Un cañadón despreciado
Don Lisandro Varela tenía su buena media legua de campo, regularmente poblada de hacienda; pero, cuando murió, pronto quedaron sus seis hijos con el campo pelado, pues las vacas poco a poco se fueron vendiendo para sufragar los gastos de la testamentaría: edictos, poderes, inventario, tasaciones, sellos, escribanos, abogados y procuradores, trámites y copias y legalizaciones, repartición, hijuelas y protocolización, la mar.
De los seis hijos, cinco eran mayores de edad, teniendo sólo Benjamín diez y ocho años, lo que por supuesto había complicado bastante la testamentaría, y más de una vez habían renegado los cinco mayores contra el muchacho que, por haber sido menor, tan caro les costaba.
Por lo mismo, cuando se trató de repartir el campo en seis partes iguales, les pareció más justo que a Benjamín le tocase, y no a ellos, un gran cañadón inservible que en el campo había.
Así, por lo demás, se evitaba toda discusión, pues, siendo tasado el campo a tanto la cuadra, cada uno recibía ciento treinta y tres cuadras y nadie podía reclamar. Si alguno de los grandes hubiese tenido que cargar con el cañadón, hubiese echado el grito al cielo, y probablemente habrían tenido los demás que compensárselo en alguna forma: pero Benjamín ¿qué iba a saber? El tutor que le había nombrado el juez era fácil de amansar y fue poco exigente para hacer la vista gorda, cuando, por su mismo consejo, se hizo la repartición... a la suerte.
Benjamín, inocente, presenció el sorteo, y lejos de quejarse, demostró cierta alegría al saber que le había tocado la parte del campo donde, en tiempo de sequía, siempre duraba más el agua; donde había junco en abundancia, y nutrias en toda estación; donde se asentaban en grandes bandadas los majestuosos cisnes de cuello negro y los flamencos rosados. Y lo que más le gustaba es que allí siempre era que cazaba, con el cinchón hecho un lazo, lechones gordos, de los numerosos cerdos sin dueño que se venían a revolcar en el fango del cañadón.
No le parecía tan mala su suerte, y como, por otro lado, todos justamente, para hacerle tragar la píldora, lo felicitaban con entusiasmo, se consideró como verdaderamente favorecido.
No tenía más que diez y ocho años, pero entendía muy bien en todos los trabajos de campo; tenía su tropillita propia, muy bien entablada y cuidada, su recado era confortable, no le faltaban pilchas, y cuando su tutor le preguntó lo que pensaba hacer, le contestó que se buscaría la vida trabajando con sus medios propios en el campito que le había tocado.
El tutor asintió benévolamente, ofreciéndosele poco, pues no pensaba que le pudiese hacer mucha cuenta tomar a su cargo la administración de bienes de tan escaso valor; y los hermanos, ellos también aprobaron la idea, riéndose entre sí de la candidez del chico, y ponderándole irónicamente las grandes ventajas que iba a poder sacar de un campo tan bajo.
-«Podrás criar patos» -le dijo el mayor.
-«Y comer lechones» -agregó el segundo.
-«Y vender juncos y cazar nutrias» -dijeron los otros.
-«Y harás muy bien en sembrar de maíz unas treinta cuadras muy buenas que hay en la costa del cañadón» -le dijo el último, que no era tan perverso como sus hermanos.
Benjamín oía todo esto; y le gustaba ver que justamente tuviera él esas mismas ideas que le estaban dando sus hermanos mayores; así se lo manifestó, y agradeciéndoles los consejos, se despidió de ellos. Había resuelto vivir desde ese mismo día en su propiedad.
En un momento, estuvo con sus caballos -todo lo que, con. su campito, poseía -en la orilla del cañadón, principal adorno de sus dominios; y como conocía palmo a palmo todo ese campo, donde había nacido, particularmente esa parte baja que para sus instintos de muchacho solitario, amante de los misteriosos bullimientos de vida que hierven en las ciénagas, había sido siempre tan llena de atractivos, pronto hubo elegido en la falda fértil y sana el punto más a propósito para levantar su techo.
No pensaba, por lo demás, levantarlo muy alto; con cavar una cueva en el terreno arenoso y taparla con junco, ya tendría habitación. Se dio en seguida cuenta de que para cavar le faltaba una pala, y volvió a la casa paterna en su busca. Allí encontró a sus hermanos discutiendo a gritos, porque el mayor, en cuyo lote estaba el rancho, donde había vivido siempre la familia, pedía a los otros el inmediato desalojamiento, sin querer darles compensación alguna. Benjamín interrumpió la discusión para pedir prestada la herramienta que necesitaba, y como le gritaron enojados: «¡Llévatela al diablo!» no se lo hizo repetir y, agarrándola, se mandó mudar.
Pronto hubo cortado en el césped unos cuantos adobes para sostener el futuro techo, cavó, en dos horas, la cueva que necesitaba, cortó algunos mazos de junco y los tendió al sol. Mientras se secaban, se fue a la pulpería a ver si le querían fiar o regalar algunas cañas y un poco de alambre fino, y dio la casualidad que oyó que el pulpero necesitaba mil mazos de junco para techar un gran galpón.
Hablaba, por lo demás, con la mayor desenvoltura, de mandarlos cortar en el cañadón de Varela. Pero Benjamín, con buen modo, le hizo entender que él era dueño ahora de dicho cañadón, y que con el mayor gusto le cambiaría el junco que necesitaba por artículos de su almacén. Tuvo que consentir el comerciante, pues de otro modo hubiese tenido que traer el junco de muy lejos y le hubiese venido a costar más.
En el acto, Benjamín se hizo dar libreta y se fue con un cargamento de cosas para su casa, como llamaba ya a su cueva.. Echó, al llegar, una ojeada sobre el magnífico juncal que le pertenecía, y calculó que tenía allí una pequeña fortuna si, antes de que viniera sequía, podía cortar el junco y conservarlo. Y resolvió ponerse a la obra el día siguiente.
Mientras tanto, aprovechó las últimas horas de la tarde para apoderarse de un buen lechoncito que por allí andaba con sus hermanitos y asarlo con mucho esmero, para tener carne para dos o tres días. Había traído del almacén galleta, sal, yerba, etc., y pudo hacer un verdadero festín, después de lo cual durmió, bajo su techo de junco, mejor, probablemente, que muchos príncipes en sus palacios. No había perdido el día.
Empezó a la madrugada a cortar junco. Es un trabajo penoso, con el agua hasta la rodilla cuando no hasta la barriga; pero, cuando uno trabaja para sí, no hay cansancio que valga, y sin apurarse, pero con constancia sin igual, pasaba los días Benjamín cortando, tendiendo, sacudiendo, atando y apilando mazos y mazos. El pulpero primero le compró mil y volvió por mil más; y un estanciero de la vecindad también quiso, y otro, y otro, tanto que cuando llegó el invierno, Benjamín, había cortado y vendido todo el junco de su cañadón, y tenía a su haber en la casa de negocio una punta de pesos.
El pulpero lo miraba con cariño, aunque gastase poco, comprendiendo que ese muchacho era trabajador y sujeto como pocos, en el pago.
Con el invierno vino mucha sequía y quedó reducido a un pequeño charco el cañadón de Benjamín. Pero era esto lo más favorable para cazar nutrias, y como tenían entonces pelo de invierno, los cueros valían bastante plata. Se apresuró a hacer de ellas matanzas, antes de que se mandasen mudar por falta completa de agua y sacó los cueros por el lomo, como se debe, estaqueándolos con mayor esmero, de modo que, en dos meses, aumentó su haber en la pulpería como para poder pensar en dar principio a lo que más deseaba: cercar su campo.
Cuando conversó con el pulpero de comprar postes y alambre, estaban justamente allí dos de sus hermanos. Ellos habían arrendado sus lotes para agricultura y llevaban buena vida, comiéndose en farras el precio del arrendamiento que habían recibido adelantado. Se rieron mucho de la ocurrencia del muchacho de cercar su cañadón:
-«Pasarán los pates por encima del alambrado» -le dijo uno:
--«Y las nutrias por debajo» -agregó el otro.
Y cuando Benjamín habló de dos o tres hilos de alambre con púa, ya no pudieron contener la carcajada, pues como sabían que no tenía hacienda les parecía la cosa más ridícula del mundo.
El pulpero, desconfiando también un poco, en presencia de semejante falta de cordura, no quiso fiar al muchacho todo el material de alambrado que pedía. Pero, como le quisiese aconsejar, Benjamín le dijo que no necesitaba consejos sino más postes y más alambre. Por fin, se contentó con cercar tres costados, ya que todavía no le alcanzaba para más, siendo de púa los tres hilos de abajo. También compró algunas fanegas de maíz y unas cuantas yeguas; y todos los días, después de haber desparramado grano y carne alrededor del charco que todavía duraba en el cañadón, recorría los campos vecinos, arreando despacio hacia su alambrado todos los cerdos orejanos y medio silvestres que todavía abundaban en aquellos parajes. Hasta que un día, después de haber convencido al pulpero de que no era tan mala su idea, consiguió que le fiara éste lo que le faltaba para alambrar el último costado del campo.
Hacía tiempo ya que los cerdos casi no salían de la querencia nueva que les había proporcionado Benjamín. Tenían allí de comer, maíz y carne, lo que en el campo no acostumbraban encontrar, y cuando con toda prisa, trabajando de día y de noche, después de una buena y última recogida, acabó Benjamín de cerrar el campo, encerró el plantel de su fortuna futura.
Eran feos, horribles, los cerdos; huesudos, sin carne, de pelo grueso y de largo parecían jabalíes. Pero eran cerdos, y eran de él. Sacó una boleta de señal, armó chiqueros y señaló. Entre grandes y chicos, entre machos y hembras, eran cerca de doscientos.
Ariscos, gruñendo, con unos colmillos que daban miedo, vueltos, quién sabe desde cuándo, al estado de semisalvajes, no parecían realmente merecer todo el trabajo y todos los gastos que le causaban a Benjamín.
Mientras estaba trabajando con unos hombres a quienes había conchabado, pues era tarea difícil reducir ese humilde, pero turbulento rebaño, pasaron por la orilla del corral sus otros tres hermanos. También habían acabado por arrendar sus campos y se iban, con los bolsillos llenos, a tirar los pesos por allí. Se quedaron algo admirados al ver el campo de Benjamín alambrado, con sus corrales y chiqueros; pero, cuando vieron de qué hacienda se había hecho dueño, soltaron la risa.
-«Bien decía que podrías comer lechones» -dijo uno.
-«¿No señalaste todavía los patos» -dijo otro.
El tercero, menos perverso que sus hermanos, se apeó y, sin decir nada, empezó a ayudar a Benjamín en su trabajo. Cuando se retiraron los otros, se quedó él y pasó la noche en la choza. Conversaron y ofreció a Benjamín asociarse con él. Tenía la platita del arrendamiento; tendría más tarde disponible un campito que era todo bueno para sembrar, y mientras tanto ayudaría en todos los trabajos y sembraría de maíz las treinta cuadras buenas de la orilla del cañadón.
Benjamín, que era joven, pero que no era tonto, bien sabía que el buey se lame solo; asimismo, aceptó la oferta de su hermano, pero dictó él las condiciones. No fueron leoninas; pero quedaba de patrón, pues había sido el creador del negocio y quería quedar dueño de él y manejarlo a su gusto, aunque diese al otro su regular parte del producto.
¡El producto! bien pobre fue, al principio, y tuvieron que seguir, a pesar de todo, empeñándose con el pulpero. Por suerte, comprendió éste que de dejar de ayudarlos, quizá perdería más, pues los campos entonces valían poco, y menos el de Benjamín; y siguió aflojando.
Al cabo de dos años, empezaron a cambiar las cosas. Es trabajoso, siempre, prender el fuego, más si la leña poco sirve; pero una vez prendido, a fuerza de paciencia, de destreza y... de soplar, ya es fácil agrandarlo como para asar todo un buey.
Una vez que tuvieron maíz a discreción, compró Benjamín un casal de cerdos finos, suprimió los demás machos, y rápidamente mejoró su cría de jabalíes hasta hacerla capaz de rivalizar con los mejores cerdos importados. Acudieron los compradores y pronto no pudo dar abasto Benjamín a los pedidos. Tuvo que reformarlo todo, construir muchos galpones, multiplicar los cercos, cavar en partes el cañadón para conservar siempre en él, con molinos de viento, el agua necesaria, y como precisaban mucho maíz, acabó por comprar a sus hermanos su parte de campo.
Y, marchando de conquista en conquista, asociándose grandes capitalistas y pequeños productores, fundó la primera fábrica argentina de conservas de chancho, a ejemplo de las de Norte América, evitando sin embargo el poner en las latas carne podrida; y dotando así a su tierra, gracias al partido que de un miserable cañadón había sabido sacar, de una de las industrias que más contribuirían a enriquecerla.