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Todo un pueblo/XXII

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- XXII -

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Y era de ver cómo al día siguiente de aquella sesión abominable volaba con dirección a la casa de Espinosa la intrépida y ajamonada Providencia Pérez.

Nunca ocasión más propicia encontró ella para visitar y despedirse de Isabel, de su querida Isabel.

¡Qué manera de entrar! ¡Qué torbellino! ¡Qué mujer!

No dio tiempo a nada; ni siquiera a salirle al encuentro. Ella no iba más que un minuto, uno solo, a darle un millón de besos a su adorada amiguita...

No quería molestias; que la recibiesen sin cumplidos, sin ninguno. Como era de confianza, en la misma alcoba podían hablar.

Porque la esperaban en su casa sus hermanos y otras muchachas, para terminar el equipaje: doce baúles que llevaban entre las tres. ¡Y eso que las pelmas de las Tasajo no las dejaban ni beber un vaso de agua!...

-Allá siempre metidas, hija, ¿qué quieres tú? Hay que dejarlas, para que luego no hablen. Son unas envidiosas. Lo mismo que las Mendes. En cuanto supieron que nos íbamos a París, ya estaban inventando viaje; y eso que no tienen en qué caerse muertas... Deben cinco meses de casa, figúrate... Ayer fueron a hacernos una visita las Gonzalito; unas tísicas locas, chica, unas marisabidillas embusteras. ¡Lo que dijeron!

Y sin saber cómo, sin querer, la atropellada Providencia, dando rienda suelta a la lengua, de noticia en noticia, de expansión en expansión, de enredo en enredo, fue y soltó todo aquel cúmulo de infamias que se hablaron en sus salones la noche anterior.

-¡Mentira! ¡Eso es una mentira! -gritó Isabel, sofocada ya, pálida, temblando de ira, creyendo que no se acababa nunca la historia vergonzosa que le contaba aquella desaforada-. Repito que es una mentira, una infamia, una calumnia.

-¡Si era lo que yo decía!

-¡También mentira! ¡Tú decías lo contrario. Te conozco!

-¡Isabel!

-Sí, te conozco: eres una hipócrita -repuso la airada joven, poniéndose en pie. Y luego, con voz brusca, impropia de ella, en la que delataba una cólera largo rato contenida, añadió-: Tú lo has dicho, pero no lo repitas, ¿oyes? No lo repitas, porque sería capaz de matarte.

Inmutose Providencia ante la resucita actitud de aquella niña, a quien juzgó siempre tímida y resignada doncella.

Más diestra en el arte de fingir asombros y sorpresas, dijo muy alarmada y con esa vocecita indefinible que usan las actrices para salir bien de las situaciones difíciles:

-Parece imposible, Isabel, que a mí, a tu mejor amiga, la trates de ese modo. ¿Me crees tú capaz de semejantes habladurías? Si me hubieras oído anoche, no pensaras hoy esas cosas tan malas. ¡Si saqué la cara por ti, mujer; y por ti hubiera puesto la mano en el fuego! Figúrate que me volví un Canelón de elocuente. A cierta señora que tiene la lengua muy larga... ¡muy larga!, la aturdí a insultos; y a Teodorito Cuevas, que hacía muchos aspavientos, lo puse verde.

-¡Infames! -decía la desesperada Isabel, retorciéndose las manos, paseando desatentada y furiosa por la ancha galería-. ¡Infames!... ¡Infames!...

Mientras la habladora Providencia continuaba malurdiendo protestas, y excusas y defensas, escandalizada, indignada a la par que Isabel, no comprendiendo aún cómo tuvo el suficiente valor para oír con calma tantos horrores juntos. ¡Horrores! Porque nada más que horrores se dijeron allí.

En su vida escuchó ella una sarta de dislates semejantes. -¡Mire usted que decir así, brutalmente, sin rodeos ni atenciones de ningún género, que Julián negociaba con la honra de Susana; que ésta, en perspectiva de una posición monetaria que le permitiese sacar los pies del barro, se entregaba a don Anselmo como una cualquiera; y que don Anselmo, echando a un lado todo escrúpulo, por satisfacer un capricho libidinoso, sacrificaba a Julián la encantadora existencia de su hija!... ¡Que monstruosidad!... ¡Si es que no le cabía en la cabeza que pudiera haber gentes tan malas!- ¡Y qué bravura mostró Providencia en la defensa de Isabelita! Buena, buena era ella para dejar que pusieran en tela de juicio el honor de su amiga más querida.

Y ensanchando aún más su hidrópica persona, muy regocijada y satisfecha de este pérfido desahogo, se reclinó en el diván, tapándose media cara con el abanico, pero con el rabillo del ojo alerta, temiendo algún nuevo exabrupto de la cuitada.

Ya podía estar tranquila Providencia Pérez.

Aquel primer «rugido» que puso la indignación en la garganta de Isabel, ya no tenía fuerzas para brotar de nuevo bruscamente de sus labios. La pobre muchacha reconcentró en él de una sola vez todo el empuje de su alma, y ahora se sentía abatida, insensible casi a las mañosas frases de la intrigante.

La cólera cedió a la pena, y la pena le doblegó la voluntad.

Cuanto le quedaba de resolución, de energía, de coraje, fue desapareciendo, muriendo en ella bajo la dolorosa convicción de su desgracia, de su impotencia para acallar todos los precoces labios que hacían del honor de Susana, del nombre de su padre, de la dignidad de Julián y de su amor, toda una tragedia de escarnio.

Sólo la realidad, la horrible realidad de un presente sombrío, se ofreció de pronto a sus ojos acrecida por la sospecha; y de allá, de lo más hondo de sus entrañas, se le escapó una queja inmensa -signo inequívoco de su debilidad para la lucha- y cayó casi desvanecida, presa de mortal congoja, en los brazos de la Perfidia, es decir, de Providencia.

Cuando ésta regresó a su casa, con la faz encendida, los ojos echando chispas, sudorosa y jadeante, moviendo sus enormes caderas de yegua normanda al compás de su inmenso abanico japonés, no dio abasto a todas las preguntas hechas a un tiempo.

Las Tasajo, las Mendes, las Gonzalito, todas interrogaban, manoteaban, se reían, hasta que Providencia se desató, echó y vomitó lo que llevaba dentro del cuerpo:

-Hase visto la hipócrita, y decirme a mí que no sabía nada. ¡Con sus ojos de histérica!... Si la hubierais visto... ¡Qué convulsiones, qué lamentos! ¡Qué modo de tirarse encima de una! ¡Mira, «niña» mira cómo me ha puesto el traje la muy sinvergüenza!...