Todo un pueblo/VIII
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[editar]Desigual, empinada, locamente retorcida sobre la falda de un cerro, rota a trechos por espontáneos borbotones de fronda, pudiendo apenas sostenerse en los estribos de sus puentes; caldeada por un irritante y eterno sol de verano; sacudida a temporadas por espantosos temblores de tierra; castigada por lluvias torrenciales, por inundaciones inclementes; bullanguera, revolucionaria y engreída, era Villabrava una ciudad original, con puntas y ribetes de pueblo europeo, a pesar de sus calles estrechas y de sus casas rechonchas, llenas de flores y de moho.
El modernismo le suprimió lo mejor de sus primitivas costumbres, para darle, en cambio, muchos otros usos, de esos que la civilización decreta en todas partes.
De aquí que, poseídos de un sagrado, respetabilísimo orgullo, que nadie -que nosotros sepamos- se ha atrevido aún a contrariar, los villabravenses creyeran a pies juntillas que, merced a estos adelantos, su capital podía establecer comparaciones de belleza con las más hermosas del mundo, aunque algunos espíritus incrédulos lo negaban sotto voce, como si temiesen ser oídos de ciertos periódicos que elogiaban los méritos de la gloriosa población, como los diarios portugueses a Lisboa: O terror de París.
Esta inexorable opinión robustecíanla con frecuencia los incontables excelsos escritores que esgrimían en ocasiones solemnes sus «bien tajadas» plumas en honor de la patria, unas veces defendiendo su dignidad cuando algún mal nacido la ultrajaba; otras, cuando precisaba festejar con su literatura pirotécnica, uno de los muchos onomásticos de héroes, sabios y artistas ilustres con quienes se enorgullecía la fecunda villa.
A más de estos sabios artistas y héroes muertos, para quienes la palabra, el recitado y la canción de los oradores y los vates inflamables fueron siempre ofrendas pálidas hechas a sus excelsitudes y renombres, tenía la privilegiada república aquel centenar de maravillas que enumeró con sus rubios, aristocráticos dedos don Anselmo Espinosa en el Club Criollo: carreteras y academias, ferrocarriles y ateneos, restaurantes y colegios, tiro al blanco y cerveza nacional, hipódromo y Prensa periódica, catedrales romanas y tranvías modelos.
La mayor parte de estas citadas maravillas -dicho sea sin la punzante ironía que la malicia querrá de fijo descubrir en nuestro sencillo lenguaje-, fueron obras de un famoso caudillo a quien llamaban «el tremendo nivelador», y cuya mano vigorosa, al par que progresista, supo construirlas a despecho de los fanáticos, sobre los escombros de una secular hilera de conventos.
Bajo sus cesáreas, pero oportunísimas órdenes, en aquel pueblo habituado al desbarajuste, marcharon siempre temblando y sin chistar, administradores, diputados, jueces, ministros, presidentes y secretarios, cónsules, agentes, alcaides de cárcel, prefectos, gobernadores y hasta comisarios de Policía.
A los jefes levantiscos que se la pasaban dando carreras del club conspirador al monte vecino, para armar revoluciones y comerse las terneras y las gallinas que encontraban al paso, porque no les dejaban la presidencia o cosa así, aquel inexorable reformador los sometió bajo su mano de hierro, y llevó de esta manera la tranquilidad a los pueblos que, distanciados de la capital, vivían con el alma en un hilo, en espera del general recién «alzado».
Ni un solo día dejó de sentirse su poder en Villabrava. Hombre político, sagaz, diplomático, enérgico, activo, gran señor, algo teatral y algo jactancioso en su porte y en sus mismas costumbres, pero conocedor profundo del carácter de la gente que mandaba, era el único jefe capaz de someter y hacer temblar a aquel pueblo pendenciero y alborotador, incorregible y medio loco.
Villabrava enaltecida era él; la ciudad, y con la ciudad la nación entera, le pertenecían. Los más pequeños detalles de la vida del país pasaron frecuentemente en notas y apuntes curiosísimos por su despacho presidencial, y como se metía en todo, todo lo cambió; acabó y arrasó con una multitud de cosas feas.
Entre ellas, suprimió unas tradicionales, desaforadas carreras de novillos en la vía pública, que aún echan de menos las damas y caballeros apegados al salvajismo de su época.
Para las dichas famosas carreras, las calles más céntricas se colgaban de cintas, papeles y banderolas; las muchachas se ponían a la ventana, los galanes emocionados pasaban y repasaban sobre fogosos corceles por delante de ellas, dirigiéndoles miradas incendiarias. Luego rompía la orquesta, colocada ad hoc sobre un templete; se disparaban cien cohetes a la vez, se abría el encierro y salía el toro mugiendo...
Los jinetes, que lo esperaban a la salida, corrían en tropel detrás del infeliz; le echaban mano a la cola por medio de un movimiento heroico, al galopar del caballo, y de pronto ¡zas!, desnucaban al novillo frente a la dama de sus pensamientos. Y ésta, satisfecha, orgullosa, entusiasmada por tan épica prueba de valentía y de amor, adornaba y coronaba al medioeval y medio-bruto caballero, que salía dando saltos por todo el largo de la calle, entre los furiosos aplausos de la multitud.
Con lo que no pudo acabar el tremendo nivelador fue con las feroces riñas de gallos. Aún subsisten y ejercen en ellas de galleros eminentes muchos altos personajes de la política. Dicho sea esto en honor de la levantisca raza. Porque es hora de advertir que no siempre estaban los villabravenses dispuestos a acatar las órdenes del ilustre dictador.
A veces soplaba el viento de la rebelión y encrespaba el espíritu de la gente moza, que no quería reconocer el origen divino de aquella suprema autoridad. Pero entonces ardía Troya. El «tremendo» se estremecía de furor, enarcaba las cejas, daba una patada formidable, y con un solo grito, con una sola interjección a tiempo, en las cuales interjecciones fue él siempre algo olímpico, ponía término y fin a las más temibles y populacheras desobediencias.
Los que protestaban del grito olímpico iban sin más contemplaciones ni distingos a la cárcel. Y mientras tanto, el encolerizado jefe no perdía minuto, porque así como era violento de carácter, era emprendedor y genial. Sobre una ruina fabricaba un palacio, sobre un basurero levantaba un paseo, sobre el embovedado de un río una avenida. Fundó colegios, bancos, hospitales, universidades... y exterminó al caciquismo.
Así marchó la república villabravense, regenerada en parte, halagada, respetada, prometiendo un gran porvenir a los amantes del verdadero progreso y de la civilización sólida, permanente y bella.
Pero el autor de todo esto, muy superior a su tiempo y a los suyos, harto ya de lidiar con aquel país, de quien otro grande hombre dijo que era ingobernable, y que por ende lo mejor que allí podía hacerse era emigrar, optó por la expatriación voluntaria e indefinida, precisamente cuando el país más necesitado andaba de su dictatorial inteligencia.
Desde aquel punto y hora puede decirse que los villabravenses no resolvieron ningún problema. Y merced a esta inesperada situación, se declaró allí una espantosa enfermedad moral, que los alienistas del espíritu diagnosticaron de «fiebre de libertad desaforada»; fiebre que se agarró a la sangre y produjo los más raros fenómenos de alegría y tristeza a la vez.
Les ocurrió a los hombres de Villabrava, en esta ocasión, lo mismo que a esos muchachos que pasan rápidamente del colegio a la universidad en solicitud de un bachillerato prematuro; el bachillerato se les sube a la cabeza, los emborracha y cometen cada barbaridad que tiembla el misterio.
Unida esta libertad al valor característico del pueblo bravucón, los ánimos se enardecían allí con harta frecuencia. Cuando había que elegir, por ejemplo, al presidente de la República, se fundaban periódicos terribles, en los que se propinaban los electores de ambos bandos insultos feroces, zarandeando de paso las respectivas existencias de los candidatos.
El jefe del partido colorado -escribía un periódico azul- es un pillo que robó el año 70 tres millones de duros.
¡Miente! -argüía el contrario- miente tres veces el papel rojo al asentar en su edición de ayer que nuestro esclarecido candidato es un pillo. ¡El pillo es el vuestro, miserables!
Y en empezando, ya se sabe: armábase en Villabrava de tal modo y manera la refriega, que tocaba Dios a juicio. Se lanzaban a la calle hojas inmensas, monumentales, extraordinarias, del color del partido que defendían, con grandes títulos y menudas firmas de vivos y de muertos, de vagabundos y de hombres honrados juntamente. De las redacciones se salía en pandillaje pavoroso, en son de desafío y de combate, pidiendo víctimas, clamando venganza, olfateando sangre. Pero jamás se dio el caso de que llegara la sangre de los exaltados, fuertes y valerosos paladines, a ninguna parte, a pesar del cúmulo de ultrajes que de ambos bandos se dispensaban sus respectivos directores.
Había directores de pasta-flora, a quienes no les agradaba la bullanga, y había otros muy nerviosos, dispuestos siempre al duelo a muerte: a espada, al sable, ¡a lo que quiera el adversario! -exclamaban, airados, echando fuego por los ojos-, y por ende venían al punto las tremendas gestiones de honor que para tales casos se ponen en práctica.
Mas lo corriente era arreglar el asunto en pleno arroyo. Donde los endiablados matones se encontraban, allí se saludaban a tiros. Porque los villabravenses, como eran, o son, así, tan valerosos, andan siempre armados hasta los dientes.
A ponerse un revólver sobre los riñones es lo primero que aprenden esos muchachos; y creciditos ya, aunque imberbes, con su arma en el bolsillo trasero del pantalón, se creen unos entes sobrenaturales a quienes Dios envía al mundo para terror de sus semejantes.
De aquí que, hechos hombres, los villabravenses adquieran cierto modo de andar fanfarronesco, tirado el pecho hacia adelante y la cabeza muy alta; el ceño fruncido, la expresión desdeñosa y el mirar descarado, fijo, inquisitorial, casi hostil, como si fueran a pegarle a la persona que miran.
No obstante, era en ocasiones muy buena y muy unida aquella gente. Subía al Poder, verbigracia, uno de los sujetos zarandeados en las elecciones presidenciales, y los mismos terribles bandos políticos que meses antes lo pusieron y se pusieron unos a otros de vuelta y media, olvidaban sus agravios, se confundían en fraternal abrazo y salían juntos y felices a pedir gollerías, es decir, ministerios, aduanas, direcciones, arzobispados, secretarías de legación y consulados y agencias especiales, en premio de sus correspondientes méritos y sacrificios.
Y ocurría con frecuencia que los premiados eran, por exigencias de alta política -según la frase usual-, los enemigos y contrarios del que mandaba. Y estos contrarios y enemigos, que en su elección habían puesto todo el odio de sus almas, ponían luego todo su cariño patriótico a los pies del elegido y le formaban escolta y te hacían reverencias y lo mareaban a pedidos y basta se tiraban escaleras abajo si él quería un cigarro, un vaso de agua u otra cosa cualquiera.
Sujeto hubo, allá por las épocas del «tremendo nivelador» de marras, que en perspectiva de un empleo salió loco y trajo la jofaina de un lavabo para satisfacer la sed presidencial; y hubo ministro que, a trueque de ser aplastado por su coche, se salía de él primero que los demás, para tener el honor de abrirle la portezuela antes que lo hiciera el lacayo.
Lo cual no era obstáculo para que si el presidente se caía del sillón gubernamental, por no sentarse en él como Dios mandaba, lo llamasen pícaro y sinvergüenza, a las veinticuatro horas de caído.
En Villabrava, cuando las cuestiones no se arreglaban a patatazos, a revoluciones y a tiros, se terminaban por medio de certámenes, medallas, premios y diplomas. De las juergas políticas, motines y carreritas con la Policía por las calles, se pasaba a las serenatas, a las ovaciones y a los vítores con la mayor facilidad.
Un poeta cualquiera, supongamos un poeta frenético, de los muchos que se usan en la gentil ciudad, juraba en clamoroso verso que Villabrava era la patria de: Los flamantes triunfos legendarios; la patria bendecida; la que fue a despertar a los cóndores en la montaña ungida...
Organizábase al punto una apoteosis despampanante, en la cual apoteosis, después de coronar y amedallar al homérico poeta, otros poetas más o menos «homeros» y esforzados, cogían la ocasión por los cabellos para rendirse a sí mismos tributos de admiración y agradecimiento, en una ristra de décimas pletóricas de «ripios patrios», que dejaban conmovida a la nación por mucho tiempo.
Y esta nación tan sensible a la literatura pirotécnica, apenas si sentía un ligero estremecimiento de horror cuando, al leer sus periódicos, se encontraba con una sarta de crímenes monstruosos, de esos crímenes que, por más que los atenúen algunos píos y benévolos antropólogos, representarán a todas horas el verdadero estado psicológico de un país.
Apenaba el desdén, el mismo estilo guasón y casi impúdico que usaba la Prensa para hablar de un «descabezamiento», de una mujer acribillada a tiros, de un hombre cosido a puñaladas, de un estupro bizantino y de un degüello... Eran dignos de estudio los comentarios periodísticos, y sobre todo los títulos que aplicaban a semejantes horrores: «¡Caracoles, carambita, atiza, chico, demonio!» ¡Anda con ese!
Esto que resulta trivial, frívolo y hasta estúpido, es, escudriñado y ahondado, la más dolorosa prueba de la descomposición social de un pueblo entero. ¡Si por algo dijo uno de los pocos autorizados diarios de Villabrava!: «Aquí no hay justicia. Pero aun habiéndola, las leyes son impotentes cuando el corazón de un país está corrompido como el nuestro, ¡corrompido hasta la médula!»
Por otra parte, tenemos ya como cosa averiguada -aunque otra suposición viva y se anide en más de un espíritu intransigente-, que en Villabrava empezaba a luchar la juventud por el triunfo de las reformas que los modernos tiempos exigían.
Tan bien fundada es esta creencia que, por mor de sus levantadas ideas y de sus constantes viajes a Europa, de donde venían hablando un idioma delicioso que no había por donde cogerlo de puro babilónico, empezaron a escasear las cívicas revueltas que periódicamente fomentaban los eternos, valerosos e incorregibles enemigos de todo Gobierno que surgía.
Por iniciativa de esa previsora juventud se reformaron algunos edificios deteriorados de antiguo, se construyeron cloacas, quioscos y urinarios públicos; se sembraron árboles en las mejores calles, para el sostenimiento de la higiene descuidada, y entre las muchas cosas buenas que se reformaron allí, la Marina y el Ejército obtuvieron inusitados privilegios.
La Marina recibió un refuerzo de siete «lanchas» cañoneras que eran el terror de los acorazados ingleses, y se nombró almirante de la escuadra a un señor que se mareaba. Se levantaron en los más importantes puertos fortalezas de sacos de arena que, vistas de lejos, infundían pavor al enemigo.
Y se organizó el Ejército de tal modo, que los soldados, capitanes, tenientes coroneles y jefes de más alta graduación, vestían como les daba la gana, improvisando cada quisque su equipo militar como le vino en gana. Y los componentes de un batallón se armaban a la diabla: éstos de puñales, aquéllos de fusiles de chispa, los otros de rémington, y los de más allá de escopeta de caza. En cuanto a limpieza, no había por qué quejarse.
Ya no se levantaban aquellas nubes de polvo que, avanzando en todas direcciones, ponían en libre circulación por las aceras las inmundicias del arroyo, convirtiendo a la Florencia indiana, como llamaban a Villabrava, en un verdadero Tánger criollo. El Municipio trajo mangas de riego y escobas mecánicas de Europa. Los cocheros se vestían de limpio; la Policía, de lujo. Se suprimieron los burros de carga, que eran algo así como un padrón de ignominia para la capital, y con muy buen acierto el gobernador prohibió a las mujeres públicas que anduviesen desgreñadas y en chancletas por los alrededores de la Plaza Central, en las noches de retreta.
En este ramo de la civilización, sobre todo la capital progresó rápidamente. Porque ciertas almas caritativas, de esas que ofician en los altares del amor libre, iniciaron hartas munificentes reformas en toda la línea, a saber: la introducción de diez o doce rozagantes vestales robadas al bullicio del Bowery en Nueva York, y el refuerzo de unas cuantas más, escapadas de los laberintos de Montmartre, que es, en París, el barrio por excelencia para esta clase de conquistas.
Las rozagantes heroínas fueron presentadas en determinados lugares públicos como la flor y nata del elemento perfumado y liviano de las antedichas ciudades.
Desde entonces hubo en Villabrava restaurantes de lujo donde se pagaba, según la cara del consumidor, de cincuenta a cien francos por cena. Menudearon los bailes de máscaras en los teatros, las propinas de à louis, las broncas nocturnas y las quiebras inesperadas de algunas casas de comercio.
Relacionados con estos equitativos placeres se podían contar, sobre poco más o menos, quince o veinte sitios de recreo, donde los villabravenses encontraban motivo para holgar. Entre ellos se distinguía, por su democrático concurso, el Club Criollo, que el lector conoce, y el Club Villabrava por lo contrario, es decir, porque en éste sólo entraban los magnates, los linajudos, los seres escogidos, sublimes, divinos e intocables de la nobleza.
Para esa precisamente se fundó el aristocrático circulito, para distanciarse del Círculo Criollo, donde los socios eran, por lo regular, políticos, comerciantes, hacendados, escritores, periodistas, médicos y generales en abundancia.
Bajando unos peldaños más en la escala social, se encontraban los cafés con salones para señoras; en los salones de «hombres solos» la asamblea, es claro, era híbrida, deliciosa, igual a todas horas, igual el barullo de copas, de carcajadas, de rodar de dados de poker, igual las conversaciones, igual todo...
En un grupo de políticos se mataban por si un general tenía o no tenía el bigote a lo Víctor Manuel; y en una reunión de escritores de al lado, los que no se despellejaban se hacían la barba, por no hacerse otra cosa menos digna. ¡Oh!, la nueva generación, decían: un prodigio, una verdadera cosecha de artistas, de pensadores, de vates laureados; un arca de Noé tripulada de genios de toda especie.
Allá más lejos, en tal cual mesa, se hablaba de alfileres de corbata, de perfumes ingleses, de guantes, de calcetines de seda, de pomada húngara, de camisas bordadas, de brillantina, de polvos de arroz y de jaboncillo de uñas. Como ustedes pueden ver, estas conversaciones son tan adorables, tan interesantes y las manejan con tales gestos de elegancia y primor los smart, sportsmen y dandys villabravenses, que nosotros, humildísimos ignorantes en indumentarias y toilettes arrebatadoras, nos resistimos a vaciarlas en las cuartillas, por temor de empalidecer su brillante colorido.
Allí tenían, a su vez, cabida los Cúchares modernos, y era de ver y oír cómo los jóvenes entendidos en achaques de tauromaquia, adoptaban graciosas actitudes de toreros, según el diálogo de arranques, pases, arrastres, quites y verónicas que caía sobre la mesa.
Así como el Café Indiano era el refugio obligado de toda aquella dorada, afeitada y empolvada juventud, la Plaza Central fue, por muchos años, el baluarte inexpugnable de todo lo desocupado e inútil de la indolente capital. Y de la misma guisa que fueron arrojadas ignominiosamente las recusadas de la Sociedad, fueron saliendo de allí los sablistas de oficio, los músicos ambulantes, los periodistas inservibles, etc., quedando posesionados de la invicta plaza los políticos influyentes, los banqueros, la falange adinerada del comercio que no conocía otro idioma que el del«alza y baja del bacalao», y a quien Luis Acosta bautizó con el apodo de «Mantecaja adinerado»; los escritores, jóvenes aspirantes a cónsules, y los cónsules aspirantes a ministros, algunas criadas de servir de casas ricas y los siete sabios de Villabrava, venerados y venerables sujetos que formaban corro aparte para «deliberar», arreglar el país y cebarse ferozmente en el goce de una charla augusta, patriarcal... y académica.
Había una asociación de padres de familia como las de Madrid; un Jockey-Club como el de Londres; un Bazar de Caridad como el de París; una Noche de moda como en la Habana y un teatro curiosísimo que no tenía rival ni precedente, al cual teatro llamaban Coliseo y no tenía más que una fila de palcos, un piso de butacas y una cosa que sabe Dios por qué apellidaban paraíso; donde el humanísimo rebaño villabravense, en lo mejor y más serio de una representación, dejando paso franco a sus instintos, chillaba, silbaba, relinchaba y coceaba indistintamente, para aplaudir o protestar según su leal saber y entender.
Dijérase que en Villabrava el bufante populacho tomaba a empeño vengarse de su triste condición de rebaño pateando desde arriba a la aristocracia pseudo-ilustre que ostentaba en los antepechos de los palcos sus riquezas y sus nombres. Mas, como decía Julián Hidalgo, si la titulada aristocracia villabravense era una aristocracia de guardarropía sin génesis conocido, el populacho era digno del análisis de un sociólogo despiadado.
El Municipio aunaba al pueblo honrado con la plebe descamisada, y apenas si ponía los ojos en los barrios apartados, siempre menesterosos de limpieza.
Porque en cada arrabal había cien cloacas inmundas, y en cada cloaca un hervidero de microbios, y por los culebreantes alrededores de barrio una legión de perros, de perdidas y de granujas pululaban impunemente, de tal suerte, que hubieran asombrado al mismo Zola, si Zola se hubiese atrevido a cruzar por semejante mundo de canalladas, amarillento de vicio, hinchado de alcohol, repleto de carcajadas impúdicas.
Pero estos pormenores de vergüenza y de higiene públicas, ¿qué importan?, si ya hemos registrado, para satisfacción del lector, los muchos y hermosos adelantos de la famosa Villa. Además caían allí unos aguaceros tan extraordinarios, tan fenomenales, tan estupendos, que las calles se convertían en ríos, y estos ríos, al arrastrar la basura del arroyo, dijérase que arrastraban también otras basuras impalpables que empezaban a flotar en el espacio.
Había otra clase de basuras, no despreciables ciertamente, en el país; pero de su eficaz y gloriosísimo barrido se encargaban, sin hacer ascos ni melindres, unos activos, laboriosos y aventajados caballeros a quienes pomposamente apellidaban «financistas», ¡ministros de finanzas!
Y este precisamente era uno de los pecados villabravenses, el pecado de calificar con desmesurados epítetos los hombres y las cosas que les pertenecían.
Todo lo miraban a través de poderosos vidrios de aumento. Y así como llamaban con aparatoso lenguaje a las calles más céntricas, bulevares o avenidas, y a las iglesias basílicas, y a los teatros, coliseos, y a los tranvías desvencijados, carros de ferrocarril, y a las casas de cartón pintarrajeadas de blanco, palacios, así también se daban a la triste tarea de calificar a sus hombres más o menos notables de «ilustres», de esclarecidos, egregios, beneméritos, bizarros, etcétera, etc.
Apenas un hombre que no le había hecho mal a nadie subía a la presidencia, ya los terribles villabravenses empezaban a ponerle motes: «el amado de los pueblos», el «invicto», el «genio de la política», el «padre de sus comilitones», y le abrumaban a títulos, a condecoraciones, a honores y a padrinazgos impíos.
Y para que todo fuera completo y la balanza no pesara de un lado más que de otro, cuando alguno de esos egregios, beneméritos, esclarecidos, ilustres e insignes y privilegiados seres cometía un desliz o una falta leve, o se equivocaba en política, o en literatura, o no estaba de acuerdo con la comunidad, la más grave falta que podía cometer un villabravés rebelde, ¡santo Dios!, ¡qué algarabía! ¡Con que usted se permite disentir!... Pues no faltaba más. Y es usted clarividente, es usted providencial; ¿es usted genio sibilítico?
Y era tal y tan menuda la tempestad de apóstrofes y protestas que le caían sobre la cabeza al desgraciado, que ya tenía para encomendarse a todos los santos del cielo, porque los mismos que el día anterior le dispensaron alabanzas a destajo, a destajo también le prodigaban luego los más feroces insultos.
No podían negar los villabravenses que surgían de una tierra caliente, volcánica, donde la sangre siempre estaba en ebullición, el espíritu siempre inflamado y la lengua pronta a todas las hipérboles y a todos los dicterios.
Finalmente, y sin incurrir en falta de ponderativo abultamiento, puede asegurarse de una vez por todas que en Villabrava la gente se dedicaba al cultivo de la política, de las letras, de la abogacía y del generalazgo, con el mismo ardor y patriotismo que en otros países menos prácticos al de la remolacha y otros frutos más vulgares.
Allí no se hacían máquinas, pero se fabricaban doctores en un año; no había quien barriese las calles, pero sí quien barriese, como se ha visto, las arcas nacionales; no había una escuela militar, pero se encontraban los militares en las calles por turbas, como los perros en Constantinopla. De tal suerte es verdad todo lo escrito, que a este respecto podía elaborarse una muy curiosa estadística en los 100.000 habitantes que tiene Villabrava; porque había muchos centenares de políticos transformistas, muchos poetas «arrendajos», muchas eminencias de papel de estraza, y sobre todo muchos generales napoleónicos. De éstos había que decir como de las armas de Roldán: ¡Nadie las mueva! Pero donde había que ver a los villabravenses era en París... Ya encontrarán ustedes a algunos de nuestros personajes en la capital del mundo civilizado, magníficos, estupendos, milagrosos, dignos de la epopeya, únicos en su especie y en su historia, todos smarts, todos lyones, todos dandys, todos sportsmen, estetas, decadentes, rubios, arrebatadores, haciendo de aristócratas y de fatuos, y provocando la sonrisa irónica de las mujeres cuando éstas los veían pasar, chupándose, por único alimento intelectual, el puño de sus bastones a la moda.