Un capítulo de frailes

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Tradiciones peruanas
Tercera serie (1894) de Ricardo Palma
Un capítulo de frailes


Reñidísima fue en 1793 la elección de Provincial entre los agustinos de Lima. El partido criollo salió cola; y fray Diego de Peña, sacerdote español, obtuvo el triunfo. Los padres fray Juan Fernández y fray Carlos Chávarri, bien pertrechados de documentos, se embarcaron, entre gallos y media noche, resueltos a alcanzar de su majestad o del Padre Santo la nulidad de la elección. El primero tomó la ruta de Cartagena y la Habana, y el segundo la de Panamá. Viste llevaba, además, el propósito de conseguir la revocatoria de una sentencia sobre él recaída como falso calumniante, por haber dicho que el anterior Provincial, fray Manuel Terón, era contrabandista de tabacos.

El Provincial de Lima, al darse cuenta de la escapatoria de sus dos subalternos, no se quedó con los brazos cruzados, y previa reunión y acuerdo del Definitorio, comisionó al padre Terón para que, con el carácter de Procurador, lo defendiese ante el monarca, hiciese arrestar a los frailes prófugos y obtuviese que quedaran perpetuamente privados de voz activa y pasiva los padres Arteaga, Calderón y los tres hermanos Suero, frailes díscolos, escandalosos y tumultuarios, a juicio del partido vencedor.

Sin embargo de que, por la guerra entre España y Francia, estaban los mares poblados de corsarios, el padre Terón llegó a Europa sin el menor contratiempo. No tuvieron igual dicha los emisarios del bando criollo. El padre Chávarri murió de fiebres en Panamá o Cartagena, y el otro cayó en poder de los franceses.

Encontrándose el procurador Terón sin opositores, obtuvo fácilmente del rey cuanto solicitaba el Provincial padre Peña; y Roma le acordó, no sólo la ratificación de todo lo conseguido del poder temporal, sino el título de Asistente o Visitador, con facultades para meter en vereda a sus bochincheros hermanos del Perú, título que fue también reconocido por el Consejo de Indias.

El 30 de junio de 1796, en circunstancia de hallarse el Provincial padre Peña de paseo en el Cuzco, las campanas de San Agustín se echaron a vuelo festejando el regreso del padre Procurador. El padre Zumarán que, por la ausencia del superior, ejercía el cargo de Vicario, no vio de buen ojo las facultades de que venía investido Terón. Consultó sobre ello al real Acuerdo, y éste le contestó: «Quien manda, sabe lo que manda, y cartuchera al cañón».

Estalló la bomba. Los agustinos se dividieron en bandos. Uno por el padre Zumarán, candidato de los criollos para el venidero capítulo; y otro por el padre Terón, quien, dicho sea de paso, exhibía a su hermano fray Ramón para futuro Provincial.

Así los ánimos, llegó del Cuzco el padre Peña, y su llegada fue echar leña que avivara más la hoguera. Pidió a Terón que le presentase credenciales y éste cumplió en el acto. Peña no encontró muy en regla algunos documentos, declaró que el Asistente se había extralimitado en el ejercicio de sus funciones y que, por ende, merecía ser juzgado. Encomendó el seguimiento de la causa al padre Francisco Leuro, fraile de muchas campanillas; y éste que, de antiguo, no era buen camarada con Terón, le ajustó las clavijas en un examen de cuentas por administración de bienes en la época en que fray Manuel fue Provincial.

San Agustín era una olla de grillos. El padre Aristizábal, el padre Vega y el padre Castellanos estaban de punta con el Provincial y con el padre Salas sobre validez de unas patentes; y los padres Acosta, Figueroa, Urquina y Loyola se mascaban y no se tragaban.

Pesado sería enumerar todas las quisquillas e intrigas de que prolijamente se ocupa tan curioso manuscrito que a la vista tenemos. Titúlase éste: Relación que hace un imparcial de los sucesos acaecidos en la provincia de los agustinos del Perú, antes y después de la celebración del Capítulo provincial de este año de 1797. Haremos, pues, gracia al lector de fastidiosos detalles.

Era el padre Leuro quien más en candela ponía las cosas, y Dios sabe hasta dónde habrían ido los escándalos, si el sagaz virrey O'Higgins no se hubiera apresurado a cortar por lo sano, disponiendo que, pues estaba próximo el día del Capítulo, fuese el nuevo Definitorio el llamado a fallar en todos los puntos contenciosos. Aviniéronse los dos partidos; el criollo porque, contando con veintitrés votos de barreta, consideraba su triunfo segurísimo; y el partido español porque, aunque sólo disponía de veintitrés votos, inamovibles como roca; sus motivos tendría para no dar la victoria por un maravedí menos. Ítem, el virrey amenazaba con mandar a España, bajo partida de registro, a todo fraile tumultuario, fuese peninsular o criollo.

La ciudad estaba conmovida. La anarquía reinaba en las familias, pues no había ni hombre ni varón que no se encontrase afiliado en alguno de los bandos. Las influencias para conquistar un voto iban y venían estérilmente, porque cada fraile, de los cuarenta y cinco electores, permanecía inconquistable.

A las cuatro de la tarde del 30 de julio de 1797, una compañía de granaderos y un piquete de dragones rodearon el convento. A las cinco, la comunidad se dirigió a la portería para recibir al señor don Tomás Calderón, oidor de la Real Audiencia, comisionado por el virrey para presidir el Capítulo.

Comenzó la gran batalla. De lo que pasó, a puerta cerrada, en la Sala Capitular, nada nos dice el bien informado y minucioso autor de la Relación. Sólo refiere que, entre otros documentos, se dio lectura a una patente del Consejo de Indias, por la que se dispensaba al padre Ramón Terón del requisito de edad para ser elegido en cualquier cargo.

Por entonces, según el censo oficial formado en 1791, había en Lima mil ciento ocho frailes y quinientas setenta monjas. ¡Cifra es!

Todo Lima, nobles y plebeyos, matronas y damiselas, gente de medio pelo y de pelo entero, se agrupaba en las calles vecinas al convento. Los limeños de entonces se interesaban en la elección de un prelado o abadesa más que ahora en la de presidente de la República. Y si exagero, que no valga.

En política tenemos hoy neutrales o indiferentes. En Capítulo de convento no había neutralidad ni indiferentismo posibles. Hasta las monjas confeccionaban pastillas y mixturas y mechas de sahumerio para obsequiar al vencedor, cuando éste resultaba ángel de su coro. En elección de presidente, a las monjas ni les va ni les viene: monjas se quedan, y ni con sus oraciones ayudan a un candidato republicano.

A las nueve de la noche, las campanas de San Agustín repicaron estrepitosamente y la atmósfera se iluminó con cohetes voladores y de lagrimilla. El Capítulo había concluido.

-¿Quién habrá vencido? -preguntaba en la calle, trémulo de zozobra, un caballero español.

-¡Miren qué pregunta! -contestaba un barberillo desvergonzado-. ¿Quién ha de haber ganado sino nosotros, los criollos, que contamos con veintitrés de barreta?

-Atente a barretas y al barreteros, pedazo de cándido, y estarás fresco como lechuga -murmuraba una beata, no de mal cariz, de esas que regalan pañuelo con notitas al padre confesor. El de esta perla sin oriente era un gallego agustino.

Al cabo, un novicio se asomó por una ventana de la esquina de Calonge dando este vítor:


«¡Ya se acabó la elección!
La concordia vino, al fin,
¡Que viva San Agustín!
¡Vítor el padre Terón!».


No es más veloz el telégrafo de nuestros días para transmitir (cuando la transmite) una noticia, que lo fue el vítor del novicio.

-¡Imposible! -decían en la calle los partidarios del padre Zumarán, que eran la mayoría del pueblo.

Pues sí, señor, así como suena Cristo tuvo en su apostolado un Judas, y también lo tuvieron los criollos.

¡El padre fray Ramón Terón había sacado veintitrés votos!...

Pero lo que parecía imposible era que el Judas hubiese sido precisamente el fraile más comprometido en la causa de los criollos y el que mayor guerra había hecho al Procurador. La voz pública, no sabemos con qué fundamento, acusaba al padre Leuro. La mala llaga sana, pero la mala fama mata. Ahí verán ustedes.

«Esta especie -dice el cronista a quien extracto- se propagó en la misma noche por todo Lima, excitando la indignación y el desprecio contra el religioso. No se oía por calles y plazas sino que se había vendido por cantidad de miles, y en los mismos vítores se oía que el voto del padre Leuro había dado el triunfo. Pero el padre Leuro ocurrió al palacio del virrey, todo arrebatado y pidiendo que se castigase calumnia de tanta gravedad; y con la razón casi perdida, pues hasta sus copartidarios del convento lo calificaban de traidor, fue a asilarse en los claustros de San Francisco. De allí dirigió una carta muy conceptuosa al Provincial electo, en la que le decía que nunca había sido persona de su aprobación para el provincialato. ¿Qué ser diabólico había urdido y propalado la calumnia infame? Éste es un problema que, si Dios no hace un milagro, se quedará en problema por los siglos de los siglos».

El nuevo Provincial, fray Ramón Terón, no disfrutó por mucho tiempo de su victoria. El 4 de agosto, a los quince días de su elección, murió atacado repentinamente de cólera negra, que así escribe el cronista, sin que atine yo ni me atreva a descifrar cuál es el nombre que hoy da la ciencia a ese mal. Reemplazole en el cargo su hermano fray Manuel.

Tres meses después se adquirieron pruebas irrefutables de que el padre Leuro no había sido el Judas, sino otro religioso (cuyo nombre, por caridad cristiana, calla el cronista) de la intimidad del padre Zumarán, y en quien éste confiaba tanto como en sí mismo.

Lo que sí nunca pudo descubrirse fue quién hubiera sido el malvado que dio vida a la calumnia.

Ya era tarde para que el padre Leuro gozase de la dicha de saber que su nombre y fama estaban limpios de mancha.

El honrado agustino se había vuelto loco.