Thaïs. La cortesana de Alejandría: I

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I EL LOTO



En aquel tiempo, el desierto estaba poblado de anacoretas. En ambas orillas del Nilo, innumerables cabañas, construidas con ramaje y arcilla por los solitarios, se alzaban a cierta distancia unas de otras, de modo que sus ocupantes vivieran aislados, pero en condiciones de ayudarse mutuamente si hubiese necesidad. Asomaban de trecho en trecho, por encima de las cabañas, iglesias coronadas con el sino de la cruz, y a ellas se dirigían los monjes los días festivos para asistir a la celebración de los misterios y participar en los sacramentos. También había en la orilla del río casas, donde los cenobitas, recluido cada uno en estrecha celda, saboreaban mejor la soledad.

Anacoretas y cenobitas vivían en la abstinencia; sólo tomaban alimento después de la puesta del sol, y consistía en pan, algunas hierbas y un polvo de sal. Los había que, lanzados en los arenales, buscaban resguardo en una caverna o en una tumba, sometidos a una disciplina más rigurosa.

Todos eran sobrios y castos; llevaban el cilicio y la cogulla, dormían en el suelo después de mucho velar, decían sus oraciones, cantaban los salmos y, para decirlo de una vez, realizaban diariamente obras extraordinarias de penitencia. En atención al pecado original, negaban a sus cuerpos no solamente los placeres y las satisfacciones, sino incluso los cuidados que pasan por indispensables conforme a las idea del siglo. Estimaban que las dolencias de nuestros miembros sanean nuestras almas, y que la carne no es digna de recibir adornos más gloriosos que las úlceras y las llagas. De este modo se atendían las palabras de los profetas, que dijeron "El desierto se cubrirá de flores".

Entre los moradores de aquella santa Tebaida, unos consagraban su días al ascetismo y la contemplación, otros tejían la fibra de la palmas para procurarse la subsistencia o trabajaban como jornalero de los cultivadores vecinos en la época de la recolección. Los gentiles sospechaban falsamente que algunos vivían del bandolerismo y de unirse con los árabes nómadas que robaban las caravanas. Pero, en verdad, aquellos monjes despreciaban las riquezas, y el olor de su virtudes subía hasta el cielo.

Ángeles de apariencia juvenil apoyados en una cayada, iban como viajeros a visitar las ermitas; mientras, los demonios, disfrazados con figura de etíopes o de animales, erraban en torno a los solitarios con el propósito de inducirlos a la tentación. Cuando los monjes iban a la fuente por la mañana para llenar su cántaro, veían impresos en la arena los pasos de sátiros y de centauros. Considerada desde su aspecto verdadero y espiritual, la Tebaida era un campo de batalla donde se libraban a todas horas, y especialmente de noche, los maravillosos combates del cielo y del infierno.

Los ascetas, furiosamente asaltados por legiones de condenados; se defendían, con la ayuda de Dios y de los ángeles, por medio del ayuno, de la penitencia y de las maceraciones. A veces, el aguijón de los deseos carnales los atormentaba tan cruelmente, que aullaban doloridos, y a sus lamentaciones respondían, bajo el cielo estrellado, los maullidos de las hienas hambrientas. Entonces era cuando los demonios se les presentaban en formas atractivas. Porque si, en realidad, los demonios son feos, a veces se revisten de una aparente belleza, que no permite discernir su íntimo carácter. Los ascetas de la Tebaida vieron con espanto, en el retiro de su celda, imágenes del placer desconocidas aun por los voluptuosos del siglo. Pero como el signo de la cruz estaba sobre ellos, no sucumbían a la tentación, y los inmundos espíritus, con su verdadera figura, recobrada, se alejaban al amanecer, avergonzados y rabiosos. No era raro encontrar al alba a uno de aquellos que, al huir lloriqueando, a los que le interrogaban respondía: "Lloro y gimo porque uno de los cristianos que habitan aquí me ha sacudido con una vara ignominiosamente."

Los antiguos del desierto extendían su poder sobre los pecadores y los impíos. Su bondad a veces era terrible. Heredaron de los apóstoles el poder de castigar las ofensas hechas al verdadero Dios, y nada podía salvar a los condenados por ellos. En los pueblos, y hasta entre la plebe de Alejandría, era corriente creer que la tierra, entreabierta, se tragaba a los que golpeaban con su vara. Por lo cual, gentes de mala conducta los temían, sobre todo los mimos, los histriones, los curas amancebados y las cortesanas.

Tal era la virtud de aquellos religiosos, que sometían a su poder hasta a las fieras. Cuando un solitario iba a morir, un león acudía a cavar una fosa con las uñas. El bienaventurado, seguro ya por esto de que Dios lo llamaba, iba en busca de sus hermanos para darles el beso de paz. Luego se acostaba con la alegría del justo que se duerme en el seno de Dios.

Desde que Antonio, cuya edad pasaba de los cien años, se había retirado en la cumbre del monte Colsino con sus discípulos predilectos, Macario y Amatas, no hubo en toda la Tebaida un monje comparable, por sus múltiples obras de piedad, con Pafnucio, abad de Antinoe. Sin duda, Efrén y Serapión regían a un número mayor de monjes y sobresalían en la dirección espiritual y temporal de sus monasterios; pero Pafnucio observaba los ayunos con más rigor, y a veces pasaba tres días sin tomar alimento. Su cilicio era de pelo muy rudo; se flagelaba por la mañana y por la noche, y solía prosternarse con la frente en el suelo.

Sus veinticuatro discípulos, que habían construido sus cabañas próximas a la suya, imitaban sus austeridades. Los amaba cariñosamente en Jesús y los exhortaba sin cesar a la penitencia. En el número de sus hijos espirituales encontrábanse los hombres que, después de haberse entregado al bandolerismo durante largos años, se sintieron tocados por las exhortaciones del santo abad, hasta el punto de consagrarse al estado monástico. La pureza de su vida edificaba a sus compañeros. Entre los que se distinguía el antiguo cocinero de una reina de Abisinia, convertido igualmente por el abad de Antinoe, que no cesaba de verter lágrimas y el diácono Flaviano, que poseía el conocimiento de las Escrituras y hablaba sabiamente. Pero el más admirable de los discípulos de Pafnucio era un joven campesino de nombre Pablo, a quien llamaban el Simple por su extrema ingenuidad. Los hombres se burlaban de su candor: pero Dios lo favorecía con visiones celestiales y el don de profecía.

Pafnucio sacrificaba sus horas en la enseñanza de sus discípulos y las prácticas del ascetismo. A menudo meditaba también sobre los libros sagrados para hallar en ellos alegorías. Por todo esto, joven aún, eran sus méritos abundantes.

Los diablos, que libraban muy rudos asaltos contra los virtuosos anacoretas, no se atrevían a aproximarse a él. De noche, a la luz de la luna, siete pequeños chacales se colocaban frente a su celda, descansaban sobre sus cuartos traseros, inmóviles, silenciosos, con las orejas en alto. Y se cree serían siete demonios retenidos en el umbral de su morada por la virtud de su santidad.

Pafnucio había nacido en Alejandría de padres nobles, que le hicieron instruir en las letras profanas, y hasta fue seducido por las mentiras de los poetas. Tales eran, en su primera juventud, el error de su inteligencia y el desarrollo de su pensamiento, que llegó a creer a la raza humana ahogada por el Diluvio en la época de Decaulión, y disputaba con sus condiscípulos, sobre la naturaleza, los atributos y hasta la existencia de Dios. Vivía entonces en la disipación al uso de los gentiles. Fueron días de los que solo se acordaba con vergüenza y dolor.

—En aquel tiempo —solía decir a sus hermanos— yo estaba hirviendo en la caldera de las falsas delicias.

Quería expresar con esto que se alimentaba con manjares hábilmente aderezados y que frecuentaba los baños públicos. En efecto, había llevado hasta sus veinte años aquella vida del siglo, merecedora de llamarse muerte y no vida. Pero, gracias a las lecciones del sacerdote Macrino, se transformó en un hombre nuevo.

La Verdad lo penetró hasta el fondo, y solía decir que la verdad entró en él como una espada. Abrazado a la fe del Calvario, adoró a Jesús crucificado. Después de su bautismo aún permaneció un año entre los gentiles, en la sociedad a la que le unían los lazos de la costumbre. Pero al entrar un día en una iglesia oyó leer al diácono este versículo de la Escritura: "Si quieres ser perfecto anda y vende todo lo que tienes y da el dinero a los pobres." Al punto vendió sus haciendas, y después de distribuir el precio en limosnas, abrazó la vida monástica.

Desde que se había retirado del trato de los hombres diez años antes, ya no hervía en la caldera de las delicias, y se maceraba provechosamente con los bálsamos de la penitencia.

Así, al recordar un día, según su piadosa costumbre, las horas que había vivido lejos de Dios; el examinar sus culpas una a una, para concebir exactamente su deformidad, se le vino a la memoria una comedianta de gran belleza, llamada Tais, que vio en otro tiempo en el teatro de Alejandría. Aquella mujer se mostraba en los juegos y no temía entregarse a las danzas cuyos movimientos, acompasados con habilidad excesiva, recordaban los de las más horribles pasiones. También simulaba alguna de esas actitudes vergonzosas que las fábulas de los paganos prestan a Venus, a Leda o a Pasifae. Así abrasaba en el fuego de la lujuria a todos los espectadores, y cuando arrogantes jóvenes o ricos ancianos acudían, impulsados por el amor, a depositar flores en el umbral de su casa, ella los acogía y se les entregaba; de manera que al perder su alma, daba motivo de que se perdieran muchas almas.

Poco había faltado para que indujese también a Pafnucio al de la carne. Con el deseo encendido en su venas, una vez se había dirigido a casa de Tais. Pero se detuvo en el umbral de la cortesana, por la timidez natural de la extrema juventud (entonces tenía quince años) y por el miedo a verse rechazado, falto de suficiente dinero, porque sus padres no le autorizaban para hacer derroches.

Dios en su misericordia, se valió de su timidez y de la prudencia paternal para librarlo de una horrible caída; pero al pronto Pafnucio no comprendió lo que tenía que agradecer a la Providencia, inepto aun para discernir lo que más le convenía y ansioso de gozar terrenales dichas. Al presente, arrodillado en su celda ante el simulacro de aquel madero saludable de donde fue suspendido, como en una balanza, el rescate del mundo, Pafnucio comenzó a pensar en Tais, porque Tais era su pecado, y meditó largo tiempo, según las reglas del ascetismo, acerca de la fealdad espantable de las delicias carnales, cuyo gusto le había inspirado aquella mujer en los días de agitación y de ignorancia. Después de algunas horas de meditación, la imagen de Tais se le apareció con resplandeciente claridad. Volvió a verla como en el momento de la tentación, bella según la carne. Se le presentó primero como una Leda, muellemente tendida sobre un lecho de jacintos, vencida hacia atrás la cabeza, húmedos y relampagueantes los ojos, palpitante la nariz, la boca entreabierta, el pecho en flor y los brazos, frescos como dos arroyos. Ante aquella visión, Pafnucio se golpeaba el pecho, y decía:

—¡Te tomo por testigo, Dios mío, de que considero la fealdad de mi pecado!

Entre tanto, la imagen cambiaba insensiblemente de expresión. Los labios de Tais revelaban, poco a poco, abatiéndose en ambas comisuras, un misterioso padecer. Sus ojos, agrandados, resplandecían entre lágrimas; su pecho, palpitante, mostraba una inquietud recelosa, como en los primeros augurios de una tempestad. Ante aquello, Pafnucio se sintió turbado hasta el fondo del alma. Posternóse, y oró así:

—Tú, Señor que pusiste la piedad en nuestros corazones como el rocío de la mañana sobre los prados. Dios justo y misericordioso, ¡bendito seas! ¡Loor a ti! Aparta de tu siervo esta falsa emoción, que conduce a la concupiscencia, y concédeme la gracia de no poder amar a tus criaturas, sino solo a Ti, porque pasan y Tú permaneces. Si me intereso por esa mujer, Señor es porque reconozco en ella tu obra. Los propios ángeles se inclinan hacia ella con solicitud. ¿No es, ¡oh Señor!, el soplo de tu boca? Es preciso que no siga prostituyéndose con tantos ciudadanos y extranjeros. Una inmensa piedad se ha levantado hacia ella en mi corazón. Sus crímenes son abominables, y solo pensar en ellos me estremece de tal modo, que un espantoso terror eriza mis cabellos. Pero cuanto más culpable sea, más compasión merece. Lloro al imaginar que los diablos han de atormentarla durante la eternidad.

Mientras meditaba de ese modo, advirtió que había un pequeño chacal sentado a sus pies, y esto le hizo sentirse muy sorprendido, porque la puerta de su celda estuvo cerrada todo el día. El animalito meneaba la cola como un perro y lo miraba como si leyera sus reflexiones. Santiguóse Pafnucio y la bestia se desvaneció. Hasta entonces nunca se había deslizado el demonio en su refugio. Hizo una breve plegaria, y volvió a pensar en Tais. Luego se dijo:

"¡Con la ayuda de Dios, me propongo salvarla!"

Y se durmió.

A la mañana siguiente, después de rezar sus oraciones, dirigióse al lugar donde moraba el bienaventurado Palemón, que, no lejos de allí, vivía como anacoreta. Lo encontró apacible, risueño y ocupado en cavar la tierra, según su costumbre. Palemón era bastante anciano; cultivaba un huertecito; las fieras iban a lamerle las manos y no le atormentaban los demonios.

—¡Alabado sea Dios, Hermano mío —dijo al ver a Pafnucio, y suspendió su labor.

—¡Alabado sea Dios! —respondió Pafnucio—. ¡Y que la paz sea con mi hermano!

—¡La paz sea también contigo, hermano Pafnucio! —repuso el monje Palemón; y se enjugó con su manga el sudor de la frente.

—Hermano Palemón, nuestras palabras no deben tener por único objeto el elogio de Aquel que ha prometido estar entre los que se junten en su nombre. Por esto vine a comunicarte un propósito concebido con objeto de glorificar al Señor.

—Así bendiga el Señor tu propósito, Pafnucio, como ha bendecido mis lechugas; con el rocío extiende sus gracias todas las mañanas sobre mi huerto, y su bondad me induce a glorificarlo en los pepinos y en las calabazas que me concede. Pidámosle con oraciones que nos tenga en su paz. Porque ¡nada es, más de temer que los movimientos desordenados que turban el corazón! Cuando esos movimientos nos agitan, somos semejantes a los hombres embriagados, y torcemos a uno y otro lado nuestro camino, a punto de caer ignominiosamente a cada paso. A veces esos transportes nos hunden en una bárbara alegría, y quien a ella se abandona hace resonar en el aire viciado la risa torpe de los brutos; esa lamentable alegría conduce al pecador hacia toda clase de desórdenes, y también algunas veces las turbulencias del alma y de los sentidos nos arrojan en una tristeza diabólica, más funesta mil veces que la alegre impiedad. Hermano Pafnucio, yo no soy mas que un miserable pecador; pero he observado en mi larga existencia que el cenobita no tiene peor enemigo que la tristeza. Me refiero a esa melancolía tenaz que envuelve el alma como una bruma y le oculta la luz de Dios. Nada es más opuesto a la salud, y el mayor triunfo del demonio consiste en esparcir un acre y negro humo en el corazón de un religioso. Si nos evitara solo tentaciones alegres, sería mucho menos temible. ¡Ay! Su mayor triunfo consiste en desolarnos. Con ese propósito hizo ver a nuestro padre Antonio un niño negro, de tal belleza, que, al verlo, era imposible no llorar. Con la ayuda de Dios, nuestro padre Antonio evitó las argucias del demonio. Era un santo. Vivió un tiempo entre nosotros, y de su alegría constante participábamos los discípulos. Nunca estuvo melancólico. Pero ¿no venías, hermano Pafnucio, a tratar conmigo de un propósito formado en tu espíritu? Me favorecerás comunicándomelo, ya que tiene por objeto la gloria de Dios.

—En efecto, hermano Palemón, me propongo glorificar al Señor. Fortaléceme con tu consejo, pues tienes muchas luces y jamás el pecado oscureció la claridad de tu inteligencia.

—Hermano Pafnucio, no soy digno de desatar la correa de tus sandalias, y mis inquietudes son innumerables como las arenas del desierto. Pero soy viejo y no te negaré la ayuda de mi experiencia.

—Te confiaré, pues, hermano Palemón, que siento un dolor agudo ante la idea de que hay en Alejandría una cortesana llamada Tais, que vive en el pecado y es para el pueblo una tentación escandalosa.

—Hermano Pafnucio, eso es, en efecto, una cosa abominable y debe afligirnos. Muchas mujeres viven como esa entre los gentiles. ¿Imaginaste un remedio para tan espantoso mal?

—Hermano Palemón, iré a encontrar a esa mujer en Alejandría, y, con el auxilio de Dios, la convertiré. Tal es mi propósito. ¿Merece tu aprobación, hermano mío?

—Hermano Pafnucio, yo no soy más que un pobre pecador; pero nuestro padre Antonio tenía costumbre de decir: "En cualquier lugar donde te halles no te apresures a salir para dirigirte a otro."

—Hermano Palemón, ¿descubres algo condenable en el propósito que tengo concebido?

—¡Apacible Pafnucio, Dios me guarde de mantener sospechas por las intenciones de mi hermano! Pero nuestro padre Antonio decía también: "Los peces, al ser sacados del agua, pierden la vida. Y también ocurre que los monjes, al dejar sus celdas y mezclarse con las gentes del siglo, se apartan de los buenos propósitos."

Después de hablar así, el anciano Palemón hundió con el pie el filo de su laya en la tierra, que removió afanosamente alrededor de una higuera cargada de frutos. Mientras layaba, un antílope, que franqueó, de un salto rápido, con un rumor de hojas, el seto que cerraba el huerto, sin curvar el follaje, se detuvo, sorprendido, inquieto, con los corvejones temblorosos; luego se llegó en dos saltos al anciano e introdujo su fina cabeza en el seno de su amigo.

—¡Dios sea alabado en la gacela del desierto! —dijo Palemón. Y habiendo ido a su cabaña, seguido de la bestia ligera, sacó un mendrugo de pan negro, que le dio a comer en la palma de la mano.

Pafnucio quedó un buen rato meditabundo, con la mirada fija en las piedras del camino. Y después volvió lentamente a su celda, preocupado por lo que acababa de oír. Su espíritu se debatía en cavilaciones, y se decía:

"Este solitario es buen consejero; la más equilibrada prudencia reside en él. Duda del acierto de mi propósito. Sin embargo, considero una crueldad no socorrer a esa Tais contra el demonio que la posee: ¡Que Dios me ilumine y me guíe!"

Avanzaba en su camino, y vio una grulla presa en las redes que un cazador había tendido sobre la arena, y dedujo ser hembra, porque otra grulla, que sería el macho, a picotazos rompió las mallas, de modo que su compañera pudo librarse al fin.

Pafnucio contemplaba interesado aquel acontecimiento, y por inspiración de su santidad deducía el sentido místico, indudable, de lo que la Providencia puso ante sus ojos. El pájaro cautivo era representación de Tais, cogida en los lazos de las abominaciones; y tomando ejemplo del macho, que cortaba los hilos de la red con el pico, debía él romper con palabras poderosas las invisibles ataduras que la retenían en el pecado. Por esto en aquel instante alabó a Dios y sintió ya firme y decidido su propósito. Pero luego, al ver al macho también sujeto por las patas en la misma red que había roto, volvió a sentir penosa incertidumbre.

No durmió en toda la noche y antes del amanecer tuvo una visión. Era Tais que se le aparecía. Su rostro no expresaba las voluptuosidades culpables ni estaba cubierta, según su costumbre, con tejidos transparentes. Un sudario la envolvía por completo y hasta ocultaba una parte del rostro, de manera que solo veía él dos ojos, de los que brotaban lagrimones gruesos y blancos.

Ante aquel espectáculo, lloró amargamente y seguro de que aquella visión se la ofrecía Dios, ya no tuvo más vacilaciones. Se levantó, cogió un palo nudoso, imagen de la fe cristiana, salió de su celda, cuya puerta cerró cuidadosamente, a fin de que los animales que viven sobre la arena y los pájaros del aire no pudiesen ir a ensuciar el libro de las Escrituras que conservaba a la cabecera de su lecho, llamó al diácono Flaviano para confiarle el gobierno de sus veintitrés discípulos, y vestido solamente con un largo cilicio encaminóse hacia el Nilo, con la intención de seguir a pie la orilla Líbica hasta la ciudad fundada por el Macedonio. Desde el amanecer andaba sobre la arena, sin que le abrumaran la fatiga, el hambre ni la sed; asomaba ya el sol en el horizonte cuando vio el río aterrador que precipitaba sus aguas sangrientas entre rocas de oro y fuego. Avanzó por la orilla mendigando el pan por el amor de Dios en las puertas de las cabañas aisladas, y recibiendo con alegría injurias, negativas, amenazas. No temía ni a los bandidos, ni a las fieras, pero ponía gran cuidado en apartarse de las ciudades y de los pueblos que se ofrecían a sus ojos en el camino. Temía encontrar a los niños que juegan a las tabas junto al hogar paterno, o ver, en las cisternas, a las mujeres de camisa azul que sonreían al dejar sus cántaros en el suelo. Para el solitario todo es peligroso, hasta puede ser un peligro para él leer en la Escritura que el Divino Maestro iba de ciudad en ciudad y cenaba con sus discípulos. Las virtudes que los anacoretas bordan cuidadosamente sobre el cañamazo de la fe, son tan frágiles como magníficas. Un tenue soplo del cielo puede empañar sus agradables colores; y evita Pafnucio entrar en las ciudades por el temor de que su corazón se ablandara en presencia de las gentes.

Por esto buscaba los caminos solitarios. Al cerrarse la noche, el murmullo de los tamarindos, acariciados por el aire, le producía un estremecimiento y bajaba su capucha sobre los ojos para no ver más la belleza de las cosas. Al sexto día de camino, llegó a un lugar llamado Silsilé. El río corre sobre un estrecho valle que bordea una doble cadena de montañas de granito. Allí es donde los egipcios, en el tiempo en que adoraban a los demonios, tallaron sus ídolos. Vio allí Pafnucio una enorme cabeza de esfinge empotrada en la roca. Temeroso de que aún estuviese animada de algún poder diabólico, hizo el signo de la cruz y pronunció el nombre de Jesús. Un murciélago salió volando de una de las orejas del monstruo de piedra y Pafnucio conoció que se alejaba el espíritu maligno que había en aquella figura desde siglos antes. Aumento su celo apostólico aquella circunstancia y asiendo una gruesa piedra, la arrojó a la faz del ídolo; pero al advertir en la misteriosa esfinge una expresión de tristeza profunda, Pafnucio se sintió conmovido. En verdad la expresión de dolor sobrehumano de que aquella faz de piedra estaba impregnada, habría conmovido al más insensible. Por esto Pafnucio dijo a la esfinge:

—¡Oh bestia, a ejemplo de los sátiros y de los centauros que vio en el desierto nuestro padre Antonio, confiesa la Divinidad de Cristo Jesús y te bendeciré en el nombre del Padre del Hijo y del Espíritu Santo!

Eso dijo, y una claridad rosada salió de los ojos de la esfinge; los pesados párpados de la bestia estremeciéronse y los labios de granito articularon penosamente, como un eco de la voz del hombre, el santo nombre de Jesús; en vista de lo cual Pafnucio extendió la mano derecha para bendecir a la esfinge de Silsilé.

Luego prosiguió su camino y, donde se ensancha el valle, vio las ruinas de una ciudad inmensa. Los templos, que seguían en pie, estaban sostenidos por los ídolos que servían de columnas y, con el permiso de Dios, las cabezas de mujeres con cuernos de vaca clavaban en Pafnucio insistentes miradas que le hacían palidecer. Caminó así diecisiete días; tomaba por todo alimento algunas hierbas y dormía por la noche en los palacios derruidos, entre los gatos monteses y las ratas de Faraón, con las que se mezclaban mujeres cuyo busto se prolongaba en forma de escamoso pez. Pero Pafnucio sabía que tales mujeres eran seres del infierno y las alejaba con hacer solamente la señal de la Cruz.

El día decimoctavo descubrió, lejos de toda población, una miserable choza de hojas de palmera, medio sepultada bajo la arena que arrastra el viento del desierto, y se aproximó con la esperanza de que habitase allí algún piadoso anacoreta. Aquel refugio carecía de puerta y sin entrar pudo ver en el interior un cántaro, un rimero de cebollas y una yacija de hojas marchitas.

—¡He aquí —se dijo— el mobiliario de un asceta. Comúnmente los eremitas se alejan poco de su cabaña. No dejaré de encontrar pronto al morador de esta choza. Quiero darle un beso de paz, a ejemplo del santo solitario Antonio, que al hallar en su camino al eremita Pablo, le abrazó tres veces. Hablaré con él de cosas eternas y tal vez Nuestro Padre nos enviará por un cuervo un pan, y seré invitado piadosamente a compartirlo.

Mientras reflexionaba de este modo, discurría lentamente por las proximidades de la choza, con la esperanza de que apareciese alguien, y no había dado cien pasos, cuando vio a un hombre sentado sobre las piernas cruzadas a la orilla del Nilo. Estaba desnudo. Sus cabellos, como su barba, eran enteramente blancos y su cuerpo de color de ladrillo. Pafnucio no dudaba de que fuera el ermitaño, y le saludó con las palabras que los monjes tienen costumbre de cambiar cuando se encuentran.

—¡Que la paz sea contigo, mi hermano! Así logres un día gozar las dulces auras del Paraíso.

El hombre no contestó. Permanecía inmóvil como si no comprendiese. Pafnucio imaginó que aquel silencio era motivado por uno de esos éxtasis tan frecuentes en los santos. Se puso de rodillas con las manos cruzadas junto al desconocido, y así estuvo en oración hasta la puesta del sol. Y al ver que su compañero seguía inmóvil, dijo:

—Padre mío, si ha terminado el éxtasis en que te vi sumergido, dame tu bendición en Nuestro Señor Jesucristo.

El otro le respondió sin volver la cabeza:

—Extranjero: yo no sé lo que quieres decir y no conozco a ese Señor Jesucristo.

—¡Cómo! —exclamó Pafnucio—. Los profetas lo anunciaron; legiones de mártires han confesado su nombre; hasta el mismo César lo ha adorado y poco ha hice proclamar su gloria por la esfinge de Silsilé. ¿Cómo es posible que tú no lo conozcas?

—Amigo mío —respondió el otro—, eso es posible. Y hasta sería cierto, si hay alguna certeza en el mundo.

Pafnucio estaba sorprendido y contristado por la increíble ignorancia de aquel hombre.

—Si no conoces a Jesucristo —le dijo— tus obras no te servirán de nada y no ganaras la vida eterna.

El anciano replicó:

—Es vano actuar y vano también abstenerse, como es indiferente vivir o morir.

—Pero ¿qué? —arguyó Pafnucio—. ¿acaso no deseas vivir en la Eternidad? ¿No habitas una cabaña en este desierto a la manera de los anacoretas?

—Eso parece.

—¿No vives desnudo y desprovisto de todo?

—Eso parece.

—¿No te alimentas con raíces y no practicas la castidad?

—Eso parece.

—¿No has renunciado a todas las vanidades de este mundo?

—En efecto: he renunciado a todas las cosas vanas que, comúnmente, suelen ser la preocupación de los hombres.

—Así, pues, eres como yo, pobre, casto y solitario. ¡Y no lo haces como yo por el amor de Dios, y con miras a la felicidad celestial! Eso es lo que no puedo comprender. ¿Por qué te privas de los bienes de este mundo, si no esperas ganar los bienes eternos?

—Extranjero: yo no me privo de ningún bien, y me place haber hallado una manera de vivir algo satisfactoria, por más que, a decir verdad, no haya buena ni mala vida. Nada es en si honesto ni vergonzoso, justo ni injusto, agradable ni penoso, bueno ni malo. La opinión es la que da cualidades a las cosas, como la sal da sabor a los alimentos.

—Así, pues, según tú, no hay certidumbre. Niegas la verdad que hasta los idolatras buscaron. Descansas en tu ignorancia, como un perro fatigado que duerme sobre basura.

—Extranjero: tan vano es injuriar a los perros como a los filósofos. Ignoramos lo que son los perros y lo que somos nosotros. No sabemos nada.

—¡Oh anciano! perteneces, pues a la ridícula secta de los escépticos? ¿Sin duda eres uno de esos miserables locos que niegan igualmente el movimiento y el reposo y que no saben distinguir la luz del sol de las sombras de la noche?

—Amigo mío: sí soy escéptico, y de una secta que me parece loable, mientras tú la juzgas ridícula. Porque las mismas cosas tienen diversas apariencias. Las pirámides de Menfis parecen, al amanecer, conos de luz rosada, y a la puesta del sol, sobre el cielo rojizo, se muestran como negros triángulos. Pero... ¿quién penetrará su íntima sustancia? Tú me reprochas que niegue las apariencias, cuando, al contrario, las apariencias son las únicas realidades que reconozco. El sol me parece luminoso, pero su naturaleza me es desconocida. Siento que el fuego quema, pero no sé ni cómo, ni por qué. Amigo mío, no me comprendes; pero al fin y al cabo lo mismo da ser considerado así o de otra manera.

—Una vez más vuelvo a interrogarte. ¿Porqué vives de dátiles y de cebollas en el desierto? ¿Por qué sufres con paciencia tantas privaciones? Como tú, yo también practico la abstinencia y la soledad; pero me conformo para ser grato a Dios y merecer la beatitud eterna. Tal es un propósito razonable, porque acredita cordura, sufrir con la esperanza del premio. Pero es una insensatez pasar voluntariamente inútiles fatigas y vanos sufrimientos. Si yo no creyese (¡perdona esa blasfemia, oh Luz increada!), si yo no creyese en la verdad de lo que Dios nos ha enseñado por la voz de los Profetas, por el ejemplo de su Hijo, por los actos de los Apóstoles, por la autoridad de los Concilios y por el testimonio de los mártires; si yo no supiese que los sufrimientos del cuerpo son necesarios a la salud del alma; si estuviese, como tú lo estás, hundido en la ignorancia de los sagrados misterios, volvería inmediatamente al siglo; me esforzaría por adquirir riquezas para vivir en la molicie como los dichosos de este mundo, y diría a las voluptuosidades: "Venid, hijas mías, venid, sirvientas mías, venid todas a verterme vuestros vinos, vuestros filtros y vuestros perfumes." Pero tú, insensato anciano, te privas de todas las ventajas y lo pierdes sin esperar ninguna ganancia. Das y no esperas devolución; imitas ridículamente los trabajos admirables de nuestros sacerdotes, como un mono desvergonzado piensa copiar el cuadro de un pintor ingenioso, mientras no hace otra cosa que ensuciar una pared. ¡Oh el más estúpido de los mortales! ¿En qué apoyas tus razones?

Hablaba Pafnucio de ese modo con mucha violencia, y el anciano permanecía tranquilo.

—Amigo mío —respondió, al fin, suavemente—. ¿Qué te importan las razones de ser un perro dormido sobre basura y de un mono sin vergüenza?

Pafnucio jamás había pensado en lo que no fuese la gloria de Dios, y una vez calmada su cólera excusóse con noble humildad.

—Perdóname —dijo—. ¡Oh anciano! ¡Oh hermano mío!, si el celo de la verdad me arrebató más allá de los justos límites. Pongo a Dios por testigo de que odiaba yo tu error y no tu persona. Sufro al verte en las tinieblas, porque te amo en Jesucristo y el cuidado de tu salud ocupa mi corazón. Habla, dame tus razones; ardo por conocerlas con el propósito de refutarlas.

El anciano respondió con absoluta quietud:

—Estoy dispuesto igualmente a contestarte y a callarme. Sin embargo, te daré mis razones, sin pedirte en cambio las tuyas, porque no me interesan. No me preocupo ni de tu dicha ni de tu infortunio y me es indiferente que discurras de una manera o de otra. ¿Por qué había de amarte o de odiarte? La aversión y la simpatía son igualmente indignas del sabio. Pero, puesto que me interrogas, te diré que me llamo Timocles y que nací en Cos, de padres enriquecidos por los negocios. Mi padre armaba navíos. Su inteligencia se parecía mucho a la de Alejandro, al que llamaron el Grande; pero era menos cerrada. En suma, era una pobre naturaleza de hombre. Yo tenía dos hermanos que siguieron como el padre la profesión de armadores. Yo profesaba la sabiduría. Mi hermano vióse obligado por nuestro padre a casarse con una mujer cariana llamada Timaesa, y le desagradaba tanto que no le fue posible vivir a su lado sin caer en muy negra melancolía; mientras, Timaesa inspiraba a nuestro hermano menor un cariño criminal, que tomó pronto carácter de manía furiosa. La cariana sentía por ambos igual aversión; y amaba a un flautista y lo recibía de noche en su cuarto. Una mañana dejó allí olvidada la corona que solía llevar en los festines; al verla mis dos hermanos juraron vengarse del tocador de flauta, y al día siguiente le mataron a latigazos, a pesar de sus lágrimas y súplicas. Mi cuñada experimentó por ello una desesperación que la hizo perder el juicio, y los tres miserables, convertidos en bestias, paseaban su locura por las orillas de Cos, aullando como lobos, con la espuma en los labios y la mirada fija en el suelo, entre la gritería de los chiquillos que los apedreaban. Así murieron y mi padre los amortajó. Poco tiempo después, el estómago de mi padre se negó a tolerar toda clase de alimentos y murió de hambre cuando era bastante rico para comprar todas las viandas y todos los frutos de los mercados de Asia. Le desesperaba que yo no heredase una fortuna. La empleé en viajar. Visité a Italia, Grecia y África, sin encontrar ningún sabio feliz. Estudié la filosofía en Atenas y en Alejandría, y me aturdió con el barullo de las disputas. Por fin prolongué mi paseo hasta la India, donde vi, a la orilla del Ganges, un hombre desnudo, sentado sobre las piernas cruzadas, y supe que allí estaba, de aquel modo, desde treinta años antes. Las lianas se enroscaban alrededor de su cuerpo enjuto y los pájaros anidaban entre sus cabellos. Y a pesar de todo, vivía. En su presencia, recordé a Timaesa, al tocador de flauta, y mis dos hermanos y a mi padre; y comprendí la sabiduría de aquel indio. "Los hombres —me dijo— sufren porque están privados de lo que creen ser un bien; o porque lo poseen y temen perderlo; o porque sufren lo que creen ser un mal. Suprimid todas las creencias de este género y desaparecerán todos los males." Por esto resolví no considerar ventajoso nada; reconocer que los bienes de este mundo nada valen, y vivir en la soledad y en la inmovilidad, a ejemplo del indio.

Pafnucio había escuchado atentamente el relato del anciano, y respondió:

—Confieso, Timocles de Cos, después de oírte, que no todo está desprovisto de sentido en tus palabras. En efecto, es de sabios el desprecio de los bienes de este mundo. Pero sería insensato despreciar igualmente los bienes eternos y exponerse a la cólera de Dios. Deploro tu ignorancia, Timocles, y voy a instruirte en la verdad, para que al conocer la existencia de un Dios en tres hipótesis, obedezcas a ese Dios como un hijo a su padre.

Pero Timocles le interrumpió:

—Guárdate, extranjero, de exponerme tus doctrinas y no pienses en obligarme a compartir tu sentimiento. Toda disputa es estéril. Mi opinión es no tener opinión. Vivo exento de agitaciones a condición de vivir sin preferencias. Prosigue tu camino, y no intentes sacarme de la bienaventurada apatía en que me hundí, como en un baño delicioso, después de los rudos trabajos de mis días.

Pafnucio, profundamente instruido en las cosas de la fe por el conocimiento que tenía de los corazones, comprendió que la gracia de Dios no estaba en el anciano Timocles y que la hora de la salud no había sonado aún para aquella alma obstinada en su perdición; y no respondió, temeroso de que la edificación se convirtiera en escándalo; pues ocurre alguna vez que al disputar contra los infieles, se les induce más al pecado, lejos de convertirlos. Por lo cual es conveniente que los poseedores de la verdad la siembren con prudencia.

—¡Adiós ya, desgraciado Timocles! —dijo.

Y, sin contener un profundo suspiro, reanudó en la noche su piadoso viaje.

Ya de mañana, vio a los ibis inmóviles sobre una pata, a la orilla del agua que reflejaba su cuello pálido y sonrosado. Sobre un ribazo, a lo lejos extendían los sauces su follaje gris; las grullas volaban en triángulo por el cielo transparente, y en los cañaverales resonaban los graznidos de las garzas invisibles. Hasta perderse de vista, extendía el río sus aguas verdes, sobre las que se deslizaban los veleros como alas de pájaros: aquí y allá, en la orilla, se reflejaba una casa blanca; sobre la corriente y en la lejanía flotaban ligeras nubes, y salían de las islas cargadas de palmas, de flores y de frutos, ruidosas bandadas de patos y ocas, de flamencos y de cercetas. A la izquierda, el fecundo valle extendía hasta el desierto sus campos y sus huertas, estremecidos de alegría; el sol doraba las espigas, y la tierra exhalaba el hálito de su fecundidad, como un perfume. Ante aquel cuadro, cayó Pafnucio de rodillas y dijo:

—¡Alabado sea el señor, que da feliz término a mi viaje! Tú, que derramas el rocío sobre las higueras de la Arsinóitida. Dios mío, permite que tu gracia entre en el alma de esa Tais a la que no formaste con menos amor del que ponías en las flores de los campos y en los árboles de los jardines. ¡Así pueda florecer con mis cuidados como un rosal oloroso en tu Jerusalén celestial!

Y cada vez que veía un árbol florido o un hermoso pájaro, pensaba en Tais. Así, paso a paso, por la margen del brazo izquierdo del río y a través de las comarcas fértiles y populosas, alcanzó en pocas jornadas aquella Alejandría que los griegos llamaron bella y dorada.Había pasado ya una hora desde la salida del sol, y se hallaba en la cumbre de una colina cuando se ofreció a sus ojos la ciudad espaciosa cuyos tejados brillaban en un ambiente rosado. Se detuvo; cruzó los brazos sobre el pecho y se dijo, meditando para sí:

"Este es el delicioso lugar donde nací en el pecado, el aire brillante donde respiré venenosos perfumes, el mar voluptuoso donde oí cantar a las sirenas. ¡Esta es mi cuna según la carne, mi patria según el siglo! ¡Cuna florida, patria ilustre, a juicio de los hombres! Es natural que tus hijos, ¡oh Alejandría!, te quieran como una madre. Yo fui engendrado en tu seno entre magnificencias; pero el ascético desprecia lo natural, el místico excluye las apariencias, el cristiano mira su patria humana como un lugar de destierro, el monje huye de la sociedad. He librado mi corazón de tu amor, Alejandría. ¡Te odio! ¡Te odio por tu riqueza, por tu ciencia, por tu dulzura, por tu beldad! ¡Maldito seas templo de los demonios! ¡Impúdico lecho de los gentiles, cátedra apestada de los arios; maldita seas! Y tú, hijo alado del Cielo que condujiste al santo hermitañoa Antonio, nuestro padre, cuando venido del fondo del desierto penetró en esa ciudadela idólatra, para afirmar la fe de los confesores y la constancia de los mártires: bello ángel del Señor, invisible niño, primer soplo de Dios; vuela ante mí y perfuma con tu aleteo el aire pútrido que voy a respirar entre los príncipes tenebrosos del siglo!"

Y anduvo de nuevo para entrar en la ciudad por la puerta del Sol. Aquella puerta era de piedra y se alzaba con orgullo; y gentes miserables acogidas a su sombra, ofrecían a los transeúntes higos y limones, o mendigaban un óbolo dolorosamente.

Una vieja andrajosa, que estaba arrodillada, se asió al cilicio del monje, y al besarlo dijo:

—Hombre del Señor, bendíceme, para que Dios me bendiga. He sufrido mucho en este mundo y quiero alcanzar todos los goces del otro. Tú vienes de Dios. ¡Oh bienaventurado!, por eso el polvo de tus pies es más precioso que el oro.

—Alabado sea el Señor —dijo Pafnucio.

Y con su mano entreabierta hizo la señal de la Cruz sobre la cabeza de la anciana.

Pero apenas había dado veinte pasos en la calle cuando un tropel de niños empezó a silvarle, a tirarle piedras y a gritar:

—¡Oh! ¡El maldito monje! ¡Más negro que un cinocéfalo y más barbudo que un macho cabrío! ¡Es un holgazán! ¿Por qué no le cuelgan de algún huerto, como un príapo de madera, para ahuyentar a los pájaros? Pero atraería el granizo sobre los almendros en flor. ¡Trae la desgracia! ¡Que lo coman los cuervos a ese monje! ¡Que lo coman los cuervos!

Las piedras volaban al par del vocerío.

—¡Santo Dios! ¡Bendecid a esos pobres niños! —murmuró Pafnucio; y al proseguir su camino discurría:

"Soy un motivo de veneración para esa vieja, y de oprobio para esos niños. Así, un mismo objeto es despreciado de diferentes modo por los hombres, que son inseguros en sus juicios y están sujetos a error. Es preciso reconocer que, a pesar de ser gentil, el anciano Timocles no estaba desprovisto de sentido. Ciego, se reconoce privado de luz. Cuan superior resulta por el razonamiento a esos idólatras que que exclaman desde el fondo de sus espesas tinieblas: "¡Veo la luz! Todo en este mundo es espejismo y arena movediza. Sólo en Dios está la estabilidad."

Y cruzaba la ciudad apresuradamente. Después de diez años de ausencia, reconocía cada piedra, y cada piedra lo era de escándalo para él, porque le recordaba un pecado. Por esto golpeaba con sus pies desnudos las losas de las anchurosas calzadas, y se regocijaba al ver luego el rastro ensangrentado de sus talones desgarrados. Dejando a su izquierda los magníficos pórticos del templo de Serapis, penetró en una calle de ricas moradas que parecían aletargadas por los perfumes. Allí los pinos, los olmos y los terebintos alzaban sus copas sobre las cornisas rojas y las acroteras doradas. Veíanse, por las puertas entreabiertas, estatuas de bronce en los vestíbulos de mármol y surtidores que derramaban su agua sobre el follaje. Ningún ruido turbaba la paz de tan hermosos retiros; y solamente a lo lejos, se oían las notas de una flauta. El monje se detuvo delante de una casa bastante pequeña, pero de nobles proporciones y sostenida por columnas graciosas y adornada con bustos de bronce que representaban a los más ilustres filósofos de Grecia.

Reconoció a Platón, a Sócrates, Aristóteles, Epicuro y Zenón; acercose a la puerta, y, después de dar un aldabonazo, reflexionó:

"Es inútil que el bronce glorifique a estos falsos sabios; sus mentiras serán olvidadas; en el infierno arden sus almas, y hasta el famoso Platón, que llenó la Tierra con el asombro de su elocuencia, ahora ya solo disputa con los demonios."

Un esclavo abrió la puerta, y, al ver a un hombre descalzo sobre el mosaico del umbral, le dijo duramente:

—Vete a mendigar a otra parte, monje ridículo, no esperes a que te aleje de aquí a palos.

—Hermano mío —respondió el abad de Antinoe—, sólo te pido que me guíes hasta la presencia de tu amo Nicias.

El esclavo respondió, todavía más colérico:

—Mi amo no recibe a los perros como tú.

—Hijo mío —repuso Pafnucio—, haz, si te place, lo que te pido, y di a tu amo que deseo verlo.

—¡Fuera de aquí, vil mendigo! —exclamó el portero, furioso.

Y alzó su vara sobre el bienaventurado, re recibió, sin conmoverse, el golpe en pleno rostro, con los brazos cruzados sobre el pecho; y después repitió suavemente:

—Haz lo que te he pedido, hijo mío; te lo ruego.

Entonces el portero, tembloroso, murmuró:

—"¿Qué hombre será éste, que no se arredra ante el dolor?"

Y corrió a dar aviso a su amo.

Nicias acababa de bañarse. Bellas esclavas le friccionaban el cuerpo. Era un hombre gallardo y risueño. Una expresión de suave ironía animaba sus facciones. Al ver el monje se levantó, fue hacia él con los brazos abiertos, y exclamó.

—¡Eres tú, Pafnucio, mi condiscípulo, mi amigo, mi hermano! ¡Te reconozco! Aunque, a decir verdad, te has hecho más semejante a una bestia que a un hombre. Abrázame. ¿Te acuerdas del tiempo en que estudiábamos juntos la Gramática, la Retórica y la Filosofía? Ya se descubría en ti el humor sombrío y huraño; pero yo te amaba por tu absoluta sinceridad. Nos decíamos que veías el Universo con los ojos recelosos de un caballo, y que no era sorprendente que fueras desconfiado. Carecías de algo de aticismo, pero tu liberalidad no tenía límites. No te importaban ni tu dinero ni tu vida, y había en ti un genio extraño, un espíritu raro que me interesaba infinitamente. Bienvenido seas, mi querido Pafnucio, después de diez años de ausencia. Has dejado el desierto; renuncias a las supersticiones cristianas y renaces a la antigua vida. Marcaré este día con piedra blanca. Crobila y Mirtala —añadió volviéndose hacia las mujeres—. Perfumad los pies, las manos y la barba de mi querido huésped.

Aportaban ellas ya el jarro, los frascos y el espejo de metal, pero Pafnucio, con un gesto imperioso, las detuvo, manteniendo los ojos bajos para no verlas, porque estaban desnudas. En tanto Nicias le presentaba los almohadones, le ofrecía manjares y brebajes diversos, que el hermano Pafnucio rechazó despreciativamente.

—Nicias —dijo, al fin—, no he renegado de lo que tú llamas falsamente la superstición cristiana, y que es la verdad de las verdades. En el comienzo era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios. Todo ha sido hecho por El, y nada de lo que hay ha sido hecho sin El. En El está la vida, y la vida es la luz de los hombres.

—Querido Pafnucio —respondió Nicias, que acababa de ponerse una túnica perfumada—, ¿piensas asombrarme recitando palabras unidas sin arte y que solo son vano murmullo? ¿Has olvidado que yo también tengo algo de filósofo? ¿Y crees convencerme con algunos retazos arrancados por hombres ignorantes de la púrpura de Amelio, cuando Amelio, y Porfirio y Platón, en toda su gloria, no me convencieron? Los sistemas urdidos por los sabios solo son cuentos imaginados para distraer la eterna infancia de los hombres, y es conveniente divertirse con ellos como con los del Asno, de la Tina, de la Matrona de Efeso o de cualquiera otra fábula milesia.

Luego, tomó a su huésped por el brazo y le condujo a una sala, donde millares de papiros arrollados estaban en sus cestos.

—Aquí tienes mi biblioteca —dijo —; contiene una débil parte de los sistemas que los filósofos han imaginado para explicar el mundo. El mismo Serapión, en su riqueza, no los contiene todos. ¡Ay!, no son otra cosa que delirios de enfermos. Obligó a su huésped a sentarse en una silla de marfil, y luego se sentó él. Pafnucio paseaba sobre los rollos de la biblioteca una mirada sombría, y dijo:

—Es preciso quemarlos todos. —¡Oh querido huésped, sería una lástima! —respondió Nicias—. Por otra parte, si fuera preciso destruir todos los sueños, y todas las visiones de los hombres, la Tierra perdería su forma y su color, y todos nosotros nos dormiríamos en una sombría estupidez.

Pafnucio insistía en su pensamiento.

—Es evidente que las doctrinas de los paganos solo son vanas mentiras. Pero Dios, que es la Verdad, se ha revelado a los hombres en los milagros. Y se ha hecho carne y ha habitado entre nosotros.

Nicias respondió:

—Hablas muy bien querida cabeza de Pafnucio, cuando dices que se ha hecho carne. Un Dios que piensa, que obra, que habla, que se pasea por la Naturaleza como el antiguo Ulises sobre el mar verdoso, es todo un hombre. ¿Cómo te decidiste a creer en ese nuevo Júpiter, cuando los chiquillos de Atenas, en tiempo de Pericles, ya no creían en el antiguo? Pero dejemos esto. Supongo que tú no has venido para disputar sobre las tres hipótesis. ¿Qué puedo hacer por ti, querido condiscípulo?

—Una obra completamente buena —respondió el abad de Antinoe—. Prestarme una túnica perfumada, semejante a esa que acabas de ponerte. Añade a esa túnica, por favor, sandalias doradas y un frasco de aceite para ungir mi barba y mis cabellos. Conviene también que me des una bolsa con mil dracmas: He ahí, ¡oh Nicias!, lo que vengo a pedirte por el amor de Dios y en recuerdo de nuestra antigua amistad.

Nicias mandó traer por Cribila y Mirtala su túnica más rica. Estaba bordada en el estilo asiático, de flores y de animales. Las dos mujeres la mantenían abierta y hacían brillar hábilmente sus vivos colores, en espera de que Pafnucio se quitase el cilicio con que estaba cubierto hasta los pies. Pero al declarar el monje que antes le arrancarían la piel que aquel vestido, le pusieron la túnica sobre el cilicio. Aquellas dos mujeres, hermosas, no temían a los hombres, a pesar de ser esclavas, y rieron a todo reír al ver el extraño aspecto del monje de aquel modo ataviado. Crobila le llamaba su querido sátrapa y le ponía delante un espejo, y Mirtala le tiraba de las barbas. Pero Pafnucio, que oraba entre tanto, ni las veía. Cuando ya tenía puestas las sandalias doradas y atada la bolsa a su cintura, dijo a Nicias, que lo contemplaba con risueños ojos:

—¡Oh Nicias! Es preciso que no consideres lo que ves un motivo de escándalo. Para un piadoso empleo te pedí esta túnica, esta bolsa y estas sandalias.

—Querido Pafnucio —respondió Nicias—, no he sospechado que obraras mal, pues creo a los hombres igualmente incapaces de hacer el mal y el bien. El bien y el mal sólo existen en la opinión. Para obrar, el sabio no tiene más razones que la costumbre y el uso. Me conformo con los prejuicios que reinan en Alejandría. Por eso paso por un hombre honrado. Anda, amigo, y regocíjate.

Pero Pafnucio pensó que sería conveniente confiar a su amigo su propósito, y le dijo:

—¿Conoces a esa Tais que representa en los juegos de teatro?

—Es hermosa —respondió Nicias—, y hubo un tiempo en que fue muy querida. Vendí por ella un molino y dos campos de trigo, y compuse en elogio suyo tres libros de elegías detestables. Ciertamente, la belleza es lo más poderoso que hay en el mundo, y si estuviéramos hechos para poseerla siempre, nos preocuparíamos lo menos posible del demiurgo, del logos, de los eones y de todas las otras fantasías de los filósofos. Pero me admira, buen Pafnucio, que vengas desde el fondo de la Tebaida a hablarme de Tais.

Dicho esto, suspiró emocionado. Pafnucio lo contemplaba con horror. No concebía que un hombre pudiese confesar tan llanamente un pecado tan inmenso. Esperaba que la tierra se abriese y que se hundiese. Nicias entre las llamas. Pero el suelo permaneció firme, y el alejandrino, silencioso, apoyada la frente en la mano, sonreía tristemente a las imágenes de su juventud perdida.

El monje se levantó, y repuso con voz grave:

—Has de saber, Nicias, que, con la ayuda de Dios, arrancaré a esa Tais de los inmundos amores de la tierra y la daré por esposa a Jesucristo. Si el Espíritu Santo no me abandona, Tais abandonará hoy esta ciudad para entrar en un monasterio.

—Teme ofender a Venus —adujo Nicias—, cuyo poder es mucho, y se irritará contra ti si le arrebatas su más ilustre servidora.

—Dios me protegerá —dijo Pafnucio—. ¡Así también ilumine tu corazón, oh Nicias, y te saque del abismo en que te hallas hundido!

Y salió. Pero Nicias lo acompañó hasta el umbral, le puso la mano en el hombro y le repitió al oído:

—Teme ofender a Venus; su venganza es terrible.

Pafnucio, desdeñoso de las palabras triviales, se fue sin volver la cabeza. Lo dicho por Nicias le inspiraba solo desprecio; pero lo insufrible para él era saber que su amigo de juventud se había recreado con las caricias de Tais. Le parecía que pecar con aquella mujer era pecar más abominablemente que con cualquiera otra. Hallaba en ello una malicia singular, y desde aquel momento consideró a Nicias repulsivo. Siempre había odiado la impureza; pero las imágenes de ese vicio jamás le parecieron tan odiosas; jamás había compartido tan a pecho la cólera de Jesucristo y la tristeza de los ángeles.

Esto lo impulsaba con más ardor a librar a Tais del mundo de los gentiles, y su deseo de verla era más vehemente a cada instante con el ansia de redimirla. Pero era preciso esperar, para dirigirse a la casa, que el agobiante calor del día hubiese cedido. No mediaba todavía la mañana y Pafnucio recorría las calles populosas con la resolución de no tomar alimento alguno para ser menos indigno de las gracias que pedía al Señor. Sumido en la tristeza de su alma, no se decidió a cobijarse en ninguna de las iglesias de la ciudad, seguro de hallarlas profanadas por los arios, que había derribado en ellas la mesa del Señor.

Era cierto que los herejes amparados por el emperador de Oriente, habían destituido al patriarca Atanasio de su sede episcopal, y extendían la turbación y la confusión entre los cristianos de Alejandría.

Andaba sin rumbo, con la mirada fija en el suelo, por humildad; pero de cuando en cuando alzaba los ojos como en éxtasis.

Después de ir de un lado a otro durante unas horas, llegó a uno de los muelles de la ciudad. En el puerto artificial se hallaban anclados innumerables navíos de oscuros cascos, mientras a distancia sonreía, entre azul y plata, el mar pórfido. Una galera, con una figura de nereida en la proa, acababa de zarpar. Los marineros cantaban al hendir las ondas con los remos. La blanca hija de las aguas, cubierta de líquidas perlas, sólo dejaba ver al monje un perfil fugitivo. Cruzó la nave, conducida por su piloto, el estrecho paso abierto sobre la dársena de Eunostos, y se alejó en alta mar, dejando tras sí una estela florida.

"También yo —pensaba Pafnucio—, en otro tiempo, deseaba embarcarme y cantar sobre el océano del mundo. Pero pronto conocí mi locura, y la nereida no me arrebató.

Entregado a estas ideas, fue a sentarse sobre unos cables enroscados. Se durmió, y en el sueño tuvo una visión. Oía el toque de una trompeta ensordecedora; y el cielo tomaba color de sangre; y esto le hizo comprender que habían llegado los tiempos anunciados por los profetas. Rezaba, fervoroso, y vio una bestia enorme que se le acercaba con una cruz luminosa en la frente, y en la que reconoció a la esfinge de Silsilé. Aquella bestia lo agarró entre los dientes sin hacerle daño y se lo llevó como las gatas llevan a sus gatitos. En semejante postura recorrió Pafnucio varios reinos, atravesó ríos y cruzó montañas, y llegó a un lugar desolado, cubierto de rocas horribles y de ardientes cenizas. El suelo, desgarrado en varios lugares, daba paso, por las desgarraduras, a un hálito abrasador. Suavemente la bestia dejó a Pafnucio en el suelo, y le dijo:

—¡Mira!

Y Pafnucio, asomado a un abismo, vio un río de fuego por el interior de la tierra, entre dos escarpados muros de negras rocas. Allí, a una luz mortecina, los demonios atormentaban a las almas, que aún conservaban las apariencias de los cuerpos que las habían contenido, y hasta fragmentos de sus vestiduras. Las almas parecían tranquilas entre los demonios que las atormentaban. Una de ellas, blanca, grande, con los ojos cerrados, vendada la frente y un cetro en la mano, cantaba. Su voz inundaba de armonías la ribera estéril. Hacía elogios de los dioses y de los héroes. Diablillos verdes le pinchaban los labios y la garganta con hierros enrojecidos, y la sombra de Homero cantaba sin cesar. A no mucha distancia, el viejo Anaxágoras; calvo y canoso, trazaba con el compás figuras geométricas sobre el polvo, mientras un demonio le vertía en el oído aceite hirviente, sin lograr que interrumpiera sus propósitos el sabio. Así el monje descubrió multitud de personas que, sobre la umbrosa orilla, a lo largo del río de fuego, leían o meditaban serenamente, o conversaban dando paseos, como los maestros y los discípulos, a la sombra de los plátanos de la Academia. Solo el anciano Timocles se mantenía aparte, y movía la cabeza con insistente negación. Un ángel del abismo agitaba una antorcha bajo sus ojos, y Timocles no quería ni ver al ángel ni a la antorcha.

Mudo de sorpresa ante aquel espectáculo, Pafnucio se volvió hacia la bestia; pero había desaparecido, y el monje vio en el lugar donde estuvo la esfinge a una mujer cubierta con un velo, que le dijo:

—Mira y comprende. Tal es la terquedad de esos infieles, que permanecen en el infierno víctimas de ilusiones que los sedujeron sobre la tierra. La muerte no los ha desengañado, porque saben ya de seguro que no basta morir para ver a Dios. Los que ignoraban la Verdad entre los hombres, la ignorarán siempre. Los demonios que se encarnizan en torno a esas almas, ¿qué son si no las formas de la justicia divina? Por eso las almas ni la ven ni la sienten. Extrañas a toda verdad, no conocen su propia condenación, y ni el mismo Dios puede obligarlas a sufrir.

—Dios lo puede todo —dijo el abad de Antinoe.

—No puede lo absurdo —respondió la mujer cubierta con un velo—. Y para castigarlos seria indispensable iluminarlos; y si conociesen la Verdad, serían semejantes a los elegidos.

Poseído por la inquietud y el horror, Pafnucio se inclinaba de nuevo sobre el abismo. Acababa de ver la sombra de Nicias, risueño, con la frente ceñida de flores, bajo los mirtos carbonizados. Cerca de él, Aspasia de Mileto, elegantemente cubierta con su túnica de lana, dijérase que a un tiempo hablaba de amor y de filosofía: tan dulce y noble era la expresión de su rostro. La lluvia de fuego que caía sobre ellos resultaba rocío refrescante, y sus pies hollaban, como si fuese una hierba fina, el suelo abrasado. Al ver aquello, Pafnucio se sintió estremecido por la ira.

—¡Hiere, Dios mío! —exclamó—, ¡Hiere a Nicias! ¡Que llore! ¡Que gima! ¡Que rechine los dientes!... ¡Ha pecado con Tais!...

Y Pafnucio despertó en los brazos de un marino robusto como Hércules, que lo tiraba sobre la arena, y a voces decía:

—¡Paz! ¡Paz, amigo! ¡Por Proteo, viejo pastor de focas! Duermes muy agitado. Si no te hubiese cogido a tiempo, te precipitabas en el Eunostos. ¡Tan cierto es que te salvé la vida, como mi madre vendía pesca salada!

—Gracias doy de ello a Dios —respondió Pafnucio.

Y puesto ya en pie, volvió a caminar en línea recta, y a la vez meditaba sobre la visión aparecida en su sueño.

"Esa visión —reflexionaba— es manifiestamente maléfica; ofende la bondad divina, porque me presentó el infierno desprovisto de realidad. Sin duda, fue obra del demonio."

Razonaba de tal modo porque sabía distinguir los sueños que Dios envía de los que son inspirados por los ángeles rebeldes. Semejante discernimiento es útil al solitario que vive sin cesar rodeado de apariciones, porque al huir de los hombres está seguro de encontrarse con los espíritus, ya que los desiertos están poblados por fantasmas.

Cuando los peregrinos se aproximaron al castillo en ruinas donde se había retirado el santo eremita Antonio, oyeron clamores como los que se elevan en las encrucijadas de las ciudades en las noches de fiesta. Y esos clamores eran lanzados por los demonios tentadores de aquel santo varón.

Pafnucio se acordó de tan memorable ejemplo. Se acordó también de San Juan Egipciaco, al que, durante sesenta años, el diablo tuvo empeño en seducir con prestigios. Pero Juan burlaba las tretas del infierno. Sin embargo, un día entró en la gruta del venerable Juan con apariencia de hombre, y le dijo: "Juan, prolongarás tu ayuno hasta mañana por la noche." Y Juan, creyendo oír a un ángel, obedeció a la voz del demonio, y ayunó el día siguiente hasta la hora de vísperas. Fue la única victoria obtenida por el Príncipe de las Tinieblas sobre San Juan el Egipciaco, y en verdad fue una victoria insignificante:

Así no es de extrañar que Pafnucio reconociese al punto la falsedad de la visión en el sueño.

Mientras ligeramente se dolía de que Dios lo hubiese abandonado al poder de los demonios, se sintió empujado y arrastrado por una multitud de hombres que corrían todos en el mismo sentido; y como ya no tenía costumbre de andar por las ciudades, tropezaba con uno y otro de los que iban corriendo como si fuera una masa inerte, y al enredarse sus piernas en los pliegues de su lujosa túnica vaciló a punto de caer varias veces. Deseoso de averiguar adónde iban todos aquellos hombres, preguntó a uno la causa de tanto apresuramiento.

—Extranjero —le respondió el interrogado—, ¿ignoras que ya es la hora de los juegos y que Tais aparecerá sobre la escena? Todos esos ciudadanos van al teatro, y yo voy también con ellos. ¿Te agradaría acompañarme?

De pronto dióse cuenta de lo conveniente que sería para su propósito ver a Tais en los juegos. Pafnucio siguió a aquel hombre.

Ya en el teatro aparecía ante él con su pórtico adornado de brillantes mascaras, y su extenso muro circular, poblado de innumerables estatuas. En pos de la muchedumbre se internaron en un estrecho pasadizo, en cuyo final se extendía el anfiteatro, deslumbrante de luz. Tomaron asiento en uno de los escaños de la gradería que se escalona hacia el escenario magníficamente decorado, pero sin actores aún. No había un telón que lo ocultara, y allí se veía un catafalco semejante al que los pueblos antiguos dedicaban a las sombras de los héroes. Alzábanse las tiendas en campo abierto, sobre haces de lanzas ante las tiendas. Pendían de los mástiles dorados escudos entre ramas de laurel y coronas de roble. Allí todo era silencio y somnolencia; pero un zumbido semejante al de las abejas en la colmena, resonaba en el hemiciclo, abarrotado de espectadores. Todos los rostros, enrojecidos por el reflejo del velo de púrpura que proyectaba en ellos al retemblar, volvíanse, con expresión de curiosa espera, hacia aquel espacio silencioso que ocupaban el catafalco y las tiendas. Las mujeres reían y comían limones, y los frecuentadores de los juegos se comunicaban alegremente desde una a otra grada.

Pafnucio reza en silencio y evita las palabras inútiles; pero su vecino habla sin cesar, dolido por la decadencia del teatro.

—En otros tiempos —dice—, hábiles actores declamaban bajo la máscara los versos de Eurípides y de Menandro. Ahora ya no hay dramas recitados, porque todo es mímica nada más, y de los divinos espectáculos con que se honró a Baco en Atenas hemos conservado tan solo aquello que un bárbaro, un escita, puede comprender: la actitud y el gesto. La máscara trágica, cuya embocadura, provista de láminas metálicas, daba resonancia a las voces; el coturno, que elevaba a los personajes a la altura de los dioses; la majestad trágica y el canto de los bellos versos, todo se ha perdido. Los mimos, las bailarinas de rostro descubierto reemplazaban a Paulo y a Roscio. ¿Qué hubieran dicho los atenienses de Pericles si vieran a una mujer en la escena? Es indecoroso que una mujer se presente en público. Muy degenerados debemos estar cuando lo consentimos. A fe de Dorión, que así me llamo, afirmo que la mujer es el enemigo del hombre y la vergüenza del mundo.

—Hablas como un sabio —repuso Pafnucio—. La mujer es nuestra peor enemiga. Proporciona el goce, y con esto se hace temible.

—¡Por los dioses imperturbables —exclamó Dorión—, la mujer no procura a los hombres el placer, sino la tristeza, la turbación y las negras preocupaciones! El amor es la causa de nuestros males más agudos. Escucha, extranjero: he ido en mi juventud a Trezene, en Argólida, y allí he visto un mirto de un grosor prodigioso, cuyas hojas estaban cubiertas de innumerables picaduras. Pero he aquí lo que cuentan los trezianos acerca de ese mirto: La reina Fedra, en el tiempo que amaba a Hipólito, estaba todo el día lánguidamente recostada sobre ese mismo árbol, que aún se ve hoy. En su mortal fastidio, sacaba la aguja de oro que prendía de sus rubios cabellos y taladraba las hojas del arbusto de bayas olorosas. Después de haber perdido al incauto a quien perseguía su amor incestuoso, Fedra, tú lo sabes, murió miserablemente. Se encerró en su cámara nupcial y se ahorcó, valiéndose de su cinturón de oro suspendido en una clavija de marfil. Los dioses quisieron que el mirto, testimonio de tan cruel desdicha, conservara sobre sus hojas nuevos pinchazos de aguja. Cogí una de esas hojas y la puse a la cabecera de mi lecho, para estar constantemente advertido y no abandonarme a los furores del amor, y confirmarme en la doctrina del divino Epicuro, mi maestro, que juzga temible el deseo. Pero, en realidad, el amor es una dolencia del hígado y nunca estamos seguros de no padecerla. Pafnucio preguntó:

—Dorión, ¿cuáles son tus placeres?

Dorión respondió tristemente:

—No tengo más que un solo placer, y convengo en que no es muy vivo: la meditación. Con un mal estómago, no hay que buscar otros goces.

Ateniéndose a estas últimas palabras, Pafnucio decidió iniciar al discípulo de Epicuro en los goces espirituales que procura la contemplación de Dios. Y dijo:

—Dorión, oye la verdad y recibe la luz.

Como habían levantado la voz, de todas partes las cabezas y los brazos, vueltos hacia él, le ordenaron callar. Un profundo silencio invadía el teatro, y de pronto resonaron las voces de una música heroica.

Los juegos comenzaban. Los soldados salieron de las tiendas, ya dispuestos a partir, cuando tuvo lugar un prodigio aterrador. Cubrió una nube la superficie del catafalco, y al disiparse dejó ver la sombra de Aquiles revestida con armadura de oro. Extendía el brazo hacia los guerreros, como para decirles: "¿Ya os vais, hijos de Danao? ¿Volvéis a la patria, que yo no volveré a ver nunca, y dejáis mi sepulcro sin ofrendas?" Ya se agrupaban los principales jefes de los griegos al pie del catafalco. Acanas, hijo de Teseo; el viejo Néstor, Agamenón, llevando el cetro y las cintas, contemplaban el prodigio. Pirro, el joven hijo de Aquiles, quedaba prosternado en el polvo. Ulises se distinguía entre todos por el gorrete que apenas cubría su cabellera rizada, y por sus gestos se comprendía su reverencia a la sombra del héroe. En la disputa que sostenía con Agamenón se adivinaban sus palabras:

—Aquiles —decía el rey de Itaca— es digno de ser honrado entre nosotros. Murió gloriosamente por Helas. Pide que la hija de Príamo, la virgen Polixena, sea inmolada sobre su tumba. Dananeos, satisfaced a los manes del héroe, y que el hijo de Peleo viva glorioso en el Hades.

Pero el rey de reyes respondía:

—Evitemos el sacrificio de las vírgenes troyanas que libramos del servicio de los altares. Bastantes desdichas han caído sobre la ilustre raza de Príamo.

Hablaba de tal modo porque compartía su lecho con la hermana de Polixena; y el sabio Ulises le reprochaba preferir el lecho de Casandra a la lanza de Aquiles.

Todos los griegos lo aprobaron con un ruidoso chocar de armas. La muerte de Polixena fue resuelta, y la sombra de Aquiles, tranquilizada, se desvaneció. La música, ya soberbia, ya plañidera, seguía el pensamiento de los personajes. Estallaron los aplausos del público.

Pafnucio, que todo lo atribuía a la bondad divina, murmuró:

—¡Oh luces y tinieblas repartidas sobre los gentiles! Tales sacrificios anunciaban y figuraban groseramente entre las naciones el sacrificio saludable del Hijo de Dios.

—Todas las religiones engendran crímenes —replicó el epicúreo—. Afortunadamente, un griego divino libró a los hombres de los vanos terrores de lo ignorado.

Hécuba, sueltos sus blancos cabellos, su vestido desgarrado, salía de la tienda donde estaba cautiva. Produjo un hondo y general suspiro la aparición de aquella perfecta imagen de la desgracia. Advertida por un sueño profético. Hécuba gemía por la suerte de su hija y por su propia suerte. Ulises estaba ya cerca y le pedía a Polixena. La anciana madre se arrancaba los cabellos, se desgarraba las mejillas con las uñas y besaba las manos de aquel hombre cruel, que, sin perder su implacable tranquilidad, parecía decir:

"Sé prudente, Hécuba, y cede a la necesidad. También hay en nuestras casas madres ancianas que lloran a sus hijos dormidos para siempre bajo los pinos del Ida."

Y Casandra, reina en otro tiempo de la floreciente Asia, esclava entonces, cubría de polvo su cabeza infortunada.

Cuando al descorrerse la cortina que cerraba la tienda se vio a la virgen Polixena, un estremecimiento unánime agitó a los espectadores. Habían reconocido a Tais. También Pafnucio la reconoció. Era la que buscaba. Ella sujetaba con su brazo blanquísimo la pesada tela que se había descorrido. Inmóvil, semejante a una preciosa estatua, tendía en todas direcciones la tranquila mirada de sus ojos violeta, a la vez acariciadora y altiva, imponiendo en todos el estremecimiento trágico de la belleza.

Alzóse un murmullo de admiración entusiasta, y Pafnucio, que sintió agitada su alma, conteniendo con las manos los latidos de su corazón, suspiró:

—¿Por qué, Dios mío, das ese poder a una de tus criaturas? Dorión, más tranquilo, decía:

—Evidentemente, los átomos que se asocian para componer a esa mujer presentan una combinación agradable a la vista. Sólo es un juego de la Naturaleza, y esos átomos no saben lo que hacen. Se separarán un día con la misma indiferencia que se han unido. ¿En dónde están ahora los átomos que formaron a Tais o a Cleopatra? No lo niego: las mujeres son algunas veces bellas, pero están sometidas a sensibles desgracias y a molestias repugnantes. Así piensan los espíritus meditadores; pero el vulgo de los hombres no lo comprende. Y entre tanto, las mujeres inspiran el amor, aun cuando no es razonable amarlas.

De ese modo el filósofo y el asceta contemplaban a Tais y seguían cada cual su pensamiento. Ni uno ni el otro habían visto a Hécuba, que, vuelta hacia su hija, le decía, sin hablar, con la mirada y el fruncimiento de los labios:

"Procura conmover al cruel Ulises. ¡Que le aplaquen tus lágrimas, tu belleza, tu juventud!"

Tais, o, mejor, la propia Polixena, soltó la cortina de la tienda. Dio un paso hacia adelante, y todos los corazones se sintieron poseídos por su gracia. Y cuando con noble y ligero andar avanzó hacia Ulises, el ritmo de sus movimientos, acompasado por las notas de las flautas, hacía pensar en todo un orden de sensaciones gozosas, como si ella fuese centro divino de las armonías del mundo. Ya nadie veía más que a ella, y todo lo demás estaba desvanecido por su irradiación. Sin embargo, el espectáculo continuaba.

El prudente hijo de Laertes apartaba la vista y ocultaba su mano bajo el manto para evitar las miradas acariciadoras de la suplicante. La virgen, con su actitud, le indicó que nada temiera. Sus ojos serenos decían:

"Ulises, te seguiré para obedecer a la Fatalidad y porque deseo morir. Hija de Príamo y hermana de Héctor, mi lecho, que fue considerado como digno de reyes, no se abrirá para recibir a un dueño extranjero. Renuncio libremente a la luz del día."

Hécuba, inerte, abatida en el polvo, se levantó de pronto y se unió a su hija en un abrazo desesperado.

Polixena separó con suave resolución los amorosos brazos que la sujetaban, y los espectadores creyeron oír:

"Madre, no te expongas a los ultrajes del dueño. No aguardes a que, para separarte de mí, te arrastre indignamente. Antes de consentir eso, madre amada, tiéndeme esa mano envejecida y aproxima tus labios descoloridos a mi rostro."

El dolor se mostraba hermoso en la fisonomía de Tais; la multitud sentía entusiasmo por aquella mujer, que lograba revestir de aquel modo, con una gracia sobrehumana, las actitudes y los trabajos de la vida.

Pafnucio le perdonaba su esplendor confiado en la humildad futura. Y se glorificaba prematuramente por haber ganado para el cielo aquella santidad.

El espectáculo tocaba a su desenlace. Hécuba se desplomó como una muerta, y Polixena, conducida por Ulises, se adelantó hacia el catafalco, rodeado por los más gallardos guerreros. Al compás de los cánticos de duelo, subió al catafalco, donde ya el hijo de Aquiles hacía, en una copa de oro, las libaciones consagradas a los manes del héroe. Cuando los sacrificadores alzaron los brazos para sujetarla, ella hizo un ademán para indicar su deseo de morir libre, según convenía a la hija de tantos reyes. Luego desgarró su túnica, señaló el sitio de su corazón donde hundió Pirro su espada y apartó la vista. Por un hábil artificio, brotaron oleadas de sangre en el pecho seductor de la virgen, que, con la cabeza vencida hacia la espalda y los ojos anegados en el horror de la muerte, cayó con dignidad.

Mientras los guerreros velaban a la víctima y la cubrían con lirios y anémonas, los gritos de terror y los sollozos desgarraban el aire, y Pafnucio, en pie sobre su asiento, profetizaba en actitud imprecadora:

—¡Gentiles! ¡Viles adoradores de los demonios! ¡Y vosotros, arios, más infames que los idólatras todavía! ¡Sabedlo! Acabáis de ver una imagen y un símbolo. Esa fábula encierra un sentido místico, y pronto esa mujer que habéis admirado será inmolada, hostia venturosa, al Dios resucitado.

Ya la muchedumbre salía en oleadas confusas por los vomitorios. El abad de Antinoe, libre de su acompañante, sorprendido por lo que había presenciado, aún profetizaba al salir.

Una hora después llamaba a la puerta de Tais.



***



En el rico barrio de Racotis, cerca de la tumba de Alejandro, habitaba la comedianta una casa rodeada de jardines umbrosos, en los que se alzaban rocas artificiales y corría un arroyo entre los álamos. Una esclava, vieja y negra, cargada de anillos, fue a abrir la puerta y preguntó qué deseaba.

—Quiero ver a Tais —respondió Pafnucio—; pongo a Dios por testigo de que vine a la ciudad sólo para verla.

Como vestía una túnica lujosa y hablaba imperiosamente, la esclava lo dejó pasar, y le dijo:

—Encontraréis a Tais en la gruta de las Ninfas.