Tormento/XXXI
XXXI
Los dos hermanos salieron para volver a la sala. Cuando en ella entraron, la dama delante él detrás, mudo y con las manos cruzadas a la espalda, la mujer de caoba hizo un movimiento de susto y sorpresa, diciendo en el tono más desabrido que se puede oír:
«No me lo niegues ahora. He sentido bien clarito el ruido de faldas, como de una mujer que corre a esconderse».
-Ea, no tengo ganas de oírte... Déjame en paz...
No hallándose presente el padre Nones, que tanto le cohibía, el ex-capellán contestó a su hermana con gesto y expresiones de menosprecio.
«Te digo que está aquí».
-Bueno, pues que esté... No se te puede sufrir... Le acabas la paciencia a un santo.
Viendo que Marcelina se sentaba tranquilamente en el sofá, como persona dispuesta a permanecer allí mucho tiempo, el endemoniado don Pedro se amostazó, y con aquella prontitud de genio que le había sido tan perjudicial en su vida, agarró a la dama por un brazo y se lo sacudió, gritándole:
«Mira, hermana, plántate en la calle... Ea, ya se me subió la sangre a la cabeza, y no puedo aguantarte más».
-Me plantaré, sí señor, me plantaré -replicó la figura de caoba, levantándose tiesa-. Me plantaré de centinela hasta verla salir y cerciorarme de tus pecados.
D. Pedro le había vuelto la espalda. Ella le seguía con los ojos. Su cara, aquella tabla tallada por toscas manos, aquel bajo relieve sin arte ni gracia, no tenía expresión de odio, ni de cariño, ni de nada, cuando los labios de madera terminaron la visita con estas palabras:
«No me retiraré a mi casa hasta no saber a punto fijo si eres un perverso o si yo me he equivocado. Busco la verdad, bruto, y por la verdad ¿qué no haría yo? No quiero vivir en el error. Puesto que me echas de aquí, en la calle me he de apostar, y una de dos: o sale, en cuyo caso la veré, o no sale, en cuyo caso no estará en su casa a las ocho, hora en que ha de ir a visitarla una persona que yo me sé... Como eres tan mal pensado, crees que tengo la intención de ir con cuentos... ¡Oh!, ¡qué mal me conoces! De mi boca no saldrá una palabra que pueda ofender a nadie, ni aun a los más indignos; pecaminosos y desalmados. No digo que sí ni que no; no quito ni doy reputaciones. Pero quiero saber, quiero saber, quiero saber...».
Repitiendo doce veces, o más, esta última frase, en la cual sintetizaba su curiosidad feroz, especie de concupiscencia compatible con sus prácticas piadosas, salió pausadamente.
Cuando se oyó el golpe de la puerta, violentamente cerrada tras ella, Amparo salió de su escondite. Tenía los ojos extraviados y su palidez era sepulcral.
«No tengo salvación» -murmuró dejándose caer en el sofá.
El bárbaro la miró compasivo.
«¿Oíste lo último que dijo?».
-Sí... o no saldré, o me verá salir.
-Es capaz Marcelina de darse un plantón de toda la noche. La conozco. ¡Si es de palo...! Si allí no hay alma, no hay más que curiosidad rabiosa. Se cortará una mano por verte salir. No la acobardarán el frío ni la lluvia, ni tu desesperación ni mi vergüenza.
Aquella casa irregular tenía una sola habitación con vistas a la callo de la Fe. Era un cuartucho, situado al extremo del anguloso pasillo, la cual pieza servía a Polo de comedor durante el verano, por ser lo más fresco de la casa. En invierno estaba abandonada y vacía. Ambos fueron allá, recorriendo a pasitos muy quedos el pasillo, para que no les sintiera Nones; y por la estrecha ventana miraron a la calle. Estaban los vidrios empañados a causa del frío, y Amparo los limpió con su pañuelo. En la acera de enfrente y en el hueco de una cerrada puerta, junto a la botica, estaba Marcelina sentada, como los mendigos que acechan al transeúnte.
«¡Qué horrible centinela!».
-Ahí se estará hasta mañana -dijo Polo. Dios la hizo así.
Volvieron a la sala. Al recorrer el pasillo, con paso de ladrones, oyeron el susurro de la voz de D. Juan Manuel y ahogados monosílabos de la enferma. Pasaron con grandísima cautela para no hacer ruido, él tratando de impedir que chillaran sus botas, ella recogiendo las faldas para evitar el menor roce.
En la sala sentáronse el uno frente al otro, igualmente desalentados y abatidos. No acertaba ella a tomar una resolución ni él a proponerla. La sucesión atropellada de tantas contrariedades habíala puesto a ella como idiota, y en cuanto a Polo, únicamente daba señales de vida en la tenacidad con que la miraba... ¡tan hermosa y para él perdida! Los juicios del desgraciado varón oscilaban, con movimiento de péndulo, entre el bien que perdía y aquel largo viaje que iba a emprender irrevocablemente.
«¿Qué hora es?» -preguntó Amparo cortando aquel silencio tristísimo.
-Las siete y media... casi las ocho menos veinte. Estás presa.
-¡No, por Dios! -exclamó ella levantándose inquieta-. Me voy. Que me vea... Tengo mi conciencia tranquila.
Pero se volvió a sentar. Su falta de resolución nunca se manifestó como entonces. Pasó otro rato, todo silencio y ansiedad muda. Cuando menos lo temían ambos, apareciose en el marco de la puerta una figura altísima y venerable, gran funda negra, cabellos blancos, mirada luminosa... Era el padre Nones, que por gastar zapatos con suela de cáñamo, andaba sin que se le sintieran los pasos. La vista de este fantasma no les impresionó mucho. Estaba ella tan agobiada, que casi casi entrevió en la presencia del buen sacerdote un medio de salvación. El bruto no hizo movimiento alguno y esperó la acometida de su amigo, el cual, llegándose a él despacio, le puso la mano en el hombro y se lo oprimió. Imposible decir si fueron de terrible severidad o de familiar broma estas palabras de Nones: «Tunante, así te portas...».
El flexible espíritu del clérigo nos autoriza a dudar del sentido de sus frases. Sin esperar respuesta, añadió: «No me la pegarás otra vez».
Pero lo más particular fue que soltándole el cuello, se puso delante de él, y haciendo con sus dos brazos un amenazador movimiento parecido al de los boxeadores, lo echó este réspice:
«Todavía, con mis años, yo tan viejo y tú con esa facha de matón... Todavía, amiguito, soy capaz de meterte el resuello en el cuerpo».
Nada de cuanto se diga del buen Nones en punto a formas extravagantes y a geniales raptos parecerá inverosímil. Los que han tenido la dicha de conocerle saben bien de lo que era capaz. Al verlo hacer cosas tan extrañas y al oírle, fue cuando Amparo tuvo el mayor miedo de su vida, pensando así: «Ahora vuelve contra mí y me echa un sermón que me mata».
Pero Nones se contentó con mirarla, como dicen que miraba Martínez de la Rosa, con la diferencia de que Nones no usaba lentes.
Polo tomó a su amigo por un brazo, y sin decirle nada, le llevó a lo interior de la casa. Amparo comprendió que iban a mirar a la calle. Siguiéndoles de lejos por el pasillo, oyó las risas de D. Juan Manuel. Después, charlaron ambos largo rato. El que más hablaba era Polo, con desmayado y triste acento; pero no podía la joven oír lo que decían. Cerca de media hora duró aquel coloquio, y ella, ahogada por la impaciencia, sentía permanecer allí y no se determinaba a salir. En aquel largo intervalo llamaron a la puerta, y Amparo, en quien el miedo de los males grandes había ahogado el de los pequenos, abrió. Eran dos vecinas que venían a ver a Celedonia. Las tales pasaron, metiendo mucha bulla, al cuarto de la enferma.
Desde la sala oyó Amparo luego la voz de Nones. Había vuelto al cuarto de Celedonia y decía: «A ver cómo se arregla aquí un altarito, que le vamos a traer a Dios esta noche... Aunque no se ha de morir, ni mucho menos, ella quiere recibir a Dios, y eso nunca está de más».
Cuando el ecónomo y su colega entraron de nuevo en la sala, este dijo que la centinela no se había movido de su sitio.
Tormento les miró a entrambos, revelando en sus ojos toda la irresolución, toda la timidez, toda la flaqueza de su alma, que no había venido al mundo para las dificultades.
«¡A la calle, a la calle! -le dijo Nones, tomando su enorme sombrero-. Aquí no hace usted falta maldita. Saldremos juntos; no tenga usted miedo».
Decía esto en el tono más natural del mundo, y volviéndose a Polo:
«Ten presente, badulaque, lo que va a entrar aquí esta noche. Mucho juicio, ¿estamos? Volveré dentro de media hora. ¡Y usted...!».
Al decir con tan bronca voz aquel y usted... encarándose con la medrosa, esta creyó que se le caía el cielo encima; rompió a llorar como una tonta.
«En fin, me callo -gruñó Nones, indicando a la joven que le siguiera-. Ya sé que hay arrepentimiento... ¡Y tú...!».
Al decir y tú... se encaró con Polo echándole miradas tan severas, que este retrocedió.
«En fin, tampoco digo nada ahora -añadió el clérigo con calma mascullando las sílabas-. De ti me encargo yo... Vamos».
Nones y Amparo iban delante, detrás Polo alumbrando, porque la escalera era como boca de lobo. La idea de que no la vería más puso al bárbaro a dos dedos de hacer o decir cualquier disparate. Pero tuvo energía para contenerse. La medrosa no volvió la cabeza ni una sola vez para ver lo que detrás dejaba. Al llegar al primer peldaño, Nones echó miradas recelosas a la empinada escalera. Viendo que la joven quería ir delante para sostenerle, le dijo:
«No, puede usted agarrarse a mi brazo si quiere... Yo no me asusto de nada».
Pero ella, atenta y respetuosa con la vejez, se puso a su lado, diciéndole:
«No, usted se apoyará en mí... Cuidado».
Y Nones, volviéndose para ver a su amigo que alumbraba, se echó a reír y no tuvo reparo en hacer esta observación:
«¡Vaya un cuadro!... ¿Estamos bonitos, eh?... Como que vamos ahora a Capellanes».
La risita hueca y zumbona se oyó hasta lo profundo de la escalera.
Cuando llegaron al portal, D. Juan Manuel dijo a Amparo en baja voz: «Allí está; no haga usted caso, no mire. Viniendo conmigo, no se atreverá a decirle una palabra».
Y en efecto, el pavoroso vigía no se movió; no hacía más que mirar.
Cuando dieron los primeros pasos en la calle, Nones, soltando toda su voz áspera y ronca, echó primero una fuerte tos burlesca, y luego esta frase: «¡Vaya unos postes que se usan ahora...!».
En medio de su grandísimo sobresalto, Amparo no pudo menos de sonreír. Dio al clérigo la acera; pero este con galantería no la quiso tomar. Después habló en tono naturalísimo de cosas también muy naturales, como si aquella compañía que llevaba fuera lo más corriente del mundo.
«Esa pobre Celedonia ¡qué mala está!... Ya se ve, con setenta y ocho años... Yo también me voy preparando, y cada día que amanece se me antoja que ha de ser el último... ¡Dichoso aquel que ve venir la muerte con tranquilidad, y no tiene ni en su alma ni en sus negocios ningún cabo suelto de que se pueda agarrar ese pillete de Satanás! Trate usted de arreglar su vida para su muerte... Abríguese bien, que hace frío... La acompañaré a usted hasta que encontremos un coche. Sí, lo mejor es que se meta en un simón... ¿Tiene usted dinero? Porque si no, le ofrezco una peseta que traigo...».
-¡Oh!, muchas gracias, tengo dinero. Por allí viene un coche.
-¡Cochero!... Ea, con Dios. Salud, pesetas y buena conducta. Me voy a la parroquia para llevar el Viático a esa pobre... Buenas noches.