados menores se hallan hoy en toda Italia; prueba de que las victorias antecedentes no fueron tantas ni tan grandes en el original como se figuran en la copia.

Apenas hay historiador alguno moderno, de los que he leído, en quien no haya observado la misma inconsecuencia. Si se ponen a referir los sucesos de una guerra dilatada, los pintan por la mayor parte favorables a su partido; de modo que el lector por aquellas premisas se promete la conclusión de una paz ventajosa, en que su nación dé la ley a la enemiga. Pero como las premisas son falsas, no sale la conclusión; antes al llegar al término se encuentra todo lo contrario de lo que se esperaba.

No ignoro que durante la guerra saca de estas mentiras sus utilidades la política; y así, en todos los reinos se estampan las gacetas con el privilegio, no digo de mentir, sino de colorear los sucesos de modo que agraden a los regionarios; en cuyas pinturas frecuentemente se imita el artificio de Apeles en la del rey Antígono, cuya imagen ladeó de modo que se ocultase que era tuerto; quiero decir, que se muestran los sucesos por la parte donde son favorables, escondiéndose por donde son adversos. Digo que pase esto en las gacetas, pues lo quiere así la política, la cual va a precaver el desaliento de su partido en los reveses de la fortuna. Pero en los libros que se escriben muchos años después de los sucesos, ¿qué riesgo hay en decir la verdad?

El caso es que, aunque no le hay para el público, le hay para el escritor mismo. Apenas pueden hacer otra cosa los pobres historiadores que desfigurar las verdades que no son ventajosas a sus compatriotas. O han de adular a su nación o arrimar la pluma; porque si no, los manchan con la nota de desafectos a su patria. Duélome cierto de la suerte del padre Mariana. Fue este doctísimo jesuita, sobre los demás talentos necesarios para la historia, sumamente sincero y desengañado; pero esta ilustre partida, que engrandece entre los sanos críticos su gloria, se la disminuye entre la vulgaridad de España. Dicen que no tenía el corazón español: que su afecto y su pluma estaban reñidos con su patria; y como un tiempo atribuyeron muchos la nimia severidad del emperador Septimio Severo con los romanos a su origen africano por parte de padre, al padre Mariana quieren imputar algunos cierto género de despego con los españoles, buscándole para este efecto, no sé si con verdad, ascendencia francesa por parte de madre. Quisieran que escribiese las cosas, no como fueron, sino como mejor les suenan, y para quien ama la lisonja es enemigo el que no es adulador. Pero lo mismo que a este grande hombre le hizo mal visto en España, le granjeó altos elogios de los mayores hombres de Europa. Basta para honrar su fama este del eminentísimo cardenal Baronio. «El padre Juan de Mariana, amante fino de la verdad, excelente sectario de la virtud, español en la patria, pero desnudo de toda pasión; digno profesor de la Compañía de Jesús, con estilo erudito dio la última perfección a la historia de España».

No sólo en España quieren que los historiadores sean panegiristas; lo mismo sucede en las demás naciones. Llamó el rey de Inglaterra para que escribiese la historia de aquel reino al famoso Gregorio Leti, y habiendo éste protestado que, o no había de tomar la pluma o había de decir la verdad, animándole el rey a cumplir con esta indispensable obligación, formó su historia sobre los monumentos más fieles que pudo descubrir. Pero como no hallasen los nacionales motivos para complacerse en muchas verdades que se manifestaban en ella, no bien salió a luz cuando, arrepentido ya el rey de la licencia que le había dado, de orden del Ministro se recogieron todos los ejemplares y al historiador se le hizo salir de Inglaterra mal satisfecho.

De los escritores franceses se quejan mucho nuestros españoles, diciendo que en odio nuestro niegan o desfiguran los sucesos que son gloriosos a nuestra nación, engrandeciendo a proporción los suyos. Esta queja es recíproca, y creo que por una y otra parte bien fundada. Siempre que entre dos naciones hay muchas guerras, en los escritos se ve la discordia de los ánimos, repitiéndose nuevas guerras en los escritos; porque, unidas como en la flecha, siguen el ímpetu del acero las plumas.

Pero en obsequio de la justicia y la verdad notaré aquí una acusación injusta que muchas veces vi fulminar a los nuestros contra los historiadores de aquella nación. Dicen que, tratando de los sucesos del reinado de Francisco I, o callan o niegan la prisión de aquel rey en la batalla de Pavía. Esta queja no tiene algún fundamento, pues yo he leído esta ventaja de nuestras armas en varios autores franceses. Y aun en uno de ellos vi celebrada la picante respuesta de una dama al rey Francisco en asunto de su prisión. Preguntóla el rey, satirizándola sobre que ya los años la habían robado la belleza: «Madama, ¿qué tiempo ha que habéis salido del país de la hermosura? -Señor -respondió prontamente la francesa-, otro tanto como ha que vos vinisteis de Pavía».

Donde veo con más razón doloridos a los españoles de los escritores franceses es sobre que niegan la venida de Santiago el Mayor a España, y a este reino la posesión de su sagrado cadáver. Verdaderamente es muy sensible que nos quieran despojar de dos glorias tan apreciables. Mas esta pretensión más es hija del espíritu crítico que del nacional. Del mismo modo niegan hoy algunos doctos escritores franceses que San Dionisio el Areopagita haya sido obispo de París y que los tres santos hermanos Lázaro, Marta y Magdalena hayan venido a Francia, ni sus cuerpos estén en aquel reino. En las antigüedades eclesiásticas no veo muy apasionados a los franceses. Este nunca fue asunto o fue asunto muy leve de emulación entre las dos naciones. En orden a la justicia de las guerras y ventaja en el manejo de las armas es donde más riñen las plumas.


De este espíritu de pasión nacional que reina casi en todas las historias, viene que en orden a infinitos hechos nos son tan inciertas las cosas pasadas como las venideras. Confieso que fue extravagante el pirronismo histórico de Campanela, el cual vino a tal grado de desconfianza en las historias, que llegó a decir que dudaba si hubo en el mundo tal emperador llamado Carlo Magno. Pero en aquellos sucesos que los historiadores de una nación afirman y los de otra niegan, y son muchos estos sucesos, es preciso suspender el juicio hasta que algún tercero bien informado dé la sentencia. O por vanidad, o por inclinación, o por condescendencia, cada uno va a adular a la nación propia; y a ésta al mismo paso, ni el humo del incienso deja ver la luz de la verdad, ni la armonía de la lisonja escuchar las voces de la razón.

Dejo aparte aquellos autores que llevaron la pasión por su tierra hasta la extravagancia, como Goropio Becano, natural de Brabante, que muy de intento se empeñó en probar que la lengua flamenca era la primera del mundo; y Olavo Rudbec, sueco (no el que se cita arriba, sino padre de aquél), que quiso persuadir, en un libro escrito para ese efecto, que cuanto dijeron los antiguos de las islas Fortunadas del jardín de las Hespérides y de los Campos Elíseos, era relativo a la Suecia, adjudicando asimismo a su patria la primacía de la sabiduría europea, pues pretende que las letras y escritura no bajaron a la Grecia de Fenicia, sino de Suecia, despreciando en este asunto mucha erudición recóndita.

Aquí será bien notar que cabe también en esta materia otro vicioso extremo. En un escritor español moderno han notado algunos que con la injusticia de negar a España algunas gloriosas antigüedades, solicita el aplauso de sincero entre los extranjeros. Quizá no será ése el motivo, sino que su crítica no acertará con el debido temperamento entre indulgente y desabrida, y tanto se apartará del vicio de la lisonja, que dé en el término contrapuesto de la ofensa; porque:


Dum vitant stulti vitia in contraria currunt.


VI

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Mas la pasión nacional de que hasta aquí hemos hablado es un vicio, si así se puede decir, inocente, en comparación de otra, que así, como más común, es también más perniciosa. Hablo de aquel desordenado afecto que no es relativo al todo de la república, sino al propio y particular territorio. No niego que debajo del nombre de patria, no sólo se entiende la república o estado cuyos miembros somos y a quien podemos llamar patria común, mas también la provincia, la diócesis, la ciudad o distrito donde nace cada uno y a quien llamaremos patria particular. Pero asimismo es cierto que no es el amor a la patria tomada en este segundo sentido, sino en el primero, el que califican con ejemplos, persuasiones y apotegmas historiadores, oradores y filósofos. La patria a quien sacrifican su aliento las almas heroicas, a quien debemos estimar sobre nuestros particulares intereses, la acreedora a todos los obsequios posibles, es aquel cuerpo de estado donde, debajo de un gobierno civil, estamos unidos con la coyunda de unas mismas leyes. Así, España es el objeto propio del amor del español; Francia, del francés; Polonia, del polaco. Esto se entiende cuando la transmigración a otro país no los haga miembros de otro estado, en cuyo caso éste debe prevalecer al país donde nacieron, sobre lo cual haremos abajo una importante advertencia. Las divisiones particulares que se hacen de un dominio en varias provincias o partidos son muy materiales, para que por ellas se hayan de dividir los corazones.

El amor de la patria particular, en vez de ser útil a la república, le es por muchos capítulos nocivo. Ya porque induce alguna división en los ánimos que debieran estar recíprocamente unidos para hacer más firme y constante la sociedad común; ya porque es un incentivo de guerras civiles y de revueltas contra el soberano, siempre que, considerándose agraviada alguna provincia, juzgan los individuos de ella que es obligación superior a todos los demás respetos el desagravio de la patria ofendida; ya, en fin, porque es un gran estorbo a la recta administración de justicia en todo género de clases y ministerios.

Este último inconveniente es tan común y visible, que a nadie se esconde; y (lo que es peor) ni aun procura esconderse. A cara descubierta se entra esta peste que llaman paisanismo a corromper intenciones, por otra parte muy buenas en aquellos teatros donde se hace distribución de empleos honoríficos o útiles. ¿Qué sagrado se ha defendido bastantemente de este declarado enemigo de la razón y equidad? ¡Cuántos corazones inaccesibles a las tentaciones del oro, insensibles a los halagos de la ambición, intrépidos a las amenazas del poder, se han dejado pervertir míseramente de la pasión nacional! Ya cualquiera que entabla pretensiones fuera de su tierra se hace la cuenta de tener tantos valedores cuantos paisanos suyos hubiere en la parte donde pretende que sean poderosos para coadyuvar al logro. No importa que la pretensión no sea razonable, porque el mayor mérito para el paisano es ser paisano. Hombres se han visto, en lo demás, de grande integridad de vida, sumamente achacosos de esta dolencia. De donde he discurrido que esta es una máquina infernal sagazmente inventada por el demonio para vencer a almas por otra parte invencibles. ¡Ay de Aquiles, aunque sólo por una pequeña parte del cuerpo sea capaz de herida y en todo el resto invulnerable, si a aquella pequeña parte se endereza la flecha de Paris!


VII

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No condeno aquel afecto al suelo natalicio que sea sin perjuicio de tercero. Paréceme muy bien que Aristóteles se aprovechase del favor de Alejandro para la reedificación de Estagira, su patria, arruinada por los soldados de Filipo. Y repruebo la indiferencia de Crates, cuya ciudad había padecido igual infortunio, y preguntado por el mismo Alejandro si quería que se reedificase, respondió: «¿Para qué, si después vendrá otro Alejandro que la destruya de nuevo?» ¡Oh, cuánto y cuán ridículamente afectaba parecer filósofo el que rehusaba a sus compatriotas tan señalado beneficio, sólo por lograr un frío apotegma! El mal estuvo en que no se le ofreciese por la parte contraria alguna sentencia oportuna. En ese caso aceptaría el favor de Alejandro. Tengo observado que no hay sujetos más inútiles para consultados sobre asuntos serios que aquellos que se precian de decidores, porque tuercen siempre el voto hacia aquella parte por donde les ocurre el buen dicho, y no se embarazan en discurrir sin acierto, como logren explicarse con aire.

Vuelvo a decir que no condeno algún afecto inocente y moderado al suelo natalicio. Un amor nimiamente tierno es más propio de mujeres y de niños recién extraídos a otro clima que de hombres. Por tanto, juzgo que el divino Homero se humanó demasiado cuando pintó a Ulises entre los regalos de Feacia, anhelando ver el humo que se levantaba sobre los montes de su patria Ítaca:

Exoptans oculis surgentem cernere fumum Natalis terrae.

Es muy pueril esta ternura para el más sabio de los griegos. Mas al fin no hay mucho inconveniente en mirar con ternura el humo de la patria, como el humo de la patria no ciegue al que le mira. Mírese el humo de la propia tierra, mas ¡ay, Dios! no se prefiera ese humo a la luz y resplandor de las extrañas. Esto es lo que se ve suceder cada día. El que, por estar colocado en puesto eminente, tiene varias provisiones a su arbitrio, apenas halla sujetos que le cuadren para los empleos, sino los de su país. En vano se le representa que éstos son ineptos o que hay otros más aptos. El humo de su país es aromático para su gusto, y abandonará por él las luces más brillantes de otras tierras. ¡Oh cuánto ciega este humo los ojos! ¡Oh cuánto daña las cabezas!

Es verdad que algunos pecan en esta materia muy con los ojos abiertos. Hablo de aquellos que con el fin de formarse partido, donde estribe su autoridad, sin atender al mérito, levantan en el mayor número que pueden sujetos de su país. Esto no es amar a su país sino a sí mismos, y es beneficiar su tierra como la beneficia el labrador, que en lo que la cultiva no busca el provecho de la misma tierra, sino su conveniencia propia. Estos son declarados enemigos de la república; porque no pudiendo un corto territorio contribuir capacidades bastantes para muchos empleos, llenan los puestos de sujetos indignos; lo que, si no es la mayor ruina de un Estado, es por lo menos última disposición para ella.

De aquellos que ejercitan su pasión creyendo que los sujetos de que echan mano son los más beneméritos, no sé qué me diga. Pero ¿qué titubeo? Es esa una ceguera voluntaria, que en ningún modo los disculpa. Cuando el exceso del desatendido al premiado es tan notorio, que a todos se manifiesta sino al mismo que elige, ¿qué duda tiene que éste cierra los ojos para no verle, o que con el microscopio de la pasión abulta en el querido las virtudes y en el desfavorecido los defectos? Apenas hay hombre que no tenga algo de bueno, ni hombre que no tenga algo de malo; hombre sin algún defecto, será un milagro; hombre sin alguna virtud, será un monstruo. Por eso dijo San Agustín que tan rara es entre nosotros una malicia gigante como una virtud eminente: Sicut magna pietas paucorum est, ita et magna impietas nihil ominus paucorum est. Lo que sucede, pues, es que la pasión, habiendo de elegir entre sujetos muy desiguales, engrandece lo que hay de bueno en el malo y lo que hay de malo en el bueno. No hay más infiel balanza que la de la pasión para pesar el mérito, y ésta es la que comúnmente usan los hombres. Por eso dijo David que los hombres son mentirosos en sus balanzas: Mendaces filii hominum in stateris. En Job veo que se pondera la grandeza de Dios, porque fue poderoso para dar peso al viento: Qui fecit ventis pondus. Mas no sé cómo lo entienda; porque veo también que los poderosos del mundo, en la balanza de su pasión, frecuentemente dan peso, y mucho peso, al aire. ¿Qué veis en aquel sujeto que acaban de elevar ahora? Nada de solidez, nada, sino aire y vanidad: pues a ese aire le dio el poderoso que le exaltó más peso que al oro de otro sujeto que concurrió con él. ¿Y cómo fue esto? Puso en la balanza juntamente con aquel aire la tierra (quiero decir la tierra donde nació), y esta tierra pesa mucho en aquella balanza.

Sucede en las contiendas sobre ocupar puestos lo que en la lid de Hércules y Anteo. Era aquél mucho más valiente que éste, y le derribaba a cada paso; pero la caída le ponía a Anteo en estado de repetir con ventajas la lucha, porque le duplicaba las fuerzas el contacto de la tierra. Es el caso que, según la mitología, era hijo de la tierra Anteo; y como los antiguos debajo del velo de las fábulas ocultaban máximas físicas y morales (y así, la voz mitología significa la explicación de aquellas misteriosas ficciones), creo que en la presente no nos quisieron decir otra cosa sino que, según corren las cosas en el mundo, cada tierra les da con su recomendación fuerzas a sus hijos para vencer a los extraños, aunque éstos sean de mejores alientos. Apartó Hércules a Anteo de la tierra, elevándole en el aire, y de este modo no tuvo dificultad en vencerle. ¡Oh, si en muchas ocasiones el valor de los sujetos se examinase, desprendiéndolos del favor que les da su propio país, cuánto mejor se conociera de parte de quiénes está la ventaja!


VIII

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Estos hombres de genio nacional, cuyo espíritu es todo carne y sangre, cuyo pecho anda, como el de la serpiente, siempre pegado a la tierra, si se introducen en el paraíso de una comunidad eclesiástica, o en el cielo de una religión, hacen en ellas lo que la antigua serpiente en el otro paraíso, lo que Luzbel en el cielo: introducir sediciones, desobediencias, cismas, batallas. Ningún fuego tan violento asuela el edificio en cuyos materiales ha prendido, como la llama de la pasión nacional la casa de Dios, en cebándose en las piedras del santuario. El mérito se atropella, la razón gime, la ira tumultúa, la indignidad se exalta, la ambición reina. Los corazones que debieran estar dulcemente unidos con el vínculo de la caridad fraternal, míseramente despedazado aquel sacro lazo, no respiran sino venganzas y enconos. Las bocas donde sólo habían de sonar las divinas alabanzas, no articulan sino amenazas y quejas. Tantae ne animis caelestibus irae. Fórmanse partidos, alístanse auxiliares, ordénanse escuadrones, y el templo o el claustro sirven de campaña a una civil guerra política. ¡Ay del vencido! ¡Ay del vencedor! Aquél, perdiendo la batalla, pierde también la paciencia; éste, ganando el triunfo, se pierde a sí mismo.

En ningunas palabras de la Sagrada Escritura se dibujan más vivamente la vocación de una alma a la vida religiosa que en aquellas del salmo 44: «Oye, hija, y mira, inclina tu oído, y olvida tu pueblo y la casa de tu padre.» ¡Oh, cuánto desdice de su vocación el que, bien lejos de olvidar la casa de su padre y su propio pueblo, tiene en su corazón y memoria, no sólo casa y pueblo, mas aún toda la provincia!

Alejandro, vencidos los persas, hizo que los soldados macedonios se casasen con doncellas persianas, a fin (dice Plutarco) de que, olvidados de su patria, sólo tuviesen por paisanos a los buenos y por forasteros a los malos: Ut mundum pro patria, castra pro arce, bonos pro cognatis, malos pro peregrinis agnoscerent. Si esto era justo en los soldados de Alejandro, ¿qué será de los soldados de Cristo?

Es apotegma de muchos sabios gentiles que para el varón fuerte todo el mundo es patria; y es sentencia común de doctores católicos que para el religioso todo el mundo es destierro. Lo primero es propio de un ánimo excelso; lo segundo, de un espíritu celestial. El que liga su corazón a aquel rincón de tierra en que ha nacido, ni mira a todo el mundo como patria, ni como destierro. Así el mundo le debe despreciar como espíritu bajo, el cielo despreciarle como forastero.

Creo, no obstante, que en aquellas dos sentencias hay algo de expresión figurada, pues ni el religioso ni el héroe están exentos de amar y servir la república civil, cuyos miembros son, con preferencia a las demás repúblicas o reinos. Pero también entiendo que esta obligación no se la vincula la república porque nacimos en su distrito, sino porque componemos su sociedad. Así el que legítimamente es transferido a otro dominio distinto de aquel en que ha nacido, y se avecinda en él, contrae, respecto de aquella república, la misma obligación que antes tenía a la que le dio cuna y la debe mirar como patria suya. Esto no entendieron muchos hombres grandes de la antigüedad, por cuya razón se hallan en varios escritores celebradas como heroicas algunas acciones que debieran condenarse como infames. Demarato, rey de Esparta, arrojado injustamente del solio y de la patria por los suyos, fue acogido benignamente por los persas. Avecindado entre ellos y sujeto a aquel imperio, se añadió, sobre la obligación del agradecimiento, el vínculo del vasallaje. Mas veis aquí que meditando los persas una expedición militar contra los lacedemonios, sabidor de la deliberación Demarato se la revela a los de Esparta para que se prevengan. Celebra Herodoto, y con él otros muchos escritores, esta acción como parto glorioso del heroico amor que Demarato profesaba a su patria. Pero yo digo que fue una acción pérfida, ruin, indigna, alevosa, porque en virtud de las circunstancias antecedentes, la deuda de su lealtad se había transferido, juntamente con la persona, de Lacedemonia a Persia.

Por conclusión digo que, en caso que por razón del nacimiento contraigamos alguna obligación a la patria particular o suelo que nos sirvió de cuna, esta deuda es inferior a otras cualesquiera obligaciones cristianas o políticas. Es tan material la diferencia de nacer en esta tierra o en aquélla, que otro cualquiera respecto debe preponderar a esta consideración; y así, sólo se podrá preferir el paisano, por razón de paisano, al que no lo es, en caso de una perfecta igualdad en todas las demás circunstancias.

En los superiores ni aun con esta limitación admito alguna particularidad respecto de sus compatriotas por las razones siguientes: la primera, porque sin un perfecto desprendimiento de esta pasión, apenas puede evitarse el riesgo de pasar, en una ocasión o en otra, de la gracia a la injusticia. La segunda, porque de cualquier modo que se limite el favor a los paisanos, ya se incurre en la acepción de personas, que deben huir todos los que gobiernan. La tercera, porque como los superiores verdaderamente son padres, la razón de hijos en los súbditos, como circunstancia incomparablemente más poderosa para el afecto, sofoca a otros cualesquiera motivos de inclinación, exceptuando únicamente la ventaja del mérito. Sería cosa ridícula en un padre querer más a un hijo que a otro, sólo porque aquél hubiese nacido en su propio lugar, y a éste le pariese su madre estando ausente a alguna peregrinación. Por tanto, todos los que gobiernan deben tener siempre en la memoria y en el corazón aquella máxima de la famosa Dido, reina de Cartago, que en la esperanza de que por medio del matrimonio con Eneas se agregasen los advenedizos troyanos a sus compatriotas los tirios, preparaba con perfecta igualdad el afecto de reino a unos y otros.

Tros, tyriusque mihi nullo discrimine agetur.


IX

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Habiendo hablado aquí del favor que se puede prestar al paisano, en concurrencia de igual mérito con el forastero, me pareció tocar con esta ocasión un punto moral de frecuente ocurrencia en la práctica y en que he visto comunísimamente errar a hombres por otra parte no ignorantes.

Los que tienen a su cargo la distribución de empleos honoríficos o útiles, si no tienen perfecto conocimiento del mérito de los pretendientes, suelen valerse de informes o judiciales o extrajudiciales. Es el caso ordinarísimo en la provisión de cátedras que hace el Rey o su supremo Consejo para muchas universidades. En esta de Oviedo informan promiscuamente todos los doctores al Real Consejo para todas las cátedras de las facultades que en ella se enseñan. Supongo que el que con autoridad, o propia o delegada, hace la provisión, propuestos dos sujetos de igual aptitud y mérito, puede elegir al que quisiere. La duda sólo puede estar de parte de los informantes, y en éstos he visto por lo común el error de que entre sujetos iguales pueden aplicar la gracia del informe al que fuere más de su agrado, graduándole en mejor lugar que al otro concurrente, o proponiéndole como único acreedor a la cátedra vacante.

Llámole error, porque, en mi sentir, carece de toda probabilidad. Lo cual se demostrará descubriendo las malicias que envuelve en su acción el que entre dos sujetos iguales, Pedro y Juan, verbigracia, informa con preferencia por Pedro; porque yo hallo en ella, no una sola, sino tres distintas, y todas tres graves. Lo primero falta gravemente en el informe a la virtud de legalidad, la cual le obliga a proponer los sujetos según el grado de su mérito, y éste le altera pues representa a Pedro como superior a Juan, no siéndolo en la realidad. Lo segundo comete pecado de injusticia contra el Príncipe usurpándole o preocupándole el derecho que tiene para elegir entre Pedro y Juan. Lo tercero comete también pecado de injusticia contra el mismo Juan, el cual es acreedor a que se represente su mérito según el grado que tiene, y es manifiesta injuria proponerle como inferior a Pedro, siendo igual; lo cual, sobre poderle perjudicar para otros efectos, le hace el daño de imposibilitarle la gracia que acaso le haría el Príncipe, eligiéndole en competencia de Pedro. El padre Andrés Mendo, en su tomo De jure academico, toca a este punto, y es de nuestro sentir, aunque está algo diminuto en la prueba, porque no hizo reflexión sino sobre este último perjuicio que acabamos de proponer.

De aquí se colige que nunca puede llegar el caso de hacer gracia alguna el informante a aquel por quien informa ni en la materia expresada ni en otra, ni en informe judicial ni extrajudicial, porque entre sujetos iguales hemos visto que no cabe; y si son desiguales, por sí mismo es patente. Por consiguiente, para quien obra con conciencia son totalmente inútiles las recomendaciones de la amistad, del paisanismo, del agradecimiento, de la alianza de escuela, religión o colegio u otras cualesquiera. Pero la lástima es que en la práctica se palpa la eficacia de estas recomendaciones, aun en desigualdad de méritos, por cuyo motivo, llegando el caso de una oposición, más trabajan los concurrentes en buscar padrinos que en estudiar cuestiones y más se revuelven las conexiones de los votantes que los libros de la facultad. Llega a tanto el abuso, que a veces se trata como culpa el obrar rectamente. Si el votante solicitado de alguna persona de especial estimación, le responde con desengaño, se dice que es un hombre duro, inurbano y de ninguna policía; si no se dobla al ruego del bienhechor, se queja éste de que es ingrato; si no se rinde a la interposición del amigo, reclama que falta a la deuda de la amistad. En fin (no puede haber más intolerable error), he visto más de diez veces muy preconizados por hombres de bien aquellos que siempre sujetan sus votos a estos u otros temporales respetos. Aquí de la razón. ¿Hay algún amigo tan bueno ni tan grande como Dios? ¿Hay algún bienhechor a quien debamos tanto como a Él? Pues ¿cómo es esto? ¿Es atento, es honrado, es hombre de bien el que falta al mayor amigo, al bienhechor máximo, que es Dios, obrando injustamente por una criatura a quien debe éste o aquél limitado respeto, y a quien no debe cosa alguna que no se la deba a Dios principalísimamente? En vano he representado estas consideraciones en varias conversaciones privadas. Creo que también en vano las saco ahora al público. Mas, si no aprovecharen para enmienda del abuso, sirvan siquiera para desahogo de mi dolor.