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Tristana/Capítulo XI

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XII

Capítulo XI

Por sus pasos contados vinieron las confidencias difíciles, abriéronse las páginas biográficas que más se resisten a la revelación, porque afectan a la conciencia y al amor propio. Es ley de amor el inquirir, y lo es también el revelar. La confesión procede del amor, y por él son más dolorosas las apreturas de la conciencia. Tristana deseaba confiar a Horacio los hechos tristes de su vida, y no se conceptuaba dichosa hasta no efectuarlo. Entreveía o más bien adivinaba el artista un misterio grave en la existencia de su amada, y si al principio, por refinada delicadeza, no quiso echar la sonda, llegó día en que los recelos del hombre y la curiosidad del enamorado pudieron más que sus finos miramientos. Al conocer a Tristana, creyola Horacio, como algunas gentes de Chamberí, hija de D. Lope. Pero Saturna, al llevarle la segunda carta, le dijo: «La señorita es casada, y ese D. Lope, que usted cree papá, es su propio marido inclusive». Estupefacción del joven artista; pero el asombro no impidió la credulidad... Así quedaron las cosas, y por bastantes días persistió en Horacio la costumbre de ver en su conquista la legítima esposa del respetable y gallardo caballero, que parecía figura escapada del Cuadro de las Lanzas. Siempre que ante ella le nombraba, decía: «Tu marido aca, tu marido allá...» y ella no se daba maldita prisa en destruir el error. Pero un día, al fin, palabra tras palabra, pregunta sobre pregunta, sintiendo invencible repugnancia de la mentira, y hallándose con fuerzas para cerrar contra ella, Tristana, ahogada de vergüenza y de dolor, se determinó a poner las cosas en su lugar.

«Te estoy engañando, y no debo ni quiero engañarte. La verdad se me sale a la boca, y no puedo contenerla más. No estoy casada con mi marido... digo, con mi papá... digo, con ese hombre... Un día y otro pensaba decírtelo; pero no me salía, hijo, no me salía... Ignoraba, ignoro aún, si lo sientes o te alegras, si valgo más o valgo menos a tus ojos... Soy una mujer deshonrada, pero soy libre. ¿Qué prefieres?... ¿que sea una casada infiel o una soltera que ha perdido su honor? De todas maneras creo que, al decírtelo, me lleno de oprobio... y no sé... no sé...». No pudo concluir, y rompiendo en lágrimas amargas, ocultó el rostro en el pecho de su amigo. Largo rato duró aquel espasmo de sensibilidad. Ninguno de los dos decía nada. Por fin, saltó ella con la preguntita de cajón: «¿Me quieres más o me quieres menos?».

-Te quiero lo mismo... no; más, más, siempre más.

No se hizo de rogar la niña para referir a grandes rasgos el cómo y cuándo de su deshonra. Lágrimas sin fin derramó aquella tarde; pero nada omitió su sinceridad, su noble afán de confesión, como medio seguro de purificarse. «Recogiome cuando me quedé huérfana. Él fue, justo es decirlo, muy generoso con mis padres. Yo le respetaba y le quería; no sospechaba lo que me iba a pasar. La sorpresa no me permitió resistir. Era yo entonces un poco más tonta que ahora, y ese hombre maldito me dominaba, haciendo de mí lo que quería. Antes, mucho antes de conocerte, abominaba yo de mi flaqueza de ánimo; cuánto más ahora que te conozco. ¡Lo que he llorado, Dios mío!... ¡las lágrimas que me ha costado el verme como me veo...! Y cuando te quise, dábanme ganas de matarme, porque no podía ofrecerte lo que tú te mereces... ¿Qué piensas? ¿Me quieres menos o me quieres más? Dime que más, siempre más. En rigor de verdad, debo parecerte ya menos culpable, porque no soy adúltera; no engaño sino a quien no tiene derecho a tiranizarme. Mi infidelidad no es tal infidelidad, ¿qué te parece?, sino castigo de su infamia; y este agravio que de mí recibe se lo tiene merecido».

No pudo menos Horacio de manifestarse más celoso al saber la ilegitimidad de los lazos que unían a Tristana con D. Lope. «No, si no le quiero -dijo ella con énfasis-, ni le he querido nunca. Para expresarlo todo de una vez, añadiré que desde que te conocí empecé a sentir hacia él un terrible desvío... Después... ¡Ay Jesús, me pasan cosas tan raras...! A veces paréceme que le aborrezco, que siento hacia él un odio tan grande como el mal que me hizo; a veces... todo te lo confieso, todo... siento hacia él cierto cariño, como de hija, y me parece que si él me tratara como debe, como un padre, yo le querría... Porque no es malo, no vayas a creer que es muy malo, muy malo... No; allí hay de todo: es una combinación monstruosa de cualidades buenas y de defectos horribles; tiene dos conciencias: una muy pura y noble para ciertas cosas, otra que es como un lodazal, y las usa según los casos; se las pone como si fueran camisas. La conciencia negra y sucia la emplea para todo cuanto al amor se refiere. ¡Ah, no creas! Ha sido muy afortunado en amores. Sus conquistas son tantas que no se pueden contar. ¡Si tú supieras...! Aristocracia, clase media, pueblo... en todas partes dejó memoria triste, como D. Juan Tenorio. En palacios y cabañas se coló, y no respetó nada el muy trasto, ni la virtud, ni la paz doméstica, ni la santísima religión. Hasta con monjas y beatas ha tenido amores el maldito, y sus éxitos parecen obra del Demonio. Sus víctimas no tienen número: maridos y padres burlados; esposas que se han ido al Infierno, o se irán cuando mueran; hijos... que no se sabe de quién son hijos. En fin, es hombre muy dañino, porque además tira las armas con gran arte, y a más de cuatro les ha mandado al otro mundo. En su juventud tuvo arrogante figura, y hasta hace poco tiempo todavía daba un chasco. Ya comprenderás que sus conquistas han ido desmereciendo en importancia según le iban pesando los añitos. A mí me ha tocado ser la última. Pertenezco a su decadencia...».

Oyó Díaz estas cosas con indignación primero, con asombro después, y lo único que se le ocurrió decir a su amada fue que debía romper cuanto antes aquellas nefandas relaciones, a lo que contestó la niña muy acongojada que era esto más fácil de decir que de practicar, pues el muy ladino, cuando advertía en ella síntomas de hastío y pruritos de separación, se las echaba de padre, mostrándose tiránicamente cariñoso. Con todo, fuerza es dar un gran tirón para arrancarse de tan ignominiosa y antipática vida. Horacio la incitó a proceder con firmeza, y a medida que se agigantaba en su mente la figura de D. Lope, más viva era su resolución de burlar al burlador y de arrancarle su víctima, la postrera quizás, y sin duda la más preciosa.

Volvió Tristana a su casa en un estado moral y mental lastimoso, disparada de los nervios, febril y dispuesta a consumar cualquier desatino. Tocábale aquella noche aborrecer a su tirano, y cuando le vio llegar, risueño y con humor de bromas, entrole tal rabia, que de buena gana le habría tirado a la cabeza el plato de la sopa. Durante la comida, D. Lope estuvo decidor, y echaba chafalditas a Saturna, diciéndole, entre otras cosas: «Ya, ya sé que tienes un novio ahí en Tetuán, ese que llaman Juan y Medio por lo largo que es, el herrador... ya sabes. Me lo ha dicho Pepe, el del tranvía. Por eso, a la caída de la tarde, andas desatinada por esos caminos, buscando los rincones obscuros, y no falta una sombra larga y escueta que se confunda con la tuya».

-Yo no tengo nada con Juan y Medio, señor... Que me pretenda él... no sé; podrá ser. Me hacen la rueda otros que valen más... hasta señoritos. Pues qué se cree, ¿que sólo él tiene quien le quiera?

Seguía Saturna la broma, mientras Tristana se requemaba interiormente, y lo poco que comió se le volvía veneno. A D. Lope no le faltaba apetito aquella noche, y daba cuenta pausadamente de los garbanzos del cocido, como el más pánfilo burgués; del modesto principio, más de carnero que de vaca, y de las uvas del postre, todo acompañado con tragos del vino de la taberna próxima, malísimo, que el buen señor bebía con verdadera resignación, haciendo muecas cada vez que a la boca se lo llevaba. Terminada la comida, retirose a su cuarto y encendió un puro, llamando a Tristana para que le hiciese compañía; y estirándose en la butaca, le dijo estas palabras, que hicieron temblar a la joven:

«No es sólo Saturna la que tiene un idilio nocturno por ahí. Tú también lo tienes. No, si nadie me ha dicho nada... Pero te lo conozco; hace días que te lo leo... en la cara, en la voz».

Tristana palideció. Su blancura de nácar tomó azuladas tintas a la luz del velón con pantalla que alumbraba el gabinete. Parecía una muerta hermosísima, y se destacaba sobre el sofá con el violento escorzo de una figura japonesa, de esas cuya estabilidad no se comprende, y que parecen cadáveres risueños pegados a un árbol, a una nube, a incomprensibles fajas decorativas. Puso fin en su cara exangüe una sonrisilla forzada, y sobrecogida contestó: «Te equivocas... yo no tengo...». D. Lope se le imponía de tal modo, y la fascinaba con tan misteriosa autoridad, que ante él, aun con tantas razones para rebelarse, no sabía tener ni un respiro de voluntad.