Tormento/XXXV

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XXXV

No se sabe a punto fijo por qué conducto entraron en el espíritu de aquel buen Caballero las sospechas, y tras las sospechas algo que las confirmaba, noticias, datos y referencias. Créese que el llamado Torres fue quien llevó el cuento desde la Costanilla al escritorio de Mompous, y que el Mompous lo trasportó luego con acento catalán a los propios oídos de Caballero, justificándose con las razones adecuadas al caso... Lo hacía movido de amistad para ponerle en guardia. Quizás era calumnia; pero como la especie corría, conveniente era notificarla al más interesado en ello por el honor de su nombre etc... La impresión que estas revelaciones hicieron en el confiado amante pueden suponerla cuantos le conozcan por estas páginas, o porque realmente le hayan tratado. Aquel hombre de tan sosegada apariencia pasaba fácilmente de un abatimiento sombrío a un furor pueril. Rosalía le tuvo miedo cuando le vio entrar aquella tarde tres horas después de haberse ido Amparo a su casa, pasada la escena del desmayo. Fue la tarde del lunes.

En breves palabras contó Agustín a su prima lo que le habían dicho, y poniéndose de un color increíble, apretando los dientes y crispando las manos, dijo: «Si es mentira, el perro que lo inventó me la ha de pagar».

«Vamos, vamos, cálmate, por amor de Dios... -le dijo Rosalía-. Si te pones así... si te ofuscas, quizás veas las cosas más negras de lo que son. En estos casos graves cada cual debe portarse como quien es, y tú eres un caballero decente y juicioso».

-Por tu modo de hablar -dijo Agustín sin aplacarse-, vengo a comprender que tú también lo sabías... y esta es la hora en que ni tú ni Bringas me habíais dicho una palabra, al menos para ponerme sobre aviso.

-Nosotros -replicó la dama con dignidad altanera-, no tenemos por costumbre hablar de lo que no nos interesa, ni dar consejos a quien no nos los pide. ¿Cómo querías que nos arriesgáramos a desconceptuar a una persona de nuestra familia, cuando con ello te dábamos un golpe mortal, y cuando no teníamos tampoco seguridad del hecho, ni podíamos darte pruebas?... Comprende, hijo, que esto es grave... Y di una cosa: cuando te fijaste en ella para hacerla tu mujer, ¿nos consultaste a nosotros sobre punto tan delicado, como parecía natural? Nada de eso. Allá tú lo arreglaste solo, y cuando nos percatamos de ello ya lo tenías muy bien guisado y comido.

Al decir esto y lo que siguió, cualquiera, que atentamente observara a Rosalía, podría haber sorprendido en ella, junto con el deseo de convencer a su primo, el no menos vivo de hacer patente su hermosura, realzada en aquella ocasión por el esmero del vestir y por aliños y adornos de mucha oportunidad. Cómo enseñaba sus blancos dientes, cómo contorneaba su cuello, cómo se erguía para dar a su bien fajado cuerpo esbeltez momentánea, eran detalles que tú y yo lector amigo, habríamos reparado, mas no Caballero, por la situación de su espíritu.

«Y no creas -añadió Rosalía con semblante triste-; nos ha llegado al alma que no consultaras con nosotros un asunto en que podría comprometerse tu honor... No has tenido presente lo que te queremos, lo que nos interesamos por ti».

-Voy a verla, -dijo Agustín con repentino arranque, y sin hacer caso de las ternuras de su prima-. Lo primero es oír lo que ella dice.

-Creo que pierdes el tiempo si vas a su casa, -manifestó Rosalía acudiendo diligente a contener aquel natural arranque-. No la encontrarás. Yo sé que no la encontrarás...

Caballero la miraba como lelo.

«Tengo motivos para saberlo, y no te digo más -añadió con estudiada frialdad la Bringas-. Vete a tu casa y no te muevas de allí, que la misma Amparo irá a verte y a pedirte perdón... Así al menos me lo ha prometido. Esta mañana ha estado aquí la pobrecilla, y te juro que peor rato no he pasado en mi vida. Daba compasión verla y oírla. ¡Dios mío, qué lágrimas, qué suspiros! Se me desmayó en el cuarto de la labor y tuve que traerla aquí. Era una Magdalena, una infeliz arrepentida... Lo que más le duele, hijo, es haberte engañado. No debes tratarla mal; no debes ensañarte con ella, porque su dolor es muy grande... cree que la vas a matar... Ya le he dicho que no eres un Otelo y que no te dará tan fuerte. Me ha prometido ir a tu casa y darte las más leales satisfacciones. Bien sabe la pobre que ya no puede ser tu mujer, pero el desprecio tuyo la enloquece... Es una desgraciada, que en medio de todo conserva cierto pudor...».

Agustín dio dos vueltas sobre sí mismo, síntoma de horrible desesperación, como lo es de la embriaguez. Se fue sin añadir una palabra más y se metió en su casa. Arnáiz y Mompous fueron aquella noche a jugar al billar, y durante el juego afectaba el indiano gran tranquilidad. Hasta se le vio más comunicativo que de ordinario.

Al día siguiente, martes, día de lluvia y tristeza, Agustín pasó toda la mañana dando vueltas en su despacho. Esperaba alguna visita de interés sin duda; pero la que recibió fue la de Rosalía, muy guapetona, muy remozada, muy fresca y tan bien puesta como cuando iba al teatro.

«Tú no estás bueno -le dijo con afectuosa franqueza-. Lo comprendo, porque estas cosas impresionan, creo que debes serenarte y procurar dar todo al olvido... ¡Un hombre como tú...! Sí, encontrarás mujeres a millares... y mil veces más guapas, mil veces más interesantes... ¿Y qué? ¿Ha venido? Presumo que no, porque mandé recado a su casa y no está allí ni sabe nadie su paradero. Te juro que me causa una pena... ¡pobrecilla! Si después de todo no tiene mal fondo. Entre estas desgraciadas, las hay con excelente natural y hasta con asomos de dignidad. Lo que es aguardar las apariencias no hay quien le gane a esta».

Como él no le contestara nada, pues parecía más atento a las flores de la alfombra que a los dichos de su prima, esta hubo de dar otra dirección a su afectuosidad.

«Repito que no estás bueno. Tienes color de cardenillo... ¿A ver el pulso? Ardiendo... Reposo, hijito, reposo es lo que te conviene. No recibas a nadie, no hables, no escribas. Échate en el sofá y abrígate con la manta de viaje. Yo te cuidaré, pues por tu salud bien puedo dejar todas mis obligaciones. Te haré refrescos; me estaré aquí todo el día, y si te pones verdaderamente malo, me quedaré también toda la noche».

Agustín rechazaba la idea de enfermedad. Entre una y otra pausa, deslizaba Rosalía consejos y amonestaciones llenas de dulzura y amistad... «No lo tomes tan fuerte... Si hubieras consultado a tiempo conmigo... Lo mejor es que te acuestes... tienes frío».

Más tarde, mucho más tarde, Agustín, interpretando sin reserva lo más espontáneo y natural que en su alma existía, se dejó decir estas graves palabras:

«Esa mujer se me ha clavado en el corazón, y no me la puedo arrancar».

Al oír esto, Rosalía se quitó la cachemira y quedose en cuerpo. Hacía calor. Para consolar a su primo echó retahílas de frases, llenas de cariñosas y bien pensadas expresiones. En medio de ellas salió a relucir Doña Marcelina Polo, única persona que podía dar noticias irrecusables del hecho, como poseedora de testimonios escritos.

«¿En dónde vive esa señora?» -dijo Caballero con ímpetu-. Ahora mismo voy allá.

-Es muy tarde. Por Dios, no te pongas así. Pareces un personaje de novela. Esa señora y las que viven con ella se acuestan a la hora de las gallinas. Mañana podrás ir pero no muy temprano, porque desde el alba se van las tres a la iglesia. Lo mejor es que le mandes un recado con Felipe para que te fije hora.

Entró D. Francisco, que venía de su paseo.

«¿Qué tal?...».

-Le digo que se meta en la cama y no quiere hacerme caso.

-¿Apostamos a que es todo calumnia? -dijo el bondadoso Thiers.

Agustín les rogó que se quedaran a comer, lo que ellos aceptaron de buen grado. Centeno fue a la Costanilla a decir a Prudencia (alias Calamidad) que diera de comer a los pequeños, porque los papás no volverían a su casa hasta muy tarde.