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Un faccioso más y algunos frailes menos/X

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X

Contaba el padre Alelí, historiador desmemoriado y chocho, que aquella noche estuvo D. Benigno durante seis horas seguidas sin moverse de su asiento, con los ojos fijos en las puntas de los pies, y el puño en la mejilla, y tal fue, añade, la duración de su éxtasis, cavilación o modorra, que al dejar aquella actitud tenía marcadas las coyunturas en los rojos mofletes de su cara, y el codo había dejado un hoyo profundísimo en el cojinete del brazo del sillón. Pero nuestro buen criterio no nos permite admitir ciegamente esta versión, y así reducimos a tres las seis horas de que habla Alelí, el cual como Herodoto era muy inclinado a exagerar y dar proporciones a lo que veía. Mejor sería aún, reducir a una hora nada más el plazo de aquella perplejidad de nuestro querido señor, y así lo haremos. Conste, pues, que meditó largo rato, y que después apareció como ensimismado y lleno de confusiones. ¿No se habían disipado sus recelos? Sin duda no. De su talante sólo puede decirse que tan pronto parecía muy alegre como muy triste.

Al día siguiente muy temprano, después de un sueño ni profundo ni largo, se levantó, y despachando a toda prisa el desayuno, salió y fue derecho en busca de un sujeto que vivía en la calle del Duque de Alba, junto a D. Felicísimo. Aquel era día de mala suerte para el de Boteros, porque el individuo a quien buscaba había salido más temprano que de costumbre, dejando dicho a sus criados que no le esperaran en todo el día.

-¡Barástolis y más que barástolis! ya podía haber esperado un poco.

-Si llega usted cinco minutos antes -dijo el criado-, le encuentra bajando la escalera.

-Cinco minutos... ¿y cómo había de llegar cinco minutos antes, hombre de Dios? ¿No ve usted que soy cojo?... ¿no lo ve usted?

-No se incomode usted, caballero.

-¡Malaventurados los cojos -dijo el héroe para sí con tristeza-, porque ellos llegaron siempre tarde!

El señor a quien D. Benigno buscaba con tanto empeño no estaba lejos de su casa. Si Cordero, en vez de retroceder hacia la Merced y calle de Carretas con ánimo de encontrarle, hubiera seguido hacia San Millán y la calle de los Estudios, le habría de seguro hallado. Estaba frente a una puerta de la citada calle, con la vista fija en un hombre y en un caldero, en una mesilla forrada de latón, en un enorme perol de masa y en un gancho. En el caldero que era grandísimo, ventrudo y negro, hervía un mediano mar amarillo con burbujas que parecían gotas de ámbar bailando sobre una superficie de oro.

Del líquido hirviente salía un chillón murmullo, como el reír de una vieja, y del hogar o rescoldo, profundo son como el resuello de un demonio. La llama extendía sus lenguas, que más bien parecían manos con dedos de fuego y uñas de humo, las cuales acariciaban la convexidad del cazuelón, y ora se escondían, ora se alargaban resbalando por el hollín. El hombre que estaba junto al cazuelón y sobre él trabajaba, habría pasado en otro país por prestidigitador o por mono, pues sólo estos individuos podrían igualarle en la ligereza de sus brazos y blandura de sus manos. En el espacio de pocos segundos metía la izquierda en el cacharro de la masa, daba en ella un pellizco, sacaba un pedazo, que más parecía piltrafa; estrujaba ligerísimamente aquella piltrafa, haciendo entro sus dedos como un pequeño disco u oblea grande; arrojaba esto al hervidero amarillo, y en el mismo instante, con una varilla que en la mano tenía, agujereaba el disco, haciendo un movimiento circular como quien traza signo cabalístico. Unos cuantos segundos más y el disco se llenaba de viento y se convertía en aro. Con un brusco impulso de la varilla echábalo fuera para empezar de nuevo la operación. No será necesario decir que aquellos roscos amarillos, vidriados y tiesos como vejigas eran buñuelos. Una mujer flaca, bigotuda, con parches en las sienes, y las cejas como dos parches negros, se ocupaba en poner ordenadamente los buñuelos y en espolvorearles azúcar con un cacharrillo de lata, agujereado cual salvadera. La misma mujer de los parches era quien vendía, cuando alguien compraba, ensartando las docenas de buñuelos en juncos verdes que a la mano tenía.

El prestidigitador buñuelista era un hombre pequeño, antipático, tirando a viejo. Sudaba tanto con aquel continuo y fatigoso ejercicio, que su cara parecía haber estado en remojo poco antes. Para entretener el fastidio canturreaba esta copla:

    Reinará D Carlos
con la Inquisición,
cuando la naranja
se vuelva limón.

Salvador reconoció la puerta de la casa que buscaba, y acercándose, preguntó si vivía allí el señor Pedro López, por otro nombre Tablas. Mientras el hombre se limpiaba el sudor, la hembra de los parches contestó que sí. La tiendecita ahumada donde estaba el puesto de buñuelos y aguardiente comunicábase con una lonja grande y espaciosa, donde había espléndido comercio de carne y salchichería. Ambos establecimientos eran, al parecer, de un mismo dueño: el pequeño tenía una puerta a la calle y el grande dos.

-Es en la tienda de al lado -dijo el buñuelero sin urbanidad-; pero se puede entrar por aquí. Pase usted, caballero... Señá Nazaria, aquí preguntan por usted.

    Cuando la naranja
se vuelva limón.

Salvador penetró en la gran tienda donde podía admirarse todo lo más hermoso y rico que producen las industrias de Montánchez y Candelario, y si no hubiera freno para las comparaciones, si todo lo visible pudiese entrar en el dominio del arte metafórico, bien podría llamarse a aquello el palacio de las morcillas o el templo del jamón. Además de la extraordinaria abundancia de lo que en el comercio se llama género, cautivaba en tal sitio el buen orden y, si se quiere, la elegancia con que todo estaba colocado y mostrando que había allí buen ojo y buena mano para que lo destinado a complacer al estómago embelesase primero a la vista. El techo era un portento, pues no parecía sino la convexidad de admirable gruta adornada de estalactitas, de corales, madréporas y raras especies de aquella parte del reino vegetal que con el mineral se confunden. Fijándose en los jamones que colgaban de un barrote de hierro y en las oscuras morcillas que les acompañaban, no se podía menos de pensar en algún inmenso árbol de Jauja, que había metido allí una de sus ramas, completamente llena de gigantescas frutas, tan sabrosas como picantes. En graciosas cenefas y en madejas ondeadas pendían las salchichas rojas como el pimiento de quien tomaban su afectado colorete, y las sartas de chorizos se entremezclaban con los perniles, acariciándolos suavemente con su piel crasosa. Por una columna abajo descendían en cuelga millares de salchichones, los unos vestidos con coraza de plata, los otros desnudos y tiesos como garrotes, en tal número, que con ellos se podría armar un ejército, si los ejércitos se batieran a cachiporrazos. En el mostrador, de pintada tabla, estaba el peso de metal amarillo, que como el más fino oro de Arabia relucía, y de unos ganchos que traían a la memoria las horcas alzadas por Chaperón en la vecina plazuela, colgaban las orondas reses puestas al despacho. Allí era de ver la hercúlea fiereza con que un fornido inocentón manejaba el hacha sobre el tajo, haciendo trizas a la víctima, que había sido un inocentísimo carnero manchego, o benemérita vaca de la sierra de Gredos. Insensible como un verdugo, había en él también algo de la estricta equidad de quien cumple justicias superiores, porque cortaba los pedazos de modo que resultasen conforme al peso pedido, y era muy comedido de huesos y escrupuloso de piltrafas. El tajo era quizás el objeto que menos conforme estaba con el aspecto ordenado y hasta bonito de la tienda. ¿Quién nos asegura que no salió del mismo tronco de donde sacaron el que sirvió para hacer justicia a los Comuneros? Cuando nuestro buen amigo Rufete le miraba, las edades ominosas acudían a su mente y con ellas la imagen de los terribles escarmientos aplicados al hombre por el hombre. Las rayas trazadas sobre el madero por el filo del hacha le parecían una página histórica.

Las pesas subían y bajaban golpeando el mostrador duro, y de mano en mano iba pasando el sustento de todo el barrio, aquí pobre y esquilmado, allá rico y sustancioso. Sobre la tabla caía una lluvia de cuartos negros manchados de verde, y con la música que estos hacían, se concordaba el choque de las medias libras y onzas de cobre, sin cesar dando sobre el platillo. La aguja de la balanza oscilaba constantemente como un péndulo invertido. Cuando se distribuía una res, dividiéndose en innumerables pedazos destinados a tan diversas necesidades humanas, se descolgaba otra. Tan continuado rasgar de fibras y estallido de huesos causaría horror a los que no lo presenciaran todos los días. Entre el murmullo se oía: «Señá Nazaria, péseme, bien, que soy parroquiana... Señá Nazaria, córteme pierna de abajo... Señá Nazaria, tenga conciencia y vea que eso es cordilla para los gatos... Señá Nazaria, el solomillo limpio y mondo o no cobrado... Señá Nazaria, tenga conciencia en las chuletas».

Y señá Nazaria atendía a todos los términos de esta baraúnda, demostrando actividad pasmosa, inteligencia múltiple y compleja. Unía al talento para distribuir la grandeza de alma para conceder siempre un poco más del peso. No era cicatera, pero cuando se creía engañada en el dinero, hacía justicia pronta y seca. En cierta ocasión agarró un moño como se podría coger una fruta, tiró de él y una copiosa cabellera negra se le quedó en la mano, por lo que se dijo que en sus grandezas imitaba a Julio César, y en su modo de guerrear a los salvajes. Era una mujer alta y gorda, no tan gorda que llegara a ser repugnante, sino llena, redondeada y bien compartida. Si era verdad que parecía haber absorbido parte considerable de la infinita sustancia que en la tierra existe, también lo es que conservaba mucha ligereza en todo su cuerpo, y que no lo pesaban las mantecas. Su rostro era de admirable blancura, sus ojos garzos y negros, su nariz basta y respingada, abierta descaradamente al aire, como gran ventana, necesaria a la respiración de un grande y profundo edificio. El chorro de viento que entraba por aquella nariz modelada para el desparpajo, imponía miedo a los espectadores de su cólera. Nazaria tenía la hermosura que por extraña amalgama de los tipos humanos, hace simpático al descaro.

Lucía enormes amatistas montadas en pendientes de filigrana como relicarios, de modo que parecía llevar en cada oreja el pectoral de un obispo. Sus manos eran bonitas y gordezuelas, y los anillos que de antiguo llevaba no se le podían sacar, porque su carne había crecido y el oro no. Tenía treinta y tantos años y era viuda de un opulento negociante de Candelario.

Por qué la llamaban Pimentosa es cosa que no se sabe; pero algunos decían que picaba mucho y levantaba ampolla a la manera de guindilla. Se podía ir a la tienda por verla despachar. También ella era prestidigitadora como el de los buñuelos, y parecía que se le multiplicaban milagrosamente las manos para coger pesar, cobrar, contar y devolver, todo sin dejar de charlar ni un solo momento. Enormes calderos de manteca blanca como espuma ocupaban un extremo del mostrador, y era bonito ver resbalando por aquellas blanduras de grasa las esmeraldas y los diamantes clavados en los dedos de Nazaria. Otras veces aquellos dedos, en sangre tintos, ocupábanse en usos industriales del género de Candelario; pero pronto recobraban su belleza revolcándose en espuma de jabón y estrujándose en agua hasta quedar limpios como el oro y finos como la seda. Así y todo se pirraban por dar una bofetada.