Tristana/Capítulo XIV
Capítulo XIV
Justo es decir que la serie borrascosa de turcas de amor cogidas por el espiritual artista en aquella temporada le desviaron de su noble profesión. Pintaba poco, y siempre sin modelo: empezó a sentir los remordimientos del trabajador, esa pena que causan los trozos sin concluir pidiendo hechura y encaje; mas entre el arte y el amor prefería este, por ser cosa nueva en él, que despertaba las emociones más dulces de su alma; un mundo recién descubierto, florido, exuberante, riquísimo, del cual había que tomar posesión, afianzando sólidamente en él la planta de geógrafo y de conquistador. El arte ya podía esperar; ya volvería cuando las locas ansias se calmasen; y se calmarían, tomando el amor un carácter pacífico, más de colonización reposada que de furibunda conquista. Creía sinceramente el bueno de Horacio que aquel era el amor de toda su vida, que ninguna otra mujer podría agradarle ya, ni sustituir en su corazón a la exaltada y donosa Tristana; y se complacía en suponer que el tiempo iría templando en ella la fiebre de ideación, pues para esposa o querida perpetua tal flujo de pensar temerario le parecía excesivo. Esperaba que su constante cariño y la acción del tiempo rebajarían un poco la talla imaginativa y razonante de su ídolo, haciéndola más mujer, más domestica, más corriente y útil.
Esto pensaba, mas no lo decía. Una noche que juntos charlaban, mirando la puesta del sol y saboreando la dulcísima melancolía de una tarde brumosa, se asustó Díaz de oírla expresarse en estos términos: «Es muy particular lo que me pasa: aprendo fácilmente las cosas difíciles; me apropio las ideas y las reglas de un arte... hasta de una ciencia, si me apuras; pero no puedo enterarme de las menudencias prácticas de la vida. Siempre que compro algo, me engañan; no sé apreciar el valor de las cosas; no tengo ninguna idea de gobierno, ni de orden, y si Saturna no se entendiera con todo en mi casa, aquello sería una leonera. Es indudable que cada cual sirve para una cosa; yo podré servir para muchas, pero para esa está visto que no valgo. Me parezco a los hombres en que ignoro lo que cuesta una arroba de patatas y un quintal de carbón. Me lo ha dicho Saturna mil veces, y por un oído me entra y por otro me sale. ¿Habré nacido para gran señora? Puede que sí. Como quiera que sea, me conviene aplicarme, aprender todo eso, y, sin perjuicio de poseer un arte, he de saber criar gallinas y remendar la ropa. En casa trabajo mucho, pero sin iniciativa. Soy pincha de Saturna, la ayudo, barro, limpio y fregoteo, eso sí; pero ¡desdichada casa si yo mandara en ella! Necesito aprenderlo, ¿verdad? El maldito don Lope ni aun eso se ha cuidado de enseñarme. Nunca he sido para él más que una circasiana comprada para su recreo, y se ha contentado con verme bonita, limpia y amable».
Respondiole el pintor que no se apurara por adquirir el saber doméstico, pues fácilmente se lo enseñaría la práctica. «Eres una niña -agregó-, con muchísimo talento y grandes disposiciones. Te falta sólo el pormenor, el conocimiento menudo que dan la independencia y la necesidad».
-Un recelo tengo -dijo Tristana, echándole al cuello los brazos-: que dejes de quererme por no saber yo lo que se puede comprar con un duro... porque temas que te convierta la casa en una escuela de danzantes. La verdad es que si pinto como tú o descubro otra profesión en que pueda lucir y trabajar con fe, ¿cómo nos vamos a arreglar, hijo de mi vida? Es cosa que espanta.
Expresó su confusión de una manera tan graciosa, que Horacio no pudo menos de soltar la risa.
«No te apures, hija. Ya veremos. Me pondré yo las faldas. ¡Qué remedio hay!».
-No, no -dijo Tristana, alzando un dedito y marcando con él las expresiones de un modo muy salado- Si encuentro mi manera de vivir, viviré sola. ¡Viva la independencia!... sin perjuicio de amarte y de ser siempre tuya. Yo me entiendo: tengo acá mis ideítas. Nada de matrimonio, para no andar a la greña por aquello de quién tiene las faldas y quién no. Creo que has de quererme menos si me haces tu esclava; creo que te querré poco si te meto en un puño. Libertad honrada es mi tema... o si quieres, mi dogma. Ya sé que es difícil, muy difícil, porque la sociedaz, como dice Saturna... No acabo de entenderlo... Pero yo me lanzo al ensayo... ¿Que fracaso? Bueno. Y si no fracaso, hijito, si me salgo con la mía, ¿qué dirás tú? ¡Ay!, has de verme en mi casita, sola, queriéndote mucho, eso sí, y trabajando, trabajando en mi arte para ganarme el pan; tú en la tuya, juntos a ratos, separados muchas horas, porque... ya ves, eso de estar siempre juntos, siempre juntos, noche y día, es así, un poco...
-¡Qué graciosa eres y re-cuantísimo te quiero! No paso por estar separado de ti parte del día. Seremos dos en uno, los hermanos siameses; y si quieres hacer el marimacho, anda con Dios... Pero ahora se me ocurre una grave dificultad. ¿Te la digo?
-Sí, hombre, dila.
-No, no quiero. Es pronto.
-¿Cómo pronto? Dímela, o te arranco una oreja.
-Pues yo... ¿Te acuerdas de lo que hablábamos anoche?
-Chi.
-Que no te acuerdas.
-Que sí, bobillo. ¡Tengo yo una memoria...! Me dijiste que para completar la ilusión de tu vida deseabas...
-Dilo.
-No, dilo tú.
-Deseaba tener un chiquillín.
-¡Ay! No, no; le querría yo tanto, que me moriría de pena si me le quitaba Dios. Porque se mueren todos (con exaltación). ¿No ves pasar continuamente los carros fúnebres con las cajitas blancas? ¡Me da una tristeza!... Ni sé para qué permite Dios que vengan al mundo, si tan pronto se los ha de llevar... No, no; niño nacido es niño muerto... y el nuestro se moriría también. Más vale que no lo tengamos. Di que no.
-Digo que sí. Déjalo, tonta. ¿Y por qué se ha de morir? Supón que vive... y aquí entra el problema. Puesto que hemos de vivir separados, cada uno en su casa, independiente yo, libre y honrada tú, cada cual en su hogar honradísimo y librísimo... digo, libérrimo, ¿en cuál de los hogares vivirá el angelito?
Tristana se quedó absorta, mirando las rayas del entarimado. No se esperaba la temida proposición, y al pronto no encontró manera de resolverla. De súbito, congestionado su pensamiento con un mundo de ideas que en tropel la asaltaron, echose a reír, bien segura de poseer la verdad, y la expresó en esta forma:
«Toma, pues conmigo, conmigo... ¿Qué duda puede haber? Si es mío, mío, ¿con quién ha de estar?».
-Pero como será mío también, como será de los dos...
-Sí... pero... te diré... tuyo, porque... vamos, no lo quiero decir... Tuyo, sí; pero es más mío que tuyo. Nadie puede dudar que es mío, porque la Naturaleza, de mí propia lo arranca. Lo de tuyo es indudable; pero... no consta tanto, para el mundo, se entiende... ¡Ay!, no me hagas hablar así ni dar estas explicaciones.
-Al contrario, mejor es explicarlo todo. Nos encontramos en tal situación, que yo pueda decir: mío, mío.
-Más fuerte lo podré decir yo: mío, mío y eternamente mío.
-Y mío también.
-Convengo; pero...
-No hay pero que valga.
-No me entiendes. Claro que es tuyo... Pero me pertenece más a mí.
-No, por igual.
-Calla, hombre; por igual, nunca. Bien lo comprendes: podría haber otros casos en que... Hablo en general.
-No hablamos sino en particular.
-Pues en particular te digo que es mío y que no lo suelto, ¡ea!
-Es que... veríamos...
-No hay veríamos que valga.
-Mío, mío.
-Tuyo, sí; pero... fíjate bien... quiero decir que eso de tuyo no es tan claro, en la generalidad de los casos. Luego, la Naturaleza me da más derechos que a ti... Y se llamará como yo, con mi apellido nada más. ¿Para qué tanto ringorrango?
-Tristana, ¿qué dices? (incomodándose).
-Pero qué, ¿te enojas? Hijo, si tú tienes la culpa. ¿Para qué me...? No, por Dios, no te enfades. Me vuelvo atrás, me desdigo...
La nubecilla pasó, y pronto fue todo claridad y luz en el cielo de aquellas dichas, ligeramente empañado. Pero Díaz quedó un poco triste. Con sus dulces carantoñas quiso Tristana disipar aquella fugaz aprensión, y más mona y hechicera que nunca, le dijo:
«¡Vaya, que reñir por una cosa tan remota, por lo que quizá no suceda! Perdóname. No puedo remediarlo. Me salen ideas como me podrían salir granos en la cara. Yo, ¿qué culpa tengo? Cuando menos se piensa, pienso cosas que no debe una pensar... Pero no hagas caso. Otra vez, coges un palito y me pegas. Considera esto como una enfermedad nerviosa o cerebral, que se corrige con unturas de vara de fresno. ¡Qué tontería, afanarnos por lo que no existe, por lo que no sabemos si existirá, teniendo un presente tan fácil, tan bonito, para gozar de él!».