Tristana/Capítulo XXVI
Capítulo XXVI
«¡Qué pedazo de ángel! -decía D. Lope, dejando atrás, con menos calma que a la subida, el sin fin de peldaños de la escalera del estudio-. Y parece honrado y decente. No le veo muy aferrado a la infantil manía del matrimonio, ni me ha dicho nada de bello ideal, ni aquello de amarla hasta la muerte, con patita o sin patita... Nada; que esto es cosa concluida... Creí encontrar un romántico, con cara de haber bebido el vinagre de las pasiones contrariadas, y me encuentro un mocetón de color sano y espíritu sereno, un hombre sesudo, que al fin y a la postre verá las cosas como las veo yo. Ni se le conoce que esté enamoradísimo, como debió de estarlo antes, allá qué sé yo cuándo. Más bien parece confuso, sin saber qué actitud tomar cuando la vea ni cómo presentársele... En fin, ¿qué saldrá de esto?... Para mí, es cosa terminada... terminada... sí, señor... cosa muerta, caída, enterrada... como la pierna».
El estupendo notición de la próxima visita de Horacio inquietó a Tristana, que aparentando creer cuanto se le decía, abrigaba en su interior cierta desconfianza de la realidad de aquel suceso, pues su labor mental de los días que precedieron a la operación habíala familiarizado con la idea de suponer ausente al bello ideal; y la hermosura misma de este y sus raras perfecciones se representaban en la mente de la niña como ajadas y desvanecidas por obra y gracia de la aproximación. Al propio tiempo, el deseo puramente humano y egoísta de ver al ser querido, de oírle, luchaba en su alma con aquel desenfrenado idealismo, en virtud del cual, más bien que a buscar la aproximación, tendía, sin darse cuenta de ello, a evitarla. La distancia venía a ser como una voluptuosidad de aquel amor sutil, que pugnaba por desprenderse de toda influencia de los sentidos.
En tal estado de ánimo, llegó el momento de la entrevista. Fingió D. Lope que se ausentaba, sin hacer la menor alusión al caso; pero se quedó en su cuarto, dispuesto a salir si algún accidente hacía necesaria su presencia. Arreglose Tristana la cabeza, recordando sus mejores tiempos, y como se había repuesto algo en los últimos días, resultaba muy bien. No obstante, descontenta y afligida, apartó de sí el espejo, pues el idealismo no excluía la presunción. Cuando sintió que entraba Horacio, que Saturna le introducía en la sala, palideció, y a punto estuvo de perder el conocimiento. La poca sangre de sus venas afluyó al corazón; apenas podía respirar, y una curiosidad más poderosa que todo sentimiento la embargaba. «Ahora -se decía- veré cómo es, me enteraré de su rostro, que se me ha perdido desde hace tiempo, que se me ha borrado, obligándome a inventar otro para mi uso particular».
Por fin, Horacio entró... Sorpresa de Tristana, que en el primer momento casi le vio como a un extraño. Fuese derecho a ella con los brazos abiertos y la acarició tiernamente. Ni uno ni otro pudieron hablar hasta pasado un breve rato... Y a Tristana le sorprendió el metal de voz de su antiguo amante, cual si nunca lo hubiera oído. Y después... ¡qué cara, qué tez, qué color como de bronce, bruñido por el sol!
«¡Cuánto has padecido, pobrecita! -dijo Horacio, cuando la emoción le permitió expresarse con claridad-. ¡Y yo sin poder estar al lado tuyo! Habría sido un gran consuelo para mí acompañar a mi Paquilla de Rímini en aquel trance, sostener su espíritu...; pero ya sabes, ¡mi tía tan malita...! Por poco no lo cuenta la pobre».
-Sí... hiciste bien en no venir... ¿Para qué? -repuso Tristana, recobrando al instante su serenidad-. Cuadro tan lastimoso te habría desgarrado el corazón. En fin, ya pasó; estoy mejor, y me voy acostumbrando a la idea de no tener más que una patita.
-¿Qué importa, vida mía? -dijo el pintor, por decir algo.
-Allá veremos. Aún no he probado a andar con muletas. El primer día he de pasar mal rato; pero al fin me acostumbraré. ¿Qué remedio tengo?...
-Todo es cuestión de costumbre. Claro que al principio estarás menos airosa... Es decir, tú siempre serás airosa...
-No... cállate. Ese grado de adulación no debe consentirse entre nosotros. Un poco de galantería, de caridad más bien, pase...
-Lo que más vale en ti, la gracia, el espíritu, la inteligencia, no ha sufrido ni puede sufrir menoscabo. Ni el encanto de tu rostro ni las proporciones admirables de tu busto... tampoco.
-Cállate -dijo Tristana con gravedad-. Soy una belleza sentada... ya para siempre sentada, una mujer de medio cuerpo, un busto y nada más.
-¿Y te parece poco? Un busto, pero ¡qué hermoso! Luego, tu inteligencia sin par, que hará siempre de ti una mujer encantadora...
Horacio buscaba en su mente todas las flores que pueden echarse a una mujer que no tiene más que una pierna. No le fue difícil encontrarlas, y una vez arrojadas sobre la infeliz inválida, ya no tenía más que añadir. Con un poquito de violencia, que casi no pudo apreciar, añadió lo siguiente:
«Y yo te quiero y te querré siempre lo mismo».
-Eso ya lo sé -replicó ella, afirmándolo por lo mismo que empezaba a dudarlo.
Continuó la conversación en los términos más afectuosos, sin llegar al tono y actitudes de la verdadera confianza. En los primeros momentos sintió Tristana una desilusión brusca. Aquel hombre no era el mismo que, borrado de su memoria por la distancia, había ella reconstruido laboriosamente con su facultad creadora y plasmante. Parecíale tosca y ordinaria la figura, la cara sin expresión inteligente, y en cuanto a las ideas... ¡Ah, las ideas le resultaban de lo más vulgar...! De los labios del señó Juan no salieron más que las conmiseraciones que se dan a todo enfermo, revestidas de una forma de tierna amistad. Y en todo lo que dijo referente a la constancia de su amor veíase el artificio trabajosamente edificado por la compasión.
Entretanto, D. Lope iba y venía sin sosiego por el interior de su casa, calzado de silenciosas zapatillas, para que no se le sintieran los pasos, y se aproximaba a la puerta por si ocurría algo que reclamase su intervención. Como su dignidad repugnaba el espionaje, no aplicó el oído a la puerta. Más que por encargo del amo, por inspiración propia y ganas de fisgoneo, Saturna puso su oreja en el resquicio que abierto dejó para el caso, y algo pudo pescar de lo que los amantes decían. Llamándola al pasillo, D. Lope la interrogó con vivo interés: «Dime: ¿han hablado algo de matrimonio?».
-Nada he oído que signifique cosa de casarse -dijo Saturna-. Amor, sí, quererse siempre, y qué sé yo... pero...
-De sagrado vínculo, ni una palabra. Lo que digo, cosa concluida. Y no podía suceder de otro modo. ¿Cómo sostener su promesa ante una mujer que ha de andar con muletas?... La Naturaleza se impone. Es lo que yo digo... Mucho palique, mucha frase de relumbrón y ninguna substancia. Al llegar al terreno de los hechos, desaparece toda la hojarasca y nada queda... En fin, Saturna, esto va bien y como yo deseo. Veremos por dónde sale ahora la niña. Sigue, sigue escuchando, a ver si salta alguna frase de compromiso formal para el porvenir.
Volvió la diligente criada a su punto de acecho; pero nada sacó en limpio, porque hablaban muy bajo. Por fin, Horacio propuso a su amada terminar la visita. «Por mi gusto -le dijo-, no me separaría de ti hasta mañana... ni mañana tampoco... Pero debo considerar que D. Lope, concediéndome verte, procede con una generosidad y una alteza de miras que le honra mucho, y que me obliga a no incurrir en abuso. ¿Te parece que me retire ya? Como tú quieras. Y confío que no siendo muy largas las visitas, tu viejo me permitirá repetirlas todos los días».
Opinó la inválida en conformidad con su amigo, y este se retiró, después de besarla cariñosamente y de reiterarle aquellos afectos que, aunque no fríos, iban tomando un carácter fraternal. Tristana le vio partir muy tranquila, y al despedirse fijó para la siguiente tarde la primera lección de pintura, lo que fue muy del agrado del artista, quien, al salir de la estancia, sorprendió a D. Lope en el pasillo y se fue derecho a él, saludándole con profundo respeto. Metiéronse en el cuarto del galán caduco, y allí charlaron de cosas que a este le parecieron de singular alcance.
Por de pronto, ni una palabra soltó el pintor que a proyectos de matrimonio trascendiera. Manifestó un interés vivísimo por Tristana, lástima profunda de su estado y amor por ella en un grado discreto, discreción interpretada por D. Lope como delicadeza o más bien repugnancia de un rompimiento brusco, que habría sido inhumano en la triste situación de la señorita de Reluz. Por fin, Horacio no tuvo inconveniente en dar al interés que su amiga le inspiraba un carácter señaladamente positivista. Como sabía por Saturna las dificultades de cierto género que agobiaban a D. Lope, se arrancó a proponer a este lo que en su altanera dignidad no podía el caballero admitir. «Porque, mire usted, amigo -le dijo en tono campechano-, yo... y no se ofenda de mi oficiosidad... tengo para con Tristana ciertos deberes que cumplir. Es huérfana. Cuantos la quieren y la estiman en lo que vale, obligados están a mirar por ella. No me parece bien que usted monopolice la excelsa virtud de amparar al desvalido... Si quiere usted concederme un favor, que le agradeceré toda mi vida, permítame...».
-¿Qué?... Por Dios, caballero Díaz, no me sonroje usted. ¿Cómo consentir...?
-Tómelo usted por donde quiera... ¿Qué quiere decirme?... ¿que es una indelicadeza proponer que sean de mi cuenta los gastos de la enfermedad de Tristana? Pues hace usted mal, muy mal, en pensarlo así. Acéptelo, y después seremos más amigos.
-¿Más amigos, caballero Díaz? ¡Más amigos después de probar que yo no tengo vergüenza!
-¡Don Lope, por amor de Dios!
-Don Horacio... basta.
-Y en último caso, ¿por qué no se me ha de permitir que regale a mi amiguita un órgano expresivo de superior calidad, de lo mejor en su género; que le añada una completa biblioteca musical para órgano, comprendiendo estudios, piezas fáciles y de concierto, y que por fin, corra de mi cuenta el profesor?...
-Eso... ya... Vea usted cómo transijo. Se admite el regalo del instrumento y de los papeles. Lo del profesor no puede ser, caballero Díaz.
-¿Por qué?
-Porque se regala un objeto, como testimonio de afectos presentes o pasados; pero no sé yo de nadie que obsequie con lecciones de música.
-Don Lope... déjese de distingos.
-A ese paso, llegaría usted a proponerme costearle la ropa y a señalarle alimentos... y esto, con franqueza, paréceme denigrante para mí... a menos que usted viniera con propósitos y fines de cierto género.
Viéndole venir, Horacio quiso dar una vuelta a la conversación.
«Mis propósitos son que se instruya en un arte en que pueda lucir y gastar ese caudal inmenso de fluido acumulado en su sistema nervioso, los tesoros de pasión artística, de noble ambición, que llenan su alma».
-Si no es más que eso, yo me basto y me sobro. No soy rico; pero poseo lo bastante para abrir a Tristana los caminos por donde pueda correr hacia la gloria una pobre cojita. Yo... francamente, creí que usted...
Queriendo obtener una declaración categórica, y viendo que no la lograba por ataques oblicuos, embistiole de frente: «Pues yo creí que usted, al venir aquí, traía el propósito de casarse con ella».
-¡Casarme!... ¡oh!... no -dijo Horacio, desconcertado por el repentino golpe, pero rehaciéndose al momento-. Tristana es enemiga irreconciliable del matrimonio. ¿No lo sabía usted?
-¿Yo?... no.
-Pues sí: lo detesta. Quizá ve más que todos nosotros; quizá su mirada perspicua, o cierto instinto de adivinación concedido a las mujeres superiores, ve la sociedad futura que nosotros no vemos.
-Quizás... Estas niñas mimosas y antojadizas suelen tener vista muy larga. En fin, caballero Díaz, quedamos en que se acepta el obsequio del organito, pero no lo demás; se agradece, eso sí; pero no se puede aceptar, porque lo veda el decoro.
-Y quedamos -dijo Horacio despidiéndose- que vendré a pintar un ratito con ella.
-Un ratito... cuando la levantemos, porque no ha de pintar en la cama.
-Justo... pero, en tanto, ¿podré venir...?
-¡Oh!, sí, a charlar, a distraerla. Cuéntele usted cosas de aquel hermoso país.
-¡Ah!, no, no -dijo Horacio frunciendo el ceño-. No le gusta el campo, ni la jardinería, ni la Naturaleza, ni las aves domésticas, ni la vida regalada y obscura, que a mí me encantan y me enamoran. Soy yo muy terrestre, muy práctico, y ella muy soñadora, con unas alas de extraordinaria fuerza para subirse a los espacios sin fin.
-Ya, ya... (estrechándole las manos.) Pues venga usted cuando bien le cuadre, caballero Díaz. Y sabe que...
Despidiole en la puerta; se metió después en su cuarto, muy gozoso, y restregándose las manos, decía para su sayo: «Incompatibilidad de caracteres... incompatibilidad absoluta, diferencias irreductibles».