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Todo un pueblo/II

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- II -

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De herencia le venía a Julián Hidalgo el ser levantisco: de los abuelos rebeldes, de aquellos viejos épicos, caudillos de tribus vencidas, a quienes la historia de la conquista negó el valor y regateó el heroísmo porque no quisieron admitir la civilización a latigazos.

Insurrectos de esa talla, bravíos guardianes de sus mujeres y sus tierras, fueron los predecesores del primer indio anónimo que apellidó «Hidalgo» el invasor.

El indio sometido, pero no domado, escondió el odio en no se sabe qué rincón del alma y lo transmitió a sus hijos.

José Andrés lo extrajo íntegro, y el sombrío rencor de José Andrés peregrinó por la ciudad conquistada hasta hacer nido caliente en el seno harto joven de Susana Pinto, criolla de pasiones prematuras, imprevistas, involuntarias, volcánicas todas.

De aquel rencor de hombre y de esta fiereza de hembra de juventud precoz, nació Julián, y nació rebelde como nació feo, por atavismo de raza, rompiendo bruscamente las entrañas de una madre casi niña que no podía darlo al mundo.

Los primeros años de Julián, revoltosos y terribles, ofrecen algunos menudos y variados lances a la claridad de esta historia.

Por una multitud de crímenes infantiles encerraron a nuestro héroe en un colegio donde, a vuelta de dos o tres semanas de lloriqueos y protestas, encontró, para consuelo de sus penas, un amiguito ten travieso como él, y que atendía a la lista de los réprobos del severo instituto por el nombre de Luis Acosta.

Luis era inteligente, muchacho audaz, simpático, pero díscolo y pendenciero hasta dejarlo de sobra.

Decíase que era un expósito, hijo de nadie, y que el director del instituto le había hecho el favor de prestarle su apellido para igualarlo a los otros condiscípulos. Esto lo decían sotto voce, en las tertulias de asueto, en el fondo del corral, cuando él estaba ausente; porque Luis «se mataba con cualquiera», y gastaba cuerpo de gigante, y los tenía a todos metidos en un puno; sobre todos ellos a un tal Teodorito Cuevas, niño elegante, si los hay, tan ufano de su persona y de su nombre que solía firmarse al pie de las planas: «Teodoro César de las Cuevas y del Milagro de la Concha.»

Este aristocrático feto pagaba a menudo las rabietas de Luis Acosta; cuando no le llenaba las botas de carbón, le rompía las narices de una bofetada.

El natural fogoso y emprendedor de Julián halló cumplido molde en el carácter de Luis, y de esta guisa, unidos y estrechados, marcharon de bracete por la senda de las diabluras infantiles: estas diabluras le proporcionaban con frecuencia muy tremendos y rigurosísimos castigos; pero los castigos que hacían reír a Luis enfurecían a Julián, enardeciéndolo hasta el punto de hacerlo airado y atrevido con sus maestros.

Una tarde se armó una gran pedrea en el jardín del colegio, y Teodorito Cuevas, que no pensaba más que en vengarse de los maltratos de Luis Acosta, parapetose detrás de un árbol y le arrojó brutalmente un cascote lleno de clavos y otras materias «criminales»; y lo hizo con tan mala fortuna que, en vez de partirle la cabeza a su verdugo, como él quería, encontró blanco en la frente de Julián, que andaba cerca.

De aquella frente brotó sangre en abundancia, y hubo alaridos de espanto y carreras en tropel y lavatorios furiosos en el agua de la pila; y, para completar, una cura maravillosa de telas de araña, aceite y otros menjurjes que resultaron providencialmente eficaces, volviendo de esta suerte el alma al cuerpo de los desasosegados colegiales, temerosos, y con razón, de que el suceso llegara a oídos del inflexible director.

Y el director al fin y al cabo se enteró, es claro, y llamó a capítulo a todo el mundo y prometió un castigo ejemplar para el autor de la hazaña.

Pero en cuanto supo que la agresión fue involuntaria, y que había partido de Teodoro, a cuyos padres rendía él consideraciones casi serviles por lo mucho que le sonaba el apellido, limitó la terrible reprimenda a un profundo y filosófico sermón sobre la influencia de las pedreas en los destinos de los jóvenes.

Aquello exaltó, en vez de calmar, la cólera de Julián, que esperaba ver colgado de las vigas del techo al elegante caballerito; y la cólera recogida e impotente se convirtió luego en una lágrima, en una de esas lágrimas que dejan huella invisible, pero eterna, en las mejillas de los niños.

Y tan honda, o más honda aún que la herida de la frente hecha por la mano de un compañero de colegio, fue la otra, la hecha por la injusticia de los hombres, la que llevó a partir de aquel día en el fondo del alma el levantisco Julián.

La raza indómita de los Hidalgos, provocada y hostilizada en un espíritu infantil, empezaba a revelarse.

Y en esta situación de ánimo sorprendió al muchacho la época de exámenes y el reparto de premios, que él esperaba con ansia, satisfecho de haber ganado muchos. Bien poco le duró la satisfacción. Los maestros, que le habían tomado ojeriza por los muchos sobresaltos que les daba, repartieron sus tres premios, brillantemente ganados en las clases de Matemáticas, Filosofía y Letras, entre otros condiscípulos.

Así creyó morirse de coraje cuando oyó, en plena fiesta y delante de su padre, que aún vivía, y de su pariente don Anselmo, aquel continuo llamar a los demás alumnos.

A un desconocido Mengánez le dieron los de Matemáticas, y a un Fulano, también desconocido, el primero de Filosofía.

Oír aquellos nombres indeterminados y sentirse poseído de santísimo furor de protesta, todo fue uno. Se levantó súbito del asiento, y sin respetar ni la presencia de sus parientes, ni lo selecto del concurso, exclamó, enseñando los puños:

-¡Eso no, caramba! ¡Esos premios son míos... míos! ¿Por qué se los dan a esos jumentos, a esos...

El asombro de los allí presentes no era para descripto: el director tomó un gran berrenchín; el tío, don Anselmo, dijo que aquella incalificable rebeldía estaba pidiendo algo así como el tormento de la Inquisición, y José Andrés, que en el fondo se regocijaba de la salida del muchacho, aunque otra cosa dijera, decidió separarlo del colegio para meterlo, no en la cárcel, como pretendía Espinosa, sino en la Universidad, que era más liberal que el Instituto. De la Universidad salió, sin completar sus estudios, a ponerse al frente de la secular posesión que su padre conservaba, como reliquia santa, allá en los mismos augustos montes donde fueron degollados sus abuelos.