Un intelectual
El doctor X es un intelectual. Hace veinte años, padeció una neurastenia decisiva. Desde que estuvo a punto de quedarse imbécil, a consecuencia de excesos mal desinfectados, X descubrió que tenía talento, y divulgó la noticia. Hoy se le ve robusto y colorado. Sus ojos grandes y redondos resplandecen de salud satisfecha. Como es doctor, ha ganado mucho dinero, y está muy ocupado en descansar. Afirma que la neurastenia ha dejado en él rastros siniestros, y es preciso acabarla de vencer. Se dedica pues a una ociosidad higiénica y prolongada. Cuando piensa uno en las obras que hubiera podido escribir, se maravilla uno: ¡Qué cabeza!
Ha publicado en vida tres folletos, hasta de sesenta y tres páginas el mayor, sin contar el índice de las materias contenidas: todos con advocaciones, dedicatorias, prefacios y advertencias, notas prolijas y márgenes de media vara. El uno es político, el segundo jurídico y el tercero histórico. Valen tanto uno como otros. X es enciclopédico y además miembro correspondiente de algunas academias del extranjero. La señora de X suspira: «le adoro al doctor, ¡es tan científico!»
El doctor X se hace enviar todos los libros importantes que aparecen en Europa. El idioma le es indiferente. Los anchos vapores de Mihanovich depositan cuidadosamente en el muelle, cada semana, pesadas cajas repletas de impresos. X se estremece de entusiasmo. Palpa, verifica, encuaderna y cataloga. La biblioteca alcanza ya a quince volúmenes. ¡Lástima que nadie los lea!
Entrad en el gabinete del doctor X y os sentiréis invadidos por el respeto que imponen los oratorios del saber. Altos y sombríos anaqueles, pegados al muro y acortinados de rojo, guardan intactos los tesoros de la moderna erudición. Ricos objetos relucen reposada y desdeñosamente en la penumbra de la pieza. Sentado en la mesa amplia y augusta, convenientemente cubierta de tomos y papeles, el doctor X medita. Os ha oído, se arranca generosamente a sus reflexiones, se digna sonreír, desata vuestra timidez, con amabilidad hidalga. Parece verdaderamente alguien.
Es muy visitado, porque además de los tratados de metafísica y de sociología le mandan de allá un té exquisito y un coñac auténtico. Ha aprendido muy bien cómo debe recibir un intelectual de primera clase, sobre todo cuando tiene dos estancias y suntuoso mobiliario. No se equivoca un momento. Se diría que nunca ha hecho otra cosa.
Varias cosas sorprenden cuando se le trata: la figura marcial, de hombros atléticos y bigotes fornidos. Cuerpo excelente para un labrador o para un sargento de caballería. El doctor os alarga la mano, y tembláis al adivinar el apretón formidable. Pero nada; el bloque de carne descansa inerte, entre vuestros dedos: un pedazo de lomo crudo. Después, los gestos lentos y ceremoniosos, que se hacen a sí mismos reverencias. Después la voz mesurada, morigerada, igualita. Pronuncia despacio, colocando en equilibrio las frases sobre la atmósfera. Comprende que la posteridad le escucha y no quiere pasar con erratas a la historia.
Después desea uno fijarse en lo que dice. Esto es difícil, y más difícil recordar lo que dice. ¿Dice algo? Quizá no. La conversación de X es una especie de solemne pantomima, acompañada en sordina por puro lujo.
A fuerza sin embargo de escarbar la memoria, saco a flote ciertos tópicos de X. Admiro la seguridad con que el doctor resuelve las más oscuras cuestiones. Para él ha encontrado el siglo XIX la clave de todos los enigmas. El materialismo de Buchner explica de un golpe los misterios que durante miles de años atormentaron a la humanidad. X compadece a los curas, a los espiritualistas, a los que sueñan todavía el más allá. ¡Pobres diablos! Debilidad de espíritu. El doctor suele también referir en largos períodos impecables y vacíos las diversas obras que proyecta escribir. Otras veces alude a los personajes que le fueron a ver durante la semana. Jamás menciona directamente sus nombres; los rodea de tinieblas. Así murmura: «donde está usted estuvo anteayer el señor secretario de la Dirección General de la Estadística», o si no, con más siglo aún: «vino a consultarme una persona que desempeñó trascendental papel en los sucesos políticos de fines del 89». En cuanto a lo que estos señores dijeron... discreción absoluta.
En una ocasión, en una sola, es cierto, vi al doctor X abandonar esa serenidad goethiana, tan propia de un alma superior. Estábamos tomando el famoso té. Una niña morena y humilde se acercó trayendo el famoso coñac en una bandeja, flanqueado de copas dimantinas. La criadita tropezó, y botella y copas se hicieron añicos. El doctor, olvidándose súbitamente quién era, se levantó y descargó su manaza de carretero en la morena carita de la niña asustada. Contemplé marcadas en sangre las cinco uñas de la zarpa, y comprendí que no sólo hay inteligencia en X, sino emociones naturales. Es un intelectual completo.
Publicado en "El Diario", Asunción, 22 de octubre de 1907.