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Un diagnóstico de muerte

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Un diagnóstico de muerte
de Ambrose Bierce

―No soy tan supersticioso como algunos de sus médicos (hombres de ciencia, como a ustedes les gusta ser llamados) ―dijo Hawver, respondiendo a una acusación que no había sido expresada―. Algunos de ustedes (solo unos pocos, lo confieso) creen en la inmortalidad del alma, y en apariciones que no tienen la honestidad de llamar fantasmas. Tengo apenas una convicción de que en ocasiones los vivos son vistos donde no están, sino donde han estado, donde han vivido tanto tiempo, quizá tan intensamente, como para haber dejado su impresión en todo lo que les rodea. Sé, de hecho, que el medio ambiente puede ser tan afectado por la personalidad de uno para mostrar, mucho después, una imagen de la propia persona a los ojos de otro. Sin duda la personalidad que crea la impresión tiene que ser el tipo de personalidad adecuada, así como los ojos que lo perciben deben ser el tipo correcto de ojos: los míos, por ejemplo.

―Sí, el tipo correcto de ojos, que transportarían sensaciones al tipo equivocado de cerebro ―dijo, sonriendo, el doctor Frayley.

―Gracias; es agradable que se cumplan las expectativas de uno; esa es la respuesta que esperaba de su amabilidad.

―Discúlpeme. Pero dice usted que lo sabe. ¿Eso no es demasiado decir? Quizá no le molestará contarme cómo es que lo aprendió.

―Usted lo llamará una alucinación ―dijo Hawver―, pero no importa.

Y contó la historia:

―El verano pasado fui, como sabe, a pasar la temporada veraniega en el poblado de Meridian. El pariente en cuya casa pensaba hospedarme se encontraba enfermo, así que busqué otras habitaciones. Después de ciertas dificultades conseguí rentar una morada vacía que había sido ocupada por un excéntrico doctor de apellido Mannering, que se había ido años atrás, nadie sabía adónde, ni siquiera su agente. Había construido la casa él mismo y había vivido en ella con un viejo sirviente durante unos diez años. Su clientela, nunca muy extensa, se extinguió por completo tras unos pocos años. No solo eso, sino que él se había retirado casi por completo de la vida social para convertirse en un recluso. Me contó el doctor del pueblo, prácticamente la única persona con la que mantenía relación, que durante su retiro se había dedicado a un solo tema de estudio, cuyos resultados había publicado en un libro que no recibió la aprobación de sus compañeros de profesión, quienes, de hecho, no lo consideraban del todo cuerdo. No he visto el libro y no puedo ahora recordar su título, pero me han contado que exponía una teoría más bien sorprendente. Aseguraba que era posible, en el caso de muchas personas en buenas condiciones de salud, pronosticar la muerte con precisión, varios meses antes del evento. El límite, creo, era de 18 meses. Había historias locales de cómo había ejercido su capacidad de pronóstico, o quizá diría que de diagnóstico; y se decía que en cada caso la persona a cuyos amigos había advertido había muerto repentinamente en el momento señalado, sin causa aparente. Todo esto, sin embargo, no tiene nada que ver con lo que debo contar; pensé que sería interesante para un médico.
»La casa estaba amueblada, tal y como él la había habitado. Era una morada bastante deprimente para alguien que no era un estudiante ni un recluso, y creo que me transmitió algo de su carácter, quizá algo del carácter de su anterior ocupante, pues siempre sentí en ella una cierta melancolía que no forma parte de mi disposición natural, ni era, creo, debida a la soledad. No tenía sirvientes que durmieran en la casa, pero siempre he sido, como sabe, adepto a mi propia compañía, con mucha afición a la lectura aunque poca al estudio. Por la razón que fuera, el efecto fue una sensación de desánimo y de la inminencia de algún mal; ésta era especialmente fuerte en el estudio del doctor Mannering, aunque esa habitación era la más luminosa y ventilada de toda la casa. El retrato al óleo del doctor, de tamaño natural, colgaba en esa habitación y parecía dominarla por completo. No había nada extraño en la pintura; el hombre era evidentemente bien parecido, de unos cincuenta años de edad, con cabello gris acero, una cara bien afeitada y ojos oscuros y serios. Algo en la pintura siempre me llamó la atención. La apariencia del hombre se me hizo familiar, y de alguna manera me obsesionaba.
»Una tarde iba pasando por la habitación rumbo a mi dormitorio, con una lámpara (en Meridian no hay gas). Me detuve, como de costumbre, frente al retrato, que a la luz de la lámpara parecía tener una nueva expresión difícil de describir, pero sin duda extraña. Me interesó, pero no me perturbó. Moví la lámpara de un lado a otro y observé los efectos de la alterada luz. Mientras lo hacía, sentí el impulso de volverme. Al hacerlo ¡vi que un hombre atravesaba la habitación, directamente hacia mí! En cuanto estuvo lo bastante cerca para que la lámpara le iluminara la cara vi que era el doctor Mannering en persona; ¡era como si el retrato estuviera caminando!
»―Discúlpeme ―dije con cierta frialdad―, pero si llamó a la puerta, no lo escuché.
»Pasó de largo, tan cerca que podría haberlo tocado, levantó el índice derecho, como haciendo una advertencia, y sin una palabra salió de la habitación, aunque no observé su salida más de lo que había visto su entrada.
»Por supuesto, no necesito decirle que esto es lo que llamará usted una alucinación y yo llamo una aparición. Esa habitación tenía solo dos puertas, de las cuales una estaba cerrada con llave; la otra llevaba a un dormitorio, del que no había salida. La sensación que experimenté al darme cuenta de esto no forma parte importante del incidente.
»Sin duda a usted ésta le parecerá la típica historia de fantasmas, de las que se componen sobre los principios regulares tendidos por los antiguos maestros de este arte. Pero si así fuera yo no la habría relatado, aún siendo cierta. El hombre no estaba muerto; me lo topé hoy en la calle Union. Lo vi pasar en medio de la multitud».

Hawver había terminado su historia y ambos hombres estaban en silencio. El doctor Frayley tamborileó sobre la mesa con los dedos, con aire ausente.

―¿Él le dijo algo hoy? ―preguntó―, ¿algo de lo que usted pudiera inferir que no está muerto?

Hawver lo miró fijamente y no respondió. El doctor Frayley continuó:

―Quizá hizo una señal, un gesto ―y el doctor Frayley levantó un dedo, como haciendo una advertencia. ―Este es un gesto que él hacía, un hábito cuando decía algo serio: cuando anunciaba el resultado de un diagnóstico, por ejemplo.

―¡Sí, sí, hizo eso, tal y como lo hizo su aparición! Pero, ¡Dios mío!, ¿entonces usted lo conoció?

Hawver parecía estar poniéndose nervioso.

―Sí, lo conocí ―prosiguió el doctor Frayley―. He leído el libro, como algún día lo harán todos los médicos. Es una de las contribuciones más impactantes e importantes a la ciencia médica de este siglo. Sí, lo conocí; hace tres años lo atendí durante su enfermedad. Murió.

Hawver saltó de la silla, claramente perturbado. Caminó de uno a otro lado del cuarto; después se aproximó a su amigo, y con voz no del todo estable, dijo: ―Doctor, ¿tiene algo que decirme... como médico?

―No, Hawver; es usted el hombre más saludable que he conocido. Como amigo, le aconsejo que vaya a su habitación. Usted toca el violín como un ángel. Toque, toque algo alegre y ligero. Sáquese este maldito asunto de su mente.

Al día siguiente Hawver fue encontrado muerto en su habitación, con el violín en el hombro, el arco apoyado sobre las cuerdas, el libro de música abierto frente a él en la Marcha fúnebre de Chopin.