Ir al contenido

Un día de libertad

De Wikisource, la biblioteca libre.
Cuentos del hogar
Un día de libertad

de Teodoro Baró


Ocho años tenía Luisito, niño moreno, de ojos como nueces, cabello rizado, en cuyo peinado ponía grande esmero su mamá, que le quería como sólo saben querer las madres; y Luisito a veces abusaba algo del cariño maternal, cosa que no deben hacer los niños. Nada le faltaba, a no ser que el criado no le acompañara cuando iba a la escuela, pues al pasar por la calle sus ojos se clavaban en los niños menos dichosos que él, que por ellas vagaban y hubiera deseado poder correr por la ciudad como ellos, sin que nadie le molestara con su vigilancia. Tanto creció el deseo, que un día aprovechó un descuido del criado para esconderse detrás de la puerta de una escalerilla; y transcurrido buen rato, asomó las narices a la calle, y al convencerse de que el criado se había ido, saltó a ella, echó la gorra en el aire y se dijo:

-¡Ya soy libre!

El bueno del criado estaba desesperado; pero Luisito, sin cuidarse de él, comenzó a recorrer las calles hasta que se detuvo delante de una frutera, compró una libra de peras y se las comió murmurando:

-¡Qué ricas están! ¡En mi casa sólo me permiten comer una! ¡Qué tiranía!

Luego jugó con otros niños; y todo marchaba perfectamente, y Luisito estaba tan contento que no comprendía cómo antes no había hecho su primera escapatoria. Como tenía algunos cuartos, compró un trompo; pero no era muy diestro en su manejo, y el trompo, en vez de bailar en el suelo, pegó un brinco y rompió uno de los vidrios de la tienda de un zapatero que salió con el tirapié. Corrió Luisito cayéndosele la gorra, y tras él echó el zapatero, quien no pudo alcanzarle; pero se quedó con la gorra, diciéndole mientras le amenazaba con el tirapié:

-¡Ah, tunante; lo que es la gorra no te la devuelvo sin que me pagues el vidrio!

Sin ella quedose Luisito, muy contrariado y más cansado; y como se había atracado de peras y la larga carrera le había descompuesto el estómago, éste no se aquietó hasta que el niño hubo echado cuanto tenía en su cuerpo, con tan poco tino que manchó las sayas de una criada que volvía de la compra; y como fuese poco sufrida, cogió del cesto lo primero que le vino a mano, que era harina que llevaba envuelta en un papel, y tirola a la cabeza de Luisito, cuyos negros cabellos y moreno rostro quedaron como buñuelo cubierto de azúcar. Los niños que pasaban por la calle se echaron a reír y a cantar:


 El señor de la tahona
 se ha empolvado su persona.
 ¡Qué blanco va!
 ¡Qué lindo está!


Luisito procuró escurrirse, pero sin lograrlo, pues nuevos niños se unieron a los primeros, formaron la rueda a su alrededor y comenzaron a dar vueltas cantando a compás:


 Un señor enharinado
 sentó plaza de soldado,
 y por ser gran caballero
 destináronle a ranchero.


La aparición de un municipal al extremo de la calle puso término a la broma; y Luisito se fue como los demás, pero por distinto lado, pues también temía al municipal, porque se le había ocurrido que había cometido una falta escapando del criado; y en vez de repararla volviendo a su casa, la agravó perseverando en ella. A la hora de comer pareciole que el estómago le preguntaba si estaba puesta la mesa; y el niño rascose la cabeza, de la que había quitado parte de la harina, pues toda no le había sido posible; y no supo qué contestarle, porque había gastado los pocos cuartos que tenía y ni siquiera le quedaban para comprar un panecillo. Parece que le entraron ganas de llorar al recordar el blanco pan, los bien aderezados manjares y los cuidados de su mamá, que entonces apreció; pero temió volver a su casa y comenzó a dar vueltas por las calles, muy cabizbajo y como perro vagabundo que no sabe a dónde va, pero sí a lo que va: en busca de un hueso que roer. Se detuvo delante de un tenducho donde vio tajadas de bacalao frito, sardinas y otros comestibles en platos de dudosa limpieza, y los ojos se le quedaron fijos en ellos, diciéndose que con gusto se comería todas las tajadas, por más que en su casa le hiciese ascos el bacalao; y mientras en esto pensaba, un perrillo que estaba echado en una silla de la tienda comenzó a gruñirle; y Luisito, muy enfadado, le hizo una mueca e imitó el gruñido del perro, que saltó de la silla, armando gran alboroto de ladridos, y le embistió. Otra vez el niño echó a correr; y como el perro estuviese a punto de alcanzarle, se amparó detrás de una mujer que por la acera pasaba llevando una cesta con huevos; la que, como se viese el perro encima, valiose como arma de la cesta dando con ella en los hocicos al perrillo, que con la misma rapidez que embistiera escapó lanzando quejumbrosos gruñidos. Pero mientras tanto los huevos se habían estrellado formando una colosal tortilla encima de las piedras. Libre del perro, volviose la mujer hacia el niño, y un: -¡Ah pillo!- lanzado con mucha cólera, indicó a Luisito que era ocasión de volver a huir, como así lo hizo; mas no con tanta presteza que no le alcanzara un huevo que a modo de proyectil disparole la mujer. Diole en mitad del cogote, y de él tuvo noticia por el golpe y por la clara y la yema que comenzaron a escurrirse por su espinazo, entre piel y camisa.

Esta vez Luisito echó a llorar a lágrima viva, pero sin cesar de correr. Metiose en una escalerilla muy oscura, temeroso de aquella mujer, y sentose en uno de los escalones. Pensando en su casa y en sus padres pasose algún tiempo, hasta que vio una cosa que se movía encima de su pierna; y al notar que era un escarabajo y que de ellos estaba llena la escalera por ser la casa muy húmeda, bajola con tanto apresuramiento que por poco se cae. Al salir a la calle vio al otro extremo a la mujer que estaba hablando a un municipal, contándole sin duda lo ocurrido; y no fue lo peor que él la viera, sino que ella viera a Luisito, pues con paso apresurado se dirigió hacia donde estaba seguida del municipal. No les esperó el niño, porque el miedo puso alas a sus pies, y a pesar de los escarabajos volvió a subir la escalera, no parando hasta el tejado, cuya puerta encontró abierta. Por fortuna suya era aquél plano y de ladrillo, porque a ser inclinado y de tejas hubiera sido fácil que resbalara y fuera a morir estrellado en mitad de la calle.

Creyose salvado; pero como al poco rato oyese ruido de pasos y voces, se apoderó de él un miedo cerval; y buscando por dónde escapar, no halló otro medio que meterse en una ancha chimenea, a tiempo que el municipal y la mujer penetraban en el tejado. Vieron las manos de Luisito, que le servían para sostenerse agarrado a los bordes de la chimenea, y como dijese el municipal: -Allí está: veo sus manos, las retiró instintivamente; lo que equivale a decir que bajó por el cañón de la chimenea y cayó encima de una cazuela, haciéndola mil pedazos, que una vieja se disponía a poner en un fogón. Lanzó agudos gritos Luisito y terribles chillidos la vieja, a los cuales se alborotó toda la vecindad. Afirmaba aquélla que una bestia extraña y muy negra se le había metido en casa. Espantáronse los vecinos y acudieron unos con palos y otros con escopetas para matar aquella bestia feroz; pero afortunadamente llegó a tiempo el municipal, quien les enteró de lo que pasaba; mas por lo que pudiera suceder, entraron todos muy prevenidos y el municipal delante, con el sable desenvainado, y encontraron al niño cubierto de hollín que hacía resaltar más la blancura de la harina que le había quedado en los cabellos, con los vestidos desgarrados y llorando a lágrima viva. La mujer de los huevos quería pegarle; la vieja, reclamaba el valor de la cazuela y los vecinos decían que era necesario dar una paliza a aquel ladrón.

-¡No soy ladrón! ¡No soy ladrón! exclamó Luisito avergonzado, al oír que por tal le tomaban. El municipal contuvo a todos e interrogó al niño, que dijo el nombre de sus padres y dio las señas de su casa contando su escapatoria.

-Nos engaña, gritaron. ¡Es un pillete! ¡Un bribón!

-Digo la verdad, sollozaba Luisito.

-Ahora lo sabremos, dijo el municipal. Le acompañaré a la casa cuyas señas me ha dado.

Salieron de la habitación de la vieja; bajaron la escalera y al llegar a la calle se encontraron con mucha gente atraída por el alboroto. Echaron a andar, el municipal y Luisito delante y detrás muchos hombres, mujeres y niños, cuyo número iba a cada paso en aumento. Llegaron a la casa y Luisito entró cabizbajo; y cuando estuvo en presencia de su madre, que se hallaba muy inquieta, echose a sus pies y llorando le pidió perdón. La mamá ordenó al criado que pagara lo que valían los huevos y la cazuela; y cuando estuvieron solos, dispuso que metieran a Luisito en un baño y le limpiaran, en lo cual se emplearon cuatro libras de jabón, pues entre blanco de la harina, amarillo del huevo y negro del hollín, no había por dónde cogerle. Parece que el niño escarmentó, pues estuvo todo el resto del día muy pensativo y por la noche soñó que le metían en un costal de harina, le freían en tortilla y que, al mismo tiempo, era el carbón que servía para freírle; y a la mañana siguiente, después de haber dado los buenos días y besado la mano a su madre, le dijo:

-Mamá, ya se me han acabado las ganas de correr solo por las calles y de desobedecer tus órdenes.