Trafalgar/11

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Un navío de la retaguardia disparó el primer tiro contra el Royal Sovereign, que mandaba Collingwood. Mientras trababa combate con este el Santa Ana, el Victory se dirigía contra nosotros. En el Trinidad todos demostraban gran ansiedad por comenzar el fuego; pero nuestro comandante esperaba el momento más favorable. Como si unos navíos se lo comunicaran a los otros, cual piezas pirotécnicas enlazadas por una mecha común, el fuego se corrió desde el Santa Ana hasta los dos extremos de la línea.

El Victory atacó primero al Redoutable francés, y rechazado por este, vino a quedar frente a nuestro costado por barlovento. El momento terrible había llegado: cien voces dijeron ¡fuego!, repitiendo como un eco infernal la del comandante, y la andanada lanzó cincuenta proyectiles sobre el navío inglés. Por un instante el humo me quitó la vista del enemigo. Pero éste, ciego de coraje, se venía sobre nosotros viento en popa. Al llegar a tiro de fusil, orzó y nos descargó su andanada. En el tiempo que medió de uno a otro disparo, la tripulación, que había podido observar el daño hecho al enemigo, redobló su entusiasmo. Los cañones se servían con presteza, aunque no sin cierto entorpecimiento, hijo de la poca práctica de algunos cabos de cañón. Marcial hubiera tomado por su cuenta de buena gana la empresa de servir una de las piezas de cubierta; pero su cuerpo mutilado no era capaz de responder al heroísmo de su alma. Se contentaba con vigilar el servicio de la cartuchería, y con su voz y con su gesto alentaba a los que servían las piezas.

El Bucentauro, que estaba a nuestra popa, hacía fuego igualmente sobre el Victory y el Temerary, otro poderoso navío inglés. Parecía que el navío de Nelson iba a caer en nuestro poder, porque la artillería del Trinidad le había destrozado el aparejo, y vimos con orgullo que perdía su palo de mesana.

En el ardor de aquel primer encuentro, apenas advertí que algunos de nuestros marineros caían heridos o muertos. Yo, puesto en el lugar donde creía estorbar menos, no cesaba de contemplar al comandante, que mandaba desde el alcázar con serenidad heroica, y me admiraba de ver a mi amo con menos calma, pero con más entusiasmo, alentando a oficiales y marineros con su ronca vocecilla.

«¡Ah! -dije yo para mí-. ¡Si te viera ahora Doña Francisca!»

Confesaré que yo tenía momentos de un miedo terrible, en que me hubiera escondido nada menos que en el mismo fondo de la bodega, y otros de cierto delirante arrojo en que me arriesgaba a ver desde los sitios de mayor peligro aquel gran espectáculo. Pero, dejando a un lado mi humilde persona, voy a narrar el momento más terrible de nuestra lucha con el Victory. El Trinidad le destrozaba con mucha fortuna, cuando el Temerary, ejecutando una habilísima maniobra, se interpuso entre los dos combatientes, salvando a su compañero de nuestras balas. En seguida se dirigió a cortar la línea por la popa del Trinidad, y como el Bucentauro, durante el fuego, se había estrechado contra este hasta el punto de tocarse los penoles, resultó un gran claro, por donde se precipitó el Temerary, que viró prontamente, y colocándose a nuestra aleta de babor, nos disparó por aquel costado, hasta entonces ileso. Al mismo tiempo, el Neptune, otro poderoso navío inglés, colocose donde antes estaba el Victory; éste se sotaventó, de modo que en un momento el Trinidad se encontró rodeado de enemigos que le acribillaban por todos lados.

En el semblante de mi amo, en la sublime cólera de Uriarte, en los juramentos de los marineros amigos de Marcial, conocí que estábamos perdidos, y la idea de la derrota angustió mi alma. La línea de la escuadra combinada se hallaba rota por varios puntos, y al orden imperfecto con que se había formado después de la vira en redondo sucedió el más terrible desorden. Estábamos envueltos por el enemigo, cuya artillería lanzaba una espantosa lluvia de balas y de metralla sobre nuestro navío, lo mismo que sobre el Bucentauro. El Agustín, el Herós y el Leandro se batían lejos de nosotros, en posición algo desahogada, mientras el Trinidad, lo mismo que el navío almirante, sin poder disponer de sus movimientos, cogidos en terrible escaramuza por el genio del gran Nelson, luchaban heroicamente, no ya buscando una victoria imposible, sino movidos por el afán de perecer con honra.

Los cabellos blancos que hoy cubren mi cabeza se erizan todavía al recordar aquellas tremendas horas, principalmente desde las dos a las cuatro de la tarde. Se me representan los barcos, no como ciegas máquinas de guerra, obedientes al hombre, sino como verdaderos gigantes, seres vivos y monstruosos que luchaban por sí, poniendo en acción, como ágiles miembros, su velamen, y cual terribles armas, la poderosa artillería de sus costados. Mirándolos, mi imaginación no podía menos de personalizarlos, y aun ahora me parece que los veo acercarse, desafiarse, orzar con ímpetu para descargar su andanada, lanzarse al abordaje con ademán provocativo, retroceder con ardiente coraje para tomar más fuerza, mofarse del enemigo, increparle; me parece que les veo expresar el dolor de la herida, o exhalar noblemente el gemido de la muerte, como el gladiador que no olvida el decoro de la agonía; me parece oír el rumor de las tripulaciones, como la voz que sale de un pecho irritado, a veces alarido de entusiasmo, a veces sordo mugido de desesperación, precursor de exterminio; ahora himno de júbilo que indica la victoria; después algazara rabiosa que se pierde en el espacio, haciendo lugar a un terrible silencio que anuncia la vergüenza de la derrota.

El espectáculo que ofrecía el interior del Santísima Trinidad era el de un infierno. Las maniobras habían sido abandonadas, porque el barco no se movía ni podía moverse. Todo el empeño consistía en servir las piezas con la mayor presteza posible, correspondiendo así al estrago que hacían los proyectiles enemigos. La metralla inglesa rasgaba el velamen como si grandes e invisibles uñas le hicieran trizas. Los pedazos de obra muerta, los trozos de madera, los gruesos obenques segados cual haces de espigas, los motones que caían, los trozos de velamen, los hierros, cabos y demás despojos arrancados de su sitio por el cañón enemigo, llenaban la cubierta, donde apenas había espacio para moverse. De minuto en minuto caían al suelo o al mar multitud de hombres llenos de vida; las blasfemias de los combatientes se mezclaban a los lamentos de los heridos, de tal modo que no era posible distinguir si insultaban a Dios los que morían, o le llamaban con angustia los que luchaban.

Yo tuve que prestar auxilio en una faena tristísima, cual era la de transportar heridos a la bodega, donde estaba la enfermería. Algunos morían antes de llegar a ella, y otros tenían que sufrir dolorosas operaciones antes de poder reposar un momento su cuerpo fatigado. También tuve la indecible satisfacción de ayudar a los carpinteros, que a toda prisa procuraban aplicar tapones a los agujeros hechos en el casco; pero por causa de mi poca fuerza, no eran aquellos auxilios tan eficaces como yo habría deseado.

La sangre corría en abundancia por la cubierta y los puentes, y a pesar de la arena, el movimiento del buque la llevaba de aquí para allí, formando fatídicos dibujos. Las balas de cañón, de tan cerca disparadas, mutilaban horriblemente los cuerpos, y era frecuente ver rodar a alguno, arrancada a cercén la cabeza, cuando la violencia del proyectil no arrojaba la víctima al mar, entre cuyas ondas debía perderse casi sin dolor la última noción de la vida. Otras balas rebotaban contra un palo o contra la obra muerta, levantando granizada de astillas que herían como flechas. La fusilería de las cofas y la metralla de las carronadas esparcían otra muerte menos rápida y más dolorosa, y fue raro el que no salió marcado más o menos gravemente por el plomo y el hierro de nuestros enemigos.

De tal suerte combatida y sin poder de ningún modo devolver iguales destrozos, la tripulación, aquella alma del buque, se sentía perecer, agonizaba con desesperado coraje, y el navío mismo, aquel cuerpo glorioso, retemblaba al golpe de las balas. Yo le sentía estremecerse en la terrible lucha: crujían sus cuadernas, estallaban sus baos, rechinaban sus puntales a manera de miembros que retuerce el dolor, y la cubierta trepidaba bajo mis pies con ruidosa palpitación, como si a todo el inmenso cuerpo del buque se comunicara la indignación y los dolores de sus tripulantes. En tanto, el agua penetraba por los mil agujeros y grietas del casco acribillado, y comenzaba a inundar la bodega.

El Bucentauro, navío general, se rindió a nuestra vista. Villeneuve había arriado bandera. Una vez entregado el jefe de la escuadra, ¿qué esperanza quedaba a los buques? El pabellón francés desapareció de la popa de aquel gallardo navío, y cesaron sus fuegos. El San Agustín y el Herós se sostenían todavía, y el Rayo y el Neptuno, pertenecientes a la vanguardia, que habían venido a auxiliarnos, intentaron en vano salvarnos de los navíos enemigos que nos asediaban. Yo pude observar la parte del combate más inmediata al Santísima Trinidad, porque del resto de la línea no era posible ver nada. El viento parecía haberse detenido, y el humo se quedaba sobre nuestras cabezas, envolviéndonos en su espesa blancura, que las miradas no podían penetrar. Distinguíamos tan sólo el aparejo de algunos buques lejanos, aumentados de un modo inexplicable por no sé qué efecto óptico o porque el pavor de aquel sublime momento agrandaba todos los objetos.

Disipose por un momento la densa penumbra, ¡pero de qué manera tan terrible! Detonación espantosa, más fuerte que la de los mil cañones de la escuadra disparando a un tiempo, paralizó a todos, produciendo general terror. Cuando el oído recibió tan fuerte impresión, claridad vivísima había iluminado el ancho espacio ocupado por las dos flotas, rasgando el velo de humo, y presentose a nuestros ojos todo el panorama del combate. La terrible explosión había ocurrido hacia el Sur, en el sitio ocupado antes por la retaguardia.

«Se ha volado un navío», dijeron todos.

Las opiniones fueron diversas, y se dudaba si el buque volado era el Santa Ana, el Argonauta, el Ildefonso o el Bahama. Después se supo que había sido el francés nombrado Achilles. La expansión de los gases desparramó por mar y cielo en pedazos mil cuanto momentos antes constituía un hermoso navío con 74 cañones y 600 hombres de tripulación.

Algunos segundos después de la explosión, ya no pensábamos más que en nosotros mismos.

Rendido el Bucentauro, todo el fuego enemigo se dirigió contra nuestro navío, cuya pérdida era ya segura. El entusiasmo de los primeros momentos se había apagado en mí, y mi corazón se llenó de un terror que me paralizaba, ahogando todas las funciones de mi espíritu, excepto la curiosidad. Esta era tan irresistible, que me obligó a salir a los sitios de mayor peligro. De poco servía ya mi escaso auxilio, pues ni aun se trasladaban los heridos a la bodega, por ser muchos, y las piezas exigían el servicio de cuantos conservaban un poco de fuerza. Entre éstos vi a Marcial, que se multiplicaba gritando y moviéndose conforme a su poca agilidad, y era a la vez contramaestre, marinero, artillero, carpintero y cuanto había que ser en tan terribles instantes. Nunca creí que desempeñara funciones correspondientes a tantos hombres el que no podía considerarse sino como la mitad de un cuerpo humano. Un astillazo le había herido en la cabeza, y la sangre, tiñéndole la cara, le daba horrible aspecto. Yo le vi agitar sus labios, bebiendo aquel líquido, y luego lo escupía con furia fuera del portalón, como si también quisiera herir a salivazos a nuestros enemigos.

Lo que más me asombraba, causándome cierto espanto, era que Marcial, aun en aquella escena de desolación, profería frases de buen humor, no sé si por alentar a sus decaídos compañeros o porque de este modo acostumbraba alentarse a sí mismo.

Cayó con estruendo el palo de trinquete, ocupando el castillo de proa con la balumba de su aparejo, y Marcial dijo:

«Muchachos, vengan las hachas. Metamos este mueble en la alcoba».

Al punto se cortaron los cabos, y el mástil cayó al mar.

Y viendo que arreciaba el fuego, gritó dirigiéndose a un pañolero que se había convertido en cabo de cañón:

«Pero Abad, mándales el vino a esos casacones para que nos dejen en paz».

Y a un soldado que yacía como muerto, por el dolor de sus heridas y la angustia del mareo, le dijo aplicándole el botafuego a la nariz:

«Huele una hojita de azahar, camarada, para que se te pase el desmayo. ¿Quieres dar un paseo en bote? Anda: Nelson nos convida a echar unas cañas».

Esto pasaba en el combés. Alcé la vista al alcázar de popa, y vi que el general Cisneros había caído. Precipitadamente le bajaron dos marineros a la cámara. Mi amo continuaba inmóvil en su puesto; pero de su brazo izquierdo manaba mucha sangre. Corrí hacia él para auxiliarle, y antes que yo llegase, un oficial se le acercó, intentando convencerle de que debía bajar a la cámara. No había éste pronunciado dos palabras, cuando una bala le llevó la mitad de la cabeza, y su sangre salpicó mi rostro. Entonces, D. Alonso se retiró, tan pálido como el cadáver de su amigo, que yacía mutilado en el piso del alcázar.

Cuando bajó mi amo, el comandante quedó solo arriba, con tal presencia de ánimo que no pude menos de contemplarle un rato, asombrado de tanto valor. Con la cabeza descubierta, el rostro pálido, la mirada ardiente, la acción enérgica, permanecía en su puesto dirigiendo aquella acción desesperada que no podía ganarse ya. Tan horroroso desastre había de verificarse con orden, y el comandante era la autoridad que reglamentaba el heroísmo. Su voz dirigía a la tripulación en aquella contienda del honor y la muerte.

Un oficial que mandaba en la primera batería subió a tomar órdenes, y antes de hablar cayó muerto a los pies de su jefe; otro guardia marina que estaba a su lado cayó también mal herido, y Uriarte quedó al fin enteramente solo en el alcázar, cubierto de muertos y heridos. Ni aun entonces se apartó su vista de los barcos ingleses ni de los movimientos de nuestra artillería; y el imponente aspecto del alcázar y toldilla, donde agonizaban sus amigos y subalternos, no conmovió su pecho varonil ni quebrantó su enérgica resolución de sostener el fuego hasta perecer. ¡Ah!, recordando yo después la serenidad y estoicismo de D. Francisco Javier Uriarte, he podido comprender todo lo que nos cuentan de los heroicos capitanes de la antigüedad. Entonces no conocía yo la palabra sublimidad; pero viendo a nuestro comandante comprendí que todos los idiomas deben tener un hermoso vocablo para expresar aquella grandeza de alma que me parecía favor rara vez otorgado por Dios al hombre miserable.

Entre tanto, gran parte de los cañones había cesado de hacer fuego, porque la mitad de la gente estaba fuera de combate. Tal vez no me hubiera fijado en esta circunstancia, si habiendo salido de la cámara, impulsado por mi curiosidad, no sintiera una voz que con acento terrible me dijo: «¡Gabrielillo, aquí!»

Marcial me llamaba: acudí prontamente, y le hallé empeñado en servir uno de los cañones que habían quedado sin gente. Una bala había llevado a Medio-hombre la punta de su pierna de palo, lo cual le hacía decir:

«Si llego a traer la de carne y hueso...»

Dos marinos muertos yacían a su lado; un tercero, gravemente herido, se esforzaba en seguir sirviendo la pieza.

«Compadre -le dijo Marcial-, ya tú no puedes ni encender una colilla».

Arrancó el botafuego de manos del herido y me lo entregó diciendo:

«Toma, Gabrielillo; si tienes miedo, vas al agua».

Esto diciendo, cargó el cañón con toda la prisa que le fue posible, ayudado de un grumete que estaba casi ileso; lo cebaron y apuntaron; ambos exclamaron «fuego»; acerqué la mecha, y el cañón disparó.

Se repitió la operación por segunda y tercera vez, y el ruido del cañón, disparado por mí, retumbó de un modo extraordinario en mi alma. El considerarme, no ya espectador, sino actor decidido en tan grandiosa tragedia, disipó por un instante el miedo, y me sentí con grandes bríos, al menos con la firme resolución de aparentarlos. Desde entonces conocí que el heroísmo es casi siempre una forma del pundonor. Marcial y otros me miraban: era preciso que me hiciera digno de fijar su atención.

«¡Ah! -decía yo para mí con orgullo-. Si mi amita pudiera verme ahora... ¡Qué valiente estoy disparando cañonazos como un hombre!... Lo menos habré mandado al otro mundo dos docenas de ingleses».

Pero estos nobles pensamientos me ocuparon muy poco tiempo, porque Marcial, cuya fatigada naturaleza comenzaba a rendirse después de su esfuerzo, respiro con ansia, se secó la sangre que afluía en abundancia de su cabeza, cerró los ojos, sus brazos se extendieron con desmayo, y dijo:

«No puedo más: se me sube la pólvora a la toldilla (la cabeza). Gabriel, tráeme agua».

Corrí a buscar el agua, y cuando se la traje, bebió con ansia. Pareció tomar con esto nuevas fuerzas: íbamos a seguir, cuando un gran estrépito nos dejó sin movimiento. El palo mayor, tronchado por la fogonadura, cayo sobre el combés, y tras él el de mesana. El navío quedó lleno de escombros y el desorden fue espantoso.

Felizmente quedé en hueco y sin recibir más que una ligera herida en la cabeza, la cual, aunque me aturdió al principio, no me impidió apartar los trozos de vela y cabos que habían caído sobre mí. Los marineros y soldados de cubierta pugnaban por desalojar tan enorme masa de cuerpos inútiles, y desde entonces sólo la artillería de las baterías bajas sostuvo el fuego. Salí como pude, busqué a Marcial, no le hallé, y habiendo fijado mis ojos en el alcázar, noté que el comandante ya no estaba allí. Gravemente herido de un astillazo en la cabeza, había caído exánime, y al punto dos marineros subieron para trasladarle a la cámara. Corrí también allá, y entonces un casco de metralla me hirió en el hombro, lo que me asustó en extremo, creyendo que mi herida era mortal y que iba a exhalar el último suspiro. Mi turbación no me impidió entrar en la cámara, donde por la mucha sangre que brotaba de mi herida me debilité, quedando por un momento desvanecido.

En aquel pasajero letargo, seguí oyendo el estrépito de los cañones de la segunda y tercera batería, y después una voz que decía con furia:

«¡Abordaje!... ¡las picas!... ¡las hachas!»

Después la confusión fue tan grande, que no pude distinguir lo que pertenecía a las voces humanas en tal descomunal concierto. Pero no sé cómo, sin salir de aquel estado de somnolencia, me hice cargo de que se creía todo perdido, y de que los oficiales se hallaban reunidos en la cámara para acordar la rendición; y también puedo asegurar que si no fue invento de mi fantasía, entonces trastornada, resonó en el combés una voz que decía: «¡El Trinidad no se rinde». De fijo fue la voz de Marcial, si es que realmente dijo alguien tal cosa.

Me sentí despertar, y vi a mi amo arrojado sobre uno de los sofás de la cámara, con la cabeza oculta entre las manos en ademán de desesperación y sin cuidarse de su herida.

Acerqueme a él, y el infeliz anciano no halló mejor modo de expresar su desconsuelo que abrazándome paternalmente, como si ambos estuviéramos cercanos a la muerte. Él, por lo menos, creo que se consideraba próximo a morir de puro dolor, porque su herida no tenía la menor gravedad. Yo le consolé como pude, diciendo que si la acción no se había ganado, no fue porque yo dejara de matar bastante ingleses con mi cañoncito, y añadí que para otra vez seríamos más afortunados; pueriles razones que no calmaron su agitación.

Saliendo afuera en busca de agua para mi amo, presencié el acto de arriar la bandera, que aún flotaba en la cangreja, uno de los pocos restos de arboladura que con el tronco de mesana quedaban en pie. Aquel lienzo glorioso, ya agujereado por mil partes, señal de nuestra honra, que congregaba bajo sus pliegues a todos los combatientes, descendió del mástil para no izarse más. La idea de un orgullo abatido, de un ánimo esforzado que sucumbe ante fuerzas superiores, no puede encontrar imagen más perfecta para representarse a los ojos humanos que la de aquel oriflama que se abate y desaparece como un sol que se pone. El de aquella tarde tristísima, tocando al término de su carrera en el momento de nuestra rendición, iluminó nuestra bandera con su último rayo.

El fuego cesó y los ingleses penetraron en el barco vencido.