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Todo un pueblo/XXVIII

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Apoyada, erguida sobre dos altos peñascos, formando un atrevido puente en el corazón mismo de la selva, se veía desde lo más hondo del valle Guajiral, la vetusta casa de los Hidalgo.

Allí, en las épocas de la conquista, debió de ser algún monstruoso barracón de paja y barro que sirviera de guarida inexpugnable a toda aquella raza de levantiscos guaicaipuros, que preferían su salvaje independencia a los estrépitos de una civilización arrolladora. Aún quedaba como señal del poderío de los Hidalgo, cuando los Hidalgo se llamaban Marañones, Peonías, Taupolicanes y Atahualpas, algunos troncos de árboles gigantescos, vestigios y baluarte de una gran terraza que precedía al reedificado barracón. Troncos misteriosos, viejos, casi secos; seculares nudos, testigos de luchas épicas que representaban para Julián toda la historia del heroísmo de sus mayores. José Andrés los veneraba; se los enseñó a venerar a él; y aquella veneración, aun entre los Hidalgo civilizados, se transmitía religiosamente de padres a hijos, junto con el honor y la dignidad que llevaban en la masa de la sangre.

Daba acceso al hermoso recinto una empinada y tosca escalinata, por cuyos extremos, apoyándose en las grietas y en los desnudos peldaños, trepaban vigorosas, y enredándose, las plantas, hasta formar nutridos y pintorescos encajes de verdura sobre los barandales del vestíbulo. Con su atmósfera de tradición seguía la casa, amplia, severa, silenciosa. A sus espaldas se veía un jardín con salida a la montaña, y surgiendo del fondo de ésta, un torrente que atronaba la finca entera con el estrépito de sus caídas.

Julián no pudo contener un sentimiento de orgullo al entrar de nuevo en aquel refugio santo donde los esperaban a él y a Susana, amontonados al pie de la escalinata, los viejos y leales criados que tanto le querían: aquellas bravas y rudas gentes, cuyos acentuados rasgos de indios le hacían recordar a la brava, a la heroica tribu vencida en los laberintos mismos de la selva...


¡Solo, al fin solo!

Volvía a respirar con ansia el hálito fecundo que brotaba de las entrañas del bosque: de aquel bosque inmenso, soberano y suyo; donde todo era grande y poderoso: poderoso y grande, como la aspiración inmensa de su vida.

No se abrió de súbito su alma a la regeneración, como la vez primera que fue a la selva. El mal había ahondado mucho y era difícil hacer desaparecer tan pronto la huella de su devastadora invasión.

Al principio, la solemnidad del bosque le produjo miedo. Y comenzó otra lucha en las profundidades de su cerebro: la lucha feroz, la épica lucha del atropellado de la vida contra los temores imaginarios; la lucha a brazo con el desaliento, con el disgusto, con las penas del pasado, con las angustias del insomnio; con las tribulaciones físicas y morales de la enfermedad de su madre, que acabó por triunfar de sus males en pocas semanas de sosiego.

También él necesitaba vencer, y venció al fin en aquella riña encarnizada de su imaginación y de su alma. La fe y el vigor renacieron juntos en su espíritu; se sintió otro hombre y hasta adquirió su aspecto, su ademán, y todo él, en suma, un brío inesperado que arrollaba sus angustias, sus tormentas y sus dudas.

Tormentas, dudas y angustias fueron sepultadas por multitud de aspiraciones y proyectos que se complacía en combinar a solas y juntamente. Con ellos invadió su alma un vehementísimo deseo: el deseo de escribir una obra colosal, «tiránica», eminentemente revolucionaria y nueva, exenta de pasiones, limpia de rutina, con gallardías hermosas de lenguaje, con altivez de miras, con puntos de vista culminantes. ¡El ideal encarnado en un libro!... Comenzó a trabajar, lleno de entusiasmo.

Se cansó pronto; abandonó el trabajo intelectual y se dedicó a los ejercicios gimnásticos y a las grandes excursiones a pie, por los más intrincados laberintos de la montaña, con su magnífica escopeta de caza al hombro y su gran cuchillo al cinto, adiestrándose en el tiro y ganando en fuerzas lo que había perdido en luchas inútiles.

Volvió a asimilarse al bosque. Ya podía tender los brazos y decirle: «¡Soy el mismo, aquel que respiró tu ambiente y adquirió tu fuerza y tuvo mucho de tu selvático poder!»

Pero aquella selva hermosa y deforme, cruzada de torrentes, llena de barrancos hondos, de sendas retorcidas sobre rocas gigantescas, guardianes taciturnos de la casa secular, en medio de su frondosidad que se derramaba triunfalmente por llanuras inmensas y por regazos de montañas atrevidas, dijérase que esperaba alguna nueva prueba de la fidelidad de Julián, antes de contestar, rugiendo de gozo, como la primera vez, a sus promesas.