Un libro condenado
Noticias sobre el autor y su obra
I
[editar]Galán de capa y espada e hidalgo de relumbrón, en ocasiones, y en otras legítimo mozo cunda y de todo juego, era en el primer cuarto del siglo XVII un don Pedro Mexía de Ovando, que así lucía guantes de ámbar, chapeo con escudete de oro y plumerillo y parmesana azul de paño veintidoceno con acuchillados de raso carmesí, en los opulentos salones del señorial palacio de los virreyes marqués de Montes Claros y príncipe de Esquilache, como arrastraba su decoro en los chiribitiles de la Barranquita, Pampa de Lara y Tajamar de los Alguaciles, a la sazón cuarteles de los hampones, tahúres, bajamaneros, proxenetas, pecatrices y demás gentualla de pasaporte sucio y vergüenza traspapelada.
Nacido en España e hijo segundo de un caballero del hábito de Santiago, después de haberse batido como bravo en el combate naval que en la isla de Pinos sostuvo la real armada con la escuadra del pirata Francisco Drake, vino nuestro don Pedro al Perú, donde su hidalga alcurnia y lo gallardo de su persona le abrieron de par en par las puertas de los más aristocráticos salones de la ciudad de los reyes. Más tarde lo irregular de su conducta dio motivo para que se le recibiese con tibieza, como si dijéramos a más no poder; y tales serían los desaires con que alguna hija de buen solar lo abrumara en un sarao, que despechado el mancebo, echose a escribir un libro con el nada caballeresco propósito de bajar el copete a encopetada familia, poniéndola como diz que Dios puso al perico: verde y en estaca.
No llevaba veinticuatro horas de dado a luz el engendro, cuando ya media edición se había vendido, y las familias de Lima andaban más alborotadas que gallinero de aldea con zorro a la vista; pues no pocas de ellas aparecían vulneradas con barras de bastardía, villano abolengo o cualquiera otra mácula de poca limpieza de sangre. Esto era gordo, muy gordo, en tiempos en que la sangre de la mayoría de los limeños no era roja o plebeya como hogaño, sino de añil subido
Los satirizados pusieron el grito en el séptimo cielo de Mahoma, y aun hubo quien pretendiera encomendar el desagravio a fornido negro caporal de hacienda, el cual, armado de gruesa tranca de algarrobo, se comprometió a dejarla caer a plomo sobre las costillas del insolente autor, y seguir menudeando los garrotazos hasta verlo molido y como para las andas de la caridad. Pero don Pedro, que era tan vivo como una anguila y que sabía escurrirse por entre los dedos, acertó a esquivar la paliza.
El inquisidor don Andrés Gaitán, azuzado por los enemigos de Ovando, metió su cucharada en el asunto, y dijo que habiéndose ocupado el escritor de nombres y personas que, según constaba en los registros del Tribunal, eran infectos (descendientes de herejes), era el libro caso de Inquisición. Por ende, y con la calificación de un dominico que en un par de horitas hizo la digestión del libro, su señoría se echó sobre los ejemplares que aún quedaban en la imprenta de Jerónimo de Contreras, y mandó leer en la catedral y en las parroquias edicto conminando con pena de excomunión mayor a todo el que teniendo el libro no lo entregase en término de tres días al Santo Oficio.
Era tan colosal el pánico que la Inquisición inspiraba a los candorosos vecinos de Lima, que apenas expirado el plazo tuvo el inquisidor Gaitán la complacencia de ver devorados en una hoguera, que se encendió en el panecillo de la casa del Tribunal, cuatrocientos sesenta y cuatro ejemplares de una edición que alcanzó a la cifra de quinientos ochenta, según lo consigna el escritor chileno Toribio Medina en el segundo tomo de su interesante Historia de la Inquisición de Lima, publicada en 1887.
Ítem decretó su señoría que el heraldista fuese preso a las cárceles de la Inquisición; pero cuando acudieron por él los alguaciles ya el pájaro había volado, y con vuelo tan alto que no paró hasta Méjico, donde gobernaba como virrey el marqués de Gelves, deudo y favorecedor de don Pedro.
En el tomo I del Nobiliario de Indias, impreso en Madrid en 1892, se encuentra un romance publicado en Lima contra el autor de la Ovandina y no pocas noticias sobre el libro.
Alguien ha confundido al autor de la Ovandina con don Diego de Mexía el sevillano, autor de un tomo de poesías titulado Parnaso Antártico, impreso en Sevilla por los años de 1608, poeta a quien Pedro de Oña elogió calurosamente en dos de sus sonetos. La confusión nace de que don Diego, después de haber residido diez años en Lima consagrado al comercio, en que le fue prósperamente, se trasladó también a Méjico en 1596; esto es, veinticinco años antes de que apareciera el libro que la Inquisición enviara al cenicero.
Como el brazo de la Inquisición era de una largura inconmensurable, alcanzó hasta Méjico, donde si bien no se enjauló al prójimo, se le previno que en caso de reimprimir el libro (si hallaba impresor capaz de cargar con una excomunión) o de dar a la estampa la segunda parte que de la Ovandina tenía prometida, no habría ya misericordia para él, sino mancuerda y tostón.
Don Pedro Mexía de Ovando se trasladó a Guanajuato, donde entiendo que murió en 1636, habiendo antes contraído matrimonio con la hija de un acaudalado mercader. Barrunto también que no volvió a escribir más prosa que la de los billetes amatorios a su novia, si es que para engatusar a la muchacha tuvo necesidad de gastar tinta, escarmentado como debió quedar con el recio peligro en que la pluma lo pusiera.
II
[editar]El capítulo que precede, y en el que ahora con amplitud de datos he hecho variaciones substanciales, apareció en mi libro Ropa vieja. En ese artículo consigné cuanto por tradición llegara a mi conocimiento sobre el autor y su obra, de la que casi tenía perdida esperanza de hojear ejemplar.
Mi buena estrella puso ayer bajo mis espejuelos un infolio que era ni más ni menos que el anhelado libro, y ahí va el lacónico extracto que su lectura me ha sugerido.
III
[editar]Primera parte de los cuatro libros de la Ovandina de don Pedro Mexía de Ovando, donde se trata de la naturaleza y origen de la nobleza de muchas nobilísimas casas, quien la dedica al Excelentísimo señor don Diego Pimentel, marqués de Gelves, Virrey, Gobernador y Capitán General de la Nueva España.
Tal es el título de un curioso y ya muy raro libro en folio menor, de 340 páginas, impreso en Lima en 1621 por Jerónimo de Contreras. Grabados sobre madera, y probablemente por buril de artista peruano, trae noventa y seis escudos de armas, aparte del retrato del autor. Exhíbese éste en arreo militar, armado con coraza de acero, luciendo rizado bigote que contrasta con los gemelos que cabalgan sobre perfilada nariz.
Después de la tasa en que los señores de la Real Audiencia ordenan que no se venda el libro a precio mayor de veintisiete pesos menos dos reales, viene la aprobación suscrita por el doctor don Alonso Bravo de Saravia y Sotomayor, caballero de Santiago, del Consejo de Su Majestad y aindamáis consultor del Santo Oficio, el cual declara no haber encontrado cosa que contradiga a nuestra santa fe católica, y por ende opina que se acuerde licencia para la impresión, a fin de que no quede en la obscuridad libro tan bien trabajado y su autor sin el premio que merece. Con tan autorizado dictamen no incumbía al virrey príncipe de Esquilache más que decretar, como lo hizo en 30 de enero de 1620, acordando a don Pedro Mexía de Ovando diez años de privilegio para impresión y expendio de la obra.
Tras corta dedicatoria al virrey marqués de Gelves, de quien, como del de Esquilache, asegura el autor ser pariente, viene el prólogo, en el cual da por razón de bautizar la Ovandina con su segundo apellido la de ser este libro el hijo primogénito de su entendimiento.
El volumen que a la vista tenemos comprende los dos primeros libros de la Ovandina, que en cuanto a los dos restantes, a pesar de estar escritos, no llegaron a imprimirse, porque la Inquisición, como hemos dicho, los anatematizó. Como tratado de heráldica o ciencia del blasón, no puede desconocerse que don Pedro tuvo pasmosa erudición histórica, y que al ocuparse de entroncamientos de familia podía dar tres tantos y la salida al mejor rey de armas que comiera pan en los dominios vastísimos de la Católica Majestad.
Capítulos hay en el libro primero muy entretenidos por el candor en que el heraldista admite como verdades evangélicas paparruchas de grueso calibre. Para solaz de los lectores voy a consignar la más gorda.
Dice don Pedro que fue en domingo y día 25 de marzo cuando Dios principió a hacer el mundo, y sobre este punto no aguanta conversación, manifestándose resuelto a darse de cintarazos con cualquiera que osare contradecirlo. Apóyase en la autoridad de un par de Santos Padres falibles y de un Padre Santo infalible, y no entiendo en qué cálculos matemáticos sobre la letra dominical. Cuéntanos después que Adán (¡pícaro goloso!) sólo permaneció siete horas en el Paraíso, que vivió 930 años y que murió en día viernes 30 de marzo. Me parece que esto es estar bien informado, y el que tenga más exactas noticias que avise por correo.
Capítulo especial consagra Ovando a probar que ni Abel ni Caín ni retoño alguno de Adán fueron caballeros hijodalgos, ni gozaron de las prerrogativas de la verdadera nobleza. En aquella edad (dice el autor) era Dios muy justiciero, frase que nos obliga a deducir que hogaño se ha acaramelado Su Divina Majestad un tantito con nosotros los pecadores, y nos da menos palo que el que repartía en los primitivos tiempos. Decididamente la humanidad está de enhorabuena en el siglo que vivimos. No todo ha de ser rigor y tratarlo a uno a la baqueta como al infeliz Adán. Concluye don Pedro estableciendo que sólo desde Nemrod ha habido nobleza, pues fue ese babilónico bandido el primer hombre que se invistió con el altísimo título de rey.
Tengo para mí que éste sería uno de los capítulos que sulfuraron al inquisidor Gaitán hasta el punto de encontrar masa de hereje en el autor; y también sospecho que otro capítulo en que Ovando niega a ciertas familias el derecho de anteponer la partícula de al apellido, debió levantar gran polvareda en la sociedad limeña, tan dada a lo nobiliario entonces como ahora en nuestra edad democrática, en que tratándose de humillos aristocráticos no sólo hay crème sino crème de la crème. ¡Valiente bodrio!
El segundo libro de la Ovandina se contrae exclusivamente a enaltecer la nobleza de algunos apellidos, y principalmente los de Mexía y Ovando, que son los del autor, así como el de los Borja o Borgia, que era el del virrey príncipe de Esquilache. ¡Fuego de Dios y lo santificado que presenta al papa Alejandro VI, y lo aquilatada que resulta en castidad y demás virtudes la célebre Lucrecia Borgia!
Algunas páginas dedica el heraldista a probar que los del apellido Mogollón procedieron de los Ovando y no los Ovando de los Mogollón, lo que nos hace presumir que entre ambas casas existía alguna quisquilla.
Hubo familias a las que por un grifo, dragante, barra, armiño, losange, panela, vero, besante, escaque o roel de más o de menos ocasionó don Pedro Mexía de Ovando un dolorazo de cabeza, como sucedió con la de los Ron, de quienes dijo que tenían por armas una bocina de oro en campo de azur, y por orla el mote los de Ron comen a este son, de sable (negro) en campo de oro. ¡Calumnia de protervo! Los de Ron parece que siguieron en Lima proceso para probar que la leyenda de su escudo no era en sable, sino en gules (rojo) sobre campo de oro.
Historietas graciosas como la de un obispo, pariente del autor, que fue resucitado por San Francisco, no escasean en la Ovandina. Vaya de muestra una sobre don Tristán de Puga, señor de Cotos en Galicia, y de antigua y cuartelada nobleza. Atacado alevosamente en el campo por un robusto pechero, desenvainó don Tristán la charrasca, y tiró un revés que partió en dos partes mitad por mitad al asesino. El de Puga exclamó entonces, maravillado de la pujanza de su propio brazo: ¡Corpo de Deos con vilao! ¡Y como estaba podre! (¡Cuerpo de Dios con el villano! ¡Y cómo estaba de podrido!).
Y basta; que para dar a mis lectores idea del libro excomulgado por la Inquisición de Lima, sobra con lo borroneado.