Un criadero de reyes
La Argentina es una República, pero es al mismo tiempo un criadero de reyes: reyes pacíficos cuyas ambiciones no requieren sangre ni ruinas para levantarse, y cuyas luchas huyen del estrépito de las armas. Conquistan el cetro por el trabajo paciente más que por la violencia; sin duda necesitan que en algo les ayude la suerte, pero la suerte sola sería insuficiente para hacerles llegar a sus fines.
En vez de tenerles recelo, la Argentina aclama a esos reyes del trabajo asiduo y del éxito merecido. Deja que reinen a sus anchas y gobiernen como quieran sus respectivos estados, dentro de las leyes fundamentales que rigen en sus dominios. No limita su poder, ni tampoco prohíbe que otros vengan a disputarles la corona o crear otros reinos nuevos en las mismas condiciones.
Los dominios de la Argentina son tan vastos, tan variados Y tan fecundos, que para toda clase de empresas ofrecen terreno propicio; y llama y brinda generosa hospitalidad a todos los hombres de buena voluntad que quieran venir a habitar en ellos y explotarlos en alguna forma.
¡Pordioseros que aquí llegáis, dejad de mendigar! ¡manos a la obra! que más de uno en la Argentina, más de mil también, han empezado por alcanzar ladrillos a los albañiles y se han hecho dueños de casas sin número en la primera ciudad de Sud América. ¡Vengan inmigrantes desahuciados de la suerte de Europa, a probar fortuna en la Argentina; ella les dará, primero, de comer; pero de comer como quizá no se acuerden ustedes de haber comido una sola vez allá: hasta llenar ese hueco que causa horror entre sus costillas salientes!
Y después que hayan repuesto sus fuerzas, trabajarán con despacioso anhelo, economizarán con rabia de su estipendio abundante, aprenderán a conocer los recursos del país y el modo de aprovecharlos, y elegirán su vía, para seguirla con constancia. En ese camino, cualquiera que sea, muchos marchan ya y seguirán otros, pero para todos luce el sol y para todos hay sitio. El que con paso más seguro ande, sin tropezar, sin vacilar y sin pararse, volteando los obstáculos, saltando por encima o dándoles vuelta, ha de llegar a la meta. La meta tampoco es la misma para todos: unos se contentan con menos que otros; muchos son los que se cansan pronto y se sientan en la orilla, aplaudiendo, a veces; generalmente criticando a los que siguen pasando. No falta quien caiga en la zanja y se quede como muerto en ella; ¿qué se le va a hacer? ¡Sigan los que ambicionan el trono!
¿Y no hemos oído ya contar la historia del rey de las ovejas, la del rey del trigo, y la de tantos otros más o menos afortunados?
Pero muchos otros reyes han de coronarse en la Argentina, y, por eso mismo acuden a sus playas tantos hombres de todos los países y de todas las condiciones: candidatos llenos de voluntad o de ilusiones, más o menos armados para la lucha y para la victoria, unos con capital, otros con ciencia, la mayor parte con sus dos brazos y nada más, casi todos con la ambición de rendir a la fortuna por cualquier medio que sea: especulación atrevida, trabajo vigoroso o paciencia y economía.
¿Y por dónde pasarán para llegar primero? ¿qué senda buscarán que les permita cortar campo y ganarse la delantera? Se deslizarán algunos por entre mil obstáculos, con una idea por todo haber, escondiéndola de miedo que se la roben antes de haberla podido aprovechar en su novedad; novedad relativa, debida a la ignorancia, o al descuido, o al desdén de los que, poseyendo la tierra, viven en ella sin pensar siquiera en los tesoros que contiene, y que podrían hacer brotar si quisiesen. Otros irán por los caminos trillados, pero codeando fuerte para pasar por delante, y donde sólo vive la multitud y penosamente adelanta, encontrarán su bastón de mando, y por ella misma saldrán proclamados de repente.
Así han hecho muchos ya y sería fácil encontrar por ejemplo al rey del azúcar, quien por haber, el primero, elegido para plantar caña el valle más adecuado, o haber substituido para la elaboración del producto, a pesar de las mil dificultades para hacerla llegar, la maquinaria más completa y más perfeccionada al tosco trapiche de madera de los antepasados, ha ceñido en sus sienes la disputada corona. ¿Rey? ¿quién? ¿ése, éste o aquél? Serán varios; para más de uno hay sitio; y como reyes que son y vecinos, entre sí pelean a veces; otras, se ponen de acuerdo acrecentando de cualquier modo sus riquezas y sus dominios, y siempre a expensas de los súbditos, como verdaderos reyes que son.
En la lucha sucede que se derrumba algún trono en formación o se hace añicos alguna corona o algún cetro, más vistosos que sólidos; pero esto no hace más que afianzar al que queda.
¿Y no hay en las provincias andinas algún rey del vino?
-¿También habrá varios? -puede ser; pues es reino grande y disputado, pero definitivamente se llevará la corona no el que venda más barricas llenas de un líquido cualquiera titulado
vino, y vino, al parecer, por el color, sitio el que, cuidando de los intereses de sus súbditos al mismo tiempo que de su propia fama, les dé un producto bueno, legítimo, libre de engaños y
siempre igual, un vino... constitucional.
Otros reinos, y muchos están en formación, más o menos fáciles de adquirir y por esto más o menos codiciados; algunos han tenido ya sus víctimas, sus mártires que han gastado su vida, preparando la vía a fuerza de sacrificios sin provecho, sin compensación siquiera, para los que vengan ahora, o después, a proseguir la obra. Todavía quizá habrá muchos vencidos en la lucha: el desierto, el bosque, la montaña, el océano, no se dejan dominar así no más; resisten, se defienden, matan. No entregan a cualquier desconocido sus riquezas; es preciso entenderlos, conocerles las mañas, buscarles la vuelta, domarlos por la razón o la fuerza, arrancarles lo que no quieren dar, y más que todo, caerles en gracia.
Al favorecido lo hará rey del oro el día menos pensado la veta virgen, hasta hoy ignota, porque así lo querrá; habrá engañado durante medio siglo al varón emprendedor y valiente empeñado en buscarla, distrayéndolo más que alentándolo con pequeños hallazgos suficientes para ahondar el abismo donde se hunde su fortuna, insuficiente para rehacerla, y de repente se echará, caprichosa, ingrata, en brazos del aventurero feliz que por ahí pasa.
Están por nacer aún, o por lo menos por hacerse conocer, el rey del petróleo, el del carbón de piedra, el rey del hierro, los de los mil metales y piedras que seguramente encierran, en sus poderosas entrañas, las cordilleras altaneras. No faltan candidatos: los capitalistas están en acecho, soltándose de a poquito para que los cateadores no se cansen de interrogar las cumbres y las faldas y los misteriosos abismos.
Más que cualquier otra cosa atraen las minas a los buscadores de grandes fortunas: hay en ellas, en su hallazgo, en su rinde, un conjunto tan seductor de contingencias inesperadas, buenas y malas, que tienen para el aventurero el doble atractivo de una lotería con peligro. Muchos morirán, quemadas las doradas alas de sus ilusiones a la lumbre falaz de los soñados vellones de oro; pero no por esto se empañará la luz mortífera y sobre montones de olvidadas víctimas se levantarán, cuando suene la hora propicia, los tronos de los vencedores afortunados.
Y mientras tanto, arrostrando el clima bravío del norte de la República, admirados ante la maravillosa vegetación de la selva chaqueña, otros, perdidos entre los inconmensurables montes de gigantes seculares, tratarán sin fijarse en los peligros de todo género que puedan amenazar su vida, de hacerse de los millones guardados allí.
También encontrarán más espinas que flores en la ardua tarea; sufrirán, pelearán y morirán muchos de los primeros que emprendan la lucha; y el rey de las maderas, cuando surja, no podrá alcanzar a contar los muertos, víctimas de la selva, que le hayan preparado el camino.
Las costas del Océano también brindan al navegante atrevido mil riquezas que explotar. Nacerán en ellas puertos y, flotillas, y será quizá, algún día, un gran rey el de la pesca.
Más pacíficos, fundarán en otras comarcas sus estados el rey del algodón y el del lino, el de la fruta, el de la enriquecedora cría de cerdos y muchos otros, llegados o por llegar, humildes hoy, mañana poderosos.
Para muchos reyes tiene cetros y coronas la Argentina de los milagros. Los tiene en el Norte, en las admirables tierras. de Misiones, con la yerba y el tabaco; los tiene en las montañas y los tiene en los valles, y en los lagos andinos; los tiene en la llanura a montones, y en las costas, y en las selvas, y en todas partes, en climas calurosos, templados y fríos; en las islas del Paraná, y en la Tierra del Fuego; en sus admirables ríos y hasta en sus más áridos médanos. Disponibles están los tronos; reyes del porvenir, ¡adelante!
Pero, para conservar sus tronos, cuando los hayan conseguido, traten con equidad a los que, menos felices, hayan quedado súbditos suyos.