Un caballero de hábito
Ello es lo cierto que si me echara a averiguar el origen de muchos de los pergaminos de nobleza que en este Perú acordaron los monarcas de Castilla a sus leales vasallos, habría de sacar a plaza inmundicias de tamaña magnitud que obligaría al pulcro lector a taparse las narices con el pañuelo.
La casualidad puso hace poco entre mis manos el testamento y papeles de un caballero que murió a principios del siglo, y de ellos saco en limpio el siguiente extracto sobre los antecedentes de su señoría, a quien bautizaré con el nombre de don Juan.
Juanito era en su mocedad un grandísimo calavera. Vino de Andalucía a Lima en busca de la madre gallega (léase fortuna), y lejos de aspirar a encontrarla en el trabajo honrado, se dio al libertinaje y a vivir pegando hoy un petardo a éste y mañana al de más allá.
Celebrábase una noche la novena de la Virgen del Rosario, muy concurrida por la gente de tono, y a la puerta de la iglesia de Santo Domingo hallábanse varios mendigos poniendo a contribución la caridad de los devotos. Entre ellos, el que mejor cosecha obtenía de cuartillos y hasta de columnarias era un ciego; y aquella noche había alcanzado a reunir en la escudilla hasta veintisiete reales, que no eran un gorgojo. De repente, un individuo que pasaba por la puerta del templo le arrebató el platillo, guardose las monedas, y sin hacer caso de las protestas y gritos del ciego, continuó de prisa su camino y perdiose en la lóbrega calle de Afligidos.
El ladrón era el tarambana de Juanito.
Con los veintisiete reales del pordiosero dirigiose a una casa de juego y empezó a apuntar. Algunas horas después había ganado hasta treinta onzas, que le sirvieron para equiparse decentemente, hacerse poco a poco de relaciones entre la argirocracia o aristocracia de la plata, que, la verdad sea dicha, era en Lima muy dada a ver correr las muelas de Santa Apolonia. Decir noble, por supuesto con las excepciones de toda regla, era decir jugador, y aun el que esto escribe alcanzó a conocer un caballero de muchas campanillas que perdió en una parada, en treses, una casa-quinta y diez talegos de a mil con otros tantos esclavos. Calculen ustedes por ahí lo rumboso de aquellos jugadores.
Hasta las damas de la aristocracia sacaban los pies del plato y tiraban a Jorge de la orejita. Basta recordar lo que fue Chorrillos hasta 1850. Tantos ranchos, tantos garitos. Allí no sólo se descamisaban entre hombres, sino que muy lindas hijas de Eva tiraban pinta que era una maravilla y con más desparpajo que militar en campaña.
Los veintisiete males del mendigo tenían consigo la bendición de Dios. Fueron como un amuleto para nuestro don Juan, pues consiguió fijar la rueda de la fortuna. En menos de cinco años, no sólo llegó a ser uno de los hombres más acaudalados de Lima, sino que hasta encontró el hábito de una orden de caballería, no recuerdo si de Santiago o Alcántara, y la casa que fabricó en la calle de... (¡casi se me escapa!) era considerada como una de las mejores de la ciudad.
He consagrado un artículo a la descripción del ceremonial empleado en Lima para la investidura del hábito de Santiago. No tengo datos sobre lo que fueron entre nosotros las órdenes de Montesa y de Calatrava; pero no habiendo ellas tenido en Lima capítulo, es claro que los pertenecientes a ellas recibieron en España la investidura y no en América.
De la orden de Alcántara sólo sé que la investidura se efectuaba en la iglesia de Monserrate, en cuyo conventillo vivían los padres benedictinos, o en la capilla del Barranco. El juramento y ceremonial era el siguiente:
-¿Juráis a Dios y a Santa María, y a esta señal de la † do ponéis vuestra mano, y a los santos Evangelios, que os habréis bien y fielmente en el cumplimiento de vuestros deberes y obligaciones como caballero de Alcántara? ¿Esto vos juraislo así?
-Sí juro -contestaba el aspirante.
-Dios vos lo deje cumplir a salvación de vuestra alma y honra de vuestro cuerpo.
En seguida le calzaban la espuela, ceñíanle el acero, colocaban sobre sus hombros el manto blanco con cruz verde cantonada, colgábanle al cuello la venera, y el maestre, el clavero o el freire que presidía el capítulo decía:
-¿Qué prometéis?
-Estabilidad y firmeza.
-Dios os dé perseverancia.
Y dándole con la espada un ligero golpe en la cabeza, añadía:
-Dios Nuestro Señor, a intercesión de la Virgen Santísima María, su Madre, concebida sin mancha de pecado original, y de nuestros padres San Benito y San Bernardo, os haga buen caballero de Alcántara. Levantaos.
El novel caballero besaba la mano al maestre, clavero o freire que lo había investido, y se daba por concluido el capítulo.
En cuanto a los caballeros de Carlos III, era en la capilla de palacio donde se verificaba la investidura.
Volvamos a nuestro personaje.
Distinguiose este caballero por su caridad para con los pobres; pues lejos de imitar a otros cicateros que el día sábado compraban dos o tres pesos de pan frío para repartirlo entre los mendigos que por la mañana invadían el patio de las casas de rango, él distribuía semanalmente entre esos infelices la suma de veinte pesos en moneda menuda, amén de las limosnas que en mayor escala y privadamente hacía.
Fuese humildad o cumplimiento de penitencia por el confesor impuesta, ello es que en una de las cláusulas de su testamento fundó capellanía para que perpetuamente se dijesen, no recuerdo cuántas misas por el alma del ciego de la puerta de Santo Domingo, apareciendo con puntos y comas referida la historia de los veintisiete reales.