Theros/II
... en efecto, era una mujer; quiero decir, que al volverme vi a una mujer. Al partir de Jerez, hallábame solo en el coche. ¿Cómo, cuándo, por dónde había entrado aquella señora? He aquí un punto difícil de aclarar, mayormente cuando mi cabeza, forzoso es declararlo, no gozaba del beneficio de una perspicacia completa.
«Caballero...
A esta palabra siguieron otras que no pude entender bien. Tengo idea de haber dicho:
«Señora...
Pero no estoy seguro de lo que tras esta palabra balbucieron mis torpes labios, aunque debió ser alguna frase de cortesía.
Es indudable que yo estaba aturdido, no sé en realidad por qué, como no fuera por el maldito zumo de oro que había alojado en mí. Hallábame cortado y absorto, y seguramente contribuiría mucho a esto el aspecto singularísimo y por mí nunca visto de aquella persona.
Causábanme estupefacción indecible su persona y su traje, del cual no podía apartar los asombrados ojos: y en verdad, no es fácil imaginar atavíos más originales. No debía sostenerse que el traje de la dama fuese extravagante, sino que no tenía traje alguno.
Tengo idea de haber dicho a medias palabras, teñida de rubor la cara y apartando los ojos:
«Señora, tenga usted la bondad de vestirse... Eso traje, mejor dicho, esa desnudez no es lo más a propósito para viajar en pleno día dentro de un coche del ferrocarril.
Echose a reír. Era de una hermosura sobrehumana.
Yo recordaba vagamente haberla visto en pintura, no sé dónde, en techos rafaelescos, en cartones, dibujos, quizás en las célebres Horas, en relieves de Thornwaldsen, en alguna región, no sé cuál, poblaba por la imaginación creadora de los dioses del arte.
Nada de cuanto modelaron griegos, ni de cuanto cincelaron florentinos, puede superar a la incomparable estructura de su cuerpo. Su rostro era como el que la tradición artística da a todas las ninfas acuáticas y terrestres, a las diosas que fueron, a las jubiladas matronas simbólicas que durante siglos han representado en doradas techumbres el pensamiento humano. Más perfecta belleza no vi jamás; pero no era fácil contemplarla, porque sus ojos eran pedazos del mismo sol, que deslumbraban y ofendían quemando la vista, de tal modo que perdería la suya el observador si se obstinaba en mirar sin vidrios ahumados la hermosa imagen. De sus cabellos ni diré si no que me parecieron hilos del más fino oro de Arabia, perfumados de aroma campesino, y que en ellos se entretejían amapolas y espigas en preciosa guirnalda.
Su vestido era, más que tal vestido, una especie de túnica caliginosa, una flotante neblina que la envolvía, ocultando o dejando ver, según las posturas de la dama, esta o la otra parte de su cuerpo. No tenía yo noticia de aquella singularísima manera de presentarse en sociedad, y si he de hablar claro, el atavío de mi noble compañera de viaje pareciome en el primer momento escandalosa y desenvuelto en gran manera. Pero bastaron algunos minutos de observación para formar juicio más favorable. En las divinas formas, en la actitud graciosa y natural de la viajera, así como en sus palabras y ademanes, resplandecían la castidad más perfecta y la más irreprensible decencia.