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Tormento/XX

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XX

Poco más tarde despedíase Amparo, recibiendo de Rosalía los siguientes encargos:

«Mañana me traes media docena de tubos. Se acaba de romper el del recibimiento. Te pasas por la Cava Baja y das un recado al de los huevos. Tráete dos docenas de botones como este, y ven temprano para que me peines, porque he de ir a Palacio antes de la una».

En la calle, Amparo vio que se le ponía al lado un bulto, una persona, un fantasma embozado. Diole saltos el corazón al reconocer las vueltas rojas y grises de la capa.

«No se me escapa usted» -dijo Agustín echando la fisonomía fuera del embozo.

-¡Ay!

-No hay motivo para asustarse. Es preciso que esto acabe pronto. Es preciso que hablemos cuando nos plazca. Ni espiar los ratitos en que usted se halle sola en la casa del primo, ni esperarla a la puerta, como se espera a las modistas, me gusta.

-Tiene mucha razón -dijo ella, dejándose llevar de sus sentimientos.

-Por consiguiente, usted me dará permiso para ir a su casa. Desde hoy entra usted en una vida nueva. La que va a ser mi mujer... y hasta ahora no ha dicho usted nada en contrario...

En la pausa que él hizo, Amparo, confundida, buscaba las frases más convenientes para contestar; pero aquel bálsamo suave que caía sobre las heridas de su corazón le aletargaba el entendimiento

-La que va a ser mi mujer -prosiguió Caballero- no puede vivir de esta manera, sirviendo en una casa... porque esto es peor que servir... Ya es tiempo además de que usted vaya arreglando sus cosas...

Música celeste era lo que Amparo oía. Tal era su éxtasis que no sabía por donde andaba ni de qué modo expresar lo que sentía. La contestación rotundamente afirmativa tropezaba en sus labios con algo asfixiante, amargo y obstructivo que salía de su conciencia cuando menos lo pensaba. Pero era tanta la debilidad de su carácter, que ni la conciencia ni el afecto acertaban a declararse, y el sí y el no, pasado un rato de dolorosas tartamudeces, tornaban adentro... Rechazar de plano tanta felicidad érale imposible; aceptarla le parecía poco delicado. Creía salir del paso con la expresión de su agradecimiento que, a su modo de ver, era como una aquiescencia condicional.

«No sé cómo agradecerle a usted... D. Agustín. Yo no valgo lo que usted cree».

Sin hacer caso de esto, Caballero añadía:

«Desde mañana usted mudará de vida. Eso corre de mi cuenta. Es preciso que Bringas y Rosalía lo sepan, porque a nada conduce el misterio».

Iban por la calle Ancha, sin separarse para dar paso a nadie. A ratos se miraban y sonreían. Idilio más inocente y más soso no se puede ver a la luz del gas y en la poblada soledad de una fea calle, donde todos los que pasan son desconocidos. En los sucesivos accidentes de aquel coloquio de tan poco interés dramático y cuyo sabor sólo podían gustar ellos mismos, la voz de Amparo decía:

«Sí... lo había comprendido, pero tenía miedo de que usted me dijera algo. Yo no valgo tanto como usted se figura».

-¿Usted qué ha de decir, si es la misma modestia?

Iban despacio y a cada frase se paraban deseosos de hacer muy largo el camino. Los ojos de ella brillaban en la noche con dulce y poética luz, y estaba tan orgulloso y enternecido Caballero mirándolos, que no se habría cambiado por los ángeles que están tocando el arpa en las gradas del trono del Criador...

«Otra cosa... -dijo temblando dentro de su capa-. ¿No le parece a usted que nos tuteemos?».

Este brusco proyecto de confianza asustó tanto a la Emperadora que... se echó a reír.

«Me parece -observó- que me será difícil acostumbrarme».

-Pues por mi parte... -manifestó el tímido-, creo que no tendré dificultad. Verdad que esto es ya en mí pasión antigua, y tanto me he acostumbrado a tal idea, que cuando estoy solo y aburrido en casa me parece que la veo entrar a usted, digo, a ti; me parece que te veo entrar, y que te oigo, dando órdenes a los criados y gobernando la casa... Si ahora estas esperanzas de tanto tiempo se desvanecieran, créalo usted... créelo, me enterrarían.

Amparito, confusa, se dejó estrechar la mano por la vigorosa y ardiente de su amigo. Miraba a otra parte, a ninguna parte. Tenía la vista extraviada. Había visto pasar una sombra negra.

«Ese gran suspiro -preguntó Caballero en tono pueril- ¿es por mí?».

Ella le miró. Iba a decir que sí, pero no dijo sino:

«Con cien mil vidas que tuviera no le pagaría a usted...».

-Yo no quiero cien mil vidas; me basta con una, a cambio de la que yo doy. Lo que ofrezco no es gran cosa. Todos dicen que soy un bruto, un salvaje. Bien comprendo que no tengo atractivos, que mis modales son algo toscos y mi conversación seca. Me he criado en la soledad, y no es extraño que esa segunda madre mía me haya sacado un tanto parecido a ella. Quizás en la vida íntima me encontrarían aceptable los que me tachan de soso en la sociedad; pero esto no lo saben los que me ven de lejos...

-Lo que a los demás no gusta -afirmó la joven resuelta, inspirada- a mí me gusta.

Estaba tan guapita, que al más severo se lo podría perdonar que se enamorase locamente de ella, sólo con verla una vez. Ojos de una expresión acariciante, un poco tristes y luminosos como el crepúsculo de la tarde; tez finísima y blanca; cabello castaño, abundante y rizado; con suaves ondas naturales; cuerpo esbelto y bien dotado de carnes; boca deliciosa e incomparables dientes, como pedacitos iguales de bien pulido mármol blanco; cierta emanación de bondad y modestia, y otros y otros encantos hacían de ella la más acabada estampa de mujer que se pudiera imaginar. ¡Lástima grande que no llevara más gala que el aseo y que estuviera su vestido tan entrado en días! El velo estaba pidiendo sustituto, el mantón lo mismo, y sus botas aparentaban, a fuerza de aliños, una juventud que no tenían. Pero todos aquellos desperfectos, y aun otros menos visibles, tendrían remedio bien pronto. Entonces ¿qué imagen se compararía a la suya? Pensando rápidamente en esto, todo su ser latía con ansiedad muy viva. Porque Amparito, dígase claro, no tenía ambición de lujo, sino de decencia; aspiraba a una vida ordenada, cómoda y sin aparato, y aquella fortuna que se le acercaba diciéndole «aquí estoy, cógeme», la volvía loca de alegría Y no obstante, valor le faltaba para cogerla, porque de su interior turbadísimo salían reparos terribles que clamaban: «detente... eso no es para ti».

Algo más de lo trascrito hablaron, frases sin sustancia para los demás, para ellos interesantísimas. En la puerta de la casa, cuando mutuamente se recreaban en sus miradas, recibiéndolas y devolviéndolas en agradable juego, Caballero deslizó esta palabra:

«¿Subo?».

-Creo que no es prudente.

Ambos estaban serios.

-Me parece muy bien -dijo Agustín, que siempre era razonable-. Mañana... ¡Qué feliz soy! ¿Y usted... y tú?

-Yo también.

-Sube. Aguardaré hasta que te vea dar la primera vuelta por la escalera.