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Un viaje terrible/IV

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Tipos, intrigas, mujeres y accidentes pasaron a segundo plano. El océano no merecía de mis ojos sino una mirada distraída. Creo que el mismo fenómeno le acontecía al hijo del emir de Damasco. Una noche le sorprendí entrando subrepticiamente en el camarote de miss Herder, y como también miss Mariana no se recataba para ocultar su felicidad, el pastor Rosemberg llegó a estar un poco escandalizado, e incluso a felicitarse de que faltaran pocos días para terminar el endiablado viaje.

Efectivamente, por los cálculos que pergeñó mi primo, debíamos encontrarnos frente a Illo o entre los puertos de Moliendo y Callao. El agua, como es frecuente en esas regiones, adquirió un matiz calino que ha dado origen a la definición de "mar de leche". Grandes sábanas de azogada blancura se estrellaban contra las negras planchas del casco; por la noche el océano brillaba como si estuviera pintado horizontalmente de luz muerta.

A esta altura del viaje se produjo un grave accidente.

Eran las once de la noche. Un choque conmovió el costado de la nave, estremeciendo el lado izquierdo del "Blue Star" en toda la verticalidad. En la timonera, la campana del telégrafo de órdenes comenzó a repiquetear desesperada-mente, mientras que el buque, extrañamente herido, comenzó a girar suavemente. De improviso se produjo una ausencia de trepidación en el coloso:

—Acaban de detener las máquinas —susurró mi primo parándose a mi lado y con las tiras de lona del chaleco salvavidas cruzadas sobre el pecho.

Evidentemente, lo que acababa de ocurrir debía de ser muy grave. Nadie se permitió la debilidad de desmayarse. -Debemos de haber tocado un peñasco submarino -suspiré. Recuerdo que me sentí terriblemente asustado.

—No —murmuró el señor mexicano—. Si hubiéramos tocado el peñasco el barco estaría inclinándose a un costado.

La observación del señor Tubito era razonable. La gente alarmada por el tremendo silencio mecánico abandonaba apresuradamente los camarotes. Annie, en compañía de su madre y una señora irlandesa, vino a refugiarse a mi lado. Bajo sus chales, traían los chalecos salvavidas.

Sin embargo nada permitía suponer la existencia de una avería que hiciera agua en el casco. Sobre la llanura fosforescente en amarillo muerto el buque, monstruosamente silencioso, giraba sobre sí mismo, semejante a un toro que aguarda la acometida de su enemigo.

En pocos minutos el pasaje se encontraba en la pasarela buscando con los ojos, en redor, la presencia física del peligro. Todos hablaban en voz baja como si subconscientemente no quisieran con un sonido extemporáneo agravar el desequilibrio invisible, terriblemente latente en el espacio.

De pronto un marinero apareció, explicando en voz alta:

—No tengan miedo, señores. No tengan miedo. Se ha roto un perno del árbol del timón. No tengan miedo. Respiramos. Nada mortal de inmediato. Mi primo, rodeado de una parte del pasaje que lo examinaba, atónito de su clarividencia, gritó, pues ya no podía sujetar más su lengua:

—¡Esto no es nada comparado con lo que va a suceder!

En mi vida he visto a hombre recibir tan magnífico puñetazo. Luciano cayó sobre el entarimado arrojando un chorro de sangre por la nariz. El que acababa de confirmar sus presagios (aunque no personales) era el irritado Capitán, que vociferó:

—¡Encierren a este canalla en un calabozo!

Entre un grumete y el zapatero redimido del tirapié se llevaron a Luciano completamente exánime. Entonces, yo, plantándome frente al Capitán, comencé a chillar en defensa de mi primo; pero el Capitán, cruzándose de brazos, rugió:

—No toleraré que nadie alarme por su propio gusto a la tripulación. Este hombre se ha extralimitado y yo ya le había advertido...

—Estoy completamente de acuerdo con usted —intervino el caballero peruano...

—Usted también cállese inmediatamente o lo encierro...

Como el caballero peruano no esperaba este recipe cerró el pico, y el Capitán prosiguió:

—El desperfecto del timón será reparado dentro de pocas horas. Es un accidente sin importancia... pero no permitiré que ningún irresponsable se divierta atemorizando al pasaje.

Aquel bruto tenía razón. Es innegable que Luciano había rebasado la medida en el ejercicio de su profesión de profeta, pero los argumentos del Capitán, lejos de tranquilizar a los viajeros, terminaron por aterrorizarles. A nadie se le ocultaba que la avería no era un accidente sin importancia. Miss Mariana, que estaba al lado de Annie, dijo:

—Si no reparan pronto el timón iremos al garete. Menos mal que hay calma chicha.

Le pregunté si el aparato de telegrafía sin hilos continuaba deteriorado. Susurró:

—Sí.

El contratiempo podía ser gravísimo. Por otro costado, el pintor Tubito, como si creyera ser él solo conocedor del secreto del telégrafo, me informó:

—¿No sabe usted que el aparato de radiotelegrafía está descompuesto? Me aparté de la pasarela con Annie. El buque permanecía detenido en medio de una llanura que parecía pintada de amarillenta luz muerta. Se escuchaba solamente el zumbido eléctrico de los dínamos. La gente iba de popa a proa hablando en voz baja, gesticulando; algunos encontraban excesivo el castigo que el Capitán propinara a Luciano; otros descubrían que era merecidísimo y las hermanas del caballero peruano, en compañía de otras señoras, resolvieron reunirse en sus camarotes para impetrar la protección divina.

Ab-el-Korda, el hijo del emir de Damasco, hombre piadoso a pesar de sus costumbres disolutas para nuestro criterio occidental, desenfundó su Corán y se dio a meditar en las apariencias que revestiría el Ángel de la Muerte cuando viniera a pedirle cuentas de su conducta terrestre. Miss Mariana tornó a sumergirse en el camarote del radiotelegrafista. Miss Herder, la feminista, me causó la impresión de estar dispuesta a convertirse al islamismo, porque junto al árabe le prodigaba los consuelos de una hurí pecosa (suponiendo que las huríes puedan tener pecas). El conde de la Espina y Marquesi se anegó con el médico y los truhanes de su compañía en otra interminable partida de poker. Los ganapanes del servicio de comedor, el ex guarda-agujas y el apache renegado, me parecieron dispuestos a degollarnos a las primeras de cambio, excitados por esa atmósfera de fatalidad que parecía pesar sobre el buque y de la que mi primo Luciano era el único e infalible clarividente.

Aprovechando que el Capitán y sus hombres estaban ocupados en la reparación del aro del timón, bajé al compartimiento de máquinas, a cuyo costado, entre la escalera dos y tres se encontraban los calabozos, y me puse al habla con Luciano a través de los agujeros de la puerta de hierro. Su voz, sofocada por el tabique de hierro, resopló indignada:

—No te desprendas del salvavidas. Vete a mi maleta y tráeme el revólver.

—¿Para qué quieres el revólver?

—Para saltarle los sesos a ese canalla... No tengas miedo. Igual naufragaremos y nadie nos podrá pedir cuentas por la muerte de esa bestia.

Mi primo estaba trastornado de furor.

Me aparté del calabozo con el propósito de aminorar sus padecimientos.

Durante toda la noche los mecánicos, vigilados por el Capitán, repararon la avería del timón. Los hombres, encaramados en un bote y auxiliándose con faroles, martilleaban y lanzaban sobre el agua los voltaicos resplandores de los sopletes oxhídricos. Al fin, las estrellas empalidecieron; por el Este apareció el borde de un sol rojo que fue creciendo como una llanta de fuego; los marineros izaron el bote a las seis de la mañana; el buque vibró bajo la trepidación de las máquinas en marcha y un grumete anunció que la avería estaba reparada.

Media hora después el "Blue Star" seguía su ruta hacia el Norte. Habíamos perdido siete horas de viaje- No sé por qué razones, de pronto, en el diario de a bordo (una pizarra), fue colocado un parte indicando que el buque no se detendría en los puertos de Callao, Ancón ni Ferrol, sino en Malabrigo, en el límite de Ecuador.