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Todo en nada

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Todo en nada
de Joaquín Dicenta


- I -

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Me fue referida la historia, entre sorbo y sorbo de café, por aquel joven de veintiocho años que, mientras la contaba, tuvo palideces en el rostro, -temblor en los dedos y en los párpados lágrimas. Cayeron algunas en el café; quizás le hicieran beneficio, porque mi amigo, distraído con el relato de sus penas, había cargado la mano en el azúcar.

Pedro -así se llama el protagonista de la historia- pertenece a una familia, si abundante en número, en caudales escasa. Murió el padre de Pedro al cumplir éste catorce años, dejando a la viuda una pensión humilde y, con ella, la carga de seis hijos, entre hembras y varones; de éstos era Pedro el mayor.

En los estudios preparatorios para la carrera ingenieril, andaba el muchacho, cuando la desgracia ocurrió. Fuerza fue dejar los estudios, que para tan largo y costoso aprendizaje no había en la casa posibles.

Entró el mozo, como escribiente, en las oficinas de un amigo del muerto; aprendió en sus ocios, robando al sueño, horas, un par de idiomas, con más la teneduría de libros; a los diez y ocho años, con el sueldo del escritorio el producto de las lecciones que su diligencia encontrara, y algunos eventuales ingresos, que su ingenio honradamente conseguía, era Pedro sostén y mantenencia de los suyos.

Con decorosa tranquilidad, iba la anciana hacia la muerte con modestia, pero sin privaciones, los huérfanos hacia la vida; todo por obra del mancebo, puntal único de aquel hogar desamparado.

Claro que, para llevar a término la obra, imponía Pedro a su juventud privaciones mayúsculas.

No eran las materiales las más dolorosas. Espíritu soñador y romántico, sentía vibrar en sus nervios el embriagador cosquilleo del arte. ¡Ser artista! ¡Conquistar la gloria entre aplausos! Este era su sueño. No digo su ambición porque la ambición supone voluntad y acciones encaminadas a realizarla. Ni acción, ni voluntades hallaban, para tales empresas, acogimiento en el alma del joven.

¿A qué dárselo?

Sabía Pedro que el viaje del arte es dolorosa cuesta arriba y que la lucha por la gloria (cuando el nacimiento no trae por lote la riqueza) entre miseria se mantiene.

A él, personalmente, diéransele poco escaseces y sacrificios; pero, de echar por los caminos angostos de la fama, privaciones y sacrificios a los suyos tocarían también. Las espinas que se le clavaran en el alma, se le clavarían a su familia en el estómago. El estómago no digiere esta clase de espinas, aunque las rebocen con laurel.

De ahí que dejara en sueño sus amores artísticos. Algunos Versos, escritos en sus minutos libres; algunas cuartillas, emborronadas durante la noche (tasando el tiempo, a fin de gastar poca luz) y paren su cuenta mis lectores.

De estos desahogos no pasaba. ¿A qué asunto? Como él propio decía: «Ni a ello debí llegar».

Por eso, luego de terminarlo, -antes muchas veces- rasgaba lo escrito y daba al aire las cuartillas. Al Debe y al Haber tornaba; al silabeo machacón de sus discípulos, a los corretajes y comisiones, por cuya obra se hacía más apetitosa la grasa del familiar puchero, más señoriles los trajes de las hermanitas, más completa la educación de los chicuelos y más serena la vejez de la viuda.

-¡Poesía!... «Me falta tiempo para hacerla».

Así decía. Y, sin embargo, ¿qué poema igual al realizado a diario por él, sin alardes, sin ruido, para sostener con sus brazos el peso entero de un hogar?

En estos poemas silenciosos no hay pago de pública gloria. ¿Premio? La gratitud de los favorecidos; y es bueno no fiarse en ella, porque suele faltar.


- II -

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Si no poeta militante, lo era Pedro en la intimidad de su espíritu. Como poeta modelaba sus fantasías moceriles, sobre todo aquellas que con el amor habían relaciones. Soñaba con la amada, que aun no llamó a las cancelas de su espíritu, y pintábala bella, cándida, inteligente, queredora, capaz de traerle reunidos en el frunce de un beso, la bienandanza y el placer.

¿Quién no soñó así al arranque generoso del mocerío? ¿quién no modeló a su capricho la compañera por venir? ¡Felices quienes en la realidad se abrazaron con ella!

Realidad se hicieron las imaginaciones amorosas en un viaje que Pedro, para asuntos de su principal, efectuó a Valladolid. Hubo de permanecer en la castellana ciudad varios meses, por dificultades del negocio, y, durante ellos trabó amistad estrecha con la familia que le daba hospedaje por recomendación del capitalista madrileño.

Era la familia muy pobre, tanto como la de su huésped. Al igual que el joven sostenía en su casa las urgencias de su familia, sosteníalas en el hogar vallisoletano, Andrea, preciosa mujer de veinticuatro abriles, que regentaba una de las escuelas públicas y ayudaba a los aumentos de su haber, con lecciones de idiomas, dadas a señoritas ricas.

Fuera parte ella, nadie aportaba emolumentos al acervo común: los hermanos, por ser chicuelos todavía; la madre, por vieja; el padre, por incurable paralítico.

Aquellas dos juventudes, aquellas dos honradeces trabajadoras, puestas al servicio de la pobreza, simpatizaron de primera intención. Fue en amor trocándose la simpatía, por obra del trato frecuente, de la hermosura e inteligencia de la maestra, de la gallardía y bondad de Pedro.

Al amor llegaron sin darse cuenta cabal del enamoramiento. Para ellos fuera mejor no dársela. Al dársela un atardecer, entre crispaciones de sus dedos y suspiros de sus gargantas, hubieron de medir la distancia que necesitaban salvar para confundirse en un abrazo, y vieron que el abrazo, suprema felicidad para ellos, sería para los suyos estrujamiento doloroso, contracción asesina, que les volcaría de golpe contra la miseria, fosa más honda y más sombría que la ofrecida por la muerte. En aquélla, los asesinados siguen viviendo bajo el sol.

¿Unirse? ¿Constituir juntos un hogar? ¡qué ventura mayor! Reunidas las voluntades, el esfuerzo de ambos, la existencia no les ofrecería obstáculos; los hijos que vinieran no carecerían de instrucción y de pan.

Pero, ¿y los otros?, ¿y los padres ancianos? ¿Y los hermanillos, sin propio valimiento?

¿Iban a abandonarlos?

De unirse, tendrían que prescindir de los demás; a todos no alcanzaba con el trabajo de los dos.

¿Podían abandonarlos sin incurrir en egoísta crueldad? ¿Debían intentarlo, pasando por encima de todo, pisoteándolo bárbaramente todo, para satisfacer las, exigencias de su amor?

El problema quedó resuelto entre lágrimas y desesperaciones. A la felicidad ajena inmolaron la propia.

Fue gran sacrificio. Al consumarlo sus cuerpos se apretaron en un abrazo; sus bocas se repretaron en un beso, en una doble flor de carne. Entre ella, oficiaba el llanto de rocío.

Mientras duró el beso, un rayo de sol, quebrándose en las lojas de la jardinera que pendía de la techumbre, dibujó una corona de sonrosada luz, sobre las cabezas de los jóvenes.

Más brillantez y más esplendores tenía esta corona, que las ceñidas por los magnates y los reyes. Bien es cierto que consagraba una mayor grandeza.


- III -

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Sepultada por mutuo acuerdo de los jóvenes su esperanza de ser felices, de vivir el uno para el otro, no trajo la decisión frialdad a su trato. Adorándose continuaron, pero guardando sus adoraciones en el fondo del alma.

Cuando Pedro regresara a Madrid, Andrea le recordaría, mientras los niños de su escuela silabeaban palabras, al mover de sus bocas o las transcribían al correr de sus plumas. Acompañada por el recuerdo del ausente, recorrería las angostas y húmedas calles de la ciudad antigua; con su recuerdo en la conciencia y su amor en el corazón, velaría dentro de su hogar o caería, al mediar la noche, en su cama, para pensar en él, con el rostro oculto en la almohada, con las sábanas ceñidas, como un sudario, a sus virginidades.

Tal vez, andando el tiempo, si un hombre de posición bastante a trocar en desahogo las estrecheces de su hogar, llegaba a pedirla en matrimonio, se resignaría a la boda, aceptándola como un supremo sacrificio, hecho en holocausto de los hermanos que entraban en la vida y de los padres que se asomaban a la muerte.

-Claro -habló Andrea, en su entrevista última con Pedro- que ello no ocurrirá. ¿Qué hombre de caudales, ganados a bondades del corazón, va a acercarse a una mujer pobre, a echarse en hombros el fardo de una familia numerosa? No ocurrirá. Es más: mientras pueda, con mis propios recursos sacar adelante mi casa, haré porque no ocurra.

-¿Quién sabe?, ¿quién sabe? -exclamaba, poniendo en la interrogación los parpadeos últimos de sus ensueños amorosos-. Tal vez el tiempo nos ponga en condiciones de volver realidad lo que ahora nos parece imposible. El tiempo convierte lo inverosímil en vulgar; confiemos en él; y, mientras hace el tiempo su obra, hagamos la nuestra. Adiós, Pedro. Mi corazón, mis amores te llevas. Guárdalos bien en tu alma y escríbeme largo, muy largo; largo muy largo he de escribirte yo. Seran nuestras cartas como de presos, de condenados, por vida entera acaso, que confían a un cacho de papel el relato de sus dolores y se lo envían de una reja a otra reja, besándolo, antes de lanzarlo a la atmósfera, para que lleve entre sus pliegues un perfume de amor.

Y fueron pasando los meses; y llegaron a componer un año; y otro año comenzó; y vino a su fin como el primero.

Casi a diario se escribían los jóvenes. En sus cartas, por tácito acuerdo, daban poco espacio a las expansiones de su afecto. Se contaban su vida detalle a detalle; sus trabajos esfuerzo a esfuerzo; sus aumentos en la ganancia, peseta a peseta.

Hoy era él quien había hallado esta comisión nueva o aquel seguro corretaje; mañana ella quien notificaba la adquisición de una discípula. De gozo brincaban las letras en una epístola de Pedro para referir a Andrea (nunca dijo mi Andrea) que su principal le había acrecido el haber en doscientas pesetas anuales. Como sonriendo se ensanchaban las sílabas, en un párrafo escrito por la maestra, para comunicar al tenedor de libros un ascenso que aumentaba su categoría oficial y acrecía en seis el montoncillo de duros, que acompañaban la firma de la nómina.

En todas sus misivas hablaban de los progresos educativos hechos por los hermanos de la salud de los padres; de lo plácidamente que iban llevando la vejez por obra de los desvelos de sus hijos; de la satisfacción que sus hijos experimentaban cuando podían proporcionar una comodidad nueva, un goce más a los ancianos; un lujo no satisfecho, una diversión no disfrutada a los mozalbetes y a los niños.

Eran los párrafos en que Andrea y Pedro se comunicaban estas noticias, gimnasia de sus almas, para no vacilar en el sacrificio acordado; ratificación del mandato hecho a su voluntad y a su amor, para que estuviese aquella por entero al servicio de la buena obra; para que éste se inmolara sin quejas, a las exigencias del amor de los otros.


- IV -

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Súbitamente quedó interrumpida la correspondencia por parte de la maestra. Inútil fue que Pedro reclamara noticias. No hubo contestación alguna.

Lleno de inquietudes, el joven, aprovechando una festividad, tomó el primer tren de la mañana y se presentó en Valladolid. Estimulando, con el ofrecimiento de una buena propina, las actividades del cochero, estuvo a los pocos minutos frente a la vivienda de su amada. Temblando subió las escaleras y temblando llamó a la puerta.

Inútilmente, puso oídos al interior, aguardando a su llamamiento respuesta. Nadie vino a correr la mirilla; mano alguna alzó el picaporte para abrir paso al visitante.

Tornó a empujar el timbre y fue el silencio la sola contestación que obtuvo.

A los repetidos timbrazos, abrióse la puerta de la frontera habitación y una señora, adelantándose hacía Pedro, le dijo:

-Pierde usted su tiempo. No hay nadie.

-La familia que residía aquí...

-Cuando yo me mudé a esta casa, estaba esa desalquilada. ¿No reparó usted, antes de subir, en los papeles puestos en los balcones?

-No, señora.

-Pues en todos los hay.

-¿Y usted no sabe -interrumpió Pedro con angustia-, dónde pudieron ir?

-No. Ya le dije que esa habitación no tenía inquilinos cuando vine a la casa. Tal vez la portera sabrá...

La portera no pudo proporcionarle noticias sobre el paradero de Andrea. La familia de la maestra hizo almoneda de todos los enseres y muebles. -Vendidos éstos -agregó la mujer-, vino a recoger a la familia un ómnibus y... -Todos volaron -continuó- sin decirnos a qué punto iban. ¡La del humo! ¡Talmente que fantasmas!... ¡Cualquiera sabe en qué sitio de este mundo o del otro andarán rodando sus huesos!...

Pedro volvió a Madrid con la muerte en el alma. La conjunción espiritual que le ajuntaba a Andrea, era la nota sola de poesía vibrante en la vulgar y monótona atmósfera donde se desarrollaba la existencia del tenedor de libros, su leyenda de amor, su ensueño: una esperanza, por irrealizable, más sugestionadora y bella.

De golpe el lazo se rompía; la leyenda borrábase; la esperanza era cosa muerta.

¿Qué habrá sido de Andrea? -se preguntaba a toda hora el joven-. ¿A qué obedecerá su huida?

Víctima de una gran depresión moral, vivía en autómata Pedro. Voluntad, energías... todo zozobraba en su espíritu; mecánicamente cumplía sus obligaciones. Ni el amor de la madre lograba sacarle de su peligrosa abstracción.

Al cabo de un mes recibió un paquete de cartas y, con ellas, otra de Andrea.

Decía así la carta de Andrea, que el timbre de la administración de correos mostraba haber sido escrita en Barcelona:

«He consumado el sacrificio. Gracias a él, se halla garantido el porvenir de mis hermanos y mis padres. Te envío tus cartas; las mías guárdalas. ¡Dichoso tú, que lo puedes hacer!... Yo ni eso. Adiós y ahora para siempre».

-¡Para siempre! -murmuró Pedro, prorrumpiendo en sollozos.

Tuvo que guardar cama a consecuencia de una fiebre que puso en peligro su vida. Era fuerte y venció a la dolencia. Grandemente ayudaron a ello las solicitudes de la madre.

-¡Ea! -dijo un día el doctor-. Ya estamos fuera de peligro. Ahora a alimentarse bien y a vivir.

-Tiene usted. razón. ¡A vivir! -repuso el enfermo.

-Necesito vivir -añadió, ciñendo con sus brazos la venerable cabeza de su madre.

Esta lloraba, apretándose contra el pecho del hijo.


- V -

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Había transcurrido un año.

El tiempo fue cicatrizando la herida. Ya ésta no sangraba; pero subsistía la cicatriz, ancha, honda, imborrable. Cuando contra ella se crispaba el recuerdo, un dolor agudo sacudía el alma de Pedro, tal que si la herida hubiera vuelto a abrirse, a estremecerse, roja, chorreante de sangre.

Cierta mañana, al volver Pedro de su oficina y doblar una bocacalle, tropezó con una pareja que, en dirección contraria marchaba, cogida del brazo. Aquella mujer y aquel hombre debían salir de una tienda inmediata y dirigían sus pasos hacia un automóvil que aguardaba junto a la acera.

En la mujer reconoció el joven a Andrea.

Ella también le vio. Cubriósele de palidez el rostro y vaciló contra el brazo del hombre.

Aún estaba Pedro a distancia; apresuró el paso, pero, antes de llegar donde estaban la maestra y su acompañador, ganaron el automóvil ellos y el vehículo se alejó.

Durante unos minutos quedó Pedro estupefacto, imbécil. Necesitó apoyarse contra el muro de un edificio para no caer redondo.

Era ella, Andrea, ¡su Andrea! Porque suya fue por espacio de años, siquiera la entrega del cuerpo no acompañase a la del alma. Suya fue, en aquellos íntimos coloquios, que servían a sus corazones de carril para comunicarse esperanzas, desengaños, anhelos dichosos de convertir la posesión espiritual en adueñamiento completo, en nupcia plena, en fecunda y carnal conjunción. Suya, en las amarguísimas, horas, dedicadas a poner frente a frente la ventura que su unión les reportaría y el desamparo que supondría realizarla para los padres viejos y para los hermanos impúberes. Suya, como jamás, la noche en que juntos, envueltos por las tinieblas nocturnales, consumaron el sacrificio, inmolando la propia dicha en beneficio de la ajena.

Más tarde la huida; un silencio angustioso llenando los días, los minutos de un año...

Al fin volvía a hallarla... con otro hombre; ¡con otro que la retenía contra su brazo, que sobre su pecho la apoyaba, en muestra de vanidosa posesión!

-¿Quién era aquel hombre? ¿Con qué títulos paseaba por las calles a Andrea? ¿Un amante;? ¿un esposo?...

Sólo ella lo podía decir; y ella se alejaba a todo volteo de automóvil; ni aun volvió, para mirarle, el rostro antes de perderse en el remate de la vía espaciosa.

Con mirar de loco y paso de sonámbulo, hizo Pedro camino en la misma dirección que había levado el automóvil.

¿Dónde iba? Lo ignoraba.

Sin darse cuenta de ello, entró en el Parque del Oeste, por el sitio que linda con los alrededores de la Cárcel Modelo.

La tarde lluviosa dejaba el Parque en casi absoluta soledad. Las gotas de agua, volvían cada planta estuche de raso, guardador de brillantes; en los árboles era una esmeralda cada hoja. Los pájaros cantaban su amor entre las ramas o se perseguían en el aire con aletazos y trinos queredores. Aprovechando las ausencias del hombre, iban y venían las urracas por los andenes, balanceando sus cabecitas de ojos pícaros sobre el cuello nervioso, erizando el plumaje con lascivo temblor, arrastrando por tierra su cola, tal que si ella fuese manto de desposada.

Pedro se dejó caer sobre un banco y en él permaneció, ajeno al curso de las horas, con la frente hundida entre las manos y el pensamiento sacudido por ideas crueles, por propósitos locos, por vengativos planes. Entre ellos descollaba la imagen de Andrea, pálida y hermosa, apoyándose en el brazo de un hombre, de otro hombre.

-¿Quién era aquel hombre? quien fuere -monologaba Pedro- es el ladrón de mi felicidad, de la sola felicidad que me permitía el destino. ¿He de resignarme a perderla? ¡No! ¡Quiero, necesito ver a Andrea! Es preciso que ella me explique su conducta, los motivos de su traición.

-¡Ver a Andrea! ¿Cómo? ¿Dónde hallarla? ¿A qué sitio, a qué persona dirigirme para indagar su paradero? La casualidad la puso ante mí; no es fácil que otra vez quiera hacerlo. ¡Perdida, perdida para siempre! Y ¿a qué encontrarla, si ajenos brazos la retienen?...

Los reflejos últimos del crepúsculo eran absorbidos por las negruras de la noche, cuando Pedro salió de su ensimismamiento.

Lentamente ganó la salida del Parque; tropezando con la gente y con las esquinas, recorrió calles y plazas de Madrid. Al cabo llegó frente a su casa.

-Llena de inquietud me tenías; -dijo su madre, al verle entrar-. -¿Qué te pasa? -añadió. -Estás pálido; hay rastros de llanto en tus ojos. ¿Estás enfermo? ¿Te han dado algún disgusto?

-No, madre; nada tengo.

-Entonces, me atrevo a darte la noticia.

-¿Qué noticia?

-Andrea ha estado aquí.

-¡Andrea!

-No tuvo necesidad de nombrarse para que yo la conociese. El retrato que preside tu mesa me la dio a conocer enseguida.

-¡Andrea!

-Preguntó por ti, manifestando gran pena al no hallarte y mayor aún porque no podía esperar. Con los ojos llenos de lágrimas, tendió sus brazos hacia mí. Luego de cercarme con ellos, de apretarme firme contra su corazón, se alejó sollozando.

-¿No dijo dónde podré encontrarla?

-No.

-Algo diría; alguna indicación ha debido de hacerte. ¡Recuérdalo, madre, recuérdalo!

El timbre de la puerta sonó.

Pedro corrió a abrir.

El recadero de un hotel puso en sus manos una carta. En el sobrescrito reconoció la letra de Andrea.


- VI -

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Decía así la carta:

«Me consideraba más fuerte; más honrada también. ¡Necia! Bastó que se cruzaran con los míos tus ojos para que diesen juntamente por tierra mi fortaleza y mi honradez. Libre para ser tuya, me fue posible el sacrificio de perderte. Hoy que ya no me pertenezco, voluntad y valor me faltan.

»Me di a otro hombre que tú por esposa, para asegurar la feliz vejez de mis padres, el futuro de mis hermanos. Era acción noble hacerlo; pero es acción indigna volver al pasado los ojos cuando el presente me impone, más que nunca, el deber de borrarlo.

»¡No puedo, Pedro mío, no puedo!

»Esta noche salgo en el expreso. A París voy. Me hospedaré en el Gran Hotel. Andrea».


-¡Es ahora, ¡ahora!, cuando ella se me da! -balbuceó Pedro, estrujando la carta-. ¿Qué debo hacer? ¿Seguirla? Claro está que seguirla. ¿No se me ofrece? ¿No es la felicidad, por tanto tiempo acariciada a que hoy puede realizarse? ¿A qué dudar? Tras ella y con ella me iré.

¡Tras ella! ¡Con ella! -prosiguió, después de una pausa-. Entonces, ¿a qué mi sacrificio de antes? Ir con ella es derrocar en un minuto el edificio a costa de cruel martirio cimentado; la paz de mis ancianos padres; el porvenir de mis hermanos. ¡Pobres de los míos, si mi ayuda les falta! ¡Miserable yo, si en tierra extranjera, para disfrutar la posesión de esa idolatrada mujer, me resigno a vivir de la limosna que ella para vivir me entregue!

¡La posesión, el amor de Andrea! ¡La posesión, partida con otro! ¡El amor gozado en la sombra, sin franqueza y sin dignidad!... ¡Nunca!, ¡Nunca! Vale más perder su amor que envilecerlo.



Apoyado sobre la valla que separa la estación del Norte del paseo de la Florida, un hombre clava su mirada en los rieles. El expreso de Francia avanza por ellos, sudando vapor, envolviéndose en torbellinos de humo.

Por frente al hombre avanza, rápido, crepitante.

El hombre le sigue con pupilas ansiosas hasta que se esconde en la curva que da acceso al puente de piedra.

Después se restriega con los puños los párpados, vuelve bruscamente la espalda y se pierde en la noche.