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Un faccioso más y algunos frailes menos/XVIII

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XVIII

«El Rey ha muerto. ¡Viva el Rey!».

Cuando Elías Orejón entró en casa de D. Felicísimo y pronunció esta frase con hiperbólico entusiasmo, el famoso Carnicero estuvo a punto de perder el sentido; tan grande fueron su sorpresa y júbilo. Unidos ambos en estrecho abrazo, diéronse palmetadas en las espaldas durante un par de minutos, sosteniéndose el uno al otro para no caer al suelo con la fuerza del contento y la debilidad de las piernas. Esto ocurría poco después del fallecimiento del Monarca y tres horas más tarde del altercado con Pipaón, por donde se ve, que en un mismo día reservaba la Divina Providencia al señor de Carnicero impresiones totalmente contrarias, haciéndole pasar de la ira más atroz a un contento febril y casi rabioso. Los dos viejos expresaron con afán, y quitándose simultáneamente las palabras de la boca, opiniones diversas sobre el suceso, y proclamaron que Dios había concedido a la monarquía el más precioso de los dones, abriendo camino al soberano verdaderamente católico y al Rey de verdad. Orejón se despidió para volver a la noche, trayendo las últimas noticias, y Carnicero se quedó solo, saboreando en deliciosas meditaciones su júbilo apostólico, ideando planes y considerando el triunfo rápido de la España religiosa sobre la España masónica. Después fue Salvador a despedirse y a llevar la carta para Cordero, y otra vez se quedó solo el anciano con la criada que le aprestó la cena. Doña María del Sagrario, que estaba muy a mal con su padre por el sofoco de Pipaón, le acompañó breve rato y fuese después a la casa de su sobrino con intento de no volver hasta las diez de la noche.

Las ocho serían cuando volvió a aparecer Orejón acompañado del conde de Negri, y vieron cenar a D. Felicísimo, que entre bocado y bocado había de incrustar una opinión, preguntilla, apóstrofe o interjección apostólica, todo entreverado de hipos que dividían en minúsculas porciones sus conceptos, dando idea de lo que sería un discurso en mosaico o una oración en cañamazo.

-A poco de dar el último suspiro Su Majestad -dijo el conde-, el pobre Sr. Zea reunió en la Cámara Real a varios militares... He oído hablar de Quesada, San Martín, Freire y otros muchos que no recuerdo... Recibioles la napolitana llorando y gimiendo, y no de pesadumbre de quedarse viuda, no, sino porque la corona y el trono de su hija van rodando ya como los juguetes de las niñas... Pero vean ustedes lo que ha discurrido ese Sr. Zea, ese talentazo, ese inventor de la pólvora y de los pasteles... Pues nada: rogó a los militares que juraran defender la sucesión directa y el tronito de la titulada, Isabel II. Tenemos monarquía de muñecas... Y ellos juraron, y tras de aquellos fueron otros y juraron también.

-¡Patarata! -exclamó Orejón- todo eso es música, música. También se han reunido esta tarde muchos locos masones, con Aviraneta a la cabeza, y han deliberado... ¡Deliberado los postes! ¿cuándo se ha visto eso?... Señores, llegó el momento de la gran barrida. España ha resucitado. Ya nuestro Señor no puede tener el escrúpulo de conspirar contra su hermano. El mejor día le veremos aparecer en la raya de Portugal para ponerse al frente de nuestros ejércitos... Pero si no se necesitarán ejércitos. Esto se cae, esto se hunde, esto se desmenuza. Esto no es monarquía, es una tienda de tiroleses. Por nuestra parte ya sabemos lo que nos corresponde hacer, porque tenemos las instrucciones dadas por Doña Francisca en presunción del caso que ya ha ocurrido.

-Aquí están las instrucciones -dijo Carnicero, soltando el tenedor para sacar un papel de su gaveta.

-Las sé de memoria -replicó Orejón-. Ahora, señor conde, no perdamos el tiempo y corramos a ver a los jefes de la guarnición a quienes hemos hablado del negocio, y que no han querido soltar prenda mientras viviera el Rey.

-Esta noche no hay junta.

-Esta noche no -dijo Elías, tomando el vaso de vino que sobre la mesa estaba y acercándolo a sus labios-. Pero, ¿qué aguachirle es este?

-Es lo que yo bebo. Es del propio cosechero de Esquivias.

-Esto es veneno puro... Pero ¿no has de tener en tu despensa ni siquiera dos azumbres de blanquillo para que los amigos brinden por el triunfo de la mejor de las causas?

-¡Tablas, Tablas! -gritó Carnicero, y cuando el atleta apareció en la puerta, le dijo-: Gandul, ¿estás sordo?... Vete a la taberna de la calle del Burro y trae una botella de Jerez seco o de cosa que lo parezca. Anda pronto. Oye, ¿no hay bizcochos en casa? trae también bizcochos... Jerez seco... pronto.

Tablas era siempre diligente para traer vino, porque la expectativa de las sobras le aligeraba los pies. Así volvió prontamente con la compra, y un instante después los dos furiosos evangelistas de D. Carlos mojaban un bizcocho en el dotado licor. Después bebieron con prudencia, por ser ambos como D. Felicísimo, varones de mucha sobriedad.

-Por la religión triunfante -dijo Elías, empinando con gravedad.

-Por los buenos principios de gobierno -apuntó Negri-... Pero no bebe usted, Sr. D. Felicísimo.

-¿No bebes, Felicísimo? Eso no se puede consentir -manifestó Orejón con brío, apresurándose a ser Ganimedes del Júpiter de la agencia eclesiástica-. Verdad es que este Jerez quema como pimienta.

-Será viejo como yo -dijo Carnicero tomando la copa-. Pues brindo...

Las tres copas chocaron con alegre campanilleo, debido principalmente al temblor del pulso de D. Felicísimo.

-Brindo por la felicidad de España.

-Que ya está segura.

-Otra copa.

-Hombre...

-Otra.

Orejón llenó obra vez las tres copas, con no poco sentimiento de Tablas, que alejado por el respeto, contemplaba las mermas de la botella.

-Es buen vino -indicó Carnicero, en tono de conocedor-. Pero yo no sé si mi cabeza...

-¡Qué cobarde!... Felicísimo, otro trago... Vamos, a la salud de la familia real.

Este brindis fue acogido con tanto entusiasmo, que Carnicero se levantó de su asiento para dar más solemnidad al acto de envasarse en el cuerpo el generoso vino.

-¡Viva Su Majestad el Rey, Su Majestad la Reina y los serenísimos señores infantes! -exclamó Negri-. De las ruinas del masonismo se levanta el legítimo trono de España.

-Y de Indias... porque se volverán a conquistar las Indias.

-Se volverán a conquistar -dijo Carnicero, que se notó ágil y dio algunos pasos con cierta ligereza relativa-. Adiós, mis queridos amigos. Hasta mañana.

-Hasta mañana.

Orejón y el conde se retiraron. En el pasillo, donde salió a despedirles el dueño de la casa, fueron sorprendidos, como otro visitante anterior, por un gran desprendimiento de cascotes del techo.

-Llueven piedras, ¿o qué es esto? -gruñó Orejón deteniéndose.

-No es nada. Los ratones me tienen minado el techo. Ya os arreglaré, masoncillos.

El conde soltó una carcajada y se limpió la levita manchada de yeso.

-Pero ¿no tienes Inquisición en casa?

El gato saltó de un rincón, bufando, y subió por los maderos.

-Sí, allí veo la Suprema... ¡cómo maya! ¿Qué ruido es este?

Los tres se detuvieron con recelo, poniendo atención a un rumor que se sintió instantáneo, y que no era fácil referir a las paredes, ni al techo, ni al suelo, pues en todas estas partes de la casa parece que sonaba a la vez.

-Hombre, juraría que vi moverse una de estas vigas -dijo Orejón.

-Y yo juraría que he sentido temblar el piso.

D. Felicísimo prorrumpió en risas, diciendo:

-¡Qué cabezas pone un vaso de vino! ¡Vaya un par de camaradas!... El uno ve visiones, y el otro oye terremotos...

-Abur, abur.

-Hasta mañana.

Cuando se fueron, D. Felicísimo se quedó solo. Tablas se había retirado a su casa, y la criada, no pudiendo resistir al deseo natural de hablar con su novio, de quien había recibido aquella tarde palabra de próximos desposorios, se fue a la carbonería del número 8. El anciano agente cerró bien la puerta y volvió a su cuarto, único de la casa que tenía luz. Nada de esto merece contarse; pero sí lo merece muy mucho el fenómeno de que D. Felicísimo vio las paredes del cuarto dando vueltas en torno suyo, primero con lento giro, después con rapidez mareante. En vano trataremos de dar explicación a este peregrino hecho pidiendo datos a la ciencia de los terremotos, o buscando su origen en la inseguridad del edificio, que era, por desgracia, bastante grande y notoria. Todo cuanto se diga en este sentido será contrario a las reglas de la sana crítica, y así nos resolvemos a explicar lógicamente aquel volteo de paredes por la detestable calidad del vino que bebieron poco antes los tres dignos señores. El vino era tal, que si le hubieran tomado juramento habría declarado francamente no haber visto en toda su vida las bodegas jerezanas. Su padre y creador era el tabernero, un gran artífice de vidueños que habría sido capaz de fabricar agua, si el agua no estuviera ya fabricada para provecho del gremio. El aguardiente disfrazado que Tablas trajo de la taberna, hizo tal efecto en el cuerpo de D. Felicísimo y de tal modo se aposentó en su flaco cerebro, que el buen viejo perdió el uso regular de sus perspicaces facultades. Como hacía tanto tiempo que no probaba licores fuertes, su incontinencia de aquella noche (disculpable por el motivo patriótico que la originó) le puso en estado de ver las paredes jugando al corro, y le sugirió extravagancias y puerilidades indignas de persona tan respetable. Dando fuerte golpe en el suelo con su pesado pie, exclamó bruscamente:

-¡Quieta, España, quieta!... ¿Bailas de gusto por la felicidad que te ha caído?... Ten calma, Nación, ten calma y espera tranquila el triunfo de tu Rey sacratísimo.

Carnicero creyó que su valiente exhortación al reino danzante había hecho efecto, porque dejó de ver movimiento en las paredes.

-Así, así te quiero -dijo dando algunos pasos para llegar a su sillón y sentarse- pero en vez de andar hacia la mesa, dirigiose al testero opuesto. No paró hasta tropezar con la pared, y al sentir el choque, llenose de cólera y dijo:

-¿Quién me estorba el paso?... ¿Quién es el atrevido que no me deja llegar al sillón?

Esperó respuesta; puso atento oído a los rumores que creía sentir. Todo, no obstante, era silencio. Pero a D. Felicísimo se lo antojó que oía fuertes golpes en la puerta de su casa. «¡Quién!» gritó tres veces poniendo entre cada grito larga pausa de espera. Mas un silencio lúgubre seguía reinando en la mansión desierta. De improviso sintiose por el techo como un aluvión de pisadas tenues, pero en tal número que formaban imponente estrépito. Eran los ratones que en tropel corrían por aquellas regiones baldías donde habían abierto con su habilidad y paciencia infinitos caminos y derroteros.

-¡Ah! -exclamó Carnicero riendo con lastimosa imbecilidad-. Son los reales ejércitos que van al combate. Adelante, bravos batallones. La hora del triunfo se acerca. Que no quede de masonismo ni el grueso de una uña.

Pasado algún tiempo, oyose reproducida a lo lejos la misma algazara en el techo. Parecía que reñían en la sombra de los pasillos los ejércitos de alimañas y que había retiradas tumultuosas, furibundas embestidas, victorias súbitas, heroicos choques y horribles desmayos. Carnicero dejó de atender a aquel fragor lejano y empujó la pared, queriendo vencer el obstáculo que, según él, le impedía llegar a su cómodo asiento.

-Digo que necesito llegar a mi sillón -repitió-. ¿Quién eres tú?

Alzó los alucinados ojos el anciano y vio lo que en la mitad de la pared había. Era un hermoso cuadro, retrato de Fernando VII, colgado allí treinta años antes, y que D. Felicísimo había contemplado desde su asiento muchas veces, recreándose en la perfección de la pintura y en la exactitud del parecido. El cuadro era bueno y representaba a Su Majestad en gran uniforme, de medio cuerpo, con aire y bríos juveniles, nariz luenga, cabellos negros, ojazos llenos de relámpagos y aquella expresión sensual y poco simpática que caracterizó al Deseado Aborrecido. Tan trastornado estaba Carnicero, que le parecía ver por primera vez aquella figura en su gabinete, y retrocedió con cierto espanto. Mas reponiéndose y haciéndole frente, como si también la figura hacia él caminase, se encaró con ella, amenazando con su semblante plano el pintado rostro del Rey, y le dirigió estas arrogantes palabras :

-¿Qué tal le va a Vuestra Majestad en los Infiernos?... ¡Ah! Perfectamente sin duda. Vuestra Majestad lo ha querido. ¿Qué tal saben los tizonazos? Yo me permito decir a Vuestra Majestad con todo respeto que Vuestra Majestad está bien donde está. Las cosas vuelven a su natural ser, y el Reino se ha salvado. España está libre de su monarca impuro y acepta el dulcísimo yugo de ese arcángel a quien Dios hizo nacer hermano de Vuestra Majestad Real.

Calló el viejo y siguió mirando la figura, que de agradable se hizo repentinamente espantosa, porque sus ojos echaron llamas, su nariz tomó las dimensiones de elefantina trompa, y su mano soltó el bastón de mando para echarse fuera del cuadro... La mano, sí, se echó fuera del cuadro, y todo el cuerpo del Rey salió en seguida cual si traspasase el umbral de una puerta. D. Felicísimo retrocedió sintiendo que su valor se extinguía, que sus bríos se aplacaban, que toda su sangre se congestionaba en el corazón. Vio venir la horrenda estampa del Rey cubierto de galones y cruces; vio que el brazo se extendía, que la mano se alargaba y le cogía por la muñeca, a él, el pobre anciano flaco y canijo; sintió que aquella mano pesada como el sueño y más fría, mucho más fría que el mármol apretaba sus huesos hasta deshacerlos, mientras los ojos fulgurantes del Deseado le traspasaban con mortífero rayo. El pobre anciano no podía gritar, ni desprenderse de aquella tenaza, ni siquiera encomendarse a Dios, porque había en su mente una perturbación horrible y se volvía tonto. La imagen infernal no sólo le atenazaba sino que se le llevaba consigo, empujándole a profundidades negras abiertas por el delirio y pobladas de feos demonios.

Y así pasó un rato sin que cesasen los efectos del licor que tan alevosamente tomara el nombre y la figura del Jerez. Mientras a D. Felicísimo se le antojaba realidad el desvarío que hemos descrito, la realidad era que el retrato estaba en su sitio y D. Felicísimo tendido en el suelo en completo trastorno físico y mental, sumergido en las tenebrosas honduras de la embriaguez. El buen señor no oyó, pues, los fúnebres maullidos del gato; no le vio entrar en la estancia con los bigotes tiesos, el lomo erizado, los ojos como esmeraldas atravesadas de rayos de oro, las uñas amenazantes: no le sintió saltar y hacer locuras cual si perdiera el juicio o estuviese tocado de mal de amores; no oyó sus horribles lamentos, seguidos de roncos bramidos, ni presenció la ferocidad con que a la postre se lanzó fuera, escalando la pared, cayendo, levantándose, subiendo por un poste, precipitándose por oscuros agujeros, para reaparecer luego desesperado y jadeante. El infeliz Carnicero no vio nada de esto, librándose así de una impresión horrorosa; no oyó tampoco el estruendo de las alimañas en el techo, retirándose al través de los tabiques y haciendo saltar bajo su paso débil innumerables pedazos de yeso; no pudo ver cómo cayó de pronto enorme porción de cascote en medio del pasillo, ni cómo algunos de los puntales se movieron y otros se rompieron cediendo al fin al peso de la techumbre podrida; no vio la primera oscilación de esta sobre la sala, ni la inclinación del tabique medianero, ni el vacilar de los de carga, ni la pavorosa lentitud con que las vigas del tejado cayeron sobre las del techo plano, aplastando la bohardilla como un bizcocho; ni oyó los crujidos de las maderas resistiendo todo lo posible el peso, ni el quebrantamiento de algunos tabiques, ni el cuartearse de los yesos, salpicando chinitas menudas que luego fueron piedras; ni vio desprenderse polvo de las alturas, precediendo a una lluvia de cal que luego fue pedrisco de guijarros; ni presenció la desviación de la pared maestra, que empezó haciendo una cortesía a la pared frontera por la calle del Duque de Alba, y luego se rompió por las ventanas y en la parte más frágil. D. Felicísimo no vio nada de esto, y así, cuando aquella mole podrida se desplomó en una pieza con estruendo más grande que el de cien cañonazos, él se agitó un instante en su sepulcro de ruinas, murmuró estas dos palabras: «suéltame ya», y pasó a la eternidad, no como quien se duerme, sino como quien despierta.

El rico archivo eclesiástico, cuyos legajos asomaban por las rejillas de los estantes excitando la veneración del espectador, estaba tan comido de la polilla, que al desplomarse la casa se desmoronó como seco amasijo de polvo, y parecía que todo entraba en el caos tras la dispersión de tanta materia inútil, de tanta borrosa letra y de tanta ranciedad como se acumulaba en los podridos escritos. Así los siglos y las instituciones caducadas entran como ríos de polvo en el mar de ruinas de lo pasado, que se agita por algún tiempo y se emborrasca, hasta que al fin se asienta y se endurece, se petrifica y queda para siempre muerto. Nada sabríamos de lo que contiene este sepulcro inmenso en que tantas grandezas yacen, si no existiese el epitafio que se llama historia.

La noticia del desastre se extendió rápidamente por todo el barrio. Vino Pipaón temblando de miedo y harto intranquilo por la suerte que en aquel inopinado hundimiento hubiese cabido a las gruesas cantidades que D. Felicísimo guardaba en su propia casa. Más tarde se congratulaba en lo íntimo de su pecho de una catástrofe que inutilizó en el díscolo viejo el perverso intento de privar, en lo posible, a su nieta de la herencia que le correspondía. Hasta en aquel deplorable accidente se manifestó la decidida protección que el cielo dispensaba al cortesano de 1815, apartándole de todos los peligros y allanándole los caminos todos para que llegase a donde sin duda alguna debía llegar. Por esto decía Don Rodriguín: Divisum cum Jove imperium Pipao habet.

En la tarde del día 1.º de Octubre D. Benigno Cordero contemplaba, con afligido semblante las ruinas de la casa del absolutismo. Una docena de ganapanes, vigilados por individuos de la policía y de la curia, removía los escombros, sacando cascote, podridas vigas, y muebles hechos astillas. El dinero y el cuerpo de D. Felicísimo aparecieron al fin como objetos extraídos de una excavación pompeyana, entre el pasmo y la consternación de los espectadores, movidos quien de curiosidad, quien de codicia. Él de Boteros tenía en aquella tarde ocupaciones que no le permitían estar como un bobo mirando la exhumación, y después de rezar un par de Padre-nuestros por el alma del que fue paisano y amigo, y de encomendarle a Dios con devoción, entró en una casa próxima. Recibiole un criado, y aquí fue la sorpresa, aquí la suspensión de D. Benigno, que se tuvo por más hundido y aplastado que Carnicero, al oír lo que oía.

-¿Pero se ha ido, se ha ido de Madrid por mucho tiempo? -preguntó el buen señor, después de larga pausa, en que no supo lo que le pasaba.

-Para mucho tiempo, sí señor.

-Luego ha ido lejos.

-Muy lejos, aunque no dijo adonde.

-¿Pero usted está seguro de lo que dice? Usted está trastornado.

-El señor se ha ido y no volverá pronto.

-Entonces habrá dejado algún recado o carta...

-El señor escribió una carta; pero no la dejó en casa.

-¿Pues dónde, hombre de Dios, dónde?

-La dejó a D. Felicísimo Carnicero.

-¡Bendito Dios! -exclamó D. Benigno, golpeando en el suelo con un pie-. ¿Y a usted no le dejó recado verbal para mí?

-¿Para el Sr. de Cordero? Sí señor. Me dijo que D. Felicísimo enteraría a usted del motivo de su viaje y le daría una carta.

-¡Barástolis!... Hay cosas que parecen obra de Satanás.

Y reproduciendo en su mente el espectáculo de los escombros que había visto a dos pasos de allí, pensó que para encontrar la carta era preciso levantar muchas varas cúbicas de polvo y astillas, un cadáver y el pesadísimo pie de la curia, puesto sobre el tesoro, como el pie del pilluelo que pisa la moneda caída, mientras su dueño la busca paseando los ojos por la tierra. Exhaló Cordero de su pecho un suspiro en que parecía que la mejor parte de su alma se escapaba en busca del fugitivo, y salió abrumado de pena. En la calle el gentío que se agolpaba junto a las ruinas le dio a entender que sacaban aquel precioso fósil que fue agente eclesiástico. Entonces dio un suspiro mayor, diciendo para sí: -También nosotros nos hundimos; también a nosotros se nos ha caído la casa encima.

Acordose entonces de Sola, a quien había dejado en su casa esperando el resultado de aquella visita, y no pudo menos de traer también a la memoria las corazonadas de la huérfana antes de salir de los Cigarrales. No queriendo dar a esta la desagradable noticia sin acompañarla de algún consuelo, hizo averiguaciones prolijas aquella misma tarde, y después de hablar con algunos amigos del fugitivo y de hacer mil preguntas en varios mesones y paradores, se retiró a su casa si no con la certidumbre, con la sospecha fundadísima de que Salvador había ido al Norte. Esto, las voces que habían corrido acerca de las opiniones últimamente adoptadas por su amigo y la circunstancia de haber partido en el mismo día en que murió Su Majestad, llevaron a Cordero de cavilación en cavilación hasta ponerle en el trance de creer lo que el día anterior le parecía increíble.

-No -pensaba andando hacía su casa-, aquel tesoro no puede ser para un aventurero. Mi hija no se casará con un hombre que así juega con los santos principios, con un hombre que ayer fue exaltado liberal y hoy absolutista de trabuco y sobrepelliz. Ella misma apartará de él su espíritu y su corazón, y entonces...

El semblante del de Boteros se animó. Toda idea nueva y feliz produce como una llamarada interior, cuyo reflejo sube al rostro, cuando este no se ha educado en el disimulo y la hipocresía. Cordero avivó el paso y apretó fuertemente el puño del bastón, repitiendo:

-Entonces...