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Thaïs. La cortesana de Alejandría: III

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EL BANQUETE



Tais entró en la sala del banquete seguida de Pafnucio, y la mayoría de los invitados estaban ya cómodamente reclinados en los triclinios ante la mesa en forma de herradura, servida con lujosa vajilla. En su centro se alzaba un jarrón de plata, coronado por cuatro sátiros que inclinaban unos odres, de los cuales caía sobre pescados cocidos, una salmuera, en la cual flotaban. Al presentarse Tais hubo unánimes aclamaciones.

—¡Salud a la hermana de las tres Gracias!

—¡Salud a la Melpómene silenciosa, cuyas miradas saben explicarlo todo!

—¡Salud a la bienamada de los dioses y de los hombres!

—¡A la que da el mal y el remedio!

—¡A la perla de Racotis!

—¡A la rosa de Alejandría! Aguardó ella, impaciente, a que

cesara el chaparrón de galanterías, y después dijo a Cotta, el anfitrión.

—Lucio, te traigo un monje del desierto. Pafnucio, abad de Antinoe; un perfecto santo, cuyas palabras queman como ascuas.

Lucio Aurelio Cotta, prefecto de la Marina, se levantó, y dijo:

—Sé bien venido, Pafnucio, tú, que profesas la fe cristiana. Yo respeto ese culto, que ya es imperial.

El divino Constantino ha colocado a tus correligionarios en el primer lugar entre los amigos del Imperio. Era justo que la templanza latina admitiese a tu Cristo en nuestro Panteón. Una máxima de nuestros padres dice que hay siempre algo divino en todos los dioses. Pero no entremos en honduras: bebamos y alegrémonos mientras podamos.

El viejo Cotta hablaba de aquel modo con serenidad. Acababa de estudiar un nuevo modelo de galera y de poner fin al sexto libro de su Historia de los cartagineses. Seguro de no haber perdido el día, estaba satisfecho de sí mismo y de los dioses.

—Pafnucio —añadió—, aquí encontrarás a varios hombres dignos de ser estimados: Hermodoro, gran sacerdotes de Serapis; los filósofos Dorión, Nicias y Zenotemis; el poeta Calícrates, el joven Quereas y el joven Aristóbulo, hijo de un estimado compañero de mi juventud, y acerca de ellos, Filina con Drose, a las que hay que alabar por su belleza.

Nincias se acercó a Pafnucio, y después de abrazarlo, le dijo al oído:

—Ya te advertí, hermano, que Venus era poderosa. Con disimulada violencia, te ha traído aquí, a pesar tuyo. Eres un hombre profundamente piadoso; pero mientras no la consideres como a la madre de los dioses, tu ruina es inevitable. Melanto, el viejo geómetra, suele decir: "No sería posible, sin la ayuda de Venus, demostrar las propiedades del triángulo."

Dorión, que observaba desde que le vio entrar al recién llegado, se puso de improviso a batir palmas entre voces de admiración.

—¡Es él, amigos míos! Su mirada, su barba, su túnica; ¡es él mismo! Estuve junto a él en el teatro mientras Tais nos encantaba con las deliciosas actitudes de sus brazos. El se mostraba furiosamente soliviantado, y puedo asegurar que hablaba con violencia. Es un hombre honrado. Sólo tendrá denuestos y reproches para todos; su elocuencia es terrible. Si Marco es el Platón de los cristianos, Pafnucio es un Demóstenes. Epicuro, en su huertecito, nunca oyó nada semejante.



***



Filina y Drose devoraban a Tais con los ojos. Lucía sobre su cabellera rubia una corona de pálidas violetas, que armonizaban, por su color suave, con el de los ojos de Filina y Drose, hasta el punto de que las flores parecían miradas tenues, y los ojos, flores brillantes. Era la condición de Tais. A su alrededor todo se animaba, todo era espíritu y armonía. Su vestido, color de malva, con franjas de plata, mostraba en sus amplios pliegues. una gracia casi triste, que no alegraban collares ni brazaletes, y todo el esplendor de su adorno estaba en sus brazos desnudos. Aunque admiraban, a pesar suyo, el vestido y el peinado de Tais, sus dos amigas no se refirieron a esa elegancia.

—¡Qué hermosa eres! —La dijo Filina—. No es posible que lo fueras más cuando viniste a Alejandría. Sin embargo, mi madre, que recordaba haberte visto entonces, decía que pocas mujeres podían compararse dignamente contigo.

—¿Quién es —preguntó Drose — ese nuevo amante que nos has traído ? Parece extranjero y huraño. Si hubiera pastores de elefantes, seguramente que se parecerían a él. ¿Dónde has encontrado, Tais, un amigo tan salvaje? ¿No será entre los trogloditas que viven debajo de tierra y están ennegrecidos por los humos del Hades?

Pero Filina puso un dedo sobre los labios de Drose, y dijo: —No preguntes. Los misterios del amor deben permanecer secretos, y está prohibido indagarlos. Por m¡

parte, yo preferiría recibir un beso de la boca del Etna humeante, que de los labios de ese hombre. Pero nuestra Tais, bella y adorable como las diosas, debe también, como las diosas, responder a todas las plegarias y no, como nosotras, nada más a las de los hombres corteses.

—¡Guardaos las dos de él! —adujo Tais—. Es un mago y puede hacer encantamientos. No se le ocultan las palabras dichas en voz baja, ni siquiera los pensamientos ocultos. Puede, cuando estéis dormidas, arrancaron el corazón y poner en su lugar una esponja; de manera que al día siguiente, al beber agua, moriríais de ahogo.

Las vio palidecer y las volvió la espalda. Fue a ocupar un triclinio al lado de Pafnucio. La voz de Cotta, imperante a la vez que afectuosa, dominó de pronto el murmullo de las conversaciones íntimas al decir:

—¡Amigos, ocupe cada uno su lugar!

—¡Esclavos, servid el vino con miel!

Y en alto su. copa dijo: —Bebamos primero por el divino Constancio y el Genio Imperial. Debe ser puesto sobre todo la patria, y también los dioses, porque todos están en ella.

Los invitados bebieron todos, menos Pafnucio, porque Constancio perseguía la fe de Niceo, y la patria de los cristianos no es de este mundo.

Después de beber, murmuró Dorión:

—¿Qué es la patria? Un río que corre. Sus riberas varían y sus ondas se renuevan sin cesar.

—No ignoro, Dorión —adujo el prefecto de la Marina—, que te inspiran poco respeto las virtudes cívicas y suponemos que debe vivir el sabio sin preocuparse de los negocios públicos. Yo creo lo contrario: que un hombre digno debe proponerse que lo llamen a desempeñar un empleo de importancia en el Estado. ¡Es algo muy hermoso el Estado!

Hermodoro, gran sacerdote de Serapis, tomó la palabra:

—Dorión acaba de preguntar: "¿Qué es la patria?" Yo le contestaré: Constituye la patria los altares de los dioses y las tumbas de los antepasados. Y la ciudadanía es la comunión de los recuerdos y de las esperanzas.

El joven Aristóbulo interrumpió a Hermodoro.

—¡Por Cástor! Hoy, he visto un hermoso caballo. Pertenece a Demorón. Tiene la cabeza plana, poco belfo y las patas robustas. Levanta con altivez el cuello erguido, como un gallo.

El joven Quereas movió la cabeza negativamente al decir:

—Ese caballo no es tan hermoso como supones, Aristóbulo. Tiene los cascos débiles, baja la ranilla. Ese animal quedará pronto inútil.

Continuaban su disputa, cuando Drose lanzó un grito agudo. —¡Ay! Por poco me trago una espina más larga y más acerada que un estilete. Afortunadamente, logré sacármela de la garganta. ¡Los dioses me protegen!

—¿Dices que te protegen los dioses, Drose mía? —interrogó Nicias, sonriente—. Será porque comparten la dolencia de los hombres. El amor supone en el que lo padece un sentimiento dé íntima miseria. Por él se denuncia la debilidad de los seres. El amor que les inspira Drose prueba la imperfección de los dioses.

Al oír tales palabras, Drose dijo, colérica:

—Nicias, lo que acabas de decir a nada conduce y demuestra tu ineptitud para comprender lo que decimos, y por esto lo comentas con palabras desprovistas de razón.

Nicias continuaba sonriente:

—Sigue, sigue, Drose mía. Sea como sea, lo que dices hay que agradecértelo cada vez que abres la boca. ¡Son tan hermosos tus dientes!

En aquel instante un grave anciano, vestido con abandono, entró en la sala con paso lento y la cabeza erguida, y extendió sobre los comensales una mirada serena. Cotta le hizo una indicación para que fuese a sentarse junto a él sobre su propio triclinio.

—Eucrito —le dijo—, bien venido seas. ¿Has compuesto este mes un nuevo tratado de filosofía? Será, si no yerro en la cuenta el cuadrivigesimodozavo de los salidos de esa caña del Nilo, que manejas con ática mano.

Eucrito respondió, a la vez que acariciaba su barba de plata: —El ruiseñor ha nacido para cantar y yo nací para enaltecer a los dioses inmortales.

DORIÓN.—¡Saludemos respetuosamente en Eucrito al último de los estoicos! Severo y anciano se levanta entre nosotros como una imagen de los antepasados. Solitario entre la muchedumbre humana, pronuncia sentencias que no son comprendidas.

EUCRITO.—Te equivocas, Dorión. La filosofía de la virtud no ha muerto en este mundo. Tengo numerosos discípulos en Alejandría, en Roma y en Constantinopla. Varios entre los esclavos y entre los sobrinos de los Césares saben aún reinar sobre sí mismos, y vivir libres y saborear en el renunciamiento una felicidad sin límites. Varios entre ellos hacen revivir a Epicteto y a Marco Aurelio. Pero si fuese cierto que la virtud se hubiera extinguido en el mundo ya para siempre, su falta no disminuiría mi felicidad, puesto que de mí no depende su duración o su acabamiento. Solamente unos locos, Dorión, ponen su felicidad donde no llega su poder. Mi deseo nunca se opone al de los dioses, y deseo cuanto les agrada. Con lo cual me hago semejante a ellos y comparto su infalible satisfacción. Si la virtud perece, consiento en que perezca, y ese consentimiento es mi alegría como el máximo esfuerzo de mi razón o de mi voluntad. En todo absolutamente, mi saber copiará la sabiduría divina, y la copia será más preciosa que el modelo; habrá costado más afanes y esfuerzos mucho mayores.

NICIAS.—Comprendo. Te asocias a la Providencia celestial. Pero si la virtud consiste únicamente en el esfuerzo, Eucrito, y en esa tensión por la cual los discípulos de Zenón pretenden hacerse semejantes a los dioses, la rana que se hincha para ser del tamaño del buey realiza la obra maestra del estoicismo.

EUCRITO.—Nicias, te burlas, y como de ordinario, triunfas al burlarte. Pero si el buey de que hablas es verdaderamente un dios como Apis y como ese buey cuyo gran sacerdote aquí veo, y si la rana, sabiamente inspirada, logra igualársele, ¿no será todavía más virtuosa que el buey? ¿Podrás conseguir que no admiremos a una bestezuela tan generosa?

Cuatro servidores dejaron sobre la mesa un jabalí cubierto aún con su piel cerdosa; unos jabatos de pasta cocida al horno, al rodearlo como si quisieran amamantarse, indicaban ser hembra.

Zenotemis dijo, a manera de presentación del monje:

—Amigos, tenemos entre nosotros al ilustre Pafnucio, que lleva en la soledad una vida prodigiosa, y es aquí un huésped inesperado.

COTTA.—Di más propiamente, Zenotemis, que le corresponde ocupar el puesto de honor, ya que vino sin ser invitado.

ZENOTEMIS.—Por eso, querido Lucio, debemos acogerlo con reverente amistad y procurarle aquello que pueda serle más grato. Y estoy seguro de que un hombre tal es menos sensible al olor de las viandas que al perfume de los bellos pensamientos. Sin duda, le parecerá plausible que dirijamos nuestra conversación hacia la doctrina que él profesa y que es la de Jesús crucificado. Por mi parte, me prestaré a ello con tanto más gusto cuanto que esa doctrina me interesa vivamente por el número y la diversidad de alegorías que presenta. Si cabe adivinar el espíritu bajo la letra, está llena de verdades y considero que los libros de los cristianos abundan en revelaciones divinas. Probablemente, no sería capaz Pafnucio de conceder un valor igual a los libros de los judíos, que fueron inspirados, no como han dicho, por el espíritu de Dios, sino por un genio maléfico. Jehová, que los dictó, era uno de esos espíritus que pueblan el aire inferior y originan casi todos los males que sufrimos; excede a todos en ignorancia y en ferocidad. Por el contrario, la serpiente de alas de oro que enroscaba en torno al árbol de la ciencia su espiral azul, estaba hecha de luz. y de amor. Por eso era inevitable la lucha entre las dos potencias, una brillante y otra tenebrosa. Estalló en los primeros días del mundo.— Apenas acababa Dios de recobrar su reposo; Adán y Eva, el primer hombre y la primera mujer, vivían felices y desnudos en el Edén, cuando Jehová formó, para su desgracia, el designio de gobernarlos a ellos y a todas las generaciones que Eva llevaba ya en sus flancos magníficos. Como no disponía del compás ni de la lira e ignoraba igualmente la ciencia que rige y el arte que persuade, aferraba a las dos infelices criaturas con apariciones deformes, amenazas. caprichosas y estrépito de truenos. Al sentir su sombra sobre sí. Adán y Eva se apretaban uno contra otro, y su amor se duplicaba ante el temor. La serpiente, compadecida, se decidió a instruirlos para que, ya conocedores de la ciencia, no se vieran sorprendidos por embustes. La empresa exigía una rara prudencia, y la fragilidad de la primera pareja de seres humanos la dificultaba grandemente, a pesar de lo cual, benévolo el demonio, lo intentó. A espaldas de Jehová, que pretendía verlo todo, pero cuya vista, realmente, no era tanta, se aproximó a las dos criaturas y produjo un encantamiento en sus ojos con el esplendor de su coraza y el brillo de sus alas. Después aguzó su inteligencia con figuras exactas, como el círculo, la elipse y la espiral, cuyas admirables propiedades fueron reconocidas más adelante por los griegos. Adán, mejor que Eva, meditaba sobre tales figuras. Pero cuando la serpiente, ya por la palabra, pronunció verdades más hondas, las que no se demuestran, hubo de reconocer que Adán, hecho del barro, era de condición sobradamente ruda para comprender tan sutiles conocimientos, y que, por el contrario, Eva, más amorosa y sensible, las comprendía con cierta facilidad. Por eso hablaba solo con ella, en la ausencia del maridó, con el fin de iniciarla primero.

DORIÓN.—Consiente, Zenotemis, que te interrumpa. Desde que has empezado reconocí el mito que nos expones, un episodio de la lucha de Palas Atenea contra los gigantes. Jehová se parece mucho a Tifón, y los atenienses representan a Palas con una serpiente a su lado. Pero lo que acabas de decir me hace al pronto dudar de la inteligencia o de la buena fe de la serpiente. Si, en realidad, hubiera poseído la sabiduría, ¿es posible que la confiase a una cabecita de mujer, incapaz de contenerla? Más bien parece que, como Jehová, fue ignorante y embustera, y eligió a Eva por ser más fácil seducirla cuando hubo reconocido en Adán más inteligencia y reflexión.

ZENOTEMIS. —Sabe, Dorión, que no por la reflexión y la inteligencia, sino por el sentimiento, se llegó a descubrir las más elevadas y puras verdades. Por esto, las mujeres, que, generalmente, son menos reflexivas, pero más sensibles que los hombres, llegan con mayor facilidad al conocimiento de los misterios divinos. En ellas está el don de profecía, y no sin razón se han presentado algunas veces a Apolo Citarista y a Jesús de Nazaret con túnica flotante como falda femenina. La serpiente, aunque no lo creas, fue sabia, Dorión, y lo demuestra cuando, en vez de comunicarse con el tosco Adán. elige a Eva, más blanca que la leche y que las estrellas, que la escuchó dócilmente y se dejó conducir al árbol de la ciencia, cuyas ramas llegaban al cielo para recibir, como un rocío fecundó, las intenciones de Dios. Las hojas de ese árbol hablaban todas las lenguas de los hombres futuros, y sus voces concertadas ofrecían a los iniciados que se alimentaban con ellas el conocimiento de los metales, de las piedras, de las plantas, así como de las leyes físicas v de las leyes morales; pero eran de fuego, y los temerosos del padecer y de la muerte no se atrevían a llevarlas a sus labios. Pero después de oír con dócil atención las lecciones de la serpiente, Eva pudo vencer los terrores vanos, y deseó probar la fruta que revela el conocimiento de Dios. Y como Adán era su bienamado, no quiso dejarle atrás. Tomóle de la mano, y lo condujo al árbol maravilloso. Allí cogieron una manzana ardiente, la mordió ella y se la ofreció a él. Por desgracia, Jehová, que pasaba casualmente por el Paraíso, al sorprenderlos y ver que alcanzaban la sabiduría, enfurecióse de un modo terrible. Jehová era de temer, sobre todo al sentir celos. Reconcentró sus energías, y produjo un tumulto de tal naturaleza en el aire inferior, que se consternaron aquellos dos seres débiles. El fruto cayó de la mano del hombre, y la mujer, abrazada cariñosamente al infeliz, le decía: "Quiero ignorar y sufrir contigo." Jehová triunfante, mantuvo a Eva y Adán y a toda su descendencia en el estupor y en el espanto. Su arte; reducido a fabricar groseros meteoros, venció a la ciencia musical y geométrica de la serpiente. Impuso entre los hombres la injusticia, la ignorancia, la crueldad, y así logró que reinase el mal sobre la Tierra. Persiguió a Caín y a sus hijos, porque eran industriosos; exterminó a los filisteis, porque componían poemas órficos y fábulas como las de Esopo. Fue implacable enemigo de la ciencia y de la belleza, y el género humano expió durante siglos, entre sangre y lágrimas, la derrota de la serpiente alada. Por fortuna, hubo entre los griegos hombres muy sutiles, tales como Pitágoras y Platón, que volvieron a encontrar, por el poder del genio, las figuras y las ideas en las que había querido instruir a la primera mujer el enemigo de Jehová. Pero el espíritu de la serpiente no los abandonaba; por esto la serpiente, como ha dicho Dorión, es respetada por los griegos. Por último, en días más próximos, aparecieron, bajo una forma humana, tres espíritus celestiales: Jesús de Galilea, Basílides y Valentín, a quienes les fue dado coger los frutos más brillantes de ese árbol de la ciencia cuyas raíces atraviesan la tierra y cuya ropa llega a lo más alto de los cielos. Eso es lo que tenía que decir para vengar a los cristianos de que tan a menudo se les imputen los errores de los judíos.

DORIÓN.—Nos has dicho, Zenotemis, que tres hombres admirables: Jesús; Basílides y Valentín, revelaron secretos desconocidos para Pitágoras, Platón y todos los filósofos de Grecia, incluso el divino Epicuro, que había librado al hombre de los vanos terrores. Nos dejarás complacidos ahora si nos dices de qué manera esos tres mortales adquirieron conocimientos que habían escapado a la meditación de los filósofos.

ZENOTEMIS.—¿Será preciso repetirte, Dorión, que la ciencia y la meditación son los primeros grados del conocimiento, y que sólo el éxtasis conduce a las verdades eternas?

HERMODORO.—Seguramente, Zenotemis, el alma se alimenta de éxtasis, como la cigarra de rocío. Pero digamos mejor aún: sólo el espíritu es capaz de un absoluto arrobo. Porque el hombre es triple; lo forman un cuerpo material, un alma sutil, pero material también, y un espíritu incorruptible. Cuando el espíritu abandona su cuerpo y lo deja como un palacio sumido en el silencio y la soledad, en su vuelo atraviesa los jardines de su alma, y por fin se difunde en Dios: goza las delicias de una muerte anticipada, o, mejor, de la vida futura, porque morir es vivir, y en tal estado participa de la pureza divina, posee á un tiempo la alegría infinita y la ciencia absoluta; entra en la unidad que lo abrasa todo, y allí es perfecto.

NICIAS.—Eso es admirable; pero, a decir verdad, Hermodoro, no veo gran diferencia entre el todo y la nada. Incluso creo que las palabras no consiguen hacer esa distinción. El infinito se parece perfectamente a la nada: son ambos inconcebibles. En mi opinión, la perfección cuesta muy cara: la pagamos con todo el ser, y para obtenerla es preciso dejar de existir, Es una desdicha de la que ni el mismo Dios se ha librado desde que a los filósofos se les ocurrió sutilizarlo. Y si, después de todo, no sabemos lo que sea el "no ser", ignoramos por la misma razón lo que sea el "ser". No sabemos nada. Dicen que resulta imposible a los hombres entenderse. Antes, creo, a pesar del ruido de nuestras disputas, que, al contrario, les es imposible no quedar, finalmente, de acuerdo, sepultados unos junto a otros bajo el cúmulo de contradicciones amontonadas, como Pelión sobre Ossa.

COTTA—Mucho me agradan la

filosofía y el estudio en mis horas de ocio; pero sólo comprendo bien los libros de Cicerón. ¡Esclavos, servidnos vino con miel!

CALÍCRATES—¡He ahí algo singular! Cuando estoy en ayunas, imagino el tiempo en que los poetas trágicos eran admitidos en los banquetes de los bondadosos tiranos, y se me hace agua la boca. Pero en cuanto he probado el opimo vino que nos sirves abundante, generoso Lucio, ya sólo sueño en luchas civiles y combates heroicos. Me avergüenza vivir en una época sin gloría; invoco la libertad y con la imaginación vierto mi sangre con los últimos romanos en los campos de Filipos.

COTTA.—En el declinar de la República, mis abuelos murieron con Bruto por la libertad. Pero se puede dudar si lo que llamaban libertad del pueblo romano era, en realidad, la manera de gobernarlo ellos. No niego que sea la libertad para la nación el más preciado entre los bienes; pero cuanto más he vivido, más me persuado de que sólo un Gobierno fuerte puede asegurársela. Ejercí durante cuarenta años los más lucidos empleos del Estado, y mi larga experiencia me probó que sufre más opresión el pueblo bajo un Poder debilitado. Así, los que. a imitación de la mayoría de los retóricos, se esfuerzan por debilitar al Gobierno, cometen un crimen detestable. Si la voluntad de uno a veces actúa de un modo funesto, el consenso popular hace toda resolución imposible. Antes que la majestuosa paz romana cubriera el mundo, los pueblos fueron solo felices bajo inteligentes déspotas.

HERMODORO.—A mi entender, Lucio, no existe ninguna buena forma de gobierno, y no creo que pueda imaginarse cuando los griegos ingeniosos, que concibieron tantas formas afortunadas, la buscaron inútilmente. Y oda esperanza es ilusoria en esta cuestión. Reconocemos por señales evidentes que el mundo está próximo a hundirse en la ignorancia y en la barbarie. No sería difícil que asistiéramos a la terrible agonía de la civilización. De todas las satisfacciones que procuran la inteligencia, la ciencia y la virtud, no nos queda más que la cruel alegría de vernos morir.

COTTA.—Es cierto que el hombre del pueblo y la audacia de los bárbaros son plagas temibles. Pero con una buena flota, un buen Ejército y buenas finanzas...

HERMODORO—¿De qué sirve ilusionarse? El Imperio que agoniza ofrece a los bárbaros una presa fácil. Las ciudades que edificaron el genio helénico y la paciencia latina se verán pronto saqueadas por salvajes ebrias. No habrá ya sobre la Tierra ni arte ni filosofía. Las imágenes de los dioses serán derribadas en los templos y en las almas. Llegará la noche del esoírixu y la muerte del mundo. En efecto: ¿cómo es posible creer que los sármatas podrán entregarse a los trabajos de la inteligencia, que los germanos cultivarán la música y la filosofía, que los quados y los marcomanos adorarán a los dioses inmortales? ¡No! Todo se desquicia y se hunde. Ese antiguo Egipto que ha sido la cuna del mundo será su hipogeo: Serapis, dios de la muerte, recibirá las supremas adoraciones de los mortales, y habrá sido el último sacerdote del último dios.

En ese momento una extraña figura alzó el tapiz, y los invitados vieron ante ellos a un hombrecillo giboso, cuyo cráneo calvo era puntiagudo. Vestía, según la moda asiática, una túnica azul, y llevaba alrededor de las piernas, corno los bárbaros, bragas coloradas, sembradas de estrellas de oro. Al verlo Pafnucio reconoció en él a Marcos el Ario, y como si viese caer un rayo, Revése las manos a la cabeza y palideció de horror. Durante las horas transcurridas en el banquete

no le acobardaron los demonios, ni las blasfemias de los paganos, ni los errores terribles de los filósofos, y la sola presencia del hereje lo acobardó. Quiso huir; pero al encontrarse con la de Tais su mirada, sintióse de repente tranquilizado. Había leído en el alma de la predestinada, y comprendió que la que iba a convertirse en una santa le protegía ya. Cogióse al borde del vestido de Tais, que desbordaba del triclinio, y mentalmente rezó al Salvador Jesús.

Un murmullo halagador había acogido la llegada del personaje, al que llamaban el Platón de los cristianos. Hermodoro fue quien primero le habló:

—Ilustrísimo Marco, nos alegra verte entre nosotros, y podemos decir que llegaste a tiempo, Sólo conocemos de la doctrina de los cristianos lo enseñado en Público. Por añadidura, es evidente que un filósofo como tú no puede pensar lo que piensa el vulgo, y estamos curiosos por conocer tu juicio referente a los principales misterios de la religión que profesas. Nuestro querido Zenotemis, que, no lo ignoras, se desvive por conocer símbolos, ha interrogado al ilustre Pafnucio acerca de los libros de los judíos. Pero Pafnucio no le contestaba, y no sorprendió su reserva, porque nuestro huésped consagróse al silencio, y Dios ha sellado sus labios en la Tebaida. Pero tú, que tomaste la palabra en los sínodos de los cristianos y hasta en los consejos del divino Constantino, podrás, si quieres, satisfacer nuestra curiosidad y revelarnos las verdades filosóficas ocultas en las fábulas de los cristianos. ¿No es la primera de esas verdades la existencia del Dios único, en el cual, por mi parte, creo firmemente?

MARCO.—Sí, venerables hermanos; creo en un solo Dios, no engendrado. Único eterno, principio de todas las cosas.

NICIAS.—Sabemos, Marco, que tu Dios ha creado el mundo. Esa fue, sin duda, una interesante crisis en su existencia. Existía en la eternidad antes de haber podido resolverse a ello. Y para ser justo, reconozco que su situación era de las más difíciles. Necesitaba permanecer inactivo para seguir siendo perfecto, y debía obrar para convencerse. Sé que existía. Tú me aseguras que se decidió a obrar. Quiero creerlo, aunque sea de parte de un Dios perfecto una imperdonable imprudencia. Pero dinos, Marco: ¿de qué modo creó el mundo?

MARCO.—Los que sin ser cristianos poseen, como Hermodoro y Zenotemis los principios del conocimiento, saben que Dios no creó el mundo directamente y sin intermediario. Dio nacimiento a un hijo único, por quien todas las cosas fueron hechas.

HERMODORO.—Dices verdad, Marco; y ese hijo es, indistintamente, adorado bajo los nombres de Hermes, de Mitra, de Adonis, de Apolo y de Jesús.

MARC.—No sería cristiano si le diese otros nombres que los de Jesús, de Cristo y de Salvador. Y es el verdadero Hijo de Dios. Pero no es eterno, puesto que tuvo un principio. En cuanto a pensar que existía antes de ser engendrado, es un absurdo que debemos dejar a los mulos de Nicea y al asno testarudo que gobernó durante largo tiempo la Iglesia de Alejandría bajo el maldecido nombre de Atanasio.

Al oír aquellas palabras, Pafnucio, pálido y con la frente bañada por un sudor de agonía, hizo la señal de la cruz y perseveró en su sublime silencio.

Marco prosiguió:

—Claro es que el inepto símbolo de Nicea atenta contra la majestad del Dios único, porque le obligó a compartir sus indivisibles atributos

con su propia emanación el mediador para quien todas las cosas fueron hechas. Renuncia a burlarte del Dios verdadero de los cristianos, Nicias, y date cuenta de que, lo mismo que los lirios de los campos, ni trabaja ni hila. El obrero no es él, es su Hijo único, es Jesús, que por haber creado el mundo, vino, luego a restaurar su obra. Porque la creación no podía ser perfecta desde un principio, y el mal se había mezclado en ella inevitablemente con el bien.

—NICIAS.—¿Qué es el mal y qué es el bien?

Hubo un silencio, durante el cual Hermodoro, extendido el brazo sobre el mantel, mostró un borriquillo, en metal de Corinto, que llevaba en las alforjas, a un lado, aceitunas blancas, y al otro lado, aceitunas negras.

—Ved esas aceitunas —dijo—. Nuestra mirada se ve agradablemente halagada por el contraste de su color, y nos complace ver que unas son claras y otras oscuras. Pero si estuviesen dotadas de pensamiento y de conocimiento, las blancas dirían: "Está bien que las aceitunas sean blancas, y está mal que sean negras"; por lo cual, el pueblo de las aceitunas negras aborrecería al pueblo de las aceitunas blancas. Nosotros juzgamos mejor, porque estamos tan por encima de las aceitunas como los dioses están por encima de nosotros. Para el hombre que sólo ve un lado de las cosas, el mal es un mal; para Dios, que lo comprende todo, el mal es un bien. Sin duda, la fealdad es fea y no bella; pero si todo fuera bello, el todo no sería bello. Luego es un bien la existencia del mal, según lo ha demostrado el segundo Platón, infinitamente más grande que el primero.

EUCRITO.—Hablemos virtuosamente. El mal es un mal, no para el mundo, puesto que no destruye la indestructible armonía, sino para

el malo que lo realiza y pudiera no realizarlo.

COTTA—¡Por Júpiter! He ahí un buen razonamiento.

EUCRITO.—El mundo es la tragedia de un excelente poeta. Dios, que la compuso, designó a cada uno de nosotros el papel que debía representar. Si quiere que tú seas mendigo, príncipe o cojo, procura representar lo mejor que puedas el personaje que te fue asignado.

NICIAS.—Sin duda, estará bien que el cojo de la tragedia cojee con Héfaistos; estará bien que el insensato, se abandone a los furores de Ayax, que la mujer incestuosa renueve los crímenes de Fedra, que el traidor traicione, que el embustero mienta, que el asesino mate; y cuando la obra haya sido representada, todos los actores: reyes, justos, tiranos sanguinarios, vírgenes piadosas, esposas impúdicas, ciudadanos magnánimos y cobardes asesinos recibirán del poeta una parte igual de felicitaciones.

EUCRITO.—Desnaturalizas mi pensamiento, Nicias, y conviertes una muchacha hermosa en una gorgona horrible. Te compadezco al ver que ignoras la naturaleza de los dioses, la justicia y las leyes eternas.

ZENOTEMIS.—Yo, amigos míos, creo en la realidad del bien y del mal. Pero estoy persuadido de que no hay una sola acción humana, ni siquiera el beso de Judas, que no lleve en sí un germen de redención. El mal contribuye a la salud consiguiente de los hombres, y en esto procede del bien y participa de los méritos inherentes al bien. Los cristianos lo han expresado admirablemente por el mito en ese hombre de pelo rojo que para traicionar a su Maestro le da un beso de paz, y afirmó con ese acto la salvación de los hombres. Sólo por esto, a mi entender, nada es más injusto y más vano que el odio con que ciertos discípulos de Pablo el tapicero persiguen al más infeliz de los apóstoles de Jesús; era necesario, según su propia doctrina, para la redención de los hombres, y que si Judas no hubiese recibido la bolsa de treinta dineros, la Sabiduría divina hubiera quedado falseada, la Providencia burlada, sus designios contradictorios y el mundo entregado al mal, a la ignorancia y a la muerte.

MARCO.—La Sabiduría divina tuvo previsto que Judas, en plena libertad para darlo o no darlo, daría el beso traidor. Y el crimen del Iscariote vino a ser una piedra básica en el edificio maravilloso de la Redención.

ZENOTEMIS.—Te hablé antes, Marco, en el supuesto de que la Redención de los hombres había sido realizada por Jesús crucificado, porque no dudo de que tal es la creencia de los cristianos, y me puse de su parte para juzgar con más razones el error de los que creen en la condenación eterna de Judas. Pero, en realidad sólo es Jesús el precursor de Basílides y de Valentín. Y en cuanto al misterio de la Redención, si os inspira curiosidad y queréis oírme, queridos amigos, os diré cómo se manifestó, en realidad, sobre la Tierra.

Los presentes asintieron, complacidos.

Como las vírgenes atenienses con las sagradas cestas de Ceres, doce muchachas que llevaban sobre su cabeza cestos con granadas y manzanas entraron en la sala del banquete a paso ligero, cuya cadencia acompasaba una flauta invisible. Depositaron los cestos sobre la mesa, cesó la música y Zenotemis habló de este modo:

—Cuando Eunoia, el pensamiento de Dios, hubo creado el mundo, confió a los ángeles el gobierno de la Tierra. Los ángeles no conservaron la serenidad que conviene a los señores. Atraídos por la belleza de las hijas de los hombres, las sorprendieron en la oscuridad junto a los brocales de los pozos, y se unieron con ellas. De sus himeneos nació una raza violenta, que sembraba en la Tierra la injusticia y la crueldad, y amasaba el polvo de los caminos con sangre inocente. Ante aquel espectáculo, Eunoia sintió una tristeza. infinita, y suspiró, asomándose al mundo:

—¡Esa es mi obra! Por mi culpa se han hundido mis hijos en la vida amarga. Su dolor es mi crimen, y quiero expiarlo. El mismo Dios, que sólo piensa por mí, sería impotente para devolverles la primitiva pureza. Lo hecho, hecho está, y la creación se ha torcido para siempre. Pero no abandonaré a mis criaturas. Si no puedo hacerlas felices, puedo compartir su desgracia. Ya que fue culpa mía darles cuerpos que los humillan, en un cuerpo semejante a los suyos, iré a vivir entre ellas.

"Después de hablar así, Eunoia descendió a la Tierra y se encarnó en el seno de una tindárida. Nació pequeña y débil, y recibió el nombre de Helena. Sometida a los trabajos impuestos por la necesidad, creció pronto en gracia y belleza, y llegó a ser la más deseada de las mujeres, como lo había previsto, para que fuera profanado su cuerpo mortal por las mayores mancillas. Presa inerte de los hombres lascivos y violentos, se consagró al rapto y al adulterio, en expiación de todos los adulterios, de todas las violencias, de todas las iniquidades, y su belleza causó la ruina de los pueblos, para que Dios pudiese perdonar los crímenes del Universo. Jamás el pensamiento celestial, jamás Eunoia fue tan adorable como en los días en que, ya mujer, se prostituía a los héroes y a los pastores. Los poetas adivinaban su divinidad cuando la pintaban tan bondadosa, tan soberbia y tan fatal, y cuando le hacían esta invocación: "¡Alma serena como la calma de los mares!"

"Así fue cómo Eunoia se vio arrastrada por la piedad al mal y al sufrimiento. Murió (y los lacedemonios muestran su tumba) porque debía conocer la muerte después de la voluptuosidad y saborear todos los frutos amargos que había sembrado. Pero al verse libre de la carne descompuesta de Helena, encarnó en otra forma de mujer y se ofreció de nuevo a todos los ultrajes. De este modo, al pasar de uno a otro cuerpo, y cruzar entre los humanos los tiempos calamitosos, tomó sobre sí los pecados del mundo. Su sacrificio no será inútil. Unida a nosotros por los lazos de la carne, amando y llorando con nosotros, alcanzará su redención y la nuestra; nos elevará, suspendidos en su blanco pecho, en la paz celestial reconquistada."

HERMODOM.—NO me era desconocido ese mito. Recuerdo haber oído que en una de sus metamorfosis la divina Helena vivía cerca del mago Simón, bajo Tiberio emperador. Yo creía que su descendencia fue involuntaria, y que los ángeles la arrastraron a su caída.

ZENOTEMIS.—Es cierto, Hermodoro, que los hombres mal iniciados en los misterios imaginaron que la triste Eunoia no había consentido en su propia decadencia. Pero, a ser así, Eunoia no hubiera sido la cortesana expiadora, la hostia cubierta de todas las máculas, el pan empapado en el vino de nuestras vergüenzas, la ofrenda agradable, el sacrificio meritorio, el holocausto cuyo humo sube hacia Dios. A no ser voluntarios sus pecados, no tendrían virtud.

CALÍCRATES.—Pero ¿quieres, Zenotemis, que te diga en qué país, bajo qué nombre, en qué forma adorable vive hoy esa Helena siempre renaciente?

ZENOTEMIS.—Hay que ser sabio para descubrir semejante secreto. Y la sabiduría, Calícrates, no es dada a los poetas, que viven en el mundo grosero de las formas y se distraen, como los niños, con los sonidos y las vanas imágenes.

CALÍCRATES.—Teme ofender a los dioses, impío Zenotemis. Ya sabes que aman a los poetas. Los inmortales dictaron en verso las primeras leyes, y son poemas los oráculos de los dioses. Los himnos tienen agradables voces para los oídos celestes. ¿Quién ignora que los poetas son los adivinos y que nada se les oculta? Yo mismo, como poeta, y ceñido con el laurel de Apolo, revelaré a todos la última encarnación de Eunoia. La eterna Helena está cerca de vosotros; nos mira y la miramos. Ved esa mujer acodada de los almohadones de su triclinio, tan bella y pensativa, en cuyos ojos hay lágrimas, y en sus labios hay besos. ¡Es ella! Encantadora como en los días de Príamo y del Asia en flor. Hoy Eunoia se llama Tais.

FILINA. ¿Qué dices, Calícrates? ¿Nuestra querida Tais habría conocido a Paris, a Manelao y a los aqueos de las bellas anémides que combatían delante de Ilión? Tais, ¿era grande el caballo de Troya?

ARISTÓBULO.—¿Quién habla de un caballo?

—¡He bebido como un tracio! —exclamó Quereas.

Y rodó bajo la mesa. Calícrates alzó su copa, y dijo: —Bebo por las musas heliconianas, que me han prometido una memoria que jamás oscurecerá el ala oscura de la noche fatal.

El viejo Cotta dormía, y su cabeza calva balanceábase lentamente sobre sus anchos hombros.

Desde algo antes Dorión se agitaba bajo su manto filosófico. Se aproximó, tambaleándose, al triclinio de Tais.

DORIÓN.—Porque estaba en ayunas.

TAIS.—Pues como yo, ¡pobre amigo mío!, solo he bebido agua. Debes resignarte a que no te corresponda.

Dorión no quiso replicar, y fue a unirse con Drose, que lo llamaba con los ojos para apartarle de su amiga. Zenotemis, al ocupar aquel sitio ya libre, dio a Tais un beso en la boca.

TRIS.—Te creía más virtuoso.

ZENOTEMIS.—Soy perfecto, y los perfectos no están sometidos a ninguna ley.

TRIS.—Pero ¿no temes que se manche tu alma en los brazos de una mujer?

ZENOTEMIS.—Puede ceder el cuerpo al deseo, sin que influya en el alma.

TAIS.—¡Déjame! Yo aspiro a que me amen con el cuerpo y con el alma. ¡Todos los filósofos son unos machos cabríos!

Las lámparas se apagaban una tras otra, y la pálida claridad que se filtraba por las separaciones de los tapices bañaba los rostros lívidos y los hinchados ojos de los concurrentes. Aristóbulo, caído, con los puños cerrados, junto a Quereas, ordenaba en sueños a sus esclavos que hiciesen rodar la muela. Zenoaemis estrechaba entre sus brazos a Filina, desmadejada, y Dorión vertía sobre la garganta desnuda de Drose gotas de vino, que, al correr como rubíes sobre los pechos blancos, estremecidos por la risa, eran sorbidos por el filósofo, cuyos labios los perseguían. Eucrito se levantó, puso el brazo sobre el hombro de Nicias y fue con él a un extremo de la sala.

—Amigo —dijo sonriente—, si piensas aún, ¿en qué piensas? —Pienso que los amores de las mujeres son semejantes a los jardines de Adonis.

—¿Qué quieres decir?

—¿No sabes, Eucrito, que las mujeres construyen todos los años jardinitos en su terraza, donde plantan ramas en macetas de arcilla para el amante de Venus? Esos ramos verdean poco tiempo, y se marchitan

—Amigos, no nos preocupemos ni de esos amores, ni de esos jardines. Es de locos asirse a lo pasajero.

—Si la belleza solo es una sombra y el deseo solo es un relámpago, ¿qué locura puede haber en desear la belleza? ¿No es razonable que se aúnen lo que pasa y lo que no dura; que e! relámpago devore la noche vaporosa.

—Nicias, me pareces un niño que juega a las tabas. Créeme: conserva tu libertad. Esto es de hombres.

—¿Cómo se puede ser libre. Eucrito, cuando se tiene un cuerpo? —Vas a verlo pronto, hijo mío. Y dirás: Eucrito era libre. Hablaba el anciano apoyado en una columna de pórfido. Los primeros rayos del alba le daban en la frente. Hermodoro y Marco se habían aproximado y estaban junto a él, como Nicias. Indiferentes los cuatro a las risas y a los gritos de los bebedores, charlaban de asuntos divinos. Con tanta sabiduría se expresaba Eucrito, que Marco advirtió:

—Eres digno de conocer al Dios verdadero.

Y Eucrito:

—El verdadero Dios está en el corazón del sabio.

Después hablaron de la muerte.

—Quiero —dijo Eucrito— que me encuentre ocupado en corregirme y atento a todos mis deberes. Ante la muerte alzaré al cielo mis manos puras y diré a los dioses: "No he mancillado vuestras imágenes que depositasteis en el templo de mi alma: he suspendido allí mis pensamientos, como guirnaldas, cintas y coronas. Viví conforme con vuestra providencia. He vivido hastante."

Al expresarse de tal modo, alzaba los brazos al cielo y su rostro resplandecía.

Quedó un instante pensativo. Lueg,o prosiguió, profundamente satisfecho:

—¡Despréndete de la vida, Encrito, como la oliva madura cae, dando gracias al árbol que la ha sostenido y bendiciendo a la tierra, su nodriza!

Tras esas palabras; sacó entre los pliegues de su túnica un puñal desnudo y se lo clavó en el pecho.

Cuando los que oían quisieron detener su brazo, la punta de hierro había penetrado ya en el corazón; Eucrito había entrado en el eterno reposo. Hermodoro y Nicias colocaron el cuerpo lívido y ensangrentado sobre uno de los triclinios, entre las voces chillonas de las mujeres aterradas y los gruñidos de los concurrentes, que sentían turbado su agradable sopor, y de los voluptuosos suspiros ahogados entre los pliegues de los tapices. Al despertar el viejo Cotta de su ligero sueño de soldado. corrió junto al cadáver, y después de examinar, aterrado, la herida, gritó:

—¡Que llamen a m¡ médico Aristeo!

Nicias movió la cabeza.

—Eucrito ya no existe —dijo—. Ha querido morir como otros quieren amar. Como todos nosotros, ha obedecido a un inefable deseo. Vedle ahora, semejante a los dioses que nada desean.

Cotta se golpeaba la frente:

—¿Morir? Querer morir, cuando se puede aún servir al Estado. ¡Qué aberración!

En tanto. Pafnucio y Tais habían permanecido inmóviles, mudos, unidos, con el alma desbordante de asco, de horror y de esperanza.

De pronto, el monje tomó la mano de la comedianta, pasó con ella sobre los borrachos, caídos, junto a las parejas acopladas y pisando vino y sangre la sacó de allí.

El día se alzaba sonrosado sobre la ciudad. Las columnatas majestuosas extendíanse por ambos lados de la calle solitaria, dominadas en la lejanía por la brillante cúpula del sepulcro de Alejandro. Sobre las losas de la calzada veíanse marchitas coronas y antorchas apagadas. Refrescaba el aire la brisa procedente

del mar. Pafnucio desgarró, asqueado, su túnica suntuosa y pisoteó los jirones.

—¿Los has oído, Tais mía? —exclamó—. Han vomitado todas las locuras y todas las abominaciones. Han arrastrado al Divino Creador de todas las cosas a las escaleras infernales y han negado impúdicamente el bien y el mal; han blasfemado de Jesús y glorificado a Judas. Y el más infame de todos, el chacal de las tinieblas, la bestia asquerosa, el ario rebosante de corrupción y de muerte. Al abrir la boca exhalaba fetidez de tumba. Mi Tais: viste arrastrarse hacia ti esas babosas inmundas y mancharte con su aliento pegajoso; viste a esos brutos dormidos bajo el pie de los esclavos; viste a esas bestias acopladas emporcadas con sus vomitonas; viste a ese anciano insensato verter una sangre más vil que el vino derramado en la orgía y prosternarse, al salir, ante la faz de Cristo inesperado. ¡Alabemos a Dios! Has visto el error y has reconocido que era horrible. ¡Tais, Tais, acuérdate de las locuras de esos filósofos y di si te place delirar con ellos! ¡Acuérdate de las miradas, los gestos, las risas de sus dignas acompañantes, dos monas lascivas y perversas, y di si quieres seguir siendo como ellas!

Tais, con el corazón revuelto por las repugnancias de aquella noche, volvió a sentir la indiferencia y la brutalidad de los hombres, la maldad de las mujeres, el peso de las horas, y suspiró:

—¡Siento una fatiga mortal, padre mío! ¿Dónde hallaré reposo? Arde mi frente, mi cabeza está vacía y mis brazos tan decaídos, que no tendría fuerza para coger la felicidad, aunque me la pusiesen al alcance de la mano.

Pafnucio la miraba compasivamente.

—¡Animo, hermana mía! La hora del reposo ha sonado para ti, blanca y pura como esos vapores que ves

remontarse de los jardines y de las aguas.

Se aproximaban a la casa de Tais y veían ya, por encima de la tapia, las copas de los plátanos y de los terebintos que rodeaban la gruta de las Ninfas, estremecidas bajo el rocío con la brisa de la mañana. Tenían delante una plaza desierta, rodeada por molinitos estatuas votivas y bancos de mármol. Tais se abandonó sobre uno de ellos, y después de levantar los ojos hacia el monje con una mirada ansiosa, preguntó:

—¿Qué es preciso hacer?

—Es preciso —respondió el monje—, seguir a Aquel que ha venido a buscarte y te aparta del siglo como el vendimiador coge el racimo que se pudriría en la cepa y lo lleva al lagar para convertirlo en oloroso vino. A doce horas de Alejandría, hacia Occidente, no lejos del mar, hay un monasterio de mujeres cuya regla, obra maestra de sabiduría, merecería ser puesta en versos líricos y cantada a los sones de la tiorba y de los tamboriles. Podría decirse justamente que las mujeres que se han sometido a ella posan los pies en tierra y tienen la frente en el cielo. Llevan en este mundo la vida de los ángeles; quieren ser pobres para que Jesús las ame: modestas, para que las mire; castas, para que se despose con ellas. Todos los días las visita en traje de jardinero con los pies desnudos. y los brazos abiertos, como se mostró a María en el camino del sepulcro. Te conduciré hoy mismo a ese monasterio. Tais mía, y pronto, junto a tan santas mujeres, compartirás sus celestiales coloquios. Te aguardan como a una hermana. En el umbral del convento, su madre, la piadosa Albina, te dará el besó de paz y te dirá: "¡Hija mía, bien venida seas!"

La cortesana lanzó un grito de admiración:

—¡Albina, hija de los Césares! ¡La sobrina del emperador caro! —¡La misma! Albina, que nació en la púrpura y viste sayal. Hija de los señores del mundo. Se elevó a la estirpe de sierva de Jesucristo. Será tu madre.

Tais se puso en pie y dijo:

—Llévame, pues, a la casa de Albina.

Y Pafnucio, satisfecho de su victoria, exclamó:

—¡Claro que te llevaré allí! Recluida en una celda, llorarás tus pecados. Porque no conviene que te mezcles con las jóvenes de Albina antes de ver lavadas todas tus manchas. Sellaré tu puerta y, bienaventurada, aguardarás a que Jesús mismo acuda, en señal de perdón, a romper el sello que yo haya puesto. No lo dudes. Tais: ¡vendrá! ¡Y qué estremecimiento agitará la carne de tu alma cuando sientas posarse los dedos de luz sobre tus ojos para enjugar tus lágrimas!

Tais dijo por segunda vez:

—Llévame, padre mío, a la casa de Albina.

Con el corazón inundado de alegría, Pafnucio extendió sus miradas en torno y saboreó, casi libre de temor, el placer de contemplar todo lo creado. Sus ojos bebían con delicia la luz de Dios, y alientos desconocidos acariciaban su frente. De pronto, reconoció en uno de los ángulos de la plaza pública la puertecita de entrada en la casa de Tais, y al pensar que los hermosos árboles, cuyas copas le producían admiración, daban sombra a sus jardines, vio imaginariamente las impurezas que allí habían mancillado el aire, a su parecer tan ligero y tan puro, y sintió de pronto en su alma una desolación tal, que hizo brotar de sus ojos un amargo rocío.

—Tais, huyamos de aquí sin volver la cabeza. Pero ¿dejaremos atrás los instrumentos, los testigos, los cómplices de tus crímenes pasados, los gruesos tapices, los lechos, las alfombras, las cajas de perfumes, las lámparas que proclamarían tu infamia? ¿Quieres que, animados por los demonios, arrebatados por el espíritu maligno que hay en ellos, esos muebles criminales corran en pos de ti hasta el desierto? Notoria verdad es que mesas de escándalo, asientos infames, los utilizan para sus empresas los diablos, que obran, hablan, golpean el suelo y atraviesan los aires. ¡Perezca todo lo que presenció tu vergüenza! ¡Tais, apresúrate y, mientras la cuidad aún está dormida, ordena a tus esclavos que preparen una hoguera! ¡Y quemaremos todas las riquezas abominables contenidas en tu casa!

Tais consintió:

—Haz lo que quieras, padre mío. No ignoro que los objetos inanimados sirven a veces de guarida a los malignos. De noche, algunos muebles hablan, ya con golpes a intervalos acompasados, ya con tenues claridades. Pero esto aún es poco. ¿No viste, padre mío, al entrar en la gruta de las Ninfas, a la derecha, una estatua de mujer desnuda y dispuesta a bañarse? Un día vieron mis ojos que volvió la cabeza como una persona viva, y al punto recobró su actitud acostumbrada. Sentí helárseme la sangre. Nicias, a quien referí el prodigio, se burló de mí; sin embargo, hay algo de magia en esa estatua, porque inspiró violentos deseos a cierto dálmata a quien mi belleza dejaba impasible. No dudo de que viví entre objetos encantados, expuesta a los mayores peligros, y sé que murieron hombres ahogados por el abrazo de una estatua de bronce. Sin embargo, es lamentable destruir obras preciosas hechas con una rara industria, y echar al fuego mis tapices y mis alfombras será una considerable pérdida. Los hay de bellos colores, verdaderamente admirables, y costaron carísimos a los que me los dieron. Poseo también copas, estatuas y pinturas de precio muy subido. No creo que su destrucción sea necesaria. Pero tú lo sabes mejor que yo: se hará lo que ordenes, padre mío.

Mientras razonaba seguía los pasos del monje hasta la puertecita donde tantas guirnarlas y coronas habían sido colgadas, y una vez abierta, dijo al Portero que llamase a todos los esclavos de la casa. Cuatro indios, maestros de cocina, se presentaron en primer lugar. Tenían la piel amarillenta, y los cuatro eran tuertos. Había sido para Tais dificultosa tarea y suma distracción reunir aquellos cuatro esclavos de la misma raza y con la misma lisiadura. Cuando servían a la mesa excitaban la curiosidad de los invitados, y Tais les obligaba a referir su historia.

Aseguraron en silencio, en espera de sus ayudantes. Después aparecieron, uno tras otros, los mozos de cuadra, los monteros, los portadores de litera y los correos, de tobillos de bronce; dos jardineros, velludos como Príapos; seis negros de un aspecto feroz; tres esclavos griegos, el uno gramático, el otro poeta y el tercero cantor. Se hallan todos alineados en la plaza, cuando acudieron las negritas curiosas, inquietas, con los ojos muy abiertos y la boca hendida hasta los anillos de sus orejas, y, por último, envueltas en sus velos y arrastrando lánguidamente sus pies, trabados por finas cadenillas de oro, aparecieron con torvo aspecto seis hermosas esclavas blancas. Al verlos reunidos a todos, les dijo Tais:

—Haced lo que este hombre os ordene, pues el espíritu de Dios está en él, y si le desobedecierais, caeríais muertos.

En realidad, Tais creía, por haberlo oído, que los santos del desierto tenían el Poder de sepultar en la tierra entreabierta y humeante a los impíos después de golpearlos fuertemente con un garrote.

Pafnucio despidió a las tres mujeres y, con ellas, a los esclavos

griegos, que se les parecían, y dijo a los demás:

—Traed leña y amontonadla en el centro de la plaza, encendedla y arrojad en la hoguera cuanto contienen la casa y la gruta.

Sorprendidos, permanecieron inmóviles, consultando a su dueña con la mirada, y al advertir su inmovilidad y silencio, se agruparon codo con codo, indecisos, por si se tratara de una broma.

—¡Obedeced! —dijo el monje. Muchos eran cristianos. Comprendieron la orden y volvieron a la casa en busca de leña y de antorchas. Los demás los imitaron sin violencia, pues, como pobres, aborrecían las riquezas y, por instinto, gozaban en la destrucción. Cuando ardía la hoguera. Pafnucio dijo a Tais:

—De Pronto se me ocurrió llamar al tesorero de alguna iglesia de Alejandría (si aún queda alguna que merezca ese nombre, no mancillada por las bestias arias) y entregarle tus bienes para distribuirlos entre las viudas y trocar así el producto del crimen en tesoro de justicia. Pero esa idea no venía de Dios y la he rechazado, me pareció ofensivo en demasía para las biamadas de Jesucristo ofrecerles despojos de lujuria. Tais, todo lo que te sirvió debe ser devorado por el fuego, hasta lo más íntimo. Gracias a Dios, las túnicas, los velos, testigos de caricias innumerables como las olas del mar, solo deben sentir los labios y las lenguas de las llamas. Esclavos, ¡de prisa! ¡Más leña! ¡Más antorchas! Y tú, mujer, entra en tu casa, despójate de tus infames adornos y pide a la más humilde de tus esclavas, como un favor insigne, la túnica usada cuando friega los suelos.

Tais obedeció. Mientras, los indios, arrodillados, soplaban sobre los tizones: los negros arrojaban en la hoguera los cofrecillos de marfil, de ébano o de cedro, que al entreabrir se, dejaban caer coronas, guirnaldas y collares. La humareda subía en columna oscura, como en los holocaustos agradables de la antigua ley. Después, el fuego, que ardía mansamente, de pronto se avivó con un ronquido como de bestia monstruosa, y las llamas empezaron a devorar sus preciosos alimentos. Entonces, los servidores se afanaron más en su tarea y arrastraban, gozosos, los ricos tapices, los velos bordados de plata, las floridas alfombras. Saltaban cargados con mesas, butacas, almohadones macizos, lechos con patas de oro. Tres robustos etíopes llevaron a la hoguera las tres estatuas policromadas de las ninfas, una de las cuales había sido amada como una mujer, y al verlos abrazados a ellas, parecían tres orangutanes raptadores de mujeres. Y cuando se desprendieron de los brazos de aquellos monstruos, las bellas formas desnudas se quebraron y se oyó un sollozo.

Apareció Tais, con el cabello sin prendedores, libre sobre la espalda, los pies descalzos y vestida con una túnica informe y grosera, que solamente por haber tocado su cuerpo, se impregnó de una divina voluptuosidad. La seguía un jardinero que llevaba, casi cubierto con su flotante barba, un Eros de marfil.

Indicó al hombre que se detuviera, y cerca ya de Pafnucio, le mostró al diosecillo:

—Padre mío —le preguntó—, ¿es indispensable arrojarlo también a las llamas? Por ser de una labor antigua y maravillosa, vale cien veces su peso en oro. Su pérdida sería irreparable, porque ya no habrá nunca en el mundo un artista que sepa modelar un Eros tan hermoso. Considera también, padre mío, que este niño es el Amor, que no merece tanta crueldad. El amor es una virtud, y si he pecado, no ha sido por él, padre mío, sino contra él. Jamás lamentaré lo que hice con su aprobación, y solamente lloro por lo que hice a pesar suyo. No permite a las mujeres entregarse a los que no se les acerca en su nombre. Por esto deben honrarlo. ¡Mira. Pafnucio, qué bonito es el pequeño Eros! ¡Cómo se oculta con gracia entre las barbas del jardinero! Un día, Nicias, que me amaba entonces, me dijo al traerlo: "Te hablará de mí." Pero el niño travieso me habló de un joven que yo había conocido en Antioquía, y no me habló de Nicias. ¡Bastantes riquezas ha consumido ya la hoguera! Padre mío, conserva este Eros y entrégalo a un monasterio. Los que lo vean inclinarán su corazón hacia Dios, porque el Amor sabe por naturaleza elevarse a los pensamientos celestiales.

El jardinero creyó salvado el pequeño Eros, y le sonreía como a un niño, cuando Pafnucio arrancó al dios de los brazos que lo sostenían y lo arrojó a las llamas.

—Basta que Nicias lo haya tocado para que difunda todos los venenos.

Después cogió a manos llenas las túnicas deslumbradoras, los mantos de púrpura, las sandalias de oro, las peinetas, las escobillas, los espejos, las lámparas, las tiobas y las liras para arrojarlo todo en la hoguera más suntuosa que la pira de Sardanápalo, mientras embriagados por el goce de la destrucción, tos esclavos bailaban y aullaban entre una lluvia de cenizas y de chisporroteos.

Los vecinos, despertados uno a uno por el ruido, abrían sus ventanas para inquirir, frotándose los ojos, de dónde provenía tanto humo; y luego de bajar a mitad vestidos, se aproximaban a la hoguera.

—"¿Qué será esto?". Pensaban. Había entre ellos mercaderes a los que Tais— tenía costumbre de comprar los perfumes o las telas, y. sorprendidos avanzaban la cabeza, pálida y enjuta, con ansia de comprender. Jóvenes viciosos, que volvían de sus cenas, coronada la frente de flores, flotante la túnica, provocativos y algareros, al pasar por allí, precedidos de sus esclavos, se detenían. Aquella muchedumbre de curiosos, continuamente aumentada, supo, al fin, que Tais, por inspiración del abad de Antinoe, quemaba sus riquezas antes de retirarse a un monasterio.

Los mercaderes reflexionaban: "Tais abandona esta ciudad; ya no volveremos a venderle nada. Es triste pensarlo. Sin ella, ¿qué será de nosotros? Este monje la ha enloquecido. Nos arruina. ¿Por qué se lo consentimos? ¿Para qué sirven las leyes? ¿Ya no hay magistrados en Alejandría? Tais no se interesa ya por nosotros, ni por nuestras mujeres, ni por nuestros pobres hijos, y su proceder es un escándalo público. Será conveniente obligarla a quedarse, a pesar suyo, en esta ciudad."

Los jóvenes reflexionaban en otro sentido:

Si Tais renuncia a los juegos y al amor, se acabaron nuestras diversiones. Era la gloria delirante y el ardiente honor del teatro. Era el goce supremo, hasta de los que no gozaban. A las mujeres que amábamos, las amábamos por ella. No hubo caricias en que su recuerdo no se reflejara, pues era la voluptuosidad de las voluptuosidades, y la sola idea de que vivía entre nosotros excitaba el placer."

Así reflexionaban los jóvenes, y uno de ellos llamado Cerón, que había tenido amores con ella, se mostraba dispuesto a raptarla y blasfemaba del dios Cristo. En todos los grupos era severamente juzgada la conducta de Tais.

—¡Una huida vergonzosa!

—¡Un cobarde abandono! —Nos quita el pan de la boca. —Se lleva la dote de nuestras hijas.

—Será preciso, por lo menos, que

pague las coronas que le he vendido.

—Y los sesenta trajes que me ha encargado.

—Debe a todo el mundo.

—¿Quién representará como ella la Ifigenia, la Electra y la Polimena? Con ella no puede comprarse ni el hermoso Polibio.

—Cuando su puerta se haya cerrado será triste vivir.

—Era la clara estrella, la suave luna del cielo alejandrino.

Los mendigos más famosos de la ciudad, ciegos, tullidos y lisiados, habían acudido también a la plaza, y, arrastrándose a la sombra de los ricos gemían:

—¿Cómo viviremos nosotros cuan, do Tais no esté aquí para alimentarnos? Las migajas de su mesa hartaban todos los días a doscientos desgraciados, y los amantes que salían de su casa complacidos nos arrojaban al pasar puñados de monedas de plata.

Los ladrones, confundidos entre la multitud, prorrumpían insolentes y clamorosos, a la vez que daban empujones para valerse de la confusión y apoderarse de algún objeto precioso.

Solo el viejo Tadeo, que vendía la lana de Mileto y el lino de Tarento, a quién Tais debía una importante cantidad de dinero, permanecía tranquilo y silencioso en medio del tumulto. Con el oído atento y la mirada sagaz acariciaba su barba de macho cabrío, caviloso al parecer. Por fin, se acercó al joven Cerón, le tiró la manga y le dijo en voz baja, apenas perceptible:

—Tú, el preferido de Tais, gallardo mancebo, adelántate y no consientas que un monje te la quite.

—¡Por Pólux y su hermana, juro que no lo conseguirá! —exclamó Cerón—. Hablaré a Tais, y, sin jactancia, digo que ha de oírme con más agrado que a ese lapíta sucio. ¡Abridme paso, canalla!

Y avanzó. Golpeaba con el puño

a los hombres, derribaba a las viejas, pisoteaba a los chiquillos, y cuando estuvo cerca de Tais la llevó aparte y la dijo:

—Hermosa criatura, mírame, recuerda y dime si de verdad renuncias al amor.

Entonces Pafnucio, interponiéndose violento entre Tais y Cerón, exclamó:

—¡Impío! Vas a morir si tocas a esta criatura, ya sagrada, que pertenece a Dios.

—¡Apártate, cinocéfalo —dijo el joven, exaltado—. Y si no me dejas hablar a mi amiga, te arrastraré por la barba para asar en la hoguera tu repugnante figura, como un despojo de cerdo.

Y largó la mano hacia Tais; pero, rechazado por el monje con una energía inesperada, se tambaleó y fue a caer junto a la hoguera, sobre los tizones desparramados.

Mientras, el anciano Tadeo, que iba de un lado para otro, tirando de la oreja a los esclavos, besando la mano de los señores y excitando a todos contra Pafnucio, había conseguido ya formar un pequeño grupo que avanzaba resueltamente contra el monje raptor. Cerón se levantó, y ennegrecido el rostro, quemados los cabellos y sofocado por el humo y la ira, blesfamó de los dioses. Unióse a los que avanzaban, en pos de los cuales iban los mendigos armados con sus muletas. Pronto se vio Pafnucio envuelto por un círculo de puños amenazadores, de garrotes en alto y de gritos de muerte.

—¡A la horca! El monje, a la horca!

—¡No! ¡Tiradle al fuego! ¡Quemadle vivo!

Para defender su hermosa presa, Pafnucio la oprimía sobre su corazón.

—¡Impíos! —gritaba con voz atronadora—. No intentéis arrebatar al águila del Señor esta paloma. Mejor sería que la imitarais y cambiaseis, como ella lo hizo, vuestro fango en oro. Seguid su ejemplo: renunciad a los falsos bienes que pensáis poseer, cuando sois vosotros los poseídos. ¡Apresuraos! Los días están próximos y la paciencia de Dios se agota. Confesad vuestra vergüenza, llorad y rezad. Arrepentíos. Seguid los pasos de Tais. Odiad vuestros crímenes, que son tan grandes como los suyos. ¿Quién de vosotros, pobres o ricos, mercaderes, soldados, esclavos, osaría creerse ante Dios más digno que una prostituta? Sois todos vivientes inmundicias, y es un milagro de la bondad celestial no venos de pronto convertidos en arroyos de cieno.

Mientras así decía, llameaban sus ojos, y sus palabras eran como carbones encendidos. Los que le rodeaban le oían a su pesar.

Pero el viejo Tadeo no permanecía ocioso. Recogía piedras y valvas de ostras que ocultaba entre los pliegues de su túnica, y sin atreverse a lanzarlas con sus manos, las ponía en las de los mendigos. Pronto los guijarros volaron, y una valva, diestramente lanzada, dio en la frente de Pafnucio. Al correr la sangre por el severo rostro del mártir, goteaba como un nuevo bautismo sobre la cabeza de la penitente. Y Tais, oprimida por los brazos del monje, rozada su débil carne por el tosco. cilicio, sentía estremecimientos de horror y de voluptuosidad, Un hombre vestido con elegancia y ceñida la frente con una corona de hiedra, se abrió paso entre los enardecidos, y exclamó:

—¡Deteneos, deteneos! ¡Este monje es mi hermano!

Era Nicias, que al salir de cerrar los ojos al filósofo Eucrito, pasaba por allí, camino de su casa, y vio sin sorprenderse (porque nada le sorprendía) la humeante hoguera, a Tais vestida con paño burdo y a Pafnucio lapidado.

Serenamente repetía:

—¡Deteneos! Ya os lo dije. Sed indulgentes con mi viejo condiscípulo. Respetad la querida cabeza de Pafnucio.

Acostumbrado a los sutiles razonamientos de los filósofos, carecía del imperioso impulso que somete las exaltaciones populosas, y no le atendieron. Una lluvia de guijarros y de valvas caían sobre el monje, mientras él, atento a evitar que hiriesen a Tais, no dejaba de alabar al Señor, que sabe hacer sentir los golpes dolorosos como si fuesen caricias amables. Convencidos ya de que no le atenderían y seguro de ser imposible salvar a su amigo por la persuasión ni por la fuerza. Nicias se había resignado a esperar ayuda ele los dioses, en los que apenas confiaba, cuando se le ocurrió usar de una estratagema que su desprecio de los hombres le había de pronto sugerido. Desató de su cinta su bolsa, que estaba hinchada de oro y ele plata, por ser la de un hombre voluptuoso y caritativos; se dirigió a los que tiraban piedras y, acerdándoles a los oídos la bolsa, hizo sonar el oro. Al principio no se dieron cuenta, por ser muy vivo su furor; pero poco a poco sus miradas se volvieron hacia la bolsa que tintineaba y pronto sus brazos rendidos dejaron de amenazar a su víctima. Entonces Nicias abrió la bolso, arrojó a la multitud algunas monedas de oro y de plata, y los más ávidos se agacharon para recogerlas. El filósofo, satisfecho del éxito alcanzado, volvió a lanzar diestramente aquí y allá dineros y dracmas. Al dar en el suelo resonaban las monedas, y el grupo de los perseguidores las perseguía. Mendigos, esclavos y mercaderes se agachaban presurosos, mientras que, reunidos en torno de Cerón, los patricios contemplaban aquel espectáculo con estrepitosas risas. El propio Cerón renunció entonces a su colérico propósito. Sus amigos estimulaban a los rivales fatigados, elegían campeones, cruzaban apuestas, promovían disputas entre aquellos miserables ansiosos, azuzándolos, como se hace con los perros que riñen. Cuando un tullido logró apoderarse de un dracma, las exclamaciones de los que le azuzaban llegaron a las nubes. Los jóvenes decidieron también echar monedas al aire, y quedó la plaza convertida en un campo de hombres y de espaldas, que, bajo una lluvia de monedas, se entrechocaron unos y otras como el oleaje de un mar alborotado. Ya nadie se acordaba de Pafnucio.

Nicias corrió hacia él para cubrir lo con su manto y llevarlo con Tais por callejuelas, donde ya no fueron perseguidos. Anduvieron así largo trecho, silenciosos, y, al considerarse libres completamente, se detuvieron, y Nicias dijo en tono de burla, pero algo pesaroso:

—¡Ya está hecho! Plutón raptó a Proserpina, y Tais quiere alejarse de nosotros con mi huraño amigo.

—Es cierto, Nicias —adujo Tais —,porque ya me fatigaba la vida en contacto con hombres como tú, sonrientes, perfumados benévolos, egoístas. Aburrida en absoluto de todo cuanto conozco, voy en busca de lo desconocido. He comprobado que lo que llamas goce no es goce: este hombre me prueba que se halla en el dolor el goce verdadero, y lo he creído, segura de que solo él posee la verdad.

—Y yo, alma mía —repuso Nicias, sonriente—, poseo las verdades. El conoce solo una; yo las conozco todas, luego mi riqueza es mayor, y, en verdad, no por ello me siento más orgulloso ni más feliz con tener tanto.

Y como Pafnucio le miraba con ojos relampagueantes, prosiguió:

—Querido Pafnucio, no supongas que me parezcas profundamente ridículo, ni siquiera faltó en absoluto de razón. Y si comparo mi vida con la tuya, no sabría decir cuál es preferible. Ahora voy a tomar un baño que Crobila y Mirtala me habrán preparado; comeré un ala de faisán del Faso; luego leeré por centésima vez alguna fábula milesia o algún tratado de Metrodoro. Tú, volverás a tu celda, donde, arrodillado como un camello dócil rumiarás no sé qué fórmulas de encantamiento de mucho atrás mascadas y remascadas, y por la noche, cenarás rábanos sin aceite. Pues bien, amigo mío: al realizar esas acciones tan distintas en apariencia, obedeceremos al mismo sentimiento, único móvil de todas las acciones humanas; buscaremos uno y otro nuestra voluptuosidad y nos propondremos un fin común: la dicha, la inalcanzable dicha. No me permito suponer, querida cabeza, que andas equivocado: ni me creo con más razón.

"Y tú, Tais mía, ve y regocíjate, sé aún más feliz, si está en lo posible, con abstinencias y austeridades, de como lo fuiste con riquezas y placeres. De cualquier modo, te considero digna de ser envidiada. Porque si en nuestra existencia, obedientes a nuestra naturaleza. Pafnucio y yo hemos perseguido un solo género de satisfacción, tú, querida Tais, habrás saboreado en la vida voluptuosidades contrarias que rara vez es dado conocer a una misma persona. En verdad, quisiera convertirme durante una hora en santo de la especie de nuestro querido Pafnucio. Pero es imposible. ¡Adiós, Tais! Ve donde te conducen las potencias secretas de tu naturaleza y de tu destino. Vete segura de que mi cariño te acompaña. Reconozco su inanidad: pero ¿podría yo darte algo más que lamentaciones estériles y vanos deseos, como precio de las ilusiones deliciosas que me retuvieron entre tus brazos y de las que solo me quedan el recuerdo? ¡Adiós, mi bienhechora! ¡Adiós, bondad que fue ignorada, virtud en el misterio, placer de los hombres! ¡Adiós imagen la más adorable de las que la Naturaleza supo crear, con un propósito desconocido, sobre la superficie de este mundo decepcionador!"

Mientras hablaba Nicias, en el corazón del monje se revolvía una hirviente cólera, que al fin estalló en imprecaciones.

—¡Déjame ya, maldecido! ¡Solo me inspiras odio y desprecio! ¡Déjame, hombre infernal! Mil veces más perverso que los infelices extraviados que poco ha me injuriaban y me apedreaban. Ellos no saben obrar de otro modo, pero la gracia de Dios, que yo imploro para ellos. podrá descender a sus corazones algún día. En cambio tú, detestable Nicias, no eres más que veneno pérfido y acerba ponzoña. El aliento de tu boca exhala desesperación y muerte. Una sola de tus sonrisas contiene más blasfemia de las que salen en todo un siglo de los labios humeantes de Satán. ¡Apártate. réprobo!

Nicias le oía y le miraba compasivo.

—¡Adiós, hermano mío —le dijo—, y ojalá puedas conservar hasta el aniquilamiento final esos tesoros de fe, de odio y de amor! ¡Adiós, Tais! Inútil será que me olvides, porque vivirás en el recuerdo que guardaré de ti.

Se alejó por las calles tortuosas cercanas a la gran necrópolis de Alejandría, donde habitan los alfareros funerarios en cuyas tiendas abundan las figulinas de arcillas, pintadas con suaves colores, imágenes de los dioses y las diosas; mujeres, mimos y geniecillos alados, que suelen ser enterrados con los muertos. Pensó que tal vez algunos de aquellos frágiles simulacros que allí contemplaba serían los compañeros de su sueño eterno, y le pareció que un pequeño Eros reía burlonamente. La idea de sus funerales, imaginados en aquel momento, le fue penoso. Para remediar su tristeza, refugiado en la filosofía, construyó un razonamiento.

"Verdaderamente —se dijo— el tiempo no tiene realidad. Es un puro engaño de nuestra imaginación. Pero ¿cómo, si no existiese, podría traerme la muerte? Es decir, que mi vida no terminará? No; pero se deduce que mi suerte es, y fue siempre, lo que siempre será. No la siento aún; sin embargo, existe. No debo temerla, porque sería una locura temer la llegada de lo que ha llegado. Existe como la última página de un libro que leo sin haberlo acabado.

Semejante razonamiento le acompañó, sin distraerle, durante su camino: tenía el alma ensombrecida cuando, llegado al umbral de su casa, oyó las alegres risas de Crobila y de Mirtala que jugaban a la pelota mientras le aguardaban.

Pafnucio y Tais salieron de la ciudad por la Puerta de la Luna, y avanzaron por la orilla del mar.

El monje le decía:

—Mujer, todo ese inmenso mar azul no bastaría para lavar tus manchas.

Le hablaba colérico y despreciativo.

—Mas inundada que las jabalinas y las perras, prostituiste con paganos y con infieles un cuerpo que el Eterno había formado para hacer de él un tabernáculo, y tus impurezas fueron tales que, al conocer ahora la verdad, ya no pueden cerrar tus labios o unir tus manos sin que el asco de ti misma te procure náuseas.

Ella le seguía dócilmente por ásperos caminos, bajo el sol ardoroso. La fatiga quebraba sus rodillas y la sed inflamaba su aliento. Pero, lejos de sentir esa falsa piedad que ablando los corazones profanos, Pafnucio se complacía con los padecimiento expiadores de aquella carne pecadora. En el transporte de un santo celo, quisiera desgarrar con azotes aquel cuerpo que conservaba su belleza como un testimonio brillante de su infamia. Sus meditaciones mantenían su piadoso furor,

y al recordar que Tais había recibido a Nicias en su lecho lo imaginó en forma abominable que toda su sangre refluyó hacia el corazón y su pecho estuvo en peligro de estallar. A sus anatemas, ahogados en la garganta, siguieron rechinamientos de los dientes. Avanzó, se irguió ante ella, pálido, terrible, rebosante de Dios; la miró hasta el fondo del alma y la escupió al rostro.

Tranquila, ella secóse la cara sin detener su paso. El iba detrás, con los ojos puestos en ella, como si se asomase a un abismo. Continuaba santamente irritado. Quería vengar a Cristo para que Cristo no tuviera que vengarse, cuando vio una gota de sangre que un pie de Tais dejaba sobre la arena. De pronto sintió el alivio de una piedad imprevista que penetraba en su corazón abierto. Asomaron sollozos a sus labios rodaron lágrimas por sus mejillas, y fue a prosternarse ante ella. La llamó hermana, besó sus pies ensangrentados: cien veces repetía:

—¡Mi hermana, mi hermana! ¡Mi madre! ¡Mi santa!

Y rezó:

"Ángeles del cielo: recoged amorosos esa gota de sangre y llevadla ante el trono del Señor. Haced que florezca una anémona milagrosa en este lugar arenoso regado por la sangre de Tais, para que todos los que vean esa flor recobren la pureza del corazón y de los sentidos. ¡Oh santa, santa, muy santa Tais!"

Mientras así rezaba y profetizaba, pasó por allí un joven montado sobre un asno. Pafnucio le ordenó que se apease; puso a Tais sobre la albarda, tomó la brida y siguió camino adelante. Al anochecer llegaron a un canal sombreado por bellos árboles. Ató el asno al tronco de una palmera y partió con Tais un pan que comieron espolvoreado con sal y con hisopo. Bebían el agua fresca en la palma de la mano y hablaban de las cosas eternas. Ella decía:

—Jamás he bebido agua tan pura ni respirado aire tan grato; siento que Dios flota en las brisas que pasan.

Pafnucio respondía:

—Es el atardecer, ¡oh hermana mía! Las oscuridades azuladas de la noche cubren las colinas. Pero pronto verás brillar la aurora en los tabernáculos de vida; pronto verás encenderse las rosas de la mañana eterna.

Caminaron toda la noche, y mientras el creciente de la Luna rozaba la cima plateada de las olas, entonaban salmos y cánticos. Al salir el sol, vieron el desierto extenderse ante su vista como una inmensa piel de león sobre la tierra líbica. En la margen del arenal se alzaban celdas blancas cerca de las palmeras, en la aurora.

—Padre mío —preguntó Tais—, ¿son esos los tabernáculos de vida? —Tú lo has dicho, hija y hermana mía; esa es la casa de salud donde te encerrarán mis manos.

Pronto descubrieron el ir y venir de mujeres que se afanaban junto a las moradas ascéticas como abejas en torno a las colmenas. Algunas amasaban el pan, otras cocían las legumbres; varias hilaban lana, y la luz del cielo descendía sobre ellas como una sonrisa de Dios. Las había que meditaban a la sombra de los tamarindos; sus blancas manos pendían ociosas porque, rebosantes de amor, habían escogido la parte de Magdalena, y no realizaban más trabajos que. la oración, la contemplación y el éxtasis. Por eso las llamaban Marías, y su túnica era blanca. Y las que hacían trabajos manuales eran llamadas Martas, y vestían túnicas azules. Todas iban cubiertas con velos, pero las más jóvenes dejaban asomar sobre su frente mechones de cabellos; y es necesario suponer que a pesar suyo, pues la regla no lo permitía. Una dama de mucha edad, alta y canosa, iba de celda en celda, apoyada sobre un báculo de madera dura. Pafnucio se aproximó a ella con respeto, besó la orilla de su velo, y dijo:

—¡La paz del Señor sea contigo, venerable Albina! Traigo a la colmena de que eres reina una abeja que he hallado perdida en un camino sin flores. La he tomado en la palma de mi mano y la he infundido calor con mi aliento. Te la entrego.

Y tendió el brazo hacia la comedianta, que se arrodilló ante la hija de los Césares.

Detuvo Albina un momento sobre Tais su mirada penetrante, la ordenó levantarse, la besó en la frente y después, volviéndose hacia el monje, dijo:

—La pondremos entre las Marías. Entonces le contó Pafnucio por qué caminos Tais había sido conducida a la casa de salud y pidió que fuese primero encerrada en una celda. La abadesa consintió en ello, condujo a la penitente a una cabaña que había quedado vacía desde la muerte de la virgen Leta, que la santificó. En aquel estrecho recinto no había más que un lecho, una mesa y un cántaro. Cuando Tais puso el pie en el umbral, se sintió penetrada de un infinito gozo.

—Yo mismo quiero cerrar la puerta —dijo Pafnucio— y poner el sello que Jesús vendrá a romper con sus manos.

Tomó junto a la fuente un puñado de arcilla húmeda; le añadió un cabello de su barba con un poco de saliva y lo aplicó en la juntura de la puerta. Después, aproximóse al ventanillo junto al que se hallaba Tais apaciblemente; cayó de rodillas, alabó tres veces al Señor y exclamó:

—¡Qué amable es la que avanza por los senderos de vida! ¡Qué bellos son sus pies, y qué resplandeciente su rostro!

Se levantó; echóse la cogulla sobre los ojos y se alejó a paso lento.

Albina llamó a una de sus vírgenes.

— Hija mía —la dijo—, ve a llevar a Tais lo necesario: pan, agua v una flauta de tres agujeros.