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Tristana/Capítulo II

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I
III

Capítulo II

Resignada en absoluto no, porque más de una vez, en aquel año que precedió a lo que se va a referir, la linda figurilla de papel sacaba los pies del plato, queriendo demostrar carácter y conciencia de persona libre. Ejercía sobre ella su dueño un despotismo que podremos llamar seductor, imponiéndole su voluntad con firmeza endulzada, a veces con mimos o carantoñas, y destruyendo en ella toda iniciativa que no fuera de cosas accesorias y sin importancia. Veintiún años contaba la joven cuando los anhelos de independencia despertaron en ella con las reflexiones que embargaban su mente acerca de la extrañísima situación social en que vivía. Aún conservaba procederes y hábitos de chiquilla cuando tal situación comenzó; sus ojos no sabían mirar al porvenir, y si lo miraban, no veían nada. Pero un día se fijó en la sombra que el presente proyectaba hacia los espacios futuros, y aquella imagen suya estirada por la distancia, con tan disforme y quebrada silueta, entretuvo largo tiempo su atención, sugiriéndole pensamientos mil que la mortificaban y confundían.

Para la fácil inteligencia de estas inquietudes de Tristana, conviene hacer toda la luz posible en torno del don Lope, para que no se le tenga por mejor ni por más malo de lo que era realmente. Presumía este sujeto de practicar en toda su pureza dogmática la caballerosidad, o caballería, que bien podemos llamar sedentaria en contraposición a la idea de andante o correntona; mas interpretaba las leyes de aquella religión con criterio excesivamente libre, y de todo ello resultaba una moral compleja, que no por ser suya dejaba de ser común, fruto abundante del tiempo en que vivimos; moral que, aunque parecía de su cosecha, era en rigor concreción en su mente de las ideas flotantes en la atmósfera metafísica de su época, cual las invisibles bacterias en la atmósfera física. La caballerosidad de don Lope, como fenómeno externo, bien a la vista estaba de todo el mundo: jamás tomó nada que no fuera suyo, y en cuestiones de intereses llevaba su delicadeza a extremos quijotescos. Sorteaba su penuria con gallardía, y la cubría con dignidad, dando pruebas frecuentes de abnegación, y condenando el apetito de cosas materiales con acentos de entereza estoica. Para él, en ningún caso dejaba de ser vil el metal acuñado, ni la alegría que el cobrarlo produce le redime del desprecio de toda persona bien nacida. La facilidad con que de sus manos salía, indicaba el tal desprecio mejor que las retóricas con que vituperaba lo que a su juicio era motivo de corrupción, y causa de que en la sociedad presente fueran cada día más escasas las cosechas de caballeros. Respecto a decoro personal, era tan nimio y de tan quebradiza susceptibilidad, que no toleraba el agravio más insignificante ni ambigüedades de palabra que pudieran llevar en sí sombra de desconsideración. Lances mil tuvo en su vida, y de tal modo mantenía los fueros de la dignidad, que llegó a ser código viviente para querellas de honor, y, ya se sabía, en todos los casos dudosos del intrincado fuero duelístico era consultado el gran don Lope, que opinaba y sentenciaba con énfasis sacerdotal, como si se tratara de un punto teológico o filosófico de la mayor transcendencia.

El punto de honor era, pues, para Garrido, la cifra y compendio de toda la ciencia del vivir, y esta se completaba con diferentes negaciones. Si su desinterés podía considerarse como virtud, no lo era ciertamente su desprecio del Estado y de la Justicia, como organismos humanos. La curia le repugnaba; los ínfimos empleados del Fisco, interpuestos entre las instituciones y el contribuyente con la mano extendida, teníalos por chusma digna de remar en galeras. Deploraba que en nuestra edad de más papel que hierro y de tantas fórmulas hueras, no llevasen los caballeros espada para dar cuenta de tanto gandul impertinente. La sociedad, a su parecer, había creado diversos mecanismos con el solo objeto de mantener holgazanes, y de perseguir y desvalijar a la gente hidalga y bien nacida.

Con tales ideas, a don Lope le resultaban muy simpáticos los contrabandistas y matuteros, y si hubiera podido habría salido a su defensa en un aprieto grave. Detestaba la Policía encubierta o uniformada, y cubría de baldón a los carabineros y vigilantes de consumos, así como a los pasmarotes que llaman de Orden público, y que, a su parecer, jamás protegen al débil contra el fuerte. Transigía con la Guardia civil, aunque él, ¡qué demonio!, la hubiera organizado de otra manera, con facultades procesales y ejecutivas, como verdadera religión de caballería justiciera en caminos y despoblados. Sobre el Ejército, las ideas de don Lope picaban en extravagancia. Tal como lo conocía, no era más que un instrumento político, costoso y tonto por añadidura, y él opinaba que se le diera una organización religiosa y militar, como las antiguas órdenes de caballería, con base popular, servicio obligatorio, jefes hereditarios, vinculación del generalato, y, en fin, un sistema tan complejo y enrevesado que ni él mismo lo entendía. Respecto a la Iglesia, teníala por una broma pesada, que los pasados siglos vienen dando a los presentes, y que estos aguantan por timidez y cortedad de genio. Y no se crea que era irreligioso: al contrario, su fe superaba a la de muchos que hociquean ante los altares y andan siempre entre curas. A estos no los podía ver ni escritos el ingenioso don Lope, porque no encontraba sitio para ellos en el sistema pseudo-caballeresco que su desocupado magín se había forjado, y solía decir: «Los verdaderos sacerdotes somos nosotros, los que regulamos el honor y la moral, los que combatimos en pro del inocente, los enemigos de la maldad, de la hipocresía, de la injusticia... y del vil metal».

Casos había en la vida de este sujeto que le enaltecían en sumo grado, y si algún ocioso escribiera su historia, aquellos resplandores de generosidad y abnegación harían olvidar, hasta cierto punto, las obscuridades de su carácter y su conducta. De ellos debe hablarse, como antecedentes o causas que son de lo que luego se referirá. Siempre fue don Lope muy amigo de sus amigos, y hombre que se despepitaba por auxiliar a las personas queridas que se veían en algún compromiso grave. Servicial hasta el heroísmo, no ponía límites a sus generosos arranques. Su caballería llegaba en esto hasta la vanidad; y como toda vanidad se paga, como el lujo de los buenos sentimientos es el más dispendioso que se conoce, Garrido sufrió considerables quebrantos en su fortuna. Su muletilla familiar de dar la camisa por un amigo no era una simple afectación retórica. Si no la camisa, varias veces dio la mitad de la capa como San Martín; y últimamente, la prenda de ropa más útil, como más próxima a la carne, había llegado a correr peligro.

Un amigo de la infancia, a quien amaba entrañablemente, de nombre don Antonio Reluz, compinche de caballerías más o menos correctas, puso a prueba el furor altruista, que no otra cosa era, del buen don Lope. Reluz, al casarse por amor con una joven distinguidísima, apartose de las ideas y prácticas caballerescas de su amigo, calculando que no constituían oficio ni daban de comer, y se dedicó a manejar en buenos negocios el capitalillo de su esposa. No le fue mal en los primeros años. Metiose en la compra y venta de cebada, en contratas de abastecimientos militares y otros honrados tráficos, que Garrido miraba con altivo desprecio. Hacia 1880, cuando ambos habían pasado la línea de los cincuenta, la estrella de Reluz se eclipsó de súbito, y no puso la mano en negocio que no resultara de perros. Un socio de mala fe, un amigo pérfido acabaron de perderle, y el batacazo fue de los más gordos, hallándose de la noche a la mañana sin blanca, deshonrado y por añadidura preso...

—¿Lo ves? —le decía a su amigote—. ¿Te convences ahora de que ni tú ni yo servimos para mercachifles? Te lo advertí cuando empezaste, y no quisiste hacerme caso. No pertenecemos a nuestra época, querido Antonio; somos demasiado decentes para andar en estos enjuagues, que allá se quedan para la patulea del siglo.

Como consuelo, no era de los más eficaces. Reluz le oía sin pestañear ni responderle nada, discurriendo cómo y cuándo se pegaría el tirito con que pensaba poner fin a su horrible sufrimiento.

Pero Garrido no se hizo esperar, y al punto salió con el supremo recurso de la camisa.

—Por salvar tu honra soy yo capaz de dar la... En fin, ya sabes que es obligación, no favor, pues somos amigos de veras, y lo que yo hago por ti lo harías tú por mí.

Aunque los descubiertos que ponían por los suelos el nombre comercial de Reluz no eran el oro y el moro, pesaban lo bastante para resquebrajar el edificio no muy seguro de la fortunilla de don Lope; el cual, encastillado en su dogma altruista, hizo la hombrada gorda, y después de liquidar una casita que conservaba en Toledo, se desprendió de su colección de cuadros antiguos, si no de primera, bastante apreciable por los afanes y placeres sin cuento que representaba.

—No te apures —decía a su triste amigo—. Pecho a la desgracia, y no des a esto el valor de un acto extraordinariamente meritorio. En estos tiempos putrefactos se estima como virtud lo que es deber de los más elementales. Lo que se tiene, se tiene, fíjate bien, en tanto que otro no lo necesita. Ésta es la ley de las relaciones entre los humanos, y lo demás es fruto del egoísmo y de la metalización de las costumbres. El dinero no deja de ser vil sino cuando se ofrece a quien tiene la desgracia de necesitarlo. Yo no tengo hijos. Toma lo que poseo; que un pedazo de pan no ha de faltarnos.

Que Reluz oía estas cosas con emoción profunda, no hay para qué decirlo. Cierto que no se pegó el tiro ni había para qué; mas lo mismo fue salir de la cárcel y meterse en su casa, que pillar una calentura maligna que lo despachó en siete días. Debió de ser de la fuerza del agradecimiento y de las emociones terribles de aquella temporada. Dejó una viudita inconsolable, que por más que se empeñó en seguirle a la tumba por muerte natural, no pudo lograrlo, y una hija de diecinueve abriles, llamada Tristana.