Teresa la limeña/XIX

De Wikisource, la biblioteca libre.

XIX

En Santiago, Teresa adquirió muy pronto numerosas amistades, singularizándose entre las familias parientes de su madre una particularmente: se componía de la madre anciana, cuatro señoritas y un joven. La bondad con que la trataron y la cordial hospitalidad que le brindaron formaban su mayor consuelo, y pasaba casi todo el día en casa de las parejas. Durante los tres primeros meses las cartas de Roberto le llegaban por todos los correos, lo que le causaba un gran placer, sin embargo de que sentía cierta sensación de desagrado cada vez que las recibía por medio de Rosita; pero Roberto aseguraba que ésa era la única manera que había encontrado para que llegasen a sus manos sin temor de que las interceptase el señor Santa Rosa.

Así se pasaron varios meses, y aunque Teresa deseaba ardientemente volver a Lima, su padre encontraba mil pretextos para prolongar su permanencia en Chile. Esto la afligía mucho, a que se agregaba que empezó a notar en las cartas y el estilo de Roberto cierto cambio de lenguaje, algo que ella no podía explicarse, porque parecían tan tiernas y aún más apasionadas que antes. ¿Qué encontraba en ellas?... Notaba que sus frases no eran enteramente naturales; sentía cierto estudio en sus palabras y un amaneramiento fingido en sus expresiones. A pesar de esto hacía lo posible por no abrigar desconfianza, esforzándose en conservar la fe en su corazón. Pero tanto procuraba pensar que debía estar tranquila, y trataba de persuadirse de lo injusta que era, que al fin comprendió que verdaderamente no estaba satisfecha y que la duda empezaba a apoderarse de su espíritu.

Un día llegó el correo y no trajo carta de Roberto...

¡no había carta! ¡no podía creerlo! Rosita le escribió como siempre, pero nada le decía de aquel. ¿Qué había sucedido? ¿estaría enfermo? ¿se habría molestado?... No; decididamente no podía comprender. Pasaron quince días de angustia, durante los cuales sus amigas procuraban animarla, viéndola tan triste pero sin saber la causa. Al fin llegó el paquete con carta de Roberto: Teresa creía encontrar en ella mil excusas por su silencio anterior; pero no fue así, y aunque menos larga que de costumbre era siempre tierna. Apenas le decía, como una cosa insignificante, que no le había podido escribir antes porque estaba muy ocupado... ¡Muy ocupado! ¡le faltaba tiempo para escribirle! Ésta fue una puñalada, un desengaño tan cruel para Teresa, que sólo un corazón sensible, concentrado y amante, pudiera comprender cuál sería su dolor; dolor mudo, sin lágrimas ni aparente desesperación, pero cuyo diente agudo hizo una horrible herida en su corazón. No podía ocultárselo a sí misma: su amante empezaba a fastidiarse y a amarla menos.

Poco después volvió a dejarle de escribir, pero le envió saludos con Rosita, y al siguiente correo su carta era aún más corta y fría que la anterior; esto llenó la medida: Teresa no pudo sufrir más y rogó, a su padre que la volviese a Lima. Santa Rosa accedió inmediatamente al deseo de su hija, diciendo con cierta ironía y alegría maligna que ella comprendió después, que efectivamente ya nada tenía que hacer en Chile y que regresaría con gusto.

Después de haberse despedido de sus amigas Teresa se embarcó. Al momento de partir, el joven Carlos Pareja puso en sus manos una carta que contenía una declaración formal: le manifestaba que a medida que la había ido conociendo y comprendiendo sus méritos se había desarrollado en él un amor profundo y duradero, puesto que sus impresiones no habían sido repentinas, sino hijas de una estimación fundada en las cualidades que más admiraba. Añadía que pensaba ir a Lima después a recibir su sentencia; que no había querido dejarle ver lo que pasaba en su corazón hasta entonces, porque comprendía que sería rechazado, y quería dejarle algún tiempo para reflexionar en su humilde propuesta; además había querido vivir con alguna esperanza durante el tiempo que estaría ausente de ella.

Carlos Pareja era un joven de modales finos y agradables y conversación amena e interesante, aunque su figura no era atractiva, había sido educado en Europa, y al través de un carácter reservado se descubría que su corazón era muy noble y su talento despejado. Teresa había simpatizado con él, y lo consideraba como un amigo muy digno de su aprecio, pero jamás se figuró que tuviera por ella otro sentimiento que el de la amistad. Estaba demasiado preocupada con sus penas para poner cuidado en los sentimientos de los demás: pero fue con disgusto que vio convertirse en un admirador sin esperanza, un amigo a quien había estimado.

La dolorosa duda y la aprehensión que la dominaron al descubrir la conducta de Roberto, se fue convirtiendo en esperanza a medida que se acercaba otra vez a las costas de su patria... «Hacía casi un año que se habían separado; ¡oh! ¡qué dicha la de volverse a ver!» Pensando así, sus ojos brillaban y sus mejillas se sonrosaban, complaciéndose en suponer que pronto tendría Roberto la renta suficiente para realizar su enlace, poniendo fin a todos sus tormentos y penas, que terminarían como la aurora desvanece los vagos terrores que alarmaron durante la noche.

Santa Rosa se quedó en Lima, y, cosa rara, él mismo propuso a su hija que fuer directamente a Chorrillos. Ella sabía que allí podía recibir a Roberto, cuando en su casa en la ciudad era imposible verse; la casa de Chorrillos era exclusivamente propiedad de Teresa, y podía verlo en ella sin que Santa Teresa tuviera derecho de molestarse.

Pocas horas después, llena de gozo y de ternura, casi sin respiración, esperaba el momento de volverse a ver con Roberto.

A las ocho debía llegar; el reloj de sobremesa dio ocho campanadas..., un momento después se oyeron pasos en el patio, en las escaleras, en la antesala... y entró Rosita.

Teresa se había levantado llena de emoción, y no fue con mucha dulzura, que se desprendió de los brazos de su pseudo amiga diciéndole:

-No sabía que hubieras venido a Chorrillos.

-¿No? Pues, ya ves, siempre sigo tus huellas; y al decir esto se sonrió con aire maligno, añadiendo: ¿no me preguntas por Roberto?

-¿A ti para qué? Debe venir dentre de un momento.

-En eso te equivocas, pues vengo de su parte. Esta tarde estuvo a verme: me dijo que sabía tu llegada y me suplicó que viniese adelante para avisarte que no podría estar aquí a la hora exacta, porque no sé qué negocio lo detendría. Vine por el último tren, y estoy en casa de una amiga.

Al oír esto Teresa no pudo ocultar su despecho; había tenido tantas emociones que este último golpe acabó de debilitar su ánimo y se le saltaron las lágrimas más... No venir a la hora fijada por ella probaba descuido y desamor, pero enviárselo a decir con Rosita era un desacierto y una desconsideración imperdonables... Su amiga fingió no notar su quebranto, y tomando la palabra le refirió con su volubilidad chancera todo cuanto había pasado en la sociedad limeña durante su ausencia.

A medida que ella hablaba, Teresa se fue calmando hasta lograr, no sin esfuerzo, serenarse completamente, cuando entró Roberto.

La presencia de una tercera persona y el temor de dejar ver lo que había sufrido, influyeron en que Teresa pareciera fría, y ambos estaban turbados; era tan tarde cuando él llegó que la visita fue muy corta, y se despidió al mismo tiempo que Rosita, saliendo juntos.

Cuando se retiraron, Teresa se quedó largo tiempo inmóvil en el mismo sitio en que la habían dejado... Su corazón rebosaba de amargura, y una inquietud y un disgusto tales que no sabía qué pensar... Ella, que había imaginado ser tan feliz, que esperó con tanta impaciencia aquel momento... ¡y lo veía ya trascurriendo como cualquiera otro, en conversación vacía e indiferente! «Sí -pensaba-, la armonía se ha roto entre los dos con la ausencia; ¡la cadena que nos unía se ha desoldado con la separación! ¡Cuán profundo es el abismo que cava la ausencia entre dos amantes! ¡Oh! ¡vosotros los que amáis, no os separéis nunca, no pongáis ese obstáculo entro vuestros corazones; la ausencia siempre desune, siempre origina algún mal que no se percibe al principio, pero que es la causa del desafecto futuro!...»

Quedose triste, ¡oh! ¡cuán horriblemente triste! Al pasar frente a las ventanas de su balcón vio que una espléndida luna iluminaba y hacía brillar las olas del mar, pero en vez de salir a contemplar ese magnífico espectáculo, cerró la ventana con impaciencia y acercándose a su lecho apoyó los codos sobre él y se puso a reflexionar.

«¡Hoy lo vi! -exclamó de repente, como para penetrarse de tan dichosa realidad-. Hoy, ahora mismo mi mano estuvo en las suyas... pero la de él se separó de la mía con impaciencia; su mirada no era la de antes... ¡Antes, antes!... ¡Dios mío! ¿por qué partí? ¿por qué lo abandoné?... Creí obrar bien en esto. Pero no; es una locura; él no puede dejar de amarme; ¡estoy soñando! Olvidemos estos ímpetus de desconsuelo...» Y haciendo el firme propósito de no pensar más, se entregó al sueño, desechando toda penosa reflexión.

Al día siguiente, al despertarse, le presentaron un magnífico ramillete compuesto de flores raras y escogidas: lo mandaba un florista por orden de Roberto, quien naturalmente no lo había visto.

«¡Cuánto más bellas me parecían -se dijo al ponerlo en un jarrón-, las humildes flores que él mismo me llevaba ahora un año! ¡qué me importan estos ramos arreglados por manos mercenarias!»

Hacia la tarde recibió una corta misiva de Roberto: le decía que no podía ir esa noche a Chorrillos porque sus negocios no se lo permitían. Había tenido la fortuna en esos días de heredar al hermano de su madre, que vivía en Arequipa, quien al morir le había dejado manto poseía, y a causa de esta herencia no podía abandonar a Lima.

«Pero -añadía-, yo sé que usted no toma ya interés en semejantes miserias; mi poquísima fortuna no puede pesar mucho en la balanza de la que proclaman opulenta. Además, hay personas que poseen mayores atractivos que yo, bajo todos aspectos, y que naturalmente interesan más. Así, no se admirará usted si no vuelvo a molestarla con mi presencia importuna; la frialdad con que me recibió anoche me prueba que no me habían informado mal acerca del cambio de sus sentimientos y proyectos. Tengo la convicción de que se ha acabado, si acaso existió algún día, el cariño que usted se dignó manifestarme... En fin, he descubierto demasiado tarde para mi futura felicidad, que sufrí una grave equivocación respecto de usted; la mujer que ha sido un ideal no puede bajar nunca a la tierra sin mancharse con el lodo que se encuentra en los caminos humanos».

Teresa se quedó anonadada, y por largo tiempo no supo lo que le sucedía. ¡Roberto, el único ser que había amado durante tantos años rompía ya con ella!... No; ¡esto era imposible!... ¿Quién le arrancó ese corazón que era la dicha, el bien, la vida de Teresa? Su padre debía de estar en el fondo de todo esto, y de ello le pediría cuenta: también Rosita tendría parte..., pero no quería degradarse pidiéndole explicaciones. Despechada, casi demente, corrió a la estación del ferrocarril en el momento en que partía un tren para Lima.

Casi sin saber lo que hacía se presentó delante de su padre, pálida, débil, moribunda y le dijo entro sollozos:

-¡Oh! padre mío... ¿para qué darme una vida que yo no pedía, para qué alimentar mi niñez y proteger mi juventud, si después había de hacerme usted tan desgraciada?... ¡sí, tan desgraciada!

-¿Qué es esto, Teresa? -exclamó su padre acercándosele, mientras que ella, sin poderse contener más tiempo, se cubrió la cara con las manos y rompió a llorar.

-¿Qué te ha sucedido? -añadió Santa Rosa.

Por algunos momentos no pudo ella contestarle; pero al fin, haciendo un esfuerzo, dijo:

-No me lo niegue... usted, o por orden suya, ha envenenado el espíritu de Roberto, durante mi ausencia en Chile...

-¿Roberto?... ¿todavía piensas en él?... Por cierto creía que ya tenías más juicio y habías olvidado, esos caprichos indignos de ti.

-¡Yo no puedo olvidar!... ¡pero dígame usted, dígame por Dios! ¿qué le han dicho de mí a Roberto?

-¿Qué le han dicho?... ¿Y a mí qué me importa lo que lo puedan decir a ese miserable? No entiendo lo que me preguntas, ni me gustan estas escenas. ¡Ah! es verdad: he sabido que le han dejado últimamente una crecida herencia; probablemente ya no necesitará de tu dote, ¿eh?...

Y diciendo esto salió, dejándola sola.