Tormento/XXIII
XXIII
La increíble fortuna no llevó al ánimo de Amparo franca alegría, sino alternadas torturas de esperanza y temor. Porque si negarse era muy triste y doloroso, consentir era felonía. El miedo a la delación hacíala estremecer; la idea de engañar a tan generoso y leal hombre la ponía como loca; mas la renuncia de la corona que se le ofrecía era virtud superior a sus débiles fuerzas. ¡Oh, egoísmo, raíz de la vida, cómo dueles cuando la mano del deber trata de arrancarte!... No tenía perversidad para cometer el fraude, ni abnegación bastante para evitarlo. No le parecía bien atropellar por todo y dejarse conducir por los sucesos; ni su endeble voluntad le daba alientos para decir: «Señor Caballero, yo no me puedo casar con usted... por esto, por esto y por esto».
Pasaba las horas del día y de la noche pensando en los rudos términos de su problema, perseguida por la imagen de su generoso pretendiente, en quien veía un hombre sin igual, avalorado por méritos rarísimos en el mundo. Aun antes de tener sospechas del enamoramiento de Caballero, había sentido Amparo simpatías vivísimas hacia él. Lo que los demás tenían por defectuoso en el carácter del indiano, conceptuábalo ella perfecciones. Adivinaba cierta armonía y parentesco entre su propio carácter y el de aquel señor tan callado y temeroso de todo; y cuando Agustín se le acercó, movido de un afecto amoroso, ella le esperaba, preparada también con un afecto semejante.
Desde que se trataron un poco, vio la medrosa en el tímido, como se ve la imagen propia en un espejo, sentimientos y gustos que eran también los de ella. Sí, ambos estaban, como suele decirse, vaciados en la misma turquesa. Agustín, como ella, tenía la pasión del bienestar sosegado y sin ruido; como ella aborrecía los dicharachos, la palabrería insustancial y las vanidades de la generación presente; como ella, tenía el sentimiento intenso de la familia, la ambición de la comodidad oscura y sin aparato, de los afectos tranquilos y de la vida ordenada y legal. Sin duda él había sabido leer cumplidamente en ella; pero Dios quiso que al repasar las páginas de su alma, viese tan sólo las blancas y puras y no la negra. Estaba tan escondida, que ella sola podía y debía enseñarla, consumando un acto de valor sublime. El único medio de arrancar la tal página era llegarse a Caballero y decirle: «No me puedo casar con usted... por esto, por esto y por esto».
Cuando la infeliz llegaba a esta conclusión, que aunque tardía, daba, por ser conclusión, algún descanso a sus torturas, parecía que una sierpe le silbaba en el oído estos conceptos:
«Oiga usted, señorita, y si está decidida a no aceptar la mano de ese sujeto, ¿qué papel hace usted tomando su dinero? Al día siguiente de aquella noche en que su novio la acompañó hasta la puerta, usted recibió una carta con billetes de Banco. No eran los primeros que venían, pero sí los más comprometedores. En esa carta decía, niña sin juicio, que ya la consideraba a usted como su esposa, y que por tanto debía existir entre ambos franqueza y comunidad de intereses. Le enviaba a usted una cantidad, y anunciaba repetir el obsequio todos los meses, hasta que se casara. Y el objeto de estos auxilios era que su novia se preparase dignamente al matrimonio. Si el pensamiento de usted era negarse, ¿por qué no devolvió el dinero en el mismo sobre que lo trajo?...».
¡Qué voz aquella! ¡Argumento doloroso como una llaga, que no podía tener el alivio de una contestación! Sin duda la infeliz, al recibir los dineros, no vio el compromiso que la aceptación le traía; estaba como tonta, embriagada con la ilusión de la espléndida suerte que Dios le deparaba, con la idea de su magnífica casa y de aquella venturosa familia que iba a fundar.
Cuando echó de ver la inconveniencia grande de aceptar el dinero, ya parte de este se había ido en seguimiento del pago de unas deudas antiguas, ya la indigente novia se había encargado dos pares de botas y dos vestidos. ¡Ay Dios mío!, ¡qué situación tan equívoca! ¿A quién pediría consejo? ¿Qué debía hacer?
Despertando asustada en lo mejor de su sueño, Amparo daba vueltas en el cerebro a esta idea: «Lo mejor es dejar correr, dejar pasar, callarme, por repugnante que este silencio sea a mi conciencia...». Entonces la culebra, deslizándose entre las almohadas, silbaba en su oído así: «Si tú callas, no faltará quien hable. Si tú no se lo dices, otro se lo dirá. Si él lo sabe antes de la boda, te apartará de sí con desprecio, y si lo sabe después, figúrate la que se armará...». Oyendo esto, lloró en silencio, mojando con lágrimas sus almohadas, y se durmió sobre la tibia humedad de ellas... A las tres o cuatro horas despertó de nuevo cual si oyera un grito. Era, sí, un grito que de su interior salía, diciendo... «Si lo sabe, antes o después, me perdonará... Como ha comprendido otras cosas que hay en mí, comprenderá mi arrepentimiento».
Levantose de prisa. Ya el día penetraba por las ventanas. Vistiose, y el agua fresca aclaró sus ideas... Estremecida de frío y después confortada por la reacción, decía: «Me perdonará... lo estoy viendo».
Púsose a arreglar la casa con nerviosa actividad. Se habían duplicado sus aptitudes domésticas, y sentía verdadero frenesí de limpieza, de poner todo en orden. Cogiendo la escoba, la manejó casi casi con inspiración. Había en sus manos algo de la convulsiva fuerza de la mano del violinista en el arco. Nubecillas de polvo rastreaban por el suelo. Saliendo luego a la ventana, que daba a un panorama de tejados, la joven respiró con gusto el aire glacial de la mañana...
Luego pensó en los vestidos que le iba a traer la modista. Además tenía otro, no nuevo sino arreglado por ella misma, y pensaba estrenarlo al día siguiente. No era esto presunción, sino el ardiente afán de la decencia que en su alma tenía firme asiento. Su pasión por la vida regular se manifestaba también prefiriendo lo útil a lo brillante, y dando la importancia debida al bien parecer de las personas...
Hizo un poco de chocolate y se lo tomó con pan duro. Era preciso poner la casa como el oro, pues aquel día vendría Caballero a visitarla. Diera ella cualquier cosa por tener arte de encantamento para remendar los vetustos muebles, para darles barniz, para tapar los agujeros de los forros, y poner todo, no lujoso, sino presentable. Fija en su mente la visita, consideró los peligros que la rodeaban, y de esta meditación salió otra vez triunfante la idea grande y activa, la necesidad de abrir su alma al que tan digno era de verla toda.
Mientras preparaba su comida, diose a discurrir los términos más adecuados para esta declaración espeluznante. Pensó primero que necesitaba muchas, muchas palabras, estar hablando todo un día... Imaginó después que valía más decirlo en pocas. ¿Pero cuáles serían estas pocas palabras? Seguramente cuando hiciera su confesión se le habían de saltar las lágrimas. Diría, por ejemplo: «Mire usted, Caballero, antes de pasar adelante, es preciso que yo, le revele a usted un secreto... Yo no valgo lo que usted cree, yo soy una mujer infame, yo he cometido...». No, no, esto no, esto era un disparate. Mejor era: «yo he sido víctima...». Esto le parecía cursi. Se acordó de las novelas de D. José Ido. Diría: «Yo he tenido la desgracia... Esas cosas que no se sabe cómo pasan, esas alucinaciones, esos extravíos, esas cosas inexplicables...». Él, al oír esto, sería todo curiosidad. ¡Qué preguntas le haría, qué afán el suyo por saber hasta lo más escondido, aquello que ni a la propia conciencia se lo dice sin temor!... La gran dificultad estaba en empezar. ¿Tendría ella el valor del principio? Sí, lo tendría, se proponía tenerlo, aunque muriera en las angustias de aquella revelación semejante al suicidio.
Sintió a su hermana levantándose. Refugio entró también en la cocina, y después de cambiar con Amparo palabras insignificantes, se metió en su cuarto para vestirse y acicalarse, operación en que empleaba mucho tiempo. Deseaba Amparo que la pequeña saliera pronto: para que no estuviese allí cuando el otro llegara. Refugio estaba irritada, y se trasformaba rápidamente, por la ligereza de sus costumbres, en una mujer trapacera, envidiosa, chismosa. Amparo temía indiscreciones de ella. Siempre la reñía por sus salidas a la calle y por su desamor al trabajo. Aquel día no le dijo una palabra. Después que almorzaron, viendo que la otra se detenía, le habló así.
«Si sales, sal de una vez, porque yo también me voy, y quiero llevarme la llave».
Impertinente estaba aquel día la hermana menor. Comprendiendo Amparo que con cierto talismán se aplacaría, le dio dinero.
«Estás rica...».
-Vete de una vez, y déjame en paz.
Cuando estuvo sola, dio otra mano de limpieza a los muebles y se arregló a sí misma lo mejor que pudo con lo poquito que tenía. La idea de la confesión no se apartaba de su pensamiento... Sentíase interiormente acariciada por fuerza pujante nacida al calor de su conciencia, y fortificada después por un no sé qué de religioso y sublime que llenaba su alma. Figurábase tener delante al que iba a ser compañero de su vida, y ella valerosa, sin turbarse, acometía la santa empresa de confesar la más grande falta que mujer alguna podría cometer. Y no se turbaba con las miradas de él, antes bien parecía que la honradez pintada en el austero semblante de Agustín le daba más ánimos...
Pero ¡ay!, estos ardores heroicos se apagaron cuando el amante se presentó ante ella realmente. Amparo salió a abrirle la puerta, y al verle, ¡ay Dios mío!, la cobardía más angustiosa se apoderó de su ánimo. Ante la mirada de aquellos leales ojos, la penitente estaba yerta, y la confesión era tan imposible como darse una puñalada... Olvidáronsele las palabras que había estudiado para empezar. Agustín habló de cosas comunes; ella le contestaba turbadísima. Se le había olvidado hasta el modo de respirar. ¡Y qué torpeza la de su entendimiento! Para contestar a varias preguntas que Caballero le hizo, tuvo que pensarlo mucho tiempo.
Lentamente fue disipándose su turbación. El coloquio era discreto, quizás demasiado discreto y frío para ser amoroso. Caballero estaba también cohibido al verse solo con su amada. Allí contó dramáticos pasajes de su vida; hizo una ingeniosa y delicada crítica de los Bringas. Luego tornaron a hablar de sí propios. Él estaba contentísimo; iba a realizar su deseo más vivo. La quería con tranquilo amor, puestos los ojos del alma, más en los encantos del vivir casero, siempre ocupado y afectuoso, que en la desigual inquietud de la pasión. Tenía ya más de cuarenta otoños, y cual hombre muy sentido, su mayor afán era tener una familia y vivir vida legal en todo, rodeándose de honradez, de comodidad, de paz, saboreando el cumplimiento de los deberes en compañía de personas que le amaran y le honraran. Dios le había deparado la mujer que más le convenía, y tan perfecta la encontraba, que si la hubiera encargado al Cielo no viniera mejor... Ella, por su parte, le miraba a él como la Providencia hecha hombre. Sin saber por qué, desde que le vio considerole como un hombre modelo, y si él no tuviera mil motivos para hacerse querer, bastaríale para ello la generosa bondad con que descendió hasta una pobre muchacha huérfana y humilde...
Mientras tales sosadas decían, si no con estas, con equivalentes palabras, Amparo, dentro de sí, razonaba de otro modo:
«Dios mío, no sé a dónde voy a parar... Me dejo ir, me dejo ir, y cada vez soy más criminal callando lo que callo. Mientras más tarde yo en confesarme menos derecho tendrá a su perdón».
-Cuéntame algo de tu niñez, de tu vida pasada.
Al oír esto, la novia pasó de la duda al espanto. ¿Habría Caballero adivinado algo?
«¡Ay!, he sido muy desgraciada».
-Pero ahora serás feliz. Cuéntame algo.
Recordó entonces ella algunas de las palabras que había pensado, y con espontaneidad suma, cual si cediera a incontrastable fuerza, se dejó decir:
«Antes de pasar adelante...».
-¿Qué?
-Digo que... nada... Es que me acordaba de cuando murió mi pobre padre...
-¿Es este su retrato? -preguntó Caballero levantándose para mirarle de cerca.
Entre tanto, Amparo decía: «Primero me degüellan. Yo me muero, pero callo».
La tarde avanzaba. Dos horas estuvo allí Agustín, y al despedirse no se permitió más rapto de amor que besar la mano de su novia. Era hombre a quien las rudezas de un áspero combate vital dieron dominio grande sobre sí mismo. Pero aun con el poder que tenía, no eran innecesarios de vez en cuando algunos esfuerzos para sostener el austero papel de persona intachablemente legal, rueda perfecta, limpia y corriente en el triple mecanismo del Estado, la Religión y la Familia. Aquel propietario que se había enojado con Mompous porque este quiso ponerle, en el reparto de contribuciones, un poco menos de lo que le correspondía; aquel hombre que, por no desentonar en el concierto religioso de su época, había dado algún dinero para el Papa, no podía en manera alguna ir a la posesión de su amoroso bien por caminos que no fueran derechos. «Todo con orden, decía; o no viviré o viviré con los principios».