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Un dios que se va

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Un dios que se va
de Rafael Barrett


Pío X ha tenido una frase desgraciada. Ha dicho que los terremotos de Calabria y Sicilia son un castigo de Dios.

Nada más ortodoxo. Si no se mueve la hoja del árbol sin que Dios lo quiera, mal podrán venirse abajo las ciudades contra la voluntad divina. Pero nada más inoportuno. Esta época necesita otros dioses; quiere ser dirigida por la esperanza y el amor, no por el miedo.

Bastante divorciada está de nuestro siglo la Iglesia para que su jefe aumente el descrédito recordando tan anacrónicos dogmas. No son los espíritus positivistas a lo Littré, escépticos a lo Gourmont, materialistas a lo Haeckel, dilettanti a lo Renán los únicos que se apartan del catolicismo; son los espíritus religiosos. Hemos presenciado una reacción espiritualista dentro de la misma ciencia; Büchner es ahora una antigualla. Mientras la física evoluciona hacia lo imponderable, y la psicología nos hace sospechar la significación de lo subconsciente, una nueva escuela filosófica, que reúne sus diversas orientaciones bajo el nombre de pragmatismo y que cuenta con los más ilustres ingenios del mundo, refuta el determinismo mecánico, valiéndose de los procedimientos lógicos y experimentales de la cultura moderna. Todo estos "no ateos" vuelven la espalda al Vaticano, como se la vuelven los místicos desde Emerson y Whitman a Tolstoi, y las sectas recientes derivadas del puro cristianismo, para las cuales lo importante es la acción social, la eliminación del dolor. Es que no nos cabe ya en la cabeza que debamos aceptar el dolor, que lo debamos justificar, que lo suframos cobardemente como expiación de nuestras culpas. Nos hemos examinado y nos hemos absuelto. Somos inocentes y pretendemos ser menos infelices.

Dentro de la Iglesia vemos un culto idolátrico; el bajo pueblo ario no ha salido del paganismo. Existen docenas de Cristos diferentes, centenares de Vírgenes Marías distintas y una innumerable caterva de santos. Cada fiel adora su pedacito de madera pintada, y no hallaréis un templo sencillamente consagrado a Dios. Roma trafica con fetiches. Por encima de los magos y curanderos de sacristía están los gerentes, muchos de ellos hombres superiores que, incapacitados de hacer religión, hacen política. El catolicismo es un partido, una burocracia, que se sostiene aún merced a su maravillosa estructura. La Iglesia sucumbirá por falta de fe; nada prueba mejor su irreparable anemia espiritual que la nulidad vergonzosa de sus edificios actuales y de sus imágenes; su literatura presente está impregnada de esa nauseabunda dulzarronería de lo que empieza a pudrirse. Quedan algunos núcleos vitales; varios obispos católicos de Inglaterra, Alemania y Estados Unidos son de su tiempo, y la Inquisición los respeta, por no provocar cismas. Hay sacerdotes heroicos, como el padre Loisy, que se ríen de la cosmogonía del Génesis, y ¡cuántos no sueñan a semejanza del Froment de Zola y del "santo" de Fogazzaro, con una regeneración del catolicismo! Pobres almas extraviadas en el sagrado ministerio, sufren y callan, agarrotadas por los concilios, y no se atreven a tocar a la formidable vieja, que por mucho que chochee en su agonía es siempre la Madre.

¡Qué momento para desenterrar los pecados de Dios! Rechazamos a la persona todopoderosa e infinitamente buena, no por absurda, sino por inmoral. Lo infinitamente bueno no es capaz, no, de aplastar a los niños de Messina para vengarse de la política de Combes y Clemenceau. Si es bueno es impotente como nosotros, y si es Omnipotente es perverso. El Dios que atormenta a los animales y a las plantas no es Dios, es el Demonio. Hace seis centurias la catástrofe hubiera hablado en su gloria; hoy sirve para procesarlo. Le hicimos perfecto, y por lo tanto inmóvil, inmutable; nosotros, desdichados pecadores, avanzamos en el camino del bien, y dejamos atrás a nuestro Dios. Triste es decirlo, pues triste es también la muerte de los dioses: el Jehová pontificio se reduce a un vulgar homicida y la antropología italiana encontrará en él una ascendencia de epilépticos y de alcohólicos.

El papa estuvo torpe: nunca hubiera cometido tal error León XIII. Lo grave no es que se haya acusado a Dios de un crimen: lo grave es la infalibilidad de quien acusa.



Publicado en "La Razón", Montevideo, 10 de febrero de 1909.