Theros/VI
Y era la verdad que caminaba con rapidez, traspasando ya la fragosa sierra que es muro de Castilla. Había caído mansamente la tarde, y con la mudanza del cielo la señora aplacaba sus insoportables ardores, como fragua en que mueren durmiéndose las brasas. Sus ojos seguían brillando, mas no con el resplandor del sol, sino con claridad blanquecina semejante a la de la luna. Su cuerpo despedía tibieza grata, que poco a poco se iba trocando en frescura. De este modo, la repulsiva diosa, cuyo contacto sofocaba, se convertía en el ser más bello y amable que imaginarse puede, y todo convidaba a reposar a su lado con sosiego y descuido, viendo rodar las horas y los astros, sintiendo pasar el aire rico en fragancias.
Sus miradas me cansaban dulce arrobamiento. Vi en sus pupilas algo semejante al plateado reflejo de un lago tranquilo, y su sonrisa me sumergía en dulce éxtasis. En sus labios observé no sé qué cosa semejante celestiales puertas que se abrían.
Así pasamos toda la noche, recorriendo de un cabo a otro la tierra ilustre que sirvió de campo a la imaginaria contienda de lo ideal con el positivismo. Pero la noche recogía sus obscuridades para huir a punto que salían a saludarnos los primeros árboles de Aranjuez, no lejos de donde celebran pacto de amistad eterna Tajo y Jarama.
Rueda que rueda y silba que silba, entre polvo y ruido, llegamos al fin a Madrid, donde mi compañera de viaje, profundamente aficionada a mi persona, no quiso dejarme, y me siguió en el coche, y se aposentó en mi mismo cuarto, y se sentó a mi mesa, vuelta ya a su primitivo estado, o sea a la desnudez abrasadora en que se apareció, pero conservando siempre aquel natural fantástico que la hacía invisible para todos, excepto para mí.
Por el día, hízome sudar la gota gorda, y me sofocaba con sólo acercar a mí las yemas de sus candentes dedos; mas llegada la noche, recobró su constitución tibia y placentera, alcanzando de mí las amistades que no podía concederle a la luz del sol.
Lo más extraño es que habiéndola invitado a comer en los Jardines del Buen Retiro, la bendita señora descubrió de súbito unas mañas que me pusieron en gran desasosiego, y fue que en mitad del yantar, pretextando que su naturaleza lo exigía, empezó a menudear copas y a vaciar botellas con tanta presteza, que aquella no era señora, sino más bien una bacante.