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Un faccioso más y algunos frailes menos/VIII

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VIII

Las escenas y conversaciones de aquella noche dejaron en el espíritu de Salvador un dejo de amargura, y así se esforzaba en apartarlas de su memoria, considerando que reproducían en pequeño cuadro lastimoso de la Nación española. La confusión de pareceres, el incesante conspirar con recursos misteriosos y fines mal determinados, las repugnantes connivencias de la policía con los conspiradores de todas clases, no eran cosa nueva para él; pero había cobrado tal odio a estos fenómenos políticos, manifestación morbosa de nuestra miseria, que de buena gana se marchara a los antípodas o a cualquier región apartada dónde no oyera ni viera lo que allí mortificaba sus ojos y sus oídos.

La experiencia, el profundo conocimiento de las personas, los viajes y la desgracia, habíanle dado elementos bastantes para construir en su pensamiento una patria muy distinta de la que pisaba, y la inmensa superioridad de esta patria soñada en parangón con la auténtica era en él motivo constante de padecer y aburrimiento. Por eso decía: -«Mucho han de variar las cosas, mucho han de aprender los hombres para que la política de mi desventurado país pueda llegar a serme simpática, y como yo, por muchos años que Dios me conceda, no he de vivir lo bastante para ver a mis compatriotas instruidos en lo que es libertad, en lo que es ley y en lo que es gobernar, lo mejor será que no me afane por esto, y que deje pasar, pasar, contemplando desde mi indiferencia los sucesos que han de venir, como se miran desde un balcón las figuras de una mascarada».

Estos propósitos no eran constantes, porque otras veces meditaba sobre el mismo tema y hacía las siguientes consideraciones, llenas de buen sentido y de tolerancia. -«No puede sostenerse en las acciones de la vida el criterio pesimista, que suele ser el disimulo del egoísmo. ¿Quién duda que existen en nuestro país, al lado de esa cáfila de alborotadores, cabecillas, intrigantes, charlatanes, aventureros, muchos caracteres nobilísimos, innumerables hombres de buena fe, patricios desinteresados, verdaderos y leales que se aplicarían a la política y serían discretos en la idea, enérgicos en la acción y honrados en la conducta? Pues bien, si yo me siento capaz de inculcar a esos hombres un pensamiento feliz y de ayudarles en el desempeño, ¿por qué no he de hacerlo?».

Después de vacilar un momento se contestaba con amargura, -«Porque no me creerían. ¿Cómo habían de creerme y hacer caso de mí, si yo también he sido alborotador, cabecilla, intrigante, aventurero y hasta un poco charlatán? ¿Si he sido todo lo que condeno, cómo han de fiar de mí al verme condenar lo que he sido? ¿Si exploté la industria del pobre en este país, que es la conspiración, cómo han de ver en mí lo que realmente soy? No, yo he quedado inútil en esta refriega espantosa con la necesidad. Ha salido vivo, sí, pero sin autoridad, sin crédito para tomar en mis labios ese ideal noble, por donde van las vías rectas y francas del progreso de los pueblos. Mi destino es callar y arrinconarme, sopena de que me tengan por un Aviraneta, cuando no por un Rufete».

Al pensar esto, el propósito de condenarse a oscuridad perpetua triunfaba en su ánimo de una manera completa. Pero esta oscuridad sin familia y sin afectos era el cenobitismo más triste que puede imaginarse. Y aquí, en esta lóbrega caverna sin salida, terminaban las excursiones mentales del misántropo. Pero la salida no era absolutamente imposible. Si hacía falta una familia, ¿por qué no la buscaba? Hay ciertos bienes que valen más encontrados al azar que buscados con cálculo, y es muy general que quien despreció la suerte cuando pasó a su lado, ande después a cabezadas tras ella, y no la encuentre ni siquiera pintada, o halle cualquier falsificación del bien y la coja gozoso y la abrace y se desengañe y rabie, deplorando su torpe indolencia.

Quería vencer su extraordinario tedio frecuentando la sociedad. Había renovado mucho sus amistades, dando un poco de mano a las que le recordaban su juventud de trapisondas y procurando contar entre sus íntimos a personas de mayor fuste. Su buena figura, su conducta intachable, su instrucción, su entretenida palabra del sueño, funcionando por misterioso influjo del aguardiente; el rechinar de las puertas vidrieras de los cafés, por donde salían y entraban los patriotas; el triste agasajo de las castañeras que se abrigaban con lo que vendían tendiendo una mano helada para recibir los cuartos y otra mano caliente para dar las castañas; las singulares sombras que hacían las casas construidas sin orden, unas arrumbadas hacia atrás, las otras alargando un ángulo ruinoso sobre la vía pública; los caprichos de claridad y tinieblas que formaban las luces de aceite encendidas por el Ayuntamiento y que podían compararse a lágrimas vertidas por la noche para ensuciar su manto negro; el peregrino efecto de la escarcha en las calles empedradas, que parecían cubrirse de cristal esmerilado con reflejos tristes; el mismo efecto sobre los tejados, en cuya superficie se veía como una capa de moho esmaltada por polvo de diamante, el grandioso efecto de la helada, que en flechazos invisibles se desprendía del cielo azul ante las miradas aterradoras de la luna, la deidad funesta de Enero; la consideración del frío general hecha dentro de una caliente pañosa; el estrépito de la diligencia al entrar en la calle, barquichuelo que navegaba sobre un mar de guijarros, espantando a los perros, ahuyentando a los chiquillos y a los curiosos;... el buen paso marcial de los soldados que iban a llevar la orden prendida en lo alto del fusil; el coro sordo de los mercados al concluir las transacciones, cuando se cuenta la calderilla, se barre el puesto y se recogen los restos; el olor de cenas y guisotes que salía por las desvencijadas puertas de las casas a la malicia, y el rasgueo de guitarras que sonaba allá en lo profundo de moradas humildes; la puerta sobre la cual había un nombre de mujer groseramente tallado con navaja, o una cruz o un cartel de toros, o una insignia industrial, o una amenaza de asesinato, o una retahíla de palabras groseras, o una luz mortecina indicando posada, o un macho de perdiz que cantará a la madrugada, o un cuadrito de vacas de leche, o un objeto negro algo semejante a un zapato, o una armadura de fuegos artificiales pregonando el arte de polvorista, o una alambrera cubierta con un guiñapo, señal de la industria de prendería, o una bacía de cobre, o un tarro de sanguijuelas... todo esto, en fin, y otros muchos accidentes de la fisonomía urbana durante la noche, páginas vivas y reales, abiertas entre la vulgaridad de la tertulia y el tedio de su casa solitaria, le cautivaban por todo extremo.

Pero una noche tuvo un encuentro triste. Al entrar en la Plaza de Provincia vio una persona, dos, tres. Eran un hombre cojo, bien envuelto en su capa, una mujer tan bien resguardada del frío, que sólo se le veían los ojos, y un niño con gabán y bufanda, mostrando la nariz húmeda y los carrillos rojos de frío. Los tres iban en una misma fila: se detenían en todos los escaparates para ver las mantillas, los lujosos vestidos, las telas riquísimas, las joyas, y parecían muy gozosos y entretenidos de lo que veían. En la esquina había una castañera. Detuviéronse. El cojo sacó cuartos del bolsillo, la mujer un pañuelo, compraron, probó el chico y luego siguieron. La mujer agasajó el pañuelo lleno de castañas, como para calentarse las manos con él... Avanzaron... desaparecieron por una puerta.

Salvador se sintió estremecer de desesperación y envidia. El hombre cojo, el niño, la placentera unión de los tres, los cuartos sacados del bolsillo, los saltos del chico cuando se estaba haciendo el trato con la vendedora, las castañas, el pañuelo, las manos que tenían el pañuelo... En vista de las insolentes burlas del destino, juró no volver a pasar por allí.