Teresa la limeña/XIV
XIV
En aquel tiempo aún no había ferrocarril directo hasta Caen, y para viajar con más comodidad, en vez de tomar la diligencia, buscaron dos carruajes espaciosos en que cabían todos con la servidumbre, y viajarían a su antojo, haciéndolos tirar por las locomotoras en las partes del camino en que podían aprovecharse del ferrocarril.
Teresa estaba contenta como una niña, mirando llena de alegría los campos y las ciudades que pasaban ante su vista como en un estereoscopio. Reinaldo, animado y jovial, prodigaba a su madre y a Lucila mil cuidados, guardando respecto de Teresa cierta reserva respetuosa en que se manifestaba verdadero y profundo era el amor que por ella sentía. Al llegar a Caen Teresa dijo:
-¡La patria de Carlota Corday! Quisiera conocer la casa en que vivió esta heroína...
La señora de Ville y Lucila se quedaron descansando en el hotel, mientras Teresa con Santa Rosa y Reinaldo, que había ofrecido servirles de guía, fueron a conocer la habitación de la famosa normanda.
Reinaldo ofreció el brazo a Teresa por primera vez durante el viaje, pero estaba tan conmovido que olvidó el objeto de la excursión y al cabo de un rato hubo de confesar que no sabía en dónde se hallaba.
-¿Qué tiene usted? -le preguntó su compañera sonriendose-; tal parece como si estas calles no le fueran familiares, o que hubiera perdido la memoria.
-Sí -le contestó en voz baja y turbada-: pasé aquí una parte de mi niñez... pero hay sentimientos tan tiránicos, aunque deliciosos, que todo lo hacen olvidar.
-¿Qué quiere usted decir?
-Nada... aguárdeme usted un momento -añadió-;me usted un momento -añadió-;mos tomar... estoy verdaderamente atolondrado.
Teresa volvió a unirse a sus compañeras después de haber contemplado la casa del «Ángel del asesinato», como la llamó Lamartine; pero en el resto del viaje estuvo callada y meditabunda, vacilando en dar acogida a un pensamiento que le había sobrevenido... ¿Acaso Reinaldo?... No, no, eso no podía ser.
Luc es un ruin caserío, asentado en parte a orillas del mar, en donde se hallan los hoteles, y parte a alguna distancia de la playa, y es un lugar frecuentado solamente por los habitantes de Caen que van a tomar baños de mar en el pequeño puerto, al que no pueden llegar buques grandes, pero que está siempre animado por muchas barcas de pescadores.
Al día siguiente Teresa y Lucila salieron muy temprano a pasear por la orilla del mar. Un aire salobre y fortificante daba colores de salud a Lucila y animaba a Teresa; a sus pies las olas, doradas por el sol de la mañana morían sollozando sobre la playa; a lo lejos el mar se extendía sereno y cubierto de las blancas velas de los botes pescadores, y a sus espaldas las altas rocas de la costa se alzaban casi a pico y entre sus grietas graznaban muchos pájaros marinos. La marea retrocedía dejando la arena húmeda y haciendo brillar las conchas y el cascajo entre algas marinas de colores varios. Una multitud de cangrejos cubrían la playa y corrían en todas direcciones, perseguidos por las mujeres del pueblo que habían salido a cazarlos. Éstas, vestidas de enaguas altas de colores brillantes, corpiños oscuros y gorro blanco terminado por una borla que caía sobre los hombros, llamaron la atención de Teresa que se divertía al verlas correr con sus zapatos de madera.
Reinaldo, que había visto salir a las dos amigas del hotel, quiso ir a acompañarlas: Lucila al verlo acercarse se sonrojó de contento. Después de haber caminado por la playa se sentaron en una roca y se pusieron a conversar alegremente. Teresa se sentía animada y hablaba con entusiasmo de todo, haciendo sonreír a Lucila mientras que Reinaldo la contemplaba extasiado, y en un momento en que volvió los ojos hacia él y notó por primera vez toda la pasión que se leía en su mirada... Quedose inmediatamente callada y volvió la cara hacia otro lado, sintiendo que sus mejillas se cubrían de llamas. Tomando el brazo de Lucila se levantó y propuso volver al hotel inmediatamente, contrariada, disgustada y hasta ofendida por aquellos homenajes; pues además de que Reinaldo no le era simpático, y de lo mucho que sufriría Lucila al adivinar los sentimientos de su primo, había podido comprender el carácter de su nuevo admirador lo suficiente para estar segura de que él sólo admiraba su belleza.
Pasaron varios días en aparente paz y tranquilidad para todos. Santa Rosa se fue muy pronto, pues una vida tan monótona no le acomodaba. Lucila mejoraba rápidamente, halagada por el placer de vivir al lado de Reinaldo y de su amiga, contenta y colmada de atenciones cariñosas. Adelina también se había repuesto lo que regocijaba a la señora de Ville, quien no echaba de ver que la sonrisa de su hijo disimulaba cuánto sufría por la repugnancia con que Teresa recibía la menor atención o palabra cariñosa que le dirigía. Había entre los dos como una especie de guerra sorda: el amor se aumentaba en Reinaldo cada día mientras que en Teresa crecía la firme resolución de repeler sus homenajes, en cuanto era posible hacerlo sin despertar la atención de Lucila. Uno y otro sufrían, y uno y otro trataban de vencer: Reinaldo, combatiendo contra la indiferencia de la que amaba, y ella, luchando para hacerle entender que no podría corresponderle. Al fin, deseando salir de una situación tan falsa, se decidió Teresa a provocar una explicación por parte de él para significarle claramente cuáles eran sus sentimientos.
En está situación llegó el mes de octubre con su frío y mal tiempo. Había días en que no podían salir, soplaba un viento constante, llovía mucho y en la mar a lo lejos se veían formar tempestades. Era preciso partir: Santa Rosa escribió notificando a su hija que pronto iría a Luc para conducirla a París, en donde la necesitaba para arreglar la casa en que pensaba instalarse durante el invierno. Esta fue una señal de dispersión: la señora de Ville y su nieta volverían a Montemart, Lucila iría otra vez al lado de sus padres, pero Teresa había ofrecido ir a pasar con ella algunos días antes de que empezara el invierno; lo que oído por Reinaldo, dijo que él también permanecería algunos meses con su madre en el campo.
El día anterior a la separación quisieron hacer el último paseo juntos. El sol brillaba lleno de hermosura, el cielo estaba despejado y el viento parecía dormir, soplando apenas, suavemente sobre las apacibles olas.
Tomaron el camino por la orilla de la playa en dirección al pueblecillo de León. Reinaldo había hecho llevar asnos para que montaran las tres señoras y la pequeña Adelina, y al llegar al pueblecillo a donde iban deberían encontrar coches para su regreso.
Montaron alegremente y Adelina tomó la delantera acompañada por un sirviente. La caravana siguió lentamente por la orilla del mar; algunas veces las olas llegaban hasta la estrecha vereda que seguían y Reinaldo tenía que saltar de roca en roca; otras, la playa se extendía seca y cubierta de brillantes arenas y menudas conchas; en muchas partes de la ribera se habían formado anchas cuevas entre las cuales parece que durante las tempestades se engolfaban las olas embravecidas. Ese día se veían tan claras y tan bellas, entapizadas de algas marinas que parecían más bien la tranquila habitación de algún extraviado tritón.
El andar tan lento de su asno al fin impacientó a Teresa, la cual desmontándose declaró que prefería ir a pie, y subir a una roca escarpada de cuya cumbre se debía de dominar una gran parte del paisaje: «Sigan adelante -les dijo-, pues con su andar de tortugas no dudo que pronto las alcanzaré»; y ágil como un gamo subió a toda prisa por el lado menos pendiente del barranco.
-¿Tan poco galante eres que no la acompañas? -preguntó la señora de Ville a Reinaldo, quien se había quedado mirándola sin atreverse a seguirla.
-¡Obedezco, querida madre! -contestó ocultando su alegría, y un momento después se hallaba al lado de Teresa, y escalaban juntos la última parte del empinado barranco.
Teresa se sentó silenciosa a contemplar el sublime espectáculo que ofrece siempre la vista interminable del océano. La idea que la dominó en ese momento fue la de que allá en el confín de esa inmensidad se hallaba América, y que quizá Roberto contemplaba también el mar en ese instante...
No se crea que esto denotaba tontería en nuestra heroína; el cariño tiene de esas nimiedades, candores, niñerías del corazón... pero que dan consuelo y embellecen un recuerdo poetizándolo. ¿Quién, hasta la persona más prosaica, no ha mirado alguna vez con ternura la luna, alguna estrella, una nube que vuela, pensando que tal vez sus miradas y las del ser más querido, y ausente, se unirán siquiera por un segundo, fijas al propio tiempo en el mismo objeto? Roberto estaba siempre en el fondo del corazón de Teresa, y unía su recuerdo a todas las emociones agradables de su vida.
Reinaldo se sentó a su lado, no mirando sino a ella, mientras que Teresa miraba el mar absorta en meditación, a tal punto que había olvidado completamente que no estaba sola y se estremeció al oírle decir:
-¿En qué piensa usted, señora?... pero ahora que no tenemos más testigos que la naturaleza permítame llamarla por el nombre querido de Teresa...
Ella no contestó, pues casi no había entendido lo que le decía Reinaldo.
-Teresa -añadió él con acento tierno-: por Dios, ¿dígame en qué piensa?
Teresa se sonrojó, y contestando como impelida por una voluntad más fuerte que la suya:
-Pienso en una persona -dijo-, que probablemente jamás se acordará de mí.
-¿Y quién es?
-¿Quién? -repuso ella sonriéndose-; creo que estaba hablando como en sueños, ¿qué le importa a usted, señor de Ville en quién pienso?
-¡Qué me importa!... ¿cómo no interesarme en todo lo que toca a usted?... ¿cómo no sentiré la mayor envidia hacia toda persona que ocupa su pensamiento?
Teresa había deseado tener una explicación, pero cuando sintió que llegaba el momento, hubiera querido dejarla para después. Se levantó muy turbada, y sin responderle hizo ademán de bajar; pero Reinaldo la detuvo diciéndole con acento de la más rendida súplica:
-Permítame usted, se lo ruego, hablarle al fin claramente... es preciso; no puedo callarme más tiempo y tal vez nunca se volverá a ofrecer una ocasión como ésta...
Teresa se sentó otra vez en silencio.
-No me juzgue usted desnaturalizado y sin corazón porque antes de tres meses de haber perdido a mi esposa ya estoy hablándole de amor a otra... Pero créame usted: durante los años de matrimonio (que fue puramente de conveniencia), no sentí cariño por la que llevó mi nombre. Y sin embargo, no la hice desgraciada, puesto que no vio en mí jamás sino el que le daba una posición y un título... Así no tengo por qué fingir a causa de su muerte un pesar que no tuve... Vivía sin conocer lo que era un verdadero amor cuando la ocultó la tumba.
Reinaldo se calló y Teresa no dijo nada.
-Pero -añadió él, procurando hablar sin turbación-: pocos días después de esa muerte la vi a usted y comprendí que... que mi destino era amarla...
-Pero usted también olvida -dijo Teresa interrumpiéndolo-, que yo... no hace seis meses que enviudé, y que, aunque no fuera sino por respeto al luto que llevo, no debería oír lo que usted me dice.
-Me atrevo a decir que ese luto no significa tanto, pues sé que su vida matrimonial fue poco más o menos como la mía...
-¿Cómo?
-¡Usted tampoco pudo amar al señor Trujillo!
-No puedo ni quiero mentir... per debo asegurar a usted que si acaso no tuve un amor verdadero a... a mi esposo, tampoco usted... ni nadie tal vez lo obtendrá jamás.
-¿Es decir que usted decide irrevocablemente que jamás me mirará, no diré con amor, con menos indiferencia?
-Así es, y desearía que no me hablara usted más de esto.
Reinaldo se inmutó; tenía la suficiente experiencia para saber que una mujer que no se conmueve y habla con la frialdad que lo hacía Teresa, no guarda en su corazón el menor destello de amor.
-¿Lo que usted me dice es irrevocable?... ¿o me permite abrigar la más remota, la más débil esperanza... que bastaría para hacerme soportable la vida?
-No quiero engañarlo -contestó ella; y levantando los ojos que había tenido bajos los fijó serenos en los turbados de Reinaldo-, no quiero darle esperanzas imposibles -añadió.
-¡Tanta crueldad en tanta belleza!
-No es crueldad; lo fuera -le replicó ya impacientada-, si le dijese lo que no es verdad... Ahora ruego a usted que cese de pensar en mí, y que no deje conocer lo que siente o ha pensado a su madre, y mucho menos a Lucila; ¿me lo promete usted?
-Sí; haré lo que usted quiera.
Ambos permanecieron algunos momentos callados. La caravana se había alejado mucho.
-¡Mire usted -exclamó Teresa de repente-, mire qué lejos están ya...
Y levantándose bajó corriendo el empinado barranco, Reinaldo no la siguió inmediatamente: estaba sumamente turbado y afligido y procuraba calmarse antes de reunirse a su madre y a su prima.
El fin del paseo fue poco agradable: el viento cambió súbitamente de dirección; el cielo se cubrió de nubes y amenazaba lluvia; la niña en tanto, fatigada con el ejercicio, empezó a quejarse de frío. Apenas tuvieron tiempo de llegar a donde estaban los coches cuando empezó a llover. Adelina, caprichosa como todo niño, no quiso que la acompañaran ni su abuela ni Lucila, e insistió en que subieran, con ella en un carruaje solamente Reinaldo y Teresa, por lo que la señora de Ville y su sobrina hubieron de ocupar el otro.
El viento y la lluvia azotaban las vidrieras con un ruido triste; afuera se veía arrastrarse la niebla; a lo lejos en la bahía las olas empezaban a encresparse, y pálidos relámpagos iluminaban el horizonte... Adelina se quedó dormida en el regazo de Teresa: Reinaldo se sentía conmovido; veía a su hija en los brazos de la mujer que más había amado y a quien hubiera querido tener siempre a su lado; y la veía fría, indiferente, disgustada tal vez, mientras que él gozaba de aquellos momentos, deseando que el pueblo de Luc se alejara indefinidamente. De pronto se acordó de lo que había dicho Teresa cuando le preguntó en qué pensaba: ¿quién era la persona que recordaba?... Locos celos se apoderaron de su alma; ella no lo amaba, y le había dicho que jamás lo amaría; tal vez otro... Esta idea le era intolerable.
-¿Será mucha audacia mía -dijo al fin-, preguntar a usted, suplicarle me diga el objeto de sus pensamientos cuando miraba al mar desde el barranco?
-No será tal vez audacia... pero no lo diré.
-Usted se complace en atormentarme.
-¿Cómo lo atormento?
-Sí; porque además de quitarme toda esperanza me da causa para... para...
-¿Para qué?
-¡Usted me entiende!
Teresa no contestó y él repuso:
-Soy un insensato, pero me devoran los celos.
-¿Celos?... Señor de Ville -añadió Teresa con voz calmada y grave-, deseo que entre usted y yo no haya equivocación. Aprecio a usted y a su familia lo bastante para no permitir semejante cosa; deseo que usted comprenda bien que si vuelve a tratar conmigo este asunto, me obligará a desterrarme del lado de las personas que más quiero. Sepa usted que le digo la verdad: ¡mi corazón no podrá ser nunca suyo!
-Sí, porque ya es de otro...
-Usted no tiene derecho ni aun para imaginarlo... Por otra parte ¿cree usted que estoy en la obligación de darle cuenta de mis sentimientos?
-Perdón, perdón... -contestó Reinaldo, avergonzado de su anterior vehemencia-; no sé lo que digo; sólo comprendo que soy muy desgraciado.
La violencia de su emoción fue tal que cubriéndose la cara con las manos estuvo un gran rato procurando calmarse. Teresa le tuvo compasión, pero al pensar en el cariño oculto de Lucila hacía él y el dolor que sentiría al saber la pasión que su amiga predilecta le había inspirado, al pensar en esto, quiso hacerle comprender que había otras que valían más que ella y cuyo afecto podría lograr, y así le dijo con dulzura:
-Ello es que un afecto de tan corta duración, pues no hace dos meses que usted me conoce, no puede ser muy profundo...
-¿Acaso usted cree -contestó interrumpiéndola-, que el amor es hijo del tiempo?
-Tal vez no, pero usted no puede conocerme mucho, y...
-¡No, no, por Dios! No me hable usted así. La pasión no puede comprender ese lenguaje de la razón fría. ¡Permítame usted a lo menos sufrir; sufrir siendo usted la causa, tiene también su dulzura!
Teresa comprendió que era mejor callarse y llegaron en silencio a Luc.
-Mamá -dijo la pequeña Adelina dirigiéndose a su abuela, cuando la sacaron del coche-, mamá, riña usted a papá porque ha estado muy tonto.
-¿Tonto? ¿Y eso cómo?
-Cuando me desperté vi que estaba llorando...
-¡Estás loca, hija mía! -interrumpió diciéndole Reinaldo, mientras que Teresa procuraba ocultar su turbación.
-Sí; papá lloraba y Teresa también estaba triste...
Lucila la hizo callar con sus caricias, pues temía oír más, y aquella noche se retiró muy abatida. Las inocentes palabras de la niña la atormentaban y un presentimiento doloroso la agitaba. Reinaldo, siempre tan fino y cuidadoso con ella, casi no se había acercado en todo el día y solamente dos veces le había dirigido palabra; por otra parte, Teresa parecía triste y preocupada. ¿Por qué reunía a su primo y a su amiga en su pensamiento? Su espíritu no se atrevía a fijarse en esa idea, y sin embargo, las reflexiones importunas volvían... y en esta lucha consigo misma pasó una noche de insomnio.
Por fin llegó la hora de la separación. Reinaldo estaba pálido y con dificultad ocultaba su pena; Teresa tampoco había dormido y se sentía como culpable ante su amiga; Lucila había perdido en una noche casi todas las fuerzas y la salud que le habían dado los pocos días de contento, y parecía en su abatimiento una flor marchita. Cada cual se despedía con el embarazo de quien oculta un pensamiento.
-Dentro de quince días te aguardo -dijo Lucila al dar el último abrazo a su amiga.
-Ya te digo... eso dependerá de las circunstancias. Y su mirada se dirigió a Reinaldo.
-Pero, si me lo ofreciste...
-Sí... te escribiré anunciándote mi llegada.
Reinaldo se acercó a Teresa y le dijo sin ser oído de los demás:
-No tenga usted cuidado... mi presencia no le impedirá hacer su visita... Anoche reflexioné; no la importunaré más.
-Está bien... lo único que pido a usted es que atienda y cuide mucho a Lucila.
Subió Lucila al carruaje que la debía llevar a su casa, y parecía verdaderamente una estatua de mármol; tan pálida así estaba. Había notado la conversación de los dos y no se le había ocultado la agitación de Reinaldo y la mirada que fijó en Teresa.