Theros/IV

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Mudo y perplejo la contemplé, y no es dudoso que me deshice en cumplimientos y excusas, achacando a desvanecimiento de mi cabeza la increíble equivocación en que había incurrido; mas apenas marchó el tren camino de las sierras, volvió la dama a presentarse en su primera forma y desnudez, con los mismos cendales vaporosos que contorneaban sus bellas formas, con el mismo ornato de rústicas espigas en la cabellera de oro, los mismos ojos que no se podían mirar, y la propia irradiación abrasadora de su cuerpo. El calor que despedía era ya un calor ecuatorial, intolerable, un fuego que derretía mi persona, como si fuese de cera. Quise saltar del coche, llamar, vocear, pedir socorro; mas ella me detuvo. Caí exánime, sin fuerzas, todo sudoroso, desmayado, sin aliento; creo que mis facultades se alteraron profundamente; perdí la noción de todas las cosas, se nubló mi juicio, y apenas pude formular este pensamiento angustioso: «Estoy en las calderas infernales».

Arrojado cual cuerpo muerto sobre los cojines aspiraba con ansia el rarificado aire. La diabólica aparición llegase a mí: sostuvo mi cabeza, diome a beber no sé qué delicado y refrigerante licor que facilitó el trabajo de mis pulmones, difundiendo cierta frescura por todo mi cuerpo, y entonces me sentí mejor; mis excitados nervios se dilataron, dándome algún reposo; y al aclarárseme los sentidos, pude oír el discurso que con dulce voz me dirigió la señora, y que si mi memoria no me es infiel, fue de este modo.