Un faccioso más y algunos frailes menos/XVI

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XVI

No se le cocía el pan a D. Benigno Cordero hasta no ver realizado un pensamiento suyo de grandísima importancia. Desde aquella noche en que Sola se expresó con tanto calor, diciendo, «quiero casarme con el viejo», este, lejos de mostrarse ensoberbecido con declaración tan halagüeña, se volvió más taciturno. Fueron a pasar el verano a los Cigarrales, y dos tardes después de instalarse en su casa de campo, Cordero salió a paseo con Sola, bajando hacia la margen del río. El héroe se apoyaba en su bastón nudoso, y en los pasos difíciles, que eran los más, pedía auxilio al brazo de Sola. Esta no deseaba otra cosa que servirle y complacerle.

-Hijita -le dijo, cuando pasaron de las higueras del tío Reza-quedito, punto desde el cual ya no se veía la casa-, hoy tengo que decirte la última palabra acerca del asunto que hace tiempo me trae muy caviloso. Me he dado una batalla, querida Sola, me he dado una batalla y me he arrollado completamente, me he derrotado en toda la línea. Acaso no me entenderás.

-No mucho -dijo Sola, creyendo deber decir que no, aunque algo se le iba entendiendo de aquellas cosas, y aun algos había ella penetrado en días anteriores, con su natural agudeza.

-Pues se han concluido mis vacilaciones y a casarse tocan. Entre los dos se establecerá un parentesco de cariño, de agradecimiento y de amistad que no nos separará sino en el sepulcro. ¿Insiste usted en lo que manifestó aquella noche? Creo que no lo habrá olvidado usted, pues yo, si cien años viviera, no lo olvidaría.

-No lo he olvidado, y ahora repito lo que dije, y me confirmo en ello.

El héroe se detuvo y la miró con seriedad afable...

-Repare usted bien que pronunció palabras muy categóricas y muy graves -le dijo en tono de queja-. Grabadas están en mi memoria. «Como Dios es mi padre... ¿no fue así?... como Dios es mi padre, juro que quiero casarme con el viejo».

-Así fue -afirmó Sola, repitiendo aquel eco de su alma-; con el viejo, con el viejo.

-Es decir, conmigo.

-Con usted.

D. Benigno anduvo algunos pasos, y deteniéndose luego, habló así entre turbado y festivo:

-Pues bien, hija de mi corazón, yo tengo ahora un antojo que quizás usted lleva a mal; a mí me ha entrado un capricho, una manía... Qué quiere usted... siento decírselo... quizás se enfade.

-¿Qué?

-Pues es que... que ahora me tocan a mí los mimos... y, en una palabra, que ya no quiero casarme con usted.

Y echándose a reír, añadió:

-Nada, hijita, le doy a usted calabazas... ¿no contaba con mis veleidades, eh? ¿No contaba usted con las coqueterías del viejo?

Y al decir esto abrió los brazos, derramó una lágrima, y riendo siempre, estrechó a Sola contra su corazón, en el cual se desbordaban los afectos más puros.

-Venga acá, hija de mi corazón - exclamó-, venga acá y abráceme también. Dios me ha iluminado para hacerla el mayor bien que podría usted esperar de mí. Felicitémonos ambos de este triunfo de mi razón, y ahora entonemos un himno al sentido común que ha sido nuestro salvador.

Sola comprendía a medias.

-¿Quiere usted que nos sentemos en esta piedra?

-Sí -dijo Sola, ávida de hablar, de oír explicaciones-, sentémonos. Usted aquí... que está más seco.

-Cuando me dijo usted aquellas palabras -manifestó D. Benigno, quitándose los anteojos para limpiar los vidrios que se habían empañado ligeramente- me quedó en el primer momento en éxtasis y como deslumbrado. Después tuve la suerte de no dejarme alucinar por las pasiones, y de ver claro en un asunto tan expuesto al error. Parece que el buen sentido se redobló en mí, preparándose para la gran batalla que se iba a dar en el campo de mi espíritu, y que las pasiones se aterrorizaron, anunciando su vencimiento. ¡Ah! hija de mi corazón, el viejo fue iluminado por Dios y pudo pesar sus escasos méritos, sus achaques, sus... condiciones, poniendo todo esto al lado de tu lozana juventud, merecedora de mejor destino. No sé cómo fue aquello; pero recuerdo que se agrandaban a mis ojos los inconvenientes y se amenguaban las ventajas mutuas; comprendí que iba a hacer un disparate y a dar un resbalón más grave que el que me ocasionó la rotura de esta endiablada pierna: me sorprendí arrepentido, hija; no sé cómo fue aquello, sí, me sorprendí arrepentido, y sin saber cómo empecé a ver claro, clarísimo, y me dije: «la quiero demasiado para casarla conmigo».

Sola no sabía qué decir. Las palabras que oía revelaban tal convicción y D. Benigno le infundía tanto respeto, que no se atrevió a contestarle ni a defenderle contra su buen sentido. Pensó primero que debía insistir en lo del matrimonio; pero afortunadamente desistió de una idea que habría sido impropia. Su bondad lo inspiró la declaración más digna en sus labios, diciendo:

-No tengo más voluntad que la de usted... Haga usted de mí lo que quiera.

-Barástolis, muy bien dicho. Pues yo quiero hacer de usted una hija... Hasta ahora no había querido tener con usted esa familiaridad inocente que consiste en tratarla de tú. Pues ya que no hay nada de casorio, quiero tener contigo, contigo que eres mi hija, la familiaridad propia de un padre; quiero tutearte... Y en este momento es preciso que sellemos nuestro parentesco dándonos un abrazo pero muy apretado... así... no hay cuidado. Ya no somos novios, hijita.

Se abrazaron estrechamente, confundiendo la bondad de sus corazones.

-Ya no somos novios -repitió D. Benigno-. Aquello era una tontería. ¡Me lo ha revelado Dios por conducto de estos achaques míos, y mi razón me dijo tantas, tantas cosas!... No dudé, ni por un instante, de la sinceridad de tu consentimiento. Convencido estoy de que te habrías casado gustosamente con el viejo, de que le habrías querido, de que le habrías sido fiel, de que le habrías cuidado mucho cuando pasara, el pobre, de viejo a viejecito, cosa que no puede tardar... Pero, hija mía, tu consentimiento y aquellas palabras admirables que me dijiste brotaban de tu gratitud, del afecto filial que me tienes. ¡Ay! No se hacen los buenos matrimonios, no, con estos ingredientes. Es preciso no forzar la naturaleza, no forzar los sentimientos naturales, haciendo de la gratitud amor; es preciso, sobre todo, dar a cada edad lo suyo y no empeñarse en reverdecer la venerable vejez, ni marchitar la hermosa juventud, uniendo una cosa con otra fuera de sazón. No, mil veces no. Tú, al querer ser mi esposa, domando un sentimiento robusto que vivía y vive en tu corazón, hacías un sacrificio sublime. Yo te lo agradezco, porque comprendo cuán sincero era aquel sacrificio; pero no quiero aceptarlo... Dicen que yo fuí héroe en cierta ocasión; pues aquello de Boteros es tortas y pan pintado en comparación de este arranque de energía que acabas de ver, hija mía, porque esto me ha costado más luchas, porque yo también sé hacer un sacrificio. No se renuncia sin trabajo a un bien seguro, a un bien tan delicioso, a todo lo que me prometían tu juventud, tu cariño leal, tus méritos inmensos, tu belleza, hija... pues ahora que no soy novio, puedo decirte que cada vez te vas poniendo más guapa... En fin, hija, he creído amarte mejor y servirte mejor, y amar y servir mejor a Dios, dándome a ti por padre que por esposo... Y aún me queda otra cosa mejor que decirte. Esto que he hecho sería incompleto, muy incompleto. Si quedara así... Pero no, yo no hago las cosas a medias. Mis heroísmos, cuando salen de mí, no son pamplinas. Al hacerte mi hija, quiero llenar el vacío que hay en tu existencia, y poner a tus sentimientos la corona que has ganado; quiero llenar de felicidad hasta los bordes ese vaso de tu vida que poco a poco se ha ido vaciando de sus antiguas tristezas; quiero casarte con el hombre que amas, con ese de quien ya puedo asegurar que te merece.

Sola se quedó espantada. Tan grande era la novedad de aquella idea, que necesitó algún tiempo para tenerla por lisonja. Se quedó pálida como una muerta, y tanto se trastornó su fisonomía, que teniendo vergüenza de que D. Benigno sorprendiera en ella la impresión hondísima que experimentaba, bajó la cabeza. Cordero puso las palmas de sus manos en las sienes de ella, y atrayéndola, le dio un beso en la frente, diciendo:

-Gracias a Dios que te puedo dar este besillo, para demostrarte de un modo material el cariño honesto que te profeso, cariño de padre, que yo quise echar a perder tontamente. No te avergüences de lo que sientes al oír lo que acabo de decirte. Es natural... Con este otro beso te quito la vergüenza. Que venga tu futuro esposo a impedirme que te bese... Si alguien nos viera, ¿qué diría?... Pero nosotros, nos reiríamos y contestaríamos sin ponernos colorados: «Ya no somos novios, ya no somos novios».

Sola se echó a reír. Después se puso muy seria. En su trastorno no sabía qué manifestaciones serían más convenientes, y así dejó a su rostro que expresara lo que quisiera.

-Veo que te has puesto muy seria y como enojada -le dijo el héroe-. ¿No te gusta mi proyecto?

-Es, que... -balbució Sola, no disimulando el gran temor, que de improviso llenó su alma-. Es que... podría suceder... Y ¿quién me asegura?....

-¿Qué podría suceder, tonta?

-Podría suceder que él no me quisiera ya.

-¡Bonita idea! ¿Me tienes por un necio? ¿Me crees capaz de inclinarte a ser esposa de un hombre, sin saber si ese hombre te quiere, y lo que es más aún, que te merece?

-¡Entonces, ha hablado usted con él!... ¿le ha dicho?... y ¿él le ha dicho?... ¿ustedes se han ocupado de esto antes de hablarme a mí?... ¿Él sabe?... ¿usted y él?...

De este modo expresaba Sola su curiosidad, no acertando a interrogar sin que preguntas mil, inconexas y atropelladas, se enredaran en sus labios, queriendo salir todas a la vez.

-Todo se ha previsto... -afirmó con paternal reposo D. Benigno-. Calma, calma. No puedo decirte en pocas palabras lo que he hablado con ese buen señor; pero puedo asegurarte que tiene por ti un cariño bastante parecido a la idolatría... Cuando este pensamiento mío empezó a atormentarme el cerebro fui a ver a mi hombre. No sé qué agitación, qué falta de asiento y aplomo encontré en él. Te juro que no me gustó nada, y al salir, dije para mí. «No la merece: no le entregaré yo el ángel de mi casa». Volví poco después y hablamos de varias cosas. Su conversación me encantó. Hallole, como siempre, leal y discreto. Pero se me antojó que se ocupaba demasiado de política, y dije: «Nones, están verdes para ti. No quiero que mi hija viva sobre ascuas, pensando si ahorcan o fusilan a su marido... Guarda, Pablo». En una tercera visita... estas visitas mías fueron exploraciones habilidosas y tanteos para conocer si era digno o no del tesoro que yo le iba a regalar, y así jamás le revelé mis planes... pues decía que en una tercera entrevista hablamos cordialmente, y él se espontaneó de tal modo conmigo, me abrió su corazón con tanta franqueza, me expuso sus ideas y planes de vida con tanta sinceridad, que al salir me dije para mi sayo: «Sí, es preciso dársela. Le corresponde de hecho y derecho». Después corrieron entre los amigos rumores malévolos respecto a él... Dijeron que se había hecho carlista...

-¡Él!

-Calumnias y simplezas. Fui a verle, charlamos. Aquel día le hice indicaciones de mi proyecto. Él pareció comprenderlo y se puso pálido, muy pálido.

-¡Pálido! -repitió Sola, que tenía sus claros ojos fijos en D. Benigno, y no perdía ni la más ligera inflexión de sus labios elocuentes.

-Pues... pareció que se conmovía, y me abrazó, ¿entiendes? me abrazó. Yo le dije que nos volveríamos a ver pronto.

-¿Y eso fue...?

-La semana pasada, hija, en mi último viaje a Madrid. ¿Recuerdas que dije iba a comprar bisagras y fallebas para las puertas nuevas? En efecto, compró mucho hierro; pero el principal móvil de mi viaje fue saber de la propia boca, de ese señor novio tuyo... démosle este nombre... saber de su propia boca si era verdad que se había hecho carlista.

-¡Qué asquerosa calumnia! -exclamó Sola con ardor, confundiendo con una frase a los inventores de tan maligno despropósito.

-Él me desengañó quitándome aquel escrúpulo.... porque, a la verdad, hija de mi corazón, si mi yerno sale con la patochada de afiliarse a esa bandera odiosa y se echa al campo a defender la religión a tiros... No lo quiero pensar, ¡barástolis!... ¡Bonito negocio habríamos hecho! Afortunadamente para él, quedé convencido de que no ha pensado nunca ingresar en la orden sacristanesca, y cuando salí de la casa, dije: «¡Tuya es, bribón, te la has ganado, pillo! Dios me manda que te la entregue. Ahora, que San Pedro te la bendiga».

-¿Y tampoco ese día lo dijo usted claramente...? -preguntó Sola, deteniéndose a media pregunta, porque le quemaba un poco los labios la segunda mitad o el rabillo de la pregunta entera.

-No le dije nada claramente, porque no me pareció discreto abrirle de par en par las puertas del cielo sin contar antes contigo. Pero le abrí un resquicio, le di a entender mis intenciones, y el bendito hombre parecía, como vulgarmente se dice, que veía el cielo abierto; de tal modo le brillaban los negros ojos. Quedó envolver a principios de Octubre, y cuando me despedí, le dije: «volveré un día de estos. Vendré, y quizás, o sin quizás, le traerá a usted noticias que le contenten mucho».

-Hoy es 1.º de Octubre -dijo Sola, con frase rápida, como centella de palabra que de sus labios saliera.

-No, que es mañana -apuntó Cordero riendo-; yo tengo el Calendario en el dedo. No quieras ahora que los días salten unos sobre otros. El tiempo es un señor a quien se ha de tratar con muchísimo respeto. Observa la calma y el método con que anda. A veces parece que va despacio, a veces que corre como un galgo; pero es ilusión nuestra: su señoría no sale nunca de su paso. Mañana, hija querida, iremos a Madrid.

-¡Yo también!

-Pues es claro. Quiero que os veáis, que os habléis. Luego vosotros os entenderéis, y mi papel quedará reducido a preparar algunas cosillas que para la boda sean necesarias...

Dio un suspiro, y estrechando luego entre sus manos las de Sola, que estaban frías, sin duda porque todo el calor se recogió en su corazón alborozado, dijo Cordero estas palabras:

-Te voy a dirigir un ruego. ¿Lo atenderás?

-¡Qué pregunta! -exclamó Sola, echándose a llorar antes de conocer el ruego.

-Pues quiero suplicarte, que después de casada, ya que mis hijos no puedan ser tus hijos, como proyectábamos, les mires como tus hermanos.

Sola le contestó con el río de sus lágrimas, que no permitían palabras. Ni eran necesarias las palabras.

-Si me ves llorar -dijo D. Benigno, secándose una lágrima con gesto heroico-, no creas que estoy afligido ni desconsolado. En mi pecho no caben ni envidias de mozalbete ni el duelo de deseos frustrados. Tranquilo estoy y contento, contentísimo. Si lloro es por la atracción de tus lágrimas que hacen correr las mías, sin saber por qué. Tuve un poquillo de pena, sí; pero me consuela el saber que si mis hijos han perdido su segunda madre, buena hermana se llevan, ¿no es verdad?

Principiaba a caer la tarde y se sentía el fresco del Tajo. D. Benigno propuso que se retiraran a casa, y dejando la perla dura, tomaron el camino áspero y tortuoso.

-Ya van creciendo las noches -dijo Sola, dando el brazo a su padre.

-Sí, hija mía -replicó este-, y el mañana tarda un poco más; pero viene, no tengas cuidado.

-Ya no recuerdo cuánto se tarda de aquí a Madrid.

-Pues no es mucho. Tomaremos el coche de Peralvillo, que es el que va más pronto. ¿No sabes la novedad que hay en el mundo? Pues ahora han inventado en Inglaterra unas máquinas para correr, un coche diabólico que va como el viento, y anda, anda... No sé lo que anda; pero si hubiera uno desde Toledo a Madrid, iríamos en dos horas.

-¡En dos horas! Eso es fábula.

-¿Fábula? Me lo ha dicho D. Salvador, que lo ha visto.

-¿Él ha visto esa máquina?

-Y ha andado en ella.

-¿Él ha andado en ella? Será cosa magnífica.

-Figúrate...

D. Benigno se detuvo, y con la complacencia que producían en él las maravillas de la naciente industria del siglo, se preparó a dar a su hija explicaciones demostrativas, para lo cual puso horizontal el bastón y deslizó los dedos sobre él.

-Figúrate que hay en el suelo dos barras de hierro donde se ajustan. las ruedas de unos enormes coches... así como casas. Estos coches van atados unos a otros. A poco que les empujen, como las ruedas se ajustan a las barras de hierro, ¡zás! aquello corre como una exhalación.

-Ya entiendo... las mulas...

-Si no hay mulas, tonta... Ya te lo explicará D. Salvador, que ha montado en esos vehículos. Esa diablura la han puesto los ingleses entre un pueblo que llaman Liverpool y otro que nombran Manchester. Dice D. Salvador que aquello es volar.

-¡Volar! ¡Soberbia cosa!... -exclamó Sola con entusiasmo-. Decir «quiero ir a tal parte ahora mismo» y...

-Y salirse uno con la suya. Pues, te dirá: no hay caballos. Todo aquel rosario de coches está movido por un endemoniado artificio o mecanismo, que tiene dentro fuego y vapor, y sopla que sopla, va andando. Yo no sé cómo es ello. Me lo ha explicado D. Salvador; pero no lo he podido entender.

-¿Y esa manera de ir acá y allá no se pondrá en otras partes?

-Sí, dice nuestro amigo que se va extendiendo; que en Inglaterra están haciendo más de esos benditos caminos de hierro, y que en Francia, van a empezar a ponerlos también.

-¿Y en España, ¿no los pondrán?

Cordero dio un suspiro.

-Ahora va a empezar una guerra, si Dios no lo remedia -dijo con tristeza.

-Cuando concluya...

-Quizás empiece otra... Pero, al fin y al cabo, también tendremos aquí esos caminitos, aunque sólo sea para muestra. D. Salvador dice que se extenderán por toda la tierra, y que hasta las regiones más incultas llegará esa máquina que corre a soplos.

-¿Y la veremos por aquí, por este caminejo?

-¿Por qué no?

-Y podremos decir: «A Madrid...».

-Sí; pero ese prodigio no acontecerá mañana, hija querida -dijo Cordero sonriendo-. Por ahora nos contentaremos con las tres mulitas de Peralvillo.

Entraron la casa, donde hallaron a D. Primitivo Cordero, sobrino de D. Benigno, que venía a pasar unos días en los Cigarrales, y traía estupendas nuevas de la Corte, entre ellas la muerte del Rey. Cenaron todos un poco tristes por la influencia melancólica de tales noticias, de los comentarios lúgubres con que las acompañó el ex-capitán miliciano, y de los presagios fatídicos que hizo.

Cuando D. Benigno manifestó su propósito de ir a Madrid el día venidero, Primitivo le anunció con oficioso pesimismo que probablemente encontraría las tropas insurreccionadas en las calles, la anarquía imperante, y la villa entera, la Corte y la monarquía, dadas a todos los demonios.

Al despuntar la aurora del siguiente día Sola se levantó, y abriendo de par en par la ventana de su cuarto, que daba al campo, y a cuyo alféizar subían las ramas más altas de los almendros, aspiró el aire balsámico de la mañana y miró los senderos, el suelo, la torre de la catedral insigne, que a lo lejos y en medio del verdor oscuro del paisaje lucía como un ciprés de piedra, dejó correr luego sus miradas por el suelo adelante hasta el horizonte, término de amarillentas lomas y de azulados pedregales; fue con su espíritu más allá del horizonte mismo; volvió con tristeza. Se podría haber creído que echaba de menos aquellas barras de hierro de que D. Benigno hablara la tarde anterior y que, de existir, permitirían a los hombres remedar el maravilloso viajar de los pájaros. Nada vio en los torcidos senderos que indicase que las hadas se habían ocupado la pasada noche en tender aquellas vías metálicas, milagro de la locomoción, increíble camino más propio para ser recorrido con las alas del espíritu, que con los pies de la materia.

Poco después se levantó Cordero. El coche de Peralvillo no podía tardar, y era preciso sustentarse de chocolate y bollos para el largo y molesto viaje. Sola dio punto a las meditaciones para atender a los diversos menesteres de aquella hora, y cuando D. Benigno y ella se encontraron solos, el héroe no pudo menos de preguntarle por qué había en sus ojos huellas de lágrimas, siendo las circunstancias más bien propicias que adversas. Sola contestó que no había podido dormir en toda la noche, porque las cosas tremendas que contó Primitivo y los augurios que hizo llenaron de misterioso pavor su espíritu. Verdad era esto que dijo; pero también había influido mucho en su insomnio doloroso la brusca y radical mudanza en su destino, en sus ideas todas por la conversación que ella y su dignísimo protector tuvieron a orillas del río. Sola no quiso ocultar a Cordero todo lo que sentía y pensaba.

-Estoy tan aturdida desde ayer tarde -le dijo-, que no sé lo que me pasa. He pasado toda la noche imaginando catástrofes o soñando tropiezos y caídas. No me puedo convencer de que Dios me lleve ahora por ese camino tan distinto del que antes seguía, sin que sea para ir derecha a una desventura muy grande. Yo nací con mala estrella.

-Patrañas, querida hija; cosas de la imaginación -replicó D. Benigno, apurando su chocolate-. No nos entreguemos a cavilaciones hueras y tengamos confianza en Dios. Eso de malas y buenas estrellas no es muy cristiano que digamos.

-Es verdad; pero yo no puedo evitar el sospechar peligros, el tener miedo de todo, y el presentir desgracias. Es una especialidad mía. Si Primitivo no hubiera contado tantos horrores... Ahora, con la muerte del Rey, se va a encender una guerra tal, que España va a ser una Nación de huérfanos y viudas. Sí, así será... Correrán ríos de sangre, ríos caudalosos como los de agua, y los hermanos matarán a los hermanos... todo por saber si ha de reinar la sobrina del tío o el tío de la sobrina. ¡Qué horrorosos disparates! ¡Y estas cosas pasan en reuniones de gente que se llaman países y naciones!... ¡Y esta es la decantada sabiduría de los hombres de Europa que se ríen de los salvajes! Yo, mujer ignorante, digo que esos sabios no tienen sentido común.

-Hija de mi alma -exclamó D. Benigno-, estás hablando como el patriarca de la filosofía, como Juan Jacobo Rousseau. Sí, el estado actual de las naciones y el sentido común son incompatibles.

En su entusiasmo, Cordero tremoló la servilleta que acababa de desprender del ojal de su levita. Aquel lienzo era la bandera del sentido común, pabellón sin colores y sin heráldica.

-No he podido apartar de mí en toda la noche -dijo Sola-, una idea que me hace estremecer de pena. ¿Quién nos asegura que el hombre a quien vamos a buscar, no estará ya comprometido en la guerra civil? ¿No será probable que esté disparando tiros en las calles? ¿No puede suceder que está ya muerto?

-Calla, tonta... Un hombre tan juicioso... ¿No comprendes tú...?

-Yo no comprendo nada, yo siento y nada más. El corazón suele tener unas adivinaciones tan raras... A veces, el muy pícaro, se empeña en una cosa, y Dios se encarga después de darle gusto... Ojalá me equivoque. Y ahora Dios no nos manda tan sólo el azote de la guerra civil, nos manda también otro, esa terrible enfermedad... ¿no oyó usted hablar a Primitivo de esto? Es un mal muy raro, por el cual se muere la gente en pocas horas, a veces en minutos; es una puñalada invisible que sorprende y mata, y nadie está seguro de vivir dentro de media hora.

-Sí -dijo D. Benigno, cayendo en sombría tristeza-, es el Cólera morbo asiático.

Al oír este nombre repulsivo y espantoso, Sola sintió correr por su cuerpo un frío displicente. Cordero sintió lo mismo.

-Esa enfermedad -añadió-, ha aparecido en Andalucía. Las personas van muy tranquilas por la calle, y de repente ¡plaf! se caen al suelo y se mueren. Pero esta infección no llegará a Madrid... Vamos, en marcha, ahí está el coche.

Oyeron las alegres campanillas de las mulas de Peralvillo. Sola se despidió de los niños llorando, y les prometió que volvería muy pronto. Al subir al coche, dijo:

-¿Tardaremos mucho?

-Volaremos -afirmó el héroe-. Peralvillo, llévanos a prisa... ¡Oh! ¡qué lástima que no tengamos ya por aquí esos carriles de Satanás!

Y tenía razón. ¡Lástima grande que en aquella ocasión crítica no existieran los carriles de Satanás!