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Un buen negocio: 04

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Escena III

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MARCELINA y ANA MARÍA


ANA MARÍA.- (De pie ante la madre con severidad.) Mamá, ¿quién ha mandado llamar al médico?

MARCELINA.- (Confundida.) Pues...

ANA MARÍA.- ¿Quién, mamá?

MARCELINA.- Yo.

ANA MARÍA.- ¿Y por qué me dijiste que había sido la encargada?

MARCELINA.- Una mentira inocente.

ANA MARÍA.- ¡Una mentira culpable, una mentira culpable! ¿Por qué me ofendes de esta manera? ¡No, no me lo digas! ¡Sé lo que has hecho! Te lo conocí hace un momento. Cuando razonabas sobre nuestra situación, no eras sincera. Te preparabas el terreno. Has acudido a ese hombre, ¿verdad?

MARCELINA.- ¿Para qué negártelo? Sí; le he escrito contándole nuestros apuros, pidiéndole un médico para la nena y pidiéndole dinero además.

ANA MARÍA.- Es una maldad, una ingratitud, una infamia lo que haces conmigo.

MARCELINA.- Califícame como quieras, insúltame, que todo estoy dispuesto a tolerarte y perdonarte, pero no llegarás a convencerme de que he hecho mal.

ANA MARÍA.- Sí que has hecho mal. Perdóname alguna palabra fuerte, pero me siento tan sublevada que no sé lo que me digo, No debistes portante de tal manera conmigo, no tenías derecho, ¡qué ingratitud!...

MARCELINA.- ¡Hijita por Dios!... ¿Acaso eres tú, toda esta casa?

ANA MARÍA.- Mi honor es el honor de todos.

MARCELINA.- ¿Qué quieres decir?

ANA MARÍA.- Ese hombre es el causante de nuestra ruina. Y luego tú me habías prometido no acudir a sus servicios en ningún caso, pasara lo que pasara ni aun en los extremos de la miseria. Fue un pacto, mamá. Y si tú lo habías cumplido hasta ahora, demasiado sabes de qué manera he cumplido la responsabilidad que me impuse al privarles del apoyo de ese señor. No podía esperarlo; ni en sueños pasó por mi mente la idea de que llegarías a pagar de tan mala manera mi cariño por todos, mi dedicación, la abnegación de mis esfuerzos por allegar decorosamente un poco de pan a esta casa. Es una ingratitud y un agravio tu conducta.

MARCELINA.- Hace un momento te decía que eras una niña y lo repito ahora. Eres una niña vanidosa.

ANA MARÍA.- ¿Vanidosa?

MARCELINA.- Sí; vanidosa. Yo todo lo puedo; yo sola, yo sola puedo trasportar esta casa al solar vecino. ¡Sola, sola!... Y un día trasladas una piedra, al siguiente otra piedra y el tiempo y el trabajo acaban por agotar tu vida, sin que de tu esfuerzo quede otra cosa que una obra destruida y otra obra por hacer. ¡Ah, hija mía! Hace tiempo que deseaba tener esta explicación contigo. Tú me quieres, quieres entrañablemente a tus hermanos, a tu abuelita, te creo dispuesta, y bien que lo has probado llegando a las mayores abnegaciones por nuestro bienestar; pero ¿no hemos palpado bien a las claras la inutilidad de tu sacrificio? Me impusiste que rechazara la protección de ese hombre.

ANA MARÍA.- Porque era vergonzosa.

MARCELINA.- ¿No decías hace un instante, venga el favor, que lo demás no importa?

ANA MARÍA.- Me refería a una futileza. Ese hombre robó a mi padre.

MARCELINA.- Pues protegiéndonos no haría más que reintegrarnos lo que nos tomó.

ANA MARÍA.- ¿Y nuestro decoro? ¿Estás segura de que las intenciones de ese hombre sean perfectamente honestas?

MARCELINA.- No tengo por qué dudarlo.

ANA MARÍA.- ¿Y si no lo fueran?

MARCELINA.- Como la intención no daña y aprovecha con averiguarla, todo está concluido.

ANA MARÍA.- Es espantoso lo que dices. ¿Qué debo pensar de ti?

MARCELINA.- Que soy una madre dispuesta a todo para conseguir la felicidad de sus hijos.

ANA MARÍA.- ¿De todos?

MARCELINA.- De todos o de los que pueda.

ANA MARÍA.- Dime, ¿a qué llamas felicidad?

MARCELINA.- A comer, a vivir, a vestir, a educarse, a gozar de los dones materiales y espirituales de la vida. Eso es la felicidad que ambiciono para los míos, el rango que estaban destinados a ocupar y disfrutar y que he de proporcionarles a cualquier precio.

ANA MARÍA.- (Abismada.) ¡A cualquier precio!

MARCELINA.- Y tú has de ayudarme.

ANA MARÍA.- ¿Yo? ¿Yo, mamá?

MARCELINA.- Me ayudarás.