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Un faccioso más y algunos frailes menos/XXVII

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XXVII

Desgreñada, lívida, con los ojos chispeando furia, las manos temblorosas, los dedos tiesos y esgrimidos al modo de cuchillos, la boca seca, por ser las voces que de ella salían más bien ascuas que palabras; más parecida a demonio hembra que a mujer, estaba Maricadalso en la puerta de una casa humildísima de la calle del Peñón. Sus gritos pusieron en alarma a la calle toda, como las campanadas de un incendio, y por ventanas y puertas aparecieron los vecinos. ¡Qué caras y qué fachas! El gritar de Maricadalso era por momentos lastimero y dolorido, a veces amenazador y delirante. Sus cláusulas sueltas, saliendo de la boca en chispazos violentos, no entran en la jurisdicción del lenguaje escrito, porque lo característico de ellas dejaría de serlo al separarse de lo grosero. Palabras eran de esas que matizan y salpimentan las disputas populares; equivalen al siniestro brillo de la navaja en el aire y al salpicar de sangre soez entre las inmundicias que de un corazón rudo salen a una boca sedienta de injuria. Entre lo que no puede reproducirse se destacaban estas frases. -¡Mi hija muerta!... ¡Cosas malas en el agua!... ¡Esos pillos!...

Muchas damas de candil, vestigio envilecido de las que inmortalizó D. Ramón de la Cruz, rodearon a Maricadalso. Una harpía que grita en medio de la calle del Peñón o de otra cualquiera de aquellos barrios, tiene la seguridad de llevar el convencimiento más profundo al ánimo de su auditorio, sobre todo si lo que dice es un disparate de esos que no entran jamás en cabeza discreta. Con mágica rapidez, todas las mujeres qua rodearon a Maricadalso se asimilaron las opiniones y sentimientos de esta. El pueblo es conductor admirable de las buenas como de las malas ideas, y cuando una de estas cae bien en él, le gana por completo y le invade en masa. Bien pronto la harpía individual fue una harpía colectiva, un monstruo horripilante que ocupaba media calle y tenía cuatrocientas manos para amenazar y doscientas bocas para decir: ¡Cosas malas en el agua!

Quien no piensa nunca, acepta con júbilo el pensamiento extraño, mayormente si es un pensamiento grande por lo terrorífico, nuevo por lo absurdo. Aquel día habían ocurrido muchas defunciones. Varias familias tenían en su casa un muerto o agonizante. En presencia de una catástrofe o desventura enorme, al pueblo no le ocurren las razones naturales de lo que ve y padece. Su ignorancia no lo permite saber lo que es contagio, infección morbosa, desarrollo miasmático. ¿Y cómo lo ha de saber la ignorancia, si aún lo sabe apenas la ciencia? El pueblo se ve morir con síntomas y caracteres espantosos, y no puede pensar en causas patológicas. Cristiano de rutina, tampoco puede pensar en rigores de Dios. Bestial y grosero en todo, no sabe decir sino: ¡Cosas malas en el agua!

Esta idea de las cosas malas arrojadas infamemente en la riquísima agua de Madrid, con el objeto puro y simple de matar a la gente, cayó en el magín del populacho como la llama en la paja. No ha habido idea que más pronto se propagase ni que más velozmente corriese, ni que más presto fuera elevada a artículo de fe. ¿Cómo no, si era el absurdo mismo?

Algunas mujeres subieron a ver el cadáver de la hija de Maricadalso, cuyo ataúd acababa de traer López. Era una muchacha bonita, cigarrera, con opinión de honrada. Maricadalso subía a su casa, lloraba junto al cuerpo de su hija, bajaba a gritar de nuevo, blasfemando, volvía a subir y a llorar... Ya no parecía la Muerte sino la Locura cantando a su modo el Dies iræ. En tanto veinte, treinta, cuarenta hombres subían hacia la plaza de la Cebada propagando aquel satánico evangelio de las cosas malas en el agua. Encontraron a Timoteo Pelumbres, esposo de Maricadalso y padre de la muerta. Oyó este el griterío y soltando las herramientas que llevaba, corrió presuroso a una taberna donde varios hombres disputaban.

-¿Veis? -gritó mostrando el puño-. Todo el mundo lo dice... ¡Han envenenado las aguas!

Inquieto, feroz y pequeño, Timoteo tenía todas las apariencias del chacal, la mirada baja y traidora, los músculos ágiles, el golpe certero. Atacaba de salto. Era el mismo a quien vimos haciendo buñuelos en la tienda inmediata a la gran carnecería de la Pimentosa, de quien era protegido, lo mismo que su mujer. Era el mismo a quien vimos hace mucho tiempo, acaudillando la fiera cáfila que asesinó a martillazos al cura Vinuesa en la cárcel de la calle de la Cabeza. Aquel tigre pequeño vivió mucho. Alcanzó los tiempos de Chico.

En la taberna hacía falta un orador para electrizar el selecto concurso. Aquel orador fue Pelumbres, que hablaba mostrando el puño y frunciendo las cejas. Las mujeres pasaron gritando. Entre ellas se divulgó una de esas noticias que electrizan, que redoblan el entusiasmo y aguzan el soez pensamiento. La noticia era esta: De los dos chicos a quienes se había sorprendido poco más arriba echando unas tierras amarillas en las cubas de los aguadores, el uno fue muerto al instante, el otro logró escaparse y se refugió... ¿dónde? en el mismo San Isidro.

-Como que de allí ha salido todo... -dijo una voz que se esforzaba en ser autorizada y convincente a pesar de ser la voz de un salvaje.

-¿Qué ha salido de allí?

-Los polvos.

-¡Los polvos!

El que esto aseguraba era un hombrón, un animal de esos que aparecen en las tempestades populares, sin que se sepa bien quien los trajo, y en todas ellas dejan señal sangrienta de su paso. Seguíale una docena de individuos de esos que al mirarnos muestran cara humana, si bien es muy dudoso que sean hombres.

-Sí, señores, todo está averiguado -añadió el desaliñado orador, que era Tablas en persona-. Y si faltase testimonio, aquí estoy yo para darlo.

Dos mujeres se le colgaron de cada brazo. En torno suyo hízose un corrillo. Formábalo esa curiosidad de lo horrible que reúne gente en derredor de los patíbulos, del charco de sangre, señal de un crimen, o junto a la oscura agonía de un perro. Tablas se enorgulleció de su papel. Aquel día era un día suyo, un día en que iba a mostrar su poder con pretensiones de poder político, ¡oh! ¡qué gran momento! Dos docenas de perdidos le obedecían, como obedece la piedra a la honda. Tablas era la honda; pero distaba mucho de ser la mano.

-Pues, sí señores -añadió López-. ¡Yo mismo les he llevado ayer un saco con media fanega de veneno!

-¡Media fanega de veneno!

-¿Y tú se lo has llevado?

-Sí, porque no sabía lo que era. No es la primera vez que esos malvados reciben remesas de veneno. El saco que les llevé ayer vino de Cataluña para ese... No le quiero nombrar.

-Di tú, parlanchín -gritó una voz detrás del corrillo-. ¿Se ha muerto también la Pimentosa?

-Para eso va. Esta mañana despertó con el mal.

-¿Ha bebido agua?

-Ha tomado los mismos polvos como medicina.

Una exclamación de horror acogió esta terrorífica aseveración.

-¿Quién se los ha dado?

-Curas y frailes que todos son unos. Diéronselos como medicina santa, y tomarlos y empezar a sentir las arcadas del cólera, fue todo una misma cosa.

Esto era demasiado espantoso para que el digno concurso pudiera hacer comentarios. El silencio torvo con que lo oyó probaba su escasez de ideas ante aquel hecho y el alarmante recogimiento de sus pasiones, que se concentraron para brotar en seguida con más fuerza. Tablas puso cara afligida. Deseaba excitar en favor suyo la compasión de la multitud y pasar por una víctima de las malas artes de cierta gente. Pero en su rudeza no acertaba a ingerir la idea política en aquella serie de locos desatinos. Tratándose de difundir un disparate y de darle la inverosimilitud que le hace más asequible a la mente del vulgo, Tablas no carecía de habilidad, porque así como el búho ve en las tinieblas, ciertos entendimientos tienen la aptitud del absurdo. Pero él quería razonar, emitir un fundamento, más que por justificar la asonada, por darse satisfacción a sí mismo, como hombre de opiniones políticas. Necesitaba una fórmula que le diese prestigio entre sus oyentes adjudicándole cierta iniciativa con asomos de jefatura.

Frunció el ceño, bajó la cabeza, recogió su pensamiento para buscar la fórmula que necesitaba. Como en ocasiones parecidas, en aquella su frente semejaba el duro testuz del toro, previniendo la acometida. La chispa brotó entre las nieblas de aquel caletre, pues no hay cerebro por tenebroso que sea, que no tenga sus rehendijas por donde entre a veces algo de luz.

-¿No sabéis lo que es esto? -dijo con gran animación-, sintiendo vislumbres de genio-. ¿No sabéis lo que esto significa? Envenenar por gusto de envenenar no es...

Buscaba la palabra lógico, que había oído muchas veces en el club: pero no daba con ella. La palabra se le atarugaba sin querer pasar, como una moneda grande que no puede entrar por la pequeña hendidura de una hucha.

-No es, no es... -añadió forcejeando con el vocablo y echándole fuera al fin, aunque desfigurado, no es ilógico. ¿Por qué envenenan a la gente? Para acabar con los liberales. Ellos dicen: «No podemos aniquilar a nuestros enemigos uno a uno, pues acabemos con todo el género humano». (Sensación profundísima.)

Comprendió que le vendría muy bien en aquel caso un recuerdo histórico, y volvió a fruncir el ceño. Esto era difícil en extremo y su cerebro no tenía capacidad para contener un suceso histórico. Equivalía a querer meter, no ya una moneda, sino un camello dentro de la hucha. Pensó mucho y se rascó la frente. Había oído en el club multitud de menciones y referencias de acontecimientos pretéritos; pero a él ninguna se le venía a las mientes. De pronto una mujer, ¡oh genio de la mujer! dijo esto:

-Es como lo de Herodes.

Tablas se estremeció de júbilo. Tenía lo que necesitaba. Ahuecando la voz y marcando con su manaza un compasillo oratorio, prosiguió su discurso así:

-Sí, señores; así como el tirano Herodes, para ver de perder al niño Jesús, mandó matar a todos los niños, según rezan los Evangelistas, estos canallas, para ver de acabar con un partido, con el partido liberal, quieren matar a todos los españoles, a todo el género humano, a todo el globo terráqueo.

Describió con el brazo extendido un vasto y rapidísimo círculo. Sabe Dios hasta donde habrían llegado las retóricas del antiguo tablajero, si en aquel momento no permitiese Dios una repentina tragedia. Era el primer hecho terrible, brotando de la última palabra de López. En el populacho las palabras ardientes tienen una propagación pasmosa, y pasma también la rapidez con que de estas flores de la barbarie salen frutos de sangre. Un lego atravesó por delante de la Latina, dobló la esquina de la plazuela siguiendo en dirección a Puerta de Moros. Iba presuroso y acobardado, llevando un paquete de papel en la mano, algo como dos libras de azúcar, recién compradas en la tienda.

-¡Aquel lleva veneno! -gritaron varias mujeres corriendo hacia él.

El lego fue rodeado por un grupo y desapareció en él. No se vio más que un estremecimiento de brazos y cabezas, un enjambre de cuerpos que forcejearon entre gritos. Algunos ayes lastimeros se deslizaron entre el vocerío. Después sólo se veía una masa de gente en lúgubre cerco silencioso mirando al suelo.

Tablas había tomado otra dirección. Por un momento el populacho se dividió. Los girones de aquella nube negra vagaron un rato por las calles de los Estudios, Toledo, plazuelas de San Millán y de la Cebada. Gran confusión reinaba. El atleta, con su media docena de facinerosos caminó hacia la calle de las Maldonadas. Cerca de la puerta de su casa vio a Romualda que salía presurosa, y la llamó:

-¿Y Nazaria?

-Lo mismo.

-¿Hay alguien arriba ?

-Nadie, yo sola; digo, yo he bajado.

-Sube y tráeme mi navaja grande que está sobre la cómoda.

-Madre Nazaria me ha mandado por agua. Tiene sed.

-Ve primero por la navaja.

Romualda subió, mientras Tablas y sus amigos conferenciaban gravemente en la puerta. Era un consejo de guerra de caníbales en la expectativa de una gran batalla-merienda. Cuando Romualda bajó con la navaja, López dijo a los amigos:

-El Gobierno mandará tropas a defenderles. Bueno es estar prevenido. Mira, Rumalda...

Romualda había pasado ya a la otra acera, y desde allí les miraba con espanto. Su cara de hambre y miseria, su aspecto de cansancio no excitaban la compasión de aquellos caballeros andantes de la plebe.

-Rumalda.

-Señor.

-Sube y tráeme las dos pistolas que están colgadas junto a la cama... Después llevarás el agua a Nazaria.

-Madre Nazaria no me ha mandado por agua. Ya no tiene sed. Me ha mandado por un cura. Dice que se muere.

-¿Por un cura?... ¿Y dónde están los curas, mentecata?... Di a Nazaria que no se muera, que volveré pronto... Corre y tráeme las pistolas.

-Voy por el cura.

-Sube y trae las pistolas -gritó López.

La coja entró en el portal, y emprendió su lucha con la escalera. Esto empezaba a ser para ella como beberse el mar. Y se lo bebía.

Poco después el atleta y sus amigos volvían a la calle de los Estudios. Un reloj dio la hora. Eran las tres de la tarde. Ya en la puerta que el Seminario tiene por la calle del Duque de Alba, los sicarios del lego formaban un grupo imponente, montón de humanidad digno de un basurero, en el cual brillaban aceros de navajas y burbujeaban blasfemias. Gritaron, golpeando la puerta. Tablas se presentó, quiso mandar; pero no le hicieron caso. Abriose la puerta, o franqueada por dentro o rota desde fuera, que esto no se sabe bien. El populacho entró. Detúvose en el vestíbulo ante una figura que estaba allí sola, imponente, inmóvil, como imagen bajada de los altares. Era el Padre Sauri, joven, flaco, pálido, valiente. La palidez, la energía de las facciones del jesuita, sus ropas negras, su valor quizás contuvieron un instante al populacho. Aquella repentina quietud parecía la perplejidad del arrepentimiento. El jesuita dijo con voz sonora y conmovida: ¿qué queréis?

Difícil era contestar a esta pregunta con palabras. Los sicarios no sabían bien lo que querían. De entre ellos salió una voz que gritó: Queremos tu sangre, perro. No fue preciso más. El Padre Sauri desapareció. No puede describirse su horroroso martirio. De manos de los monstruos pasó a las de unas cuantas harpías que le arrastraron hasta la plazuela de San Millán, mutilando su cadáver en el sangriento camino.

En tanto los asesinos se difundieron por los inmensos claustros del vasto edificio. Oíanse pasos precipitados y ayes lastimeros en lo alto violentos golpes de puertas que se cerraban. Era jueves, y los colegiales externos estaban en sus casas. Muchos jovenzuelos internos fueron acometidos. Para saber si eran realmente colegiales o Padres disfrazados de alumnos, los sicarios les quitaban el bonete buscando la corona sacerdotal.